BOGOTÁ EN MIS VENAS: Un relato picante y divertido sobre la Bogotá de los sesenta y setenta
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Mauricio Escrucería
Mauricio Escrucería Rivera (Cali, 1953). Es bogotano de corazón y ante todo un artista y escritor inquieto. A pesar de haber vivido más tiempo en los Estados Unidos que en Colombia siempre mantuvo contacto con su país. Estudió publicidad en la Universidad Jorge Tadeo Lozano y al año siguiente de su graduación viajó a los Ángeles, California a estudiar producción cinematográfica. Su estadía se prolongó por más de tres décadas y durante ese tiempo trabajó para algunas agencias publicitarias hispanas, fue director creativo y productor de comerciales. No satisfecho con tener que reducir su creatividad al formato de los treinta segundos típicos de los comerciales, decide incurrir en la escritura de guiones cinematográficos. Fue profesor de español en Pasadena City College y Glendale Community College en Los Ángeles tras haber obtenido una maestría en Bennington College, Vermont. Su primera novela –Bogotá en mis Venas, publicada por esta editorial–, la escribió en julio de 2015 en Riofrío, Cundinamarca. Mauricio regresó finalmente el año pasado a residir en Colombia dispuesto a continuar expresando su vena artística y literaria.
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BOGOTÁ EN MIS VENAS - Mauricio Escrucería
Dedicatoria
A todos y cada uno de los familiares y amigos que
vivieron conmigo toda la magia de la Bogotá de los años
sesenta y setenta.
Prefacio
Tan solo me bastó escuchar los clásicos de Hervé Vilard para arrancar a escribir, de una vez por todas, mi novela. Hoy me he vuelto a conectar al fin con mi ciudad, después de residir por treinta y seis años en Los Ángeles, California. Hoy hago remembranza de mis años juveniles, aquellos que me brindaron el mágico ambiente de los años sesenta con su música y películas europeas.
La gentil Bogotá que llegaba hasta la calle Cien, ahora creció tan abruptamente que desplazarse es un caos total. Sus frustrados ciudadanos, carentes de civismo, no se identifican con ella y mucho menos con sus ineptos gobernantes. Es por esto que un gran porcentaje de violentos desadaptados vuelcan a diario su ira y frustración contra sus vecinos y no vacilan en destruir su transporte público y profanar el reducido espacio.
Estamos ad portas de una firma histórica de paz con los guerrilleros que, en mis años de niñez, se conocían como pájaros o bandoleros. Yo, al igual que un gran número de compatriotas, abrigamos que esto suceda para que el país del realismo mágico entre, de una vez por todas, a una era de progreso y civilización. La Bogotá que corre por mis venas podrá fluir más libremente bajo la regulación del Pico y Placa que intenta a diario navegar por el monstruoso mar del tráfico capitalino.
Capítulo I - Dónde vine a meter el dedo
En esta escena Harriet, mi mamá, se encuentra bastante atareada alistando a Martica y a Hernando para llevarlos al Suárez Casas, un colegio de primaria que quedaba en la carrera 4a entre calles veinticuatro y veintitrés, a media cuadra donde queda hoy la Universidad Jorge Tadeo Lozano. Dicho plantel, de estilo colonial, era frío en todos sus aspectos; recuerdo que cuando los aguaceros arreciaban, las canales de los patios se rebosaban y parte de la lluvia se filtraba por entre las marquesinas de sus dos patios de recreo.
Pero regresemos al principio, todos estábamos en el pequeño baño del apartamento: Martica, la hermana mayor, ataviada con su delantal escolar de cuadritos azules y grises; Hernando, peinado con gomina Glostora y yo, bueno, creo que tratando de llamar la atención y fastidiando. Exasperada, mi mamá no aguanta más la pataleta. Me toma del brazo, me lleva al cuarto contiguo y decide encerrarme en el clóset. Cuando está a punto de cerrar se me ocurre, y hasta la fecha no sé por qué, meter la punta de mi pequeño meñique en el resquicio de la puerta. Trac. ¡Pego el grito en el cielo! Del otro lado, Harriet abre la puerta y ve el pedacito de dedo en el piso. Actuando con calma, a pesar de haber sido siempre nerviosa, recoge el deforme pedazo completamente negro y me conduce al baño. Lava con agua fría el dedo y mi mano; como puede, intenta adherir el pedazo al sangrante dedo. En esta macabra escena no recuerdo la presencia de mis hermanos, bien pueden haber estado ahí, uniformados con sus maletas de cuero ABC; Martica con su par de trencitas laterales y Hernando con el cabello engominado y bien peinado: con carrera por la mitad y todo. Chente, mi papá, se había ido temprano a misa de seis, para luego entrar a su trabajo de estadística en la antigua Caja Agraria.
María Salazar, la vecina del apartamento de enfrente –que daba la impresión de estar siempre de luto ya que solo usaba trajes negros– sale a nuestro auxilio en su pulga, un Volkswagen escarabajo. El peculiar vehículo de fabricación alemana siempre me llamó mucho la atención, ya que en la parte de atrás tenía un pequeño y estrecho compartimiento para colocar un par de maletines. Allí siempre me asignaban cuando salíamos de paseo por Bogotá, andando lento y seguro. Pero esta vez el asunto se trataba de prisa, así que con agilidad María nos llevó, a mi mamá y a mí, a una pequeña clínica del barrio.
El médico me coge varios puntos y le dice a mi mamá que el asunto es serio, que se encomiende al Señor de los Milagros para que el dedo injerte. La pronta reacción de mi angustiada mamá, la solidaria ayuda de la vecina manizalita, la destreza del doctor, aunado todo esto a la fe de mi mamá, hacen el milagro. ¡El meñique se salva!
Un poco raro queda el dedo, es necesario aceptarlo, y cuando su uña crece tiende a encorvarse dando la impresión de ser una garrita de pájaro. En fin, pudo haber sido peor. El dedo es completamente funcional. Cuando alguien lo observa en detalle se hace necesario relatar la historia. Usualmente, ese alguien suele ser mujer.
El Suárez Casas, nuestro colegio, llevaba su nombre por el apellido de un par de hermanas educadoras que ofrecían instrucción primaria en una vieja casona con todo y zaguán. Sus paredes blancas hacían contraste con una franja roja a manera de zócalo que se realzaba a medio metro del piso de baldosas de color terracota con un diseño geométrico. ¡Puro claustro colonial! Allí mis hermanos y yo aprendimos las primeras letras; a leer, a escribir y a recitar repetidas veces curiosas cápsulas culturales. La disciplina se implementaba con el apoyo de algunas alumnas mayores que funcionaban como espías nazis para sorprender a los alumnos que hablaban o creaban algún desorden en el momento de hacer fila. Al ser sorprendidos, las disciplinarias decían: —Bonita charla, cinco puntos—. Quienes fueran sorprendidos infraganti debían pagar la infracción con boletos numerados de cinco puntos cada uno. Perder puntos significaba obtener una mala nota en disciplina a fin de mes.
Este colegio y muchos de los de su época acostumbraban entregar una cartilla mensual de rendimiento escolar de cada uno de sus estudiantes. Se leía en voz alta quiénes eran los mejores de la clase y de allí en orden descendente hasta desenmascarar a los más vagos.
La señorita Pepita, la hermana de Clementina, fue quien me enseñó a leer. Era decididamente fea, bastante estricta y su rostro adusto se acentuaba gracias a sus gruesos bifocales. En ocasiones me sentaba sobre su canto y me hacía repetir porciones de la famosa Cartilla Charry: —La eme con la a, ma; la eme con la e, me; la eme con la i, mi; la eme con la o, mo; la eme con la u, mu
.
Cuando yo leía en voz alta y fallaba, me empujaba la cara contra la cartilla. El método funcionó. Hoy me considero un buen lector, con muy buena enunciación y dicción. De acuerdo a los estándares modernos, la señorita Pepita hubiera sido tildada de abusiva de menores y podría encarar un juicio por traumas psicológicos o cualquier otro cargo majadero. A pesar de considerarme bastante liberado, me adhiero a ciertos principios de la vieja guardia, como la letra con sangre entra
.
La escuelita tenía unos estrechos y fríos corredores con un par de patios. Entre patio y patio había un par de salones. El primero mucho más amplio que el segundo. En la amplia aula se impartía instrucción a los niveles de kínder a tercero. La contigua albergaba los dos últimos años de primaria. Compartir el salón con otros niveles tenía sus ventajas, ya que los pequeños, como yo en ese entonces, no solo aprendíamos a leer y escribir, sino que escuchábamos conocimientos de las otras materias dadas a los estudiantes de nivel superior. Las clases eran mixtas.
Me parece estar viendo a Clementina señalar con su larga férula una porción de un viejo mapa de pared, incitando a la clase a que repitiéramos al unísono: —Tres partes de agua y una solita de tierra
.
A la hora del recreo salíamos al patio principal a comprar algunas golosinas. Clementina vendía bombones marca Colombina con sus coloridas envolturas, con el diseño de una chica sentada en una media luna, con sabores de uva, naranja y piña. Los turroncitos con sabor a coco también eran bastante apetecidos.
Los chicos y chicas después de las compras debían ir a sus respectivos patios. A veces, a la hora del almuerzo, me escapaba al patio de las niñas para observar sus juegos y hacerle una corta visita a mi hermana mayor. Allí saltaban la cuerda y jugaban Jaxx. Este era un juego con una docena de figurillas metálicas en forma de una x tridimensional; se tomaban en un puñado y se lanzaban sutilmente hacia arriba para ser recibidas en el anverso y de allí recogerlas en la palma de la mano. Las que cayeron al piso debían ser recogidas haciendo rutinas entreveradas de dos en dos, de tres en tres… antes de que una pelotilla de caucho rebotara del piso y fuera atrapada en la misma mano junto con los jaxx. Un jueguito manual de mucha maña y destreza. Me fascinaba verlas en acción y en más de una ocasión me permitían jugar