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Ritos y juegos del toro
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Ritos y juegos del toro
Libro electrónico405 páginas6 horas

Ritos y juegos del toro

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Estudio sobre la mitología y los ritos asociados a la figura del toro en la Península Ibérica comparados con los de otras culturas antiguas del Mediterráneo. Precedido por los prólogos de Julio Caro Baroja y Consuelo de la Gándara, el libro desarrolla en un primer momento, y siempre desde el contexto peninsular, la presencia del toro en las religiones antiguas que existieron en diferentes puntos de su territorio, para dar a continuación un repaso a los estudios y teorías referentes al toro desde el punto de vista arqueológico, histórico y etnológico y su relación con los orígenes de las fiestas de toros. El toro en nuestra mitología, los ritos españoles referentes a la magia de este animal y las latencias rituales del toro nupcial en las corridas modernas, completan la visión peninsular de un estudio que luego se adentra en un luminoso repaso por el papel que jugaba el toro en el Mediterráneo: Egipto, Asia anterior, el Mediterráneo prehelénico y sobre todo Creta, antesala mítica de las corridas de toros, aquí aclarada. Publicado por primera vez en 1962, apareció en una edición revisada por Pedro Álvarez de Miranda en 1998 y se tradujo al francés en 2003. En esta ocasión se añade un extenso epílogo, que Athenaica presenta también como monografía individual, donde el catedrático Francisco Díez de Velasco ofrece una aproximación biográfica a la figura de Ángel Álvarez de Miranda y a su trayectoria investigadora, en particular al contexto de creación de su obra esencial «Ritos y juegos del toro».
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento20 dic 2015
ISBN9788416230693
Ritos y juegos del toro
Autor

Ángel Álvarez de Miranda

Ángel Álvarez de Miranda (Manzanos, Álava, 1915 - Madrid, 1957). Fue catedrático de Historia de las Religiones de la Universidad de Madrid desde 1954 hasta su muerte prematura. Formado en la escuela de historia de las religiones italiana sus obras, la mayoría de ellas publicadas póstumamente por su viuda Consuelo de la Gándara, permiten acceder al trabajo de un notable comparativista y un intelectual de gran valía. Ritos y juegos del toro es su libro más famoso.

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    Ritos y juegos del toro - Ángel Álvarez de Miranda

    Portada

    HISTORIA DE LAS RELIGIONES

    Directores del Consejo

    Elena Muñiz Grijalbo

    Universidad de Pablo de Olavide, Sevilla

    Fernando Lozano Gómez

    Universidad de Sevilla

    Consejo editorial

    Antonio Piñero Gómez

    Universidad Complutense de Madrid

    Francisco Díez de Velasco

    Universidad de La Laguna

    Francisco Peña Fernández

    University of British Columbia

    Antón Alvar Nuño

    Universidad Carlos III de Madrid

    Pedro Giménez de Aragón Sierra

    Universidad Pablo de Olavide, Sevilla

    Miguel Álvarez Ortega

    Universidad de Sevilla

    Emilio González Ferrín

    Universidad de Sevilla

    Alfonso Falero Folgoso

    Universidad de Sevilla

    Prólogo de Julio Caro Baroja

    Hace ya bastantes años —creo que entre quince y veinte—, cuando yo frecuentaba mucho más que ahora el Instituto Antonio de Nebrija, donde empezaba a florecer una nueva escuela de latinistas, helenistas y filólogos en general, solía ver con frecuencia, utilizando libros de los que yo también utilizaba, a un joven, menudo, rubio, de cara fina y modales correctos, que acababa de terminar la carrera. Como no soy muy dado a las expansiones y aquel joven tampoco parecía serlo, no hacíamos más que cambiar un ligero saludo o un esbozo de saludo. Tardé bastante en saber su nombre. Pasó algún tiempo, el joven dejó de ir al Instituto y alguien me dijo que había sido nombrado director de un centro español en Roma, y que allí se dedicaba al estudio de las religiones antiguas.

    Creo que fue una carta que me escribió desde Italia la que comenzó a aproximarme a Ángel Álvarez de Miranda. En ella me hablaba de sus estudios, de sus proyectos y de alguno de mis primeros trabajos, que le habían interesado: un estudio sobre el «toro de San Marcos», precisamente. La verdad es que, en el momento en que Álvarez de Miranda se lanzaba con ardor a una especialidad difícil, yo la había casi abandonado, como he abandonado otras muchas cosas en la vida. Nuestra relación se mantuvo, sin embargo, firme y cordial. Mucho me alegró ver que obtenía una cátedra de Historia de las Religiones en la Facultad de Letras de Madrid, después de su experiencia italiana. El tema que se le encomendaba era tan vasto como delicado, pero la persona era idónea. Comenzó el nuevo catedrático sus cursos y con éxito. De vez en cuando nos veíamos en su casa o en otra parte y discutíamos sobre asuntos que a mí me habían apasionado entre los veinte y los treinta años, y que a él le apasionaban: las religiones prehistóricas, los cultos mediterráneos, la filosofía de los mitos, el estudio comparado de las religiones... Todos estos grandes temas, propios para ilusionar a un joven humanista moderno, se movían y removían en la conciencia de Álvarez de Miranda, hombre piadoso, para el que la religión era acaso la razón mayor de la existencia. Una conciencia más fría, como era y es la mía, tenía que perder el entusiasmo por los misterios místicos con mayor facilidad. Seguí, sin embargo, sus investigaciones con interés, como cosa lejana a mi propio campo de actividades; seguí tratándole en Madrid...

    Mas he aquí que, a la vuelta de un viaje bastante largo, me enteré de que estaba enfermo. Pronto supe más de su enfermedad. Fui a verle y me encontré con el espectáculo desolador de un hombre joven, en pleno vigor mental, con una carrera brillante y con una familia recién constituida, al que minaba una dolencia inexorable y penosísima. Mucho sufrió Ángel Álvarez de Miranda antes de morir. Mucho sufrieron los suyos. Las horas eran largas para él. Esto en una época en que yo también pasaba por momentos amargos, por una especie de liquidación de la vida familiar.

    Al fin llegó lo previsto. Murió el joven profesor, dejando tras sí una promesa que ya empezaba a ser realidad. Esta muerte y otras de amigos míos, jóvenes y brillantes, me han dejado en el ánimo una especie de rencor hacia la vida, incluso hacia el éxito: una falta de ilusión final por las tareas intelectuales también. Ángel Álvarez de Miranda aceptó probablemente su destino con religiosa resignación. Yo lo veo con otros ojos. Los más viejos vivimos más que los más jóvenes; los más inteligentes mueren y los más torpes sobreviven; la promesa brillante queda sin cumplir y la chata medianía da sus frutos hasta la saciedad. Esto es duro de soportar, pero al fin hay que soportarlo.

    Pasan los años; las vidas siguen, fluyen. ¡Dichoso el muerto que tiene una mano femenina que vele por sus intereses y por su memoria!

    La esposa de Ángel Álvarez de Miranda ha recogido escrupulosa, inteligentemente sus escritos, sus apuntes, todas las notas que dejó. Parte de este material se ha publicado ya y constituye una aportación importante a la Historia de las Religiones. Queda todavía bastante inédito. Hoy, entre lo inédito, le toca la vez al presente libro, en que se dan a luz varios capítulos de una obra que Álvarez de Miranda tenía planeada desde antiguo sobre el culto al toro. El tema es atractivo, sobre todo para los españoles, y los capítulos o fragmentos que ahora se publican nos hacen lamentar más el que su autor no diera remate a la empresa. Tal como quedan pueden leerse, incluso aislados, y aprovecharán mucho más al curioso que obras con pretensiones de definitivas o exhaustivas, según se dice ahora con harta frecuencia e impropiedad. La obra exhaustiva del erudito moderno se parece a la del forzado a galeras o a la de todo aquel que vive más con el músculo que con la cabeza. Mi amigo Álvarez de Miranda era todo lo contrario de un hombre muscular. Era un letrado fino, al que con estas líneas no pretendo rendir más que un tributo de amistad y de respeto.

    Prólogo de Consuelo de la Gándara de Álvarez de Miranda

    Al poco tiempo de llegar a Roma para estudiar Ciencias Histórico-Religiosas, empezó a rondar la mente de Ángel Álvarez de Miranda una idea que más tarde habría de convertirse casi en obsesión: interpretar a la luz de la Historia de las Religiones ese fenómeno tan español de las corridas de toros. Le animó mucho a ello el querido maestro Rafael Pettazzoni, que más tarde habría de ser ponente en la tesis que Álvarez de Miranda presentó en la Universidad de Roma con el título de Miti e riti del toro nel Mediterraneo. Aquella tesis, acogida entonces con las máximas recompensas académicas y con el sorprendido interés de los profesores que la oyeron leer, se ha convertido ahora en este libro.

    Ángel Álvarez de Miranda murió sin escribir la que probablemente hubiera sido su obra preferida: una obra de investigación histórico-religiosa sobre un campo tan inédito como el de nuestra península. ¿No cometemos un pecado de indiscreción dando a la luz estos folios sobre los que él hubiera probablemente elaborado su libro? Es posible que sí.

    Insospechados azares de la vida me han puesto en la circunstancia de traducir para el lector español aquella tesis en italiano cuya primera y original redacción castellana ha quedado sepultada entre nuestros papeles de la casa de Roma. Tengo la esperanza de que estos trasiegos de lenguaje no hayan mermado apenas el interés que en los lectores de hoy puede suscitar un trabajo encaminado a desvelar el misterioso origen del fenómeno más castizamente español.

    Me consta que estudiosos de Historia de las Religiones extranjeros, en contacto epistolar con el autor cuando éste fraguaba su teoría sobre los toros en España, sentían impaciente curiosidad por conocer esta inédita interpretación de carácter histórico-religioso.

    Julio Caro Baroja, que tan bien conoce las raíces de lo español, ha dado una prueba de su amistad hacia el autor prologando el libro con unas palabras en las que el afecto domina a toda otra manifestación.

    José María Blázquez, que ha colaborado Conmigo en la traducción como especialista en esta materia, ha completado las notas de pie de página tratando de poner la bibliografía a la hora del día. [Esas adiciones a las notas de José María Blázquez van precedidas de un asterisco.]

    * * *

    ¿Cómo se ha enfrentado Ángel Álvarez de Miranda con el tema?

    El toro, preferentemente el toro domesticado semental, es para el hombre primitivo un depósito cualificado de energía creadora, reproductora. Por consiguiente, este hombre cree poder utilizar esta fuerza de fecundidad para sus propios fines por medio de la magia simpatética contaminante.

    A través de esta afirmación se hace posible interpretar el fenómeno de las «corridas» tal como se nos ofrece actualmente en España y antiguamente en Creta. Las «corridas» no son más que la degeneración de un rito en un juego, de un rito sagrado en un espectáculo profano del que se ignora el origen.

    Las teorías sobre el origen de las «corridas» son diversas, y si no atinan es por ignorar su aspecto histórico-religioso, único punto de vista que puede aclarar la cuestión. Especialmente importante es señalar que la teoría sobre el origen cretense de nuestras corridas carece de pruebas suficientes y que la semejanza entre ambos fenómenos lúdicos no se produce por influencias de uno en el otro, sino por derivar ambos de una misma base, que es en este caso: la intuición primitiva del poder fecundador del toro y los consiguientes ritos mágicos para lograr su transmisión.

    Los vestigios de un culto del toro en las religiones antiguas de la Península Ibérica son abundantes. Más aún, en algunas de las representaciones prehistóricas del toro está especialmente marcado su poder genético. Para poner en conexión este culto del toro en la religiosidad primitiva ibérica con las «corridas» es menester examinar los mitos y los ritos en que aparece este contacto del hombre y el toro encaminado a obtener su fuerza genética.

    Los mitos son interpretados desde los cuentos y leyendas que la tradición nos ha transmitido pudiéndose detectar en algunos de ellos la relación mágica toro-sexualidad en apoyo de esta teoría.

    Los ritos son interpretados desde el folklore y las costumbres. En la costumbre del toro nupcial encuentra Álvarez de Miranda el antecedente directo de las «corridas», que vienen a ser su desarrollo lúdico.

    Esta magia sexual del toro es confirmada por el análisis en Egipto, Norte de África, Asia Anterior y Mediterráneo de los mitos y ritos de sus religiones antiguas. Ritos que siempre están expuestos a un desarrollo lúdico. Tesis que queda confirmada por el estudio realizado acerca de este fenómeno en la Península Ibérica y por el del origen mágico de las llamadas «corridas» cretenses.

    Introducción

    En la base del tema que desarrollaremos se encuentra la concepción del toro como un ser especialmente dotado de gran poder sexual. Esta concepción, que hoy puede parecer obvia y natural, no ha existido siempre en el hombre antiguo. Su origen parece remontarse a épocas relativamente recientes de la Prehistoria y coincide con el momento de la domesticación de los bóvidos.

    Parece lógico pensar que otros atributos tradicionales del toro en estado salvaje, como la fuerza, la corpulencia, el valor, etc., hayan predominado en la concepción del hombre, que antes de la domesticación sólo podía obtener este poderoso animal cazándolo. Es probable que el cazador no tuviese motivos especiales y directos para atribuir al toro salvaje los atributos del macho¹. Estos atributos, al contrario, son el resultado de una especialización biológica individual provocada por los criadores de ganado; la castración de la mayor parte de los machos domesticados resalta el poder sexual del toro semental al convertirlo en padre; paradójicamente, un hecho producido por la técnica del hombre da pie a la concepción más extendida de un hecho natural.

    La lingüística ofrece indicios de la fecha relativamente reciente de la concepción del prestigio genésico del toro. Todos los datos relativos al origen y a la difusión de la domesticación de los toros² inducen a pensar que los sumerios fueron, si no los autores de semejante descubrimiento, al menos los que por vez primera la utilizaron con mayor frecuencia³ y los que la extendieron⁴. Al nombre sumerio del toro, gud, se añade después la palabra que expresa el miembro viril, gis, para especificar de este modo la nueva situación del toro semental, esencialmente diferente de la del toro salvaje⁵.

    Ya la denominación sumeria del toro destinado a semental revela una esencial consolidación de la concepción sexual. En las lenguas indoeuropeas no faltan tampoco claros testimonios de la frecuencia con la que se empleó esta cruda alusión realista para bautizar al toro doméstico; uno de los nombres del toro en el alemán antiguo (bulle), anglosajón (bulluc) y antiguo normando (bole)⁶ deriva de la misma raíz que ha dado después lugar al griego φάλλος (es decir, *bhl-no)⁷.

    Esta fuerte concepción de la capacidad primordial de engendrar del toro está testimoniada no sólo por la etimología. También la semántica acredita nuevos desarrollos de esta misma idea; existe una nueva tendencia correspondiente y recíproca, frecuente particularmente en las lenguas vulgares, de emplear el sustantivo toro como alusión metafórica al membrum virile. Suidas atribuye al sustantivo ταῦρος el significado τὸ αἰδοῖον τοῦ ἀνδρόϛ⁸; Hesiquio nos informa que también era llamado toro τὸ γυναικεῖον αἰδοῖον⁹, y, en la lengua popular, el adjetivo ἀταυρώτη se aplicaba a la virgo, non passa virum, innupta¹⁰. En las artes plásticas es frecuente la vinculación del toro a la imagen itifálica. Una cabeza de toro de la colección Ustinov, encontrada en Fenicia, lleva en la frente un membrum virile humano¹¹, y en las pinturas de una tumba de Tarquinia del siglo VI a.C.¹² están representadas dos escenas de crudo contenido sexual en las que participan dos toros, uno de ellos en actitud itifálica, en evidente relación con la acción de los protagonistas. Existe, por consiguiente, un tipo de intuiciones sugeridas por el toro como depósito de energía engendradora. La finalidad de este trabajo es examinar hasta qué punto este tipo de intuiciones se halla en la base de algunos mitos y de algunos ritos de las religiones antiguas. Del múltiple y polivalente contenido del toro como figura religiosa, nos proponemos aquí aislar, en la medida de lo posible, sólo este aspecto concreto, estudiándolo en distintos ambientes históricos. Esta magia del toro no es el fin último de nuestro estudio, aunque sí el presupuesto de ciertos contactos entre el ser humano y el toro, que parecen ahondar sus raíces precisamente en la magia, y que conocemos en el lenguaje ordinario con el nombre de corridas. Los orígenes de estas corridas, bien sean las españolas actuales, bien las llamadas cretenses, no han sido aún esclarecidos por los historiadores. Nosotros intentaremos ilustrar su origen partiendo de la magia sexual del toro. Esta magia aparece un poco en todos los lugares, en el ámbito del mundo antiguo, pero su transformación en corridas es característica de la Península Ibérica y de la cultura minoica. Por esta razón el presente trabajo estudia preferentemente dos regiones históricas:

    1.ª La Península Ibérica, en la que desde una remota antigüedad parece que el toro haya desempeñado una papel importante en la religión prerromana. Parecen existir huellas importantes en las religiones y ritos que han pervivido hasta nuestros días de las poblaciones rurales. En este sector buscaremos no sólo los datos y documentos arqueológicos, sino también preferentemente los suministrados por la Etnología y el Folklore.

    2.ª La civilización prehelénica minoica, donde los documentos arqueológicos muestran otro género de corridas que parece tener su origen en la idea de la magia del toro. Esta magia del toro, en la que se funda, según nosotros, el «juego» de las corridas, no ha sido lo suficientemente examinada en sí misma, y por esta razón intentaremos ponerla de relieve a través de documentos procedentes no sólo del mundo egeo, sino también de las antiguas culturas africanas y orientales, en las que la magia del toro, aunque no ofrezca indicios de haber seguido el desarrollo lúdico característico del trato mágico del toro en España y Creta, sí ofrece la misma base, es decir, la intuición del poder genésico del toro y su posible utilización mágica.

    Por este motivo hemos considerado útil añadir, en la segunda parte, un cierto número de fenómenos religiosos, procedentes de áreas históricas diversas, que parecen contener claramente la concepción mágico-religiosa del toro como transmisor de la capacidad de engendrar.

    PRIMERA PARTE

    El toro en las religiones antiguas de la Península Ibérica

    El estado actual de las noticias relativas a las religiones antiguas de la Península Ibérica es aún muy deficiente, a pesar de la abundancia del material que se ha acumulado. Faltan estudios de conjunto, desde el punto de vista de la Historia de las Religiones. Los trabajos aparecidos, y principalmente la obra, no superada aún, de Leite¹³, no logran dar una visión panorámica suficiente y no se refieren a toda la Península. Otros trabajos más recientes, como el de Lantier¹⁴, apenas sirven más que como punto de partida. A las dificultades normales inherentes al estudio de una civilización antigua cuya lengua no ha sido aún descifrada, se añaden otras características de la Península Ibérica, en la que la mezcla de elementos autóctonos y procedentes de las inmigraciones es poco clara, las noticias transmitidas por los historiadores clásicos escasas y la influencia de la civilización mediterránea evidente.

    La denominación de «ibérico» la usamos aquí más bien en el sentido geográfico que en el histórico, ya que históricamente los iberos sólo habitaron una parte de España: el Levante de la Península.

    El pueblo ibérico es anterior a la invasión celta, que comenzó en el siglo IX, mezclándose en el centro de la Península con el elemento indígena, sin penetrar intensamente en el sur. Desde todos los puntos de vista, el carácter constante de la Península hasta que se consolidó la denominación romana, en los primeros siglos de nuestra era, es la falta de unidad. El tono general de las creencias demuestra un fuerte contenido naturalista: veneración de montes y fuentes benéficas, a las que se arrojan exvotos; huellas de creencias astrales, particularmente en la zona celtizada; imágenes teriomorfas, con frecuentes elementos fantásticos; práctica del sacrificio animal, humano y primicial; tales serían los caracteres más comunes de las religiones ibéricas.

    Los nombres de los dioses, que conocemos a través de las aras romanas, son casi siempre de estructura y de contenido céltico, y es posible indagar y lograr alguna noticia sobre su naturaleza; en otros casos, por el contrario, no son más que simples signos sin contenido claro, ya que ni siquiera la anotación fonética es muy segura, dado el estado indeciso de la lingüística ibérica¹⁵. En resumen, está claro en las religiones ibéricas su carácter práctico¹⁶: los devotos entran en contacto con el elemento divino para obtener favores tangibles inmediatos.

    En estas condiciones resulta difícil individualizar el sentido religioso que se vinculaba a la figura del toro. Es opinión corriente, repetida hasta la saciedad por los historiadores y arqueólogos, que en Iberia existía un antiquísimo culto del toro¹⁷. Esta afirmación se basa especialmente en dos argumentos: en una frase de Diodoro, en la que se dice que τὰϛ δὲ βοῦϛ τηρουμέναϛ συνέβη ἱερὰϛ διαμεῖ ναι κατὰ τὴν ’Ιβηρίαν μέχρι τῶν καθ’ ἡμᾶϛ καιρῶν¹⁸, y en la constante figuración pictórica y escultórica de estos animales desde finales del Paleolítico hasta la época romana. Todo este material no ha sido examinado aún desde el punto de vista histórico-religioso; la afirmación del «culto al toro» en España es, por tanto, una afirmación aproximativa y sin contenido preciso, ni en el aspecto cronológico ni en el histórico-religioso, por lo que procuraremos precisar estos aspectos lo más posible.

    La figura del toro aparece frecuentemente en las pinturas rupestres del Neolítico español¹⁹. Se trata del toro salvaje, representado generalmente en grupos, y cazado frecuentemente por hombres armados con flechas y arcos. El área de estas representaciones coincide con el este de la Península, especialmente con la región montañosa ibérica (provincias de Teruel y Albacete). Los abrigos más ricos en representaciones de toros son los de Cocinilla del Obispo, Barranco del Navazo y Barranco de las Olivas, en Albacete; Minateda, en Teruel; el famoso de Cogul, Cueva de la Vieja, en Alpera; Los Cantos de la Visera, Abrigo de los Toros y Val de Charco del Agua Amarga. En todos ellos el toro está representado con una gran precisión naturalista; falta la acentuación de los órganos de la generación; está muy marcada la corpulencia y fuerza del animal, particularmente los cuernos, y no existe ningún indicio que revele una especial veneración del animal. El hombre a veces se encuentra colocado junto a él, como cazador; el número elevado de toros pintados en estos abrigos parece demostrar la abundancia en la Península Ibérica de estos animales desde el fin del Paleolítico hasta el Neolítico.

    En la misma región, especialmente en la parte meridional, se encuentra de nuevo la figura del toro en la segunda Edad del Bronce, en el ámbito de la cultura de El Argar; se trata de pequeñas figuras de barro, rústicamente modeladas, en las que el desarrollo de los cuernos permite sospechar que se trata precisamente del Bos taurus, cuya abundancia en la zona argárica fue grande²⁰. Los hermanos Siret, que excavaron estos yacimientos, encontraron también un pequeño objeto de barro, una especie de banco adosado en un muro, coronado por dos conos votivos. Un segundo hallazgo en las cercanías, restos de otro monumento parecido, indica que su forma es intencionada. Déchelette los ha identificado con un altar del conocido tipo cretense de los «cuernos de consagración»²¹; los arqueólogos, seducidos por este tentador paralelismo, comenzaron a admitir el culto al toro en la Península Ibérica, quizá por influencia del de Creta. Las magníficas cabezas de toro en bronce encontradas en las Baleares, en Costig, parecen confirmar estos contactos. Schulten ha sido el autor que más ha insistido en el carácter cretense del culto al toro en España, y ha visto en estos monumentos una demostración de las intensas relaciones con la isla en los milenios tercero y segundo antes de Cristo²². En realidad, lo que sabemos sobre las relaciones hispanocretenses no nos autoriza a retrotraer tan lejos la hipótesis de la influencia cretense, porque los tres toros de las Baleares son un monumento único, y son en la Península Ibérica escasos y muy dudosos los vestigios de una influencia cretense²³; parece más prudente, por lo tanto, interpretar las rústicas figuras taurinas de El Argar como una representación de carácter y de valor autóctono.

    En el sur de España también, y más concretamente en la llanura del Guadalquivir, se han encontrado figuras de toros en arcilla, que tradicionalmente se relacionan con la cultura turdetana y tartésica, en las que predominaba el carácter agrícola y ganadero. Sabemos por Estrabón que la región abundaba en toros²⁴; esta abundancia explica las especulaciones griegas sobre los toros de Gerión, localizando este personaje en el sur de España, adonde Hércules había llegado en busca de los famosos toros²⁵. Más antigua aún sería la atribución a la Península Ibérica de la caza del toro con carácter ritual, descrita en el Timeo como costumbre de los habitantes de la Atlántida²⁶, y que debe apoyarse en la peligrosa hipótesis de que la Atlántida estaba situada en Tartessos. El único punto aceptable de todo esto es la importancia que tendría el toro en la parte meridional de la Península. La afirmación de Diodoro, según la cual los toros son considerados como sagrados entre los iberos hasta nuestros días, parece relacionarse con muchas figuras encontradas en el centro y el sur de la Península, principalmente en la región de Extremadura, próxima a la actual frontera con Portugal. Ya en el siglo XVI el arqueólogo Resende cita en la ciudad de Beja taurorum capita decem²⁷, de las que se han conservado hasta el momento presente cuatro, que fueron incluidas por Leite en su libro sobre las religiones de la Lusitania²⁸. Se trata de cabezas de piedra, de tamaño natural, y que parece que no formaban parte de cuerpos. Es difícil de precisar la fecha a que pertenecen; su rusticidad induce a pensar en artistas provinciales no influidos por modelos clásicos. De la misma región, de la zona actualmente española, son los famosos «toros de Guisando». Se trata de cuatro esculturas en granito, de tamaño natural, que existen aún en el lugar, en uno de los valles situado enfrente de la sierra de Gredos. Están colocadas en fila y se interpretan como dotadas de una finalidad mágica, que consiste en la protección de la especie²⁹. Otros toros de piedra, también de tamaño natural, se han encontrado en Écija³⁰, y son especialmente numerosos en Alicante (Cabezo del Lucero)³¹. El tipo de estos toros, semejantes a los de Guisando, pero mucho mejor trabajados, es idéntico al famoso toro de Osuna, que constituye el elemento más importante de esta abundante serie; al igual que los anteriores, proviene de un yacimiento situado en el campo y, por tanto, parece estar ligado a los intereses y preocupaciones de la agricultura y de la ganadería³². Más rara aún es otra escultura, encontrada en la misma región y localidad, conocida con el nombre de «Bicha de Balazote». Lo original en esta escultura es la cabeza, claramente antropomorfa, que se ha relacionado con el «toro androcéfalo» del mundo asirio-babilónico, si bien los estudios más recientes³³ la consideran influida, en el aspecto plástico, por modelos más próximos en el espacio y en el tiempo. Esta extraña figura de toro, que ofrece, por una parte, una semejanza con las divinidades fluviales griegas difundidas también en Sicilia, se relaciona, a su vez, con los toros graníticos ibéricos, con los que presenta la misma postura, tamaño, la ubicación en el campo, al aire libre, y, por tanto, también la función. Su diferencia única, el carácter androcéfalo, es el único avance —unido a otras modalidades técnicas—, y parece indicar claramente una elevación al plano antropomorfo del tipo del toro situado en el campo. Su fecha no parece ser anterior al siglo VI ni posterior al IV; García y Bellido la considera, desde el punto de vista escultórico, como un característico ejemplar de la plástica greco-ibérica³⁴.

    Pequeñas figuras de bóvidos, casi siempre en bronce, pertenecientes al arte ibérico, aparecen frecuentemente en el centro y en el sur de la Península. Muchas veces provienen de santuarios, como el de Castelar y el de Collado de los Jardines³⁵. Su significación religiosa parece no ser distinta de la de los restantes exvotos que existen en los citados santuarios. Otras veces se trata de pequeñas cabezas en bronce, evidentemente de toros, cuyo tamaño y disposición indican que servían de amuletos³⁶. Más interesante es otra figura, también en bronce, de tamaño mayor que el de los exvotos, con los órganos de la reproducción exageradamente desarrollados³⁷. Se ignora la exacta función de esta figura, pero parece claro que no se trata de un exvoto.

    Quizá la pieza más importante, desde el punto de vista que en este estudio interesa, es el bronce conservado en el museo de Valencia de Don Juan. Representa una escena de sacrificio en la que participan tres personas que se disponen a matar tres animales (dos cerdos y un cordero). Nos interesa en este bronce no la escena de sacrificio en sí misma, que ha sido estudiada principalmente por Obermaier³⁸, sino el hecho de que todas la figuras estén colocadas como sobre una peana, sobre una piel de toro, que tiene en un extremo una magnífica cabeza de este animal. Una interpretación naturalística llevaría a la conclusión de que la piel del toro, con su cabeza, es como el lienzo sobre el que se realiza el sacrificio. Se puede admitir también una interpretación simbólica, según la cual el toro sería, quizá, la divinidad en honor de la que se realiza el sacrificio. Entre estas dos interpretaciones extremas del toro como simple objeto en relación con el culto o como una verdadera divinidad oscila el significado religioso de este animal en la cultura ibérica. Es necesario observar, por otra parte, que no conocemos monumentos que representen al toro como animal de sacrificio.

    Son menos importantes las figuras de toro representadas frecuentemente en las monedas ibéricas. Su significado religioso, alusivo a cultos locales del toro, es posible, pero es necesario tener presente que, en la mayoría de los casos, la acuñación de monedas antiguas³⁹ se ha inspirado en prototipos griegos, principalmente de la Magna Grecia, y romanos. El contenido de estas representaciones es de carácter emblemático profano; el toro, como el caballo, son elementos demasiado frecuentes en la fecha a la que pertenecen casi todas las monedas ibéricas (siglos IV y III a.C.). Un «rapto de Europa» reproducido en una moneda de Cástulo, en Bética⁴⁰, no constituye un elemento atribuible a la tradición indígena; aunque es posible que la especial veneración del toro en la España antigua haya podido coincidir con modelos numismáticos clásicos, la realidad es que es muy difícil encontrar en las monedas españolas las huellas del significado religioso del toro.

    Otro tipo de monumento en que aparece la figura del toro es un fragmento de estela en piedra. Los historiadores del toreo muchas veces han citado esta estela como remoto antecedente de las corridas. Proviene del norte de España, de la ciudad de Clunia; representa un guerrero parado, armado de escudo y lanza, delante de un toro. Se conoce este fragmento a través del dibujo que hizo un erudito en el año 1774, pues el monumento se destruyó a comienzos del siglo XIX. Prescindiendo del contrasentido que supondría el apoyar sobre este mutilado y equívoco monumento la teoría de que las corridas de toros existen en España desde la época ibérica, esta estela forma parte de una abundante serie de relieves funerarios encontrados en la misma localidad, en los que el elemento común es la figura del guerrero. El sentido de este y de los otros relieves parece ser la glorificación del difunto⁴¹. Es bastante problemática, para apoyar sobre ella la hipótesis de la lucha con el toro como actividad frecuente, la suposición de que se trate de alguna gesta individual. El abundante elemento céltico de toda esta región a la que pertenece esta estela, así como la ausencia del valor religioso del toro en lo que conocemos del norte de la Península Ibérica y de la religión de los celtas en España, impide atribuir a esta estela funeraria alguna significación religiosa especial.

    Se puede asegurar que el documento más importante sobre el papel religioso del toro en la España antigua es el texto de Diodoro en el que se afirma el carácter sagrado del toro entre los iberos. Los estudiosos que admiten que el culto al toro existió en España⁴² se apoyan principalmente en este texto. Somos de la opinión, por nuestra parte, de que la más clara conclusión que se deduce de este breve excursus sobre el papel del toro en las religiones antiguas de España es la de una difusa veneración del animal, como base común en todo el centro, este y sur de España. En algún lugar parece haberse producido, en épocas posteriores, una antropomorfización del toro,

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