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De Santiago de Chile a Puerto Williams: El último pueblo del mundo
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Libro electrónico117 páginas1 hora

De Santiago de Chile a Puerto Williams: El último pueblo del mundo

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¿Quién no ha soñado alguna vez con ir al fin del mundo? Este libro es el sueño de dos amigas hecho realidad, el resumen de un viaje que nos llevó desde Barcelona a Puerto Williams, en Chile. A pie, en bus, en tren, en barca, en avioneta? siempre un destino: el último pueblo habitado.
IdiomaEspañol
EditorialUOC
Fecha de lanzamiento7 feb 2014
ISBN9788490640777
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    De Santiago de Chile a Puerto Williams - Ángeles Doñate Sastre

    Un sueño compartido

    Un viaje empieza mucho antes de preparar la mochila o de comprar el billete. Incluso, se podría decir que empieza antes de que seamos conscientes de que ese destino será el elegido.

    Un buen libro de un autor desconocido, una interesante conversación con viejos amigos y una taza de café o un recorte de periódico. ¡Quién sabe! A veces hace falta bucear hacia atrás en el tiempo para descubrir los motivos que nos han llevado a soñar con ese punto del mapa. En nuestro caso, ese punto se encontraba en el último pueblo del mundo, Puerto Williams.

    Oficialmente esta aventura se inició en un chat, en una conversación entre dos amigas que andaban pensando cuál sería su próximo destino por conocer. Por casualidad, como suelen pasar estas cosas, las dos descubrimos nuestra pasión compartida por Chile. Dicho y hecho: era cuestión de cuadrar fechas y poco más. La decisión de visitarlo estaba tomada a los cinco minutos... o en realidad, mucho antes de conocernos.

    Para Ángeles, Chile es un eslabón más de una pasión: América Latina. Desde hace años, en cuanto junta días, excusas y ahorros, se planta en uno de sus rincones: Perú, Nicaragua, Cuba. ¿El sueño escondido? Llegar a tener todos los sellos en su pasaporte. Como la mayoría de las historias, ésta también se escribe por capítulos y Chile ha sido el capítulo del 2008. Sin embargo, a pesar de formar parte de un mosaico, esta pieza tiene su propia fuerza y color, que la hacen especialmente deseada: una entrevista hecha como periodista a una hija y viuda de desaparecidos por la dictadura chilena, una película de autor –La Frontera– vista por casualidad un día de lluvia, la compañía constante de las palabras de Neruda o Edwards. Pero también la necesidad de saldar una cuenta pendiente por un primer intento de viaje que acabó antes de empezar cuatro años atrás, en el mismo aeropuerto de llegada, con un tobillo inútil y dos muletas de madera.

    Para Anna, otra apasionada de América Latina, todo empieza en una conversación durante los años que vivió en París. Una cena con su familia de corazón, que no de apellido, en la que recuerdan cómo vivieron en primera persona aquel fatídico septiembre del año 1973. Los hechos y sus consecuencias, ampliamente conocidos a través de los libros y la prensa, toman esa noche un carácter especial, y en ese mismo instante decide en su interior conocer esa tierra y quienes la habitan. Más de tres años escuchando el acento chileno, a ella a quien tanto le gusta descubrir las diferencias de acento, pronunciación o de vocablos del español, le hacen empezar a soñar con el viaje en dirección a Santiago. Con los años, sus ganas de conocer Chile aumentan cada verano que pasa e intenta conformarse conociendo el país desde la distancia y pensando que algún día viajará hasta el fin del mundo.

    Así, sin darnos cuenta y a lo largo de muchos años, ambas habíamos sumado un montón de razones para emprender esta aventura: conocer todos los rincones que pudiéramos de Chile y sus gentes, siempre yendo hacia el sur, para llegar hasta el fin del mundo. Volamos un 4 de noviembre, seis meses después de aquella primera conversación, y sólo teníamos claro que el viaje lo empezábamos en Santiago de Chile y lo acabábamos, si las condiciones metereológicas lo permitían, en Isla Navarino, cruzado el estrecho de Magallanes. En total, 3.400 kilómetros en 24 días, utilizando medios de transporte muy diferentes. El primer trayecto fueron más de 400 kilómetros en el único tren de larga distancia que hoy en día admite pasajeros en este país. El resto de días, alternamos autobuses de línea, avionetas, ferrys, taxis colectivos, lanchas, y nuestros pies para ir cubriendo esa gran distancia.

    Cuando llegamos, la primavera había empezado. Decir eso es casi como decir nada en un país con una geografía tan diferente y en donde es posible disfrutar de las cuatro estaciones en un solo día. Desde el Norte, donde se encuentra el desierto más seco del mundo, hasta el Polo Sur, todos los paisajes parecen tener cabida en esta estrecha franja encajonada entre los Andes y el mar. Grandes viñedos en la región central, zonas de lagos y termas, frondosos parques nacionales o grandes extensiones de pampa, sin olvidar islas mágicas como Rapa Nui o Robinson Crusoe.

    Pero si hay algo constante en una zona de tantas diferencias es la acogida que te brindan sus habitantes. Allí donde llegábamos, siempre había alguien dispuesto a comenzar una conversación o darnos un consejo. La gente es la verdadera riqueza de un país construido a base de olas migratorias, luchando contra una naturaleza no siempre amable. La variedad de los rostros que te cruzas en cualquier calle, los nombres de los comercios o las lápidas de los cementerios te permiten palpar esa historia de mestizaje cultural y descubrir el carácter de refugio que han tenido estas grandes extensiones. A mitad del siglo XIX, alemanes que huían del hambre fundaron ciudades como Puerto Montt, los pastores escoceses contribuyeron a la introducción y cría de las ovejas en la Patagonia y los croatas fueron piedra angular del desarrollo de esta región del mundo. Sin olvidar el rastro que las diferentes oleadas de españoles que han llegado a estas tierras desde que Pedro de Valdivia las intentara conquistar para la Corona. Y sobre todo, y a pesar del tiempo transcurrido y todos los horrores, aún se pueden adivinar ciertos rasgos indios en unos ojos o en una manera de hablar. La presencia de uno de los pocos pueblos que no pudo ser conquistado por el Imperio en el que nunca se ponía el sol, los mapuches, lucha por mantenerse presente.

    Para nosotras, la naturaleza y los chilenos son los dos motivos que justifican por si solos un viaje de más de doce mil kilómetros. Los viajeros que busquen exotismo, costumbres sorprendentes, ruinas históricas o monumentos espectaculares sería mejor que escogieran otro destino para sus viajes o cambiaran su chip antes de llegar a estas

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