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El fin de la guerra rusa en Ucrania: Los Agentes Rusos, #4
El fin de la guerra rusa en Ucrania: Los Agentes Rusos, #4
El fin de la guerra rusa en Ucrania: Los Agentes Rusos, #4
Libro electrónico453 páginas5 horas

El fin de la guerra rusa en Ucrania: Los Agentes Rusos, #4

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Información de este libro electrónico

Agentes rusos buscan en Ucrania una ojiva nuclear desaparecida. Estados Unidos sospecha que la ojiva no ha sido robada y que su detonación es un pretexto para que Rusia se apodere de Ucrania. ¿Encontrarán los agentes la cabeza nuclear antes de que sea utilizada y dé comienzo la Tercera Guerra Mundial? 

Publishers Weekly: "El impresionante cuarto thriller de los Agentes Rusos de Halstead evita las convenciones trilladas del género... Los fans de las novelas de espionaje se deleitarán".

IdiomaEspañol
EditorialBadPress
Fecha de lanzamiento22 abr 2024
ISBN9781667473383
El fin de la guerra rusa en Ucrania: Los Agentes Rusos, #4

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    El fin de la guerra rusa en Ucrania - Ted Halstead

    EL FIN DE LA GUERRA RUSA EN UCRANIA

    TED  HALSTEAD

    Copyright © 2024 por Ted Halstead

    Este libro es una obra de ficción. Los nombres, personajes, empresas, lugares, eventos e incidentes son producto de la imaginación del autor o se utilizan de manera ficticia. Cualquier parecido con personas reales, vivas o muertas, o con acontecimientos reales es pura coincidencia.

    LIBROS DE TED HALSTEAD

    La segunda guerra coreana

    La guerra Saudi-Iraní

    El fin de la guerra de los Estados Unidos en Afganistán

    El fin de la guerra rusa en Ucrania

    ––––––––

    Los cuatro libros, incluido este, están ambientados en un futuro próximo ficticio.

    Algunos de los acontecimientos descritos han sucedido, y otros no.

    A mi esposa Saadia, por su amor y apoyo durante más de treinta años.

    A mi hijo Adam, por su amor y el mayor cumplido que un autor puede recibir: «¿Tú escribiste esto?»

    A mi hija Mariam, por su continuo amor y aliento.

    A mi padre Frank, por su amor y por incitarme repetidamente a terminar mi primer libro.

    A mi madre Shirley, por su amor y apoyo.

    A mi nieta Fiona, por hacerme sonreír.

    Todos los personajes están enumerados por nacionalidad en las últimas páginas, porque creo que ahí es donde es más fácil encontrar la lista para una referencia rápida.

    Capítulo Uno

    Sitio de pruebas del SS-24 Mod-2, Ucrania, URSS

    30 de julio de 1986

    El soldado Pofistal Arbakov se quedó boquiabierto al contemplar el SS-24 en la plataforma de lanzamiento. Con sus más de veintitrés metros de altura, el misil parecía hacer un gran esfuerzo para salir de la plataforma y proyectarse al espacio.

    Para luego caer sobre los enemigos de la Unión Soviética, estuvieran donde estuvieran. La URSS abarcaba más de diez mil kilómetros, desde Leningrado en el oeste hasta Vladivostok en el este. El SS-24 podía lanzarse desde cualquier lugar dentro de esos diez mil kilómetros, y su alcance era de once mil kilómetros.

    «Sí», pensó Pofistal con asombro. «Nadie podía atacar a su amado país sin saber que le seguiría una respuesta devastadora».

    —Eh, Kostia, ¿quién es el nuevo? —preguntó un sargento cercano.

    —Este es el soldado Arbakov. Disculpe, sargento Bannik, este es el soldado Pofistal Arbakov —respondió el sargento Konstantin Estrin con una sonrisa socarrona.

    Arbakov gimió para sus adentros, pero no dijo nada. Había tenido que soportar bromas sobre su nombre durante su corta vida. Pofistal era la abreviatura de «Pobeditel fashisma Iosif Stalin» o «Josef Stalin, vencedor del fascismo».

    Lo peor era que su padre le había llamado Pofistal más de una década después de la muerte de Stalin.

    Su padre no se había limitado a ponerle ese nombre. Durante toda la vida de Arbakov, hasta que se alistó en las Fuerzas de Cohetes Estratégicos soviéticas, su padre le había dicho: primero el Partido, después el país.

    Ni que decir tiene que Arbakov y cualquier otro ciudadano soviético estaban en último lugar.

    Sin embargo, de alguna manera, nunca se había amargado. Por el contrario, había aceptado todo lo que decía su padre, incluso después de que Mikhail Gorbachov llegara al poder en 1985.

    —Pofistal, ¿eh? —dijo Bannik pensativo—. Entonces, ¿tenemos un verdadero creyente entre manos?

    La sonrisa de Estrin se ensanchó.

    —Bueno, lleva poco tiempo aquí. Pero hasta ahora, todo apunta a que sí.

    Bannik se encogió de hombros y miró a Arbakov.

    —Bueno, al menos tiene el sentido común de mantener la boca cerrada cuando hablan los sargentos. Eso es más de lo que puedo decir de la mayoría de los nuevos soldados rasos.

    Estrin asintió.

    —Cierto. Ah, ¿he mencionado que el soldado Arbakov no esperó a que le avisaran del reclutamiento y se presentó voluntario?

    Bannik se quedó mirando a Estrin, sin habla. Finalmente, dijo:

    —No recuerdo la última vez que ocurrió.

    Estrin se rio y replicó:

    —No estoy seguro de que haya ocurrido nunca, al menos mientras yo he estado en el servicio.

    —Bueno —dijo Bannik—, creo que acabas de resolver mi problema. Iba a preguntarte si tenías un soldado que pudiera ayudarme a trasladar el resto de las cabezas de prueba al almacén. Creo que lo he encontrado.

    Estrin miró a Arbakov y preguntó:

    —Entonces, soldado Arbakov, ¿está dispuesto a ofrecerse voluntario para alguna tarea extra con el sargento Bannik?

    Arbakov no dudó.

    —Por supuesto, camarada sargento. —Volviéndose hacia el sargento Bannik, Arbakov continuó—: Volveré en un momento con mi equipo antirradiación. ¿Traigo un juego para usted también, camarada sargento?

    Estrin parecía luchar con todas sus fuerzas para no reírse, mientras que Bannik fruncía el ceño, perplejo.

    Tanto Estrin como Bannik podían ver que ninguna de estas reacciones tenía sentido para Arbakov.

    —Soldado, le dijeron que eran cabezas de prueba. ¿Qué le hace pensar que necesitamos equipo antirradiación?

    Arbakov respondió de inmediato.

    —Señor, uno de los aspectos clave de una prueba de misiles nucleares debe ser si los componentes electrónicos que controlan la navegación y la detonación siguen funcionando a pesar de la radiactividad emitida por la carga nuclear. Por lo tanto, las ojivas de prueba tendrían que ser exactamente tan radiactivas como una carga útil real.

    Bannik frunció el ceño.

    —Tendrían que ser —repitió—. ¿Aprendiste esto en tu formación?

    Arbakov negó con la cabeza.

    —No, señor. Pensé que era obvio. ¿Me equivoco, señor?

    Estrin no pudo contener la carcajada.

    —No, soldado, no se equivoca. Acaba de estropear la pequeña broma del sargento Bannik. Se suponía que ibas a ir con él a las ojivas de prueba, y luego te enviarían corriendo de vuelta para recoger el equipo antirradiación que eras demasiado tonto para saber que necesitabas.

    La reacción de Arbakov fue la última que esperaban ambos sargentos.

    —Sí, señor. Así me habría asegurado de no olvidar nunca que esas cabezas de prueba son radiactivas.

    Bannik espetó:

    —¡Atención!

    Arbakov acató inmediatamente la orden.

    A continuación, Bannik caminó lentamente a su alrededor, negando con la cabeza. Alto, pelo rubio, ojos azules, bien afeitado. O quizá demasiado joven para necesitar afeitarse. Parecía un soldado raso típico.

    Finalmente, se volvió hacia Estrin y le preguntó:

    —¿Qué opinas, Kostia? ¿Ha crecido en un laboratorio?

    Estrin se rio:

    —Creo que tenemos que afrontar la posibilidad de que nos hayan asignado un soldado raso con un coeficiente intelectual de tres dígitos y, al menos, algo de sentido común. Al fin y al cabo, de algún sitio tienen que salir los futuros sargentos.

    Bannik gruñó.

    —Entonces, soldado, ¿cree que estará con nosotros el tiempo suficiente para llegar a sargento algún día?

    Mirando fijamente al frente, Arbakov contestó:

    —Señor, pienso estar en el Servicio mientras pueda ser útil a la Unión Soviética.

    Bannik asintió.

    —Muy bien, soldado. Vaya y recoja dos juegos de equipo antirradiación.

    Arbakov saludó y se dirigió a paso ligero a cumplir la orden.

    Cuando se hubo ido, Bannik se volvió hacia Estrin.

    —¿De verdad crees que llegará a sargento?

    Estrin se encogió de hombros.

    —Arbakov es el primer soldado raso que conozco al que creo que podría acabar teniendo que saludar algún día.

    Pervomaysk, Ucrania

    4 de enero de 1992

    El coronel Valery Rozum miró por la ventana de su despacho la extensa base y suspiró. Cuando llegó, hacía dos años, la base bullía de actividad casi ininterrumpida.

    El mes pasado, la Declaración de Independencia de Ucrania había sido ratificada en referéndum popular por un margen superior al noventa por ciento. En respuesta, muchos de los oficiales y tropas rusoparlantes de Pervomaysk habían solicitado y recibido traslados a bases dentro de Rusia.

    La Base Estratégica de Cohetes de Pervomaysk se había convertido en un lugar mucho más tranquilo.

    —Sargento Pofistal Arbakov reportándose como se le ordenó, señor.

    Rozum se apartó de la ventana para mirar al soldado de la puerta.

    —Descanse, sargento. Siéntese —dijo Rozum, señalando una de las sillas frente a su escritorio.

    Rozum se sentó detrás del escritorio y abrió el expediente personal de Arbakov.

    —Sargento, usted es ahora el suboficial más antiguo que queda en esta base. Así pues, mi primera pregunta para usted es: ¿piensa quedarse aquí o, por el contrario, unirse a los demás soldados de habla rusa que han solicitado el traslado a bases dentro de Rusia?

    Arbakov negó con la cabeza con decisión.

    —No me voy, señor. Yo nací aquí. Mi mujer nació aquí, y mi hijo también. El nuevo gobierno ucraniano ha prometido no discriminar a los rusoparlantes. Si todos huimos, ¿quién les obligará a cumplirlo?

    Rozum gruñó.

    —Bueno, yo he tomado casi la misma decisión. Pero me resulta fácil, ya que me quedan pocos años para jubilarme. Espero cumplir esos años aquí. —Hizo una pausa—. Sabes que los ucranianos probablemente abandonarán los SS-24 de esta base, y no veo a Ucrania intentando seguir siendo una potencia nuclear al desarrollar sus propias armas. ¿Qué harás con el resto de tu carrera militar?

    Arbakov se encogió de hombros.

    —Coronel, haré mi trabajo, sea cual sea la decisión de mis oficiales. Si eso significa mantener Tochkas, que así sea.

    Rozum no pudo evitar una mueca. Había varias variantes de misiles balísticos Tochka, y la más reciente acababa de ser desplegada. Pero incluso esta solo tenía un alcance de ciento ochenta y cinco kilómetros.

    El Tochka, llamado Scarab por la OTAN, estaba muy lejos de los SS-24 que había ahora en Pervomaysk.

    —Bueno, por ahora, tenemos los SS-24. ¿Todavía tienes suficientes hombres y suministros para mantenerlos?

    Arbakov asintió.

    —Sí, señor. Por supuesto, han estado fuera de línea durante meses. Los enlaces de acción permisiva necesarios para dispararlas se controlaban siempre desde Moscú, y ahora han sido desactivados. Dadas las realidades políticas actuales, no veo ninguna posibilidad de que sean restaurados. Por lo tanto, llevaremos a cabo el mantenimiento como medida de seguridad. Pero dudo que los cuarenta y ocho SS-24 desplegados aquí vuelvan a estar operativos.

    Rozum hizo una mueca de desagrado.

    —De acuerdo. Dedicamos mucho tiempo y esfuerzo a desarrollar los primeros misiles balísticos de combustible sólido realmente fiables, y acabábamos de terminar de desplegarlos aquí cuando...

    Rozum agitó los brazos hacia la ventana. Arbakov sabía que Rozum se refería a todo lo que ocurría en el mundo fuera de su despacho y asintió con comprensión.

    En efecto, era frustrante. Pero ¿qué se podía hacer al respecto?

    Capítulo Dos

    Pervomaysk, Ucrania

    27 de julio de 1994

    Desde una respetuosa distancia, el coronel Valery Rozum observó al sargento Pofistal Arbakov trabajar con un escuadrón de soldados que maldecían y sudaban para extraer la ojiva de un misil SS-24. Hacía muchos años que Rozum no tocaba un misil balístico. Contemplando el conjunto de equipos que rodeaban el SS-24 bajo el calor abrasador del verano, Rozum pensó que se alegraba de poder mantenerlo así.

    Uno de los talentos que lo habían ayudado a ascender al rango de coronel era saber cuándo dejar las cosas como estaban. Rozum esperó casi una hora más en su coche climatizado. Finalmente, Arbakov y sus hombres terminaron de retirar las cabezas nucleares. A continuación, el equipo trasladó la ojiva al búnker de armas cercano para prepararla para su envío a Rusia. Todos menos Arbakov se habían ido con la ojiva.

    Rozum salió del coche y se dirigió hacia donde Arbakov estaba guardando el equipo, todavía con el equipo antirradiación puesto. Cuando Rozum se acercó, Arbakov se detuvo y saludó.

    Rozum sonrió y le devolvió el saludo.

    —Descanse, sargento primero.

    Los ojos de Arbakov se abrieron de par en par y Rozum se rio.

    —Sí, es oficial. Ahora que casi has acabado de retirar todas las cabezas nucleares SS-24 de esta base, hasta los jefazos del cuartel general han tenido que ponerse de acuerdo en que te mereces el ascenso. Aunque hables ruso.

    —Gracias, señor. Le agradezco todo lo que ha hecho por mí —dijo Arbakov. Agitando el brazo hacia los silos que tenía detrás, preguntó—: ¿Qué cree que harán con todo esto, señor?

    Rozum se encogió de hombros.

    —Según los términos de los acuerdos de control de armas con los norteamericanos, deberían destruirlos todos. Ucrania tiene mucho uranio y muchos científicos que saben cómo construir armas nucleares pero casi nadie en el gobierno ucraniano quiere volver al club nuclear. Así que creo que Tochkas será lo más grande en lo que trabajarás después de esto, y no se necesitan silos.

    Arbakov asintió en silencio. El componente de ojiva del SS-24, con sus diez ojivas de objetivos independientes, era, por sí solo, el doble de pesado que el Tochka OTR-21 entero. De hecho, todos los Tochka que Arbakov había visto estaban montados en un vehículo.

    Sí, los silos no serían necesarios.

    —Ya he dicho antes que no tengo ningún problema en trabajar con Tochkas, señor, y lo decía en serio. Si los norteamericanos se deshacen del mismo número de misiles, quizá sea algo bueno. Puede significar que mi hijo vivirá en un mundo más seguro.

    Rozum se limitó a enarcar las cejas pero no dijo nada. Al ver esa expresión, Arbakov no pudo contenerse.

    Soltaron una carcajada hasta que les faltó el aire. Finalmente, secándose las lágrimas de los ojos, Rozum añadió:

    —Bueno, sargento, no voy a echar de menos la Guerra Fría. Pero si de algo estoy seguro es de que Ucrania sigue necesitando soldados. Tiene suerte de contar todavía con algunos hombres como usted, con un poco de sentido común, dispuestos a quedarse a pesar de todo. —Sonrió y continuó—: Continúe, sargento.

    Sonriendo, Arbakov respondió:

    —¡Sí, señor! —y saludó. Rozum le devolvió el saludo automáticamente, volvió a su coche y se marchó.

    Arbakov siguió guardando el equipo durante varios minutos, mientras pensaba en lo feliz que se pondría su mujer Natalia con su ascenso. El dinero extra no sería mucho, pero sin duda le vendría muy bien.

    Sus pensamientos se ensombrecieron al darse cuenta de que, una vez completado el traslado de los SS-24 a Rusia y cuando Rozum se jubilara, este sería probablemente su último ascenso. Parte del problema sería la discriminación que sufriría por ser rusoparlante.

    Pero solo una parte. Un problema mayor era que en la nueva Ucrania independiente, los militares no serían muy importantes. Al fin y al cabo, Rusia ya tenía suficientes problemas con mantener el orden dentro de su todavía vasto territorio, y difícilmente podía considerarse una amenaza. Los países vecinos, como Hungría y Moldavia, no tenían ningún interés en atacar Ucrania.

    Todo parecía indicar que el nuevo gobierno ucraniano no utilizaría el ejército contra su pueblo. Arbakov se alegró de eso y habría dimitido si uno de los líderes recién elegidos hubiera intentado establecer una dictadura respaldada por la fuerza militar.

    Pero eso dejaba al ejército ucraniano con pocas razones para justificar su existencia, aparte de la posibilidad de que surgiera una amenaza sin previo aviso. Por ejemplo, tal vez algún día Rusia consiguiera restaurar su ejército. Sin embargo, a Arbakov le resultaba difícil imaginar que Rusia pudiera llegar a atacar Ucrania.

    Rusia. Arbakov sintió una repentina oleada de ira. Los SS-24 que ahora enviaba a Rusia habían sido diseñados y construidos por la Oficina de Diseño Yuzhnoye en Dnipro, Ucrania. Él y muchos otros ucranianos habían pasado casi una década asegurándose de que estuvieran listos para proteger la patria. No era justo que ahora se viera obligado a entregar las armas que él y tantos otros ucranianos habían diseñado, construido y mantenido con tanto esfuerzo.

    Pero ¿qué podía hacer al respecto?

    Más tarde, Arbakov recordaría lo que había hecho y tendría que admitir que no podía explicar sus actos. No tenía ningún plan y se arriesgaba a pasar años en la cárcel y graves penurias para su familia.

    Pero Arbakov no pensó en nada de eso.

    Lo único que consumía sus pensamientos era un abrumador sentimiento de injusticia, combinado con una rabia ciega.

    Arbakov se dirigió al búnker de armas e introdujo el código que aseguraba la puerta. Entró y vio, como esperaba, que la carga útil del SS-24 que acababan de retirar estaba sobre una gran mesa de trabajo metálica. Ya se había programado otro equipo para preparar y embalar las cabezas nucleares para su transporte.

    Arbakov extrajo dos de las diez ojivas de la carga útil del SS-24 con el equipo in situ en el búnker. A continuación, colocó cada una de las ojivas en el borde de la enorme mesa de trabajo.

    A continuación, se dirigió a un gran armario metálico situado en la esquina posterior derecha del búnker. Ocupaba casi una quinta parte del espacio y, a lo largo de los años, varios soldados habían preguntado a Arbakov qué contenía. En todas las ocasiones había sonreído y respondido con sinceridad.

    Nada que puedas necesitar.

    Lo único que había en el armario eran las diez cabezas nucleares ficticias que habían quedado de las pruebas del SS-24 que Arbakov había presenciado en 1986. Las habían trasladado desde el lugar de las pruebas en cuanto se declaró que el segundo lanzamiento había sido un éxito. Arbakov recordaba que el sargento Estrin le había dicho que el éxito nunca debía darse por sentado en una prueba de este tipo, y que el lanzamiento de la primera versión del SS-24 había sido un fracaso.

    A Arbakov nunca le habían dicho si había alguna razón para conservar las ojivas de prueba y nunca lo había preguntado. Siempre había supuesto que algún día le pedirían que se deshiciera de ellas, pero nunca había recibido ninguna orden. Habían pasado muchos años desde la prueba. Con el colapso de la Unión Soviética, Arbakov no se sorprendió de que todo el mundo se hubiera olvidado de esas armas ficticias que ya no servían para nada.

    «Eso no estuvo bien», pensó Arbakov. Dos de las ojivas de prueba resultarían útiles ahora.

    Arbakov utilizó el equipo del búnker para extraer una de las ojivas de prueba y colocarla donde hacía unos minutos había estado una de las ojivas reales. A continuación, repitió el procedimiento con la segunda.

    Trasladar las dos ojivas reales a los espacios del armario de armas desocupados por las ojivas de prueba fue aún más rápido. Mientras que Arbakov tuvo que tener cuidado de colocar cada una de las cabezas de prueba con precisión en los nuevos espacios vacantes en la carga útil del SS-24, tal cuidado no era necesario para el armario de almacenamiento.

    Después de todo, Arbakov tenía la única llave del armario. Sabía que nadie más podía saber que el contenido había cambiado.

    Arbakov tuvo que pensar en cómo colocar las ojivas reales para distinguirlas de las de prueba. Resolvió el problema aprovechando el hueco que había creado al retirar dos de las ojivas de prueba. Arbakov colocó las ojivas reales ligeramente a la izquierda en el armario. Aunque solo las separaban unos diez centímetros de las ocho cabezas de prueba, Arbakov confiaba en no tener problemas para distinguir las auténticas.

    No tenía ni idea de lo que haría con las ojivas. No lo había planeado con tanta antelación.

    Pero estaba seguro de que se le ocurriría algo.

    Capítulo Tres

    30 de abril de 2008

    Planta rusa de eliminación de armas nucleares

    Andreas Burmakin suspiró mientras empezaba a desmontar otra ojiva nuclear. Hoy estaba trabajando con lo que le habían dicho que eran los últimos proyectiles de 152 mm del modelo ZBV3 que quedaban de los antiguos arsenales soviéticos. Proyectiles de artillería atómica con ojivas de un kilotón diseñados para ser disparados desde el obús 2A65 «Msta-B» habían sido retirados del servicio y almacenados en 1993, pocos años después del colapso de la Unión Soviética. En 2000, Rusia anunció que había destruido «casi todos» sus proyectiles de artillería nuclear.

    Burmakin suspiró mientras miraba la pila de proyectiles de artillería que aún quedaban por desmontar. Bueno, suponía que «casi todos» era lo bastante impreciso como para abarcar casi cualquier número.

    Entonces, sonrió y miró hacia donde Vitaly Dreev comenzaba a desmontar otra ojiva SS-24, cabizbajo. Sí, siempre podía ser peor. Al menos los proyectiles de artillería eran relativamente pequeños y fáciles de manejar. Con una potencia explosiva quinientas veces superior a la que contenían sus proyectiles, Dreev tenía que utilizar un equipo más complejo y engorroso.

    Y como hoy eran los únicos aquí, no había jefes que se preocuparan de si funcionaba el aire acondicionado. No, por supuesto, para los trabajadores. Pero sí para los jefes, ya que todos los supervisores que Burmakin había conocido eran gordos y necesitaban aire frío por las rejillas de ventilación.

    Desmontar cabezas nucleares con el equipo de protección nuclear puesto era un trabajo incómodo con aire acondicionado. Sin él, era una auténtica miseria.

    Por otro lado, el equipo les protegía de una molestia que había sorprendido tanto a Burmakin como a Dreev cuando empezaron a trabajar en la planta. El olor. Casi idéntico al de los huevos podridos, el hedor les había inundado como una ola nociva nada más entrar.

    Burmakin había preguntado y le habían dicho que el origen del olor era irónicamente el mismo que el de los huevos viejos. Descomposición. Los complejos componentes del interior de todas las armas nucleares se descomponían con el tiempo, y todos los proyectiles en los que estaban trabajando tenían al menos una década de antigüedad.

    Algunas eran mucho más antiguas.

    El olor no era solo molesto. La desgasificación de los componentes descompuestos de las armas nucleares contenía compuestos que podían herir o incluso matar, dependiendo de su composición y del tiempo de exposición. Lo cierto es que nadie había pedido a los diseñadores de armas soviéticos que predijeran qué ocurriría cuando se desmontaran sus creaciones.

    «Pues bien, ahora lo estamos averiguando utilizando el método ruso habitual», pensó Burmakin con una sombría sonrisa.

    «Aprender haciendo».

    —Oye, ¿cuánto tiempo más crees que estaremos atascados con los peores turnos? —preguntó Dreev.

    Burmakin tuvo que pensárselo. Eran los únicos que trabajaban hoy porque todos los demás, excepto los guardias de la puerta de entrada, se habían tomado el día libre, al igual que el 2 de mayo. Como el 1 de mayo era festivo y el 2 de mayo era viernes, todos los demás tenían cinco días libres seguidos y solo tenían que utilizar dos días de permiso.

    Naturalmente, Burmakin y Dreev también eran los únicos programados para trabajar el viernes.

    —Bueno, somos los únicos que no cumplimos nuestras cuotas, así que supongo que si aceleramos el ritmo, conseguiremos mejores turnos —dijo Burmakin. No porque lo dijera en serio, sino porque desde hacía tiempo creía que todo lo que decía en el trabajo estaba siendo grabado.

    Afortunadamente para ambos, ese día no era así. No porque no existiera el equipo necesario. Lo había. Sin embargo, hoy no había supervisores presentes para encender el sistema.

    Dreev frunció el ceño y negó con la cabeza.

    —Sabes que eso no está bien. A los dos nos han impuesto cuotas imposibles de cumplir. Los que las fijan no saben nada de estas armas.

    Burmakin no respondió nada, pero se encogió de hombros con resignación. Era cierto. Su cuota correspondía al uranio total extraído, y tenían las tareas más duras de toda la instalación, por razones muy distintas.

    El problema de Burmakin era la cantidad relativamente pequeña de uranio extraído por proyectil de artillería. Quienquiera que hubiera fijado su cuota había calculado mal el tiempo necesario para abrir cada proyectil sin activar su componente explosivo y extraer el uranio. Burmakin no tenía intención de arriesgarse ni a que explotara uno de los proyectiles ni a exponerse a la radiación.

    Pero lento y constante significaba no cumplir con la cuota.

    Dreev obtenía mucho más uranio por ojiva SS-24, pero desmontar cada una de ellas era una operación muy sofisticada.

    Dreev frunció el ceño, concentrado mientras aplicaba una solución de sulfuro de dimetilo (DMSO) para eliminar un trozo de explosivo que se había adherido a un componente metálico de la ojiva. Cuando Dreev había empezado a trabajar en la planta, todos los trabajadores habían estado raspando físicamente los restos de explosivo cuando era necesario para el desmontaje. En dos ocasiones los resultados habían sido... desafortunados.

    Así que la llegada del DMSO había sido recibida por todos los trabajadores de la planta como un regalo del cielo. Dreev había oído el rumor de que debían agradecer a los norteamericanos la idea de utilizar DMSO, pero no estaba seguro de creerlo. Aunque los estadounidenses compraban todo el uranio altamente enriquecido que Dreev y sus compañeros extraían de las viejas armas soviéticas.

    Dreev había oído que Estados Unidos había pagado a Rusia sumas fantásticas, como mil millones de dólares al año, por el uranio.

    Negando con la cabeza, resopló con disgusto mientras terminaba de desmontar la tercera de las diez ojivas del SS-24. Si Rusia realmente estaba recibiendo todo ese dinero, él no estaba viendo mucho.

    Mientras empezaba a trabajar en la cuarta ojiva, Dreev tuvo un pensamiento repentino. ¿Podría ser que quien hubiera fijado su cuota simplemente no hubiera tenido en cuenta que cada SS-24 tenía diez ojivas?

    «No», pensó con un suspiro. Su cuota no estaba tan lejos. Pero la complejidad del proceso de desmontaje... Dreev pensó que esa podría ser una vía más prometedora que seguir con su supervisor. Retirar la botella de tritio y el generador de neutrones de cada ojiva no eran tareas que pudieran apresurarse con seguridad.

    Apenas Dreev tuvo la idea, terminó de retirar la carcasa metálica de la ojiva y no encontró ninguno de los dos. No había botella de tritio. Ni generador de neutrones.

    No había ningún componente interno de la ojiva.

    En su lugar, solo había una sólida masa de metal. Frunciendo el ceño, Dreev pasó sus instrumentos sobre el metal.

    No tenía forma de saber de qué metal se trataba, pero sin duda era radiactivo. Las lecturas eran muy parecidas a las que Dreev estaba acostumbrado a ver en las cabezas nucleares SS-24 estándar.

    —Oye, ¿qué pasa ahí? ¿Algún problema? —preguntó Burmakin.

    Tanto Dreev como Burmakin llevaban un ritmo de trabajo que, en los últimos meses, les había resultado familiar. Detectar una interrupción en ese flujo se había convertido en algo fácil.

    Dreev dudó un instante, pero rápidamente decidió que necesitaba consejo. Si no podía confiar en Burmakin, ¿en quién?

    —He encontrado una cabeza nuclear falsa. Tiene suficiente metal radiactivo para dar las lecturas correctas hasta que abres la carcasa. Pero dentro, no hay nada más que metal. No hay ningún mecanismo.

    Burmakin gruñó.

    —Muy extraño. Nunca he oído que alguien haya encontrado una ojiva falsa. ¿Es solo una?

    —He hecho otras tres de este SS-24 que eran completamente normales. No sabré si hay más hasta que termine —dijo Dreev.

    Burmakin asintió distraídamente.

    —Teníamos proyectiles de artillería ficticios que utilizábamos en los entrenamientos. Hay que asegurarse de que las nuevas tropas sepan lo básico de cargar y disparar antes de pasar a cosas más difíciles, como apuntar. Pero ¿para qué se necesita una cabeza nuclear falsa en un misil balístico intercontinental?

    Dreev frunció el ceño, pero por un momento no dijo nada.

    Era una pregunta excelente.

    Al igual que Burmakin, Dreev había trabajado con las armas que ahora estaba desmontando cuando aún estaban en uso. Incluso en Rusia, donde tan a menudo la realidad desafiaba a la lógica, los responsables de la planta habían hecho lo obvio. ¿Quién mejor para desmontar las armas que los hombres que las habían utilizado?

    Y lo que es más importante, ya no tenían trabajo una vez que el antiguo ejército soviético se redujo a un fantasma ruso de su antiguo ser. Eso hacía que hombres como Burmakin y Dreev estuvieran ansiosos por aceptar incluso los magros salarios que ofrecían las plantas de desmontaje.

    Finalmente, Dreev levantó la vista.

    —Vale, una vez oí hablar de cabezas nucleares ficticias. Pero solo se utilizaban para probar nuevos modelos de misiles balísticos intercontinentales. Todas las ojivas que nos llegaban eran operativas. Y, aunque de algún modo se cometiera un error y alguien nos enviara un SS-24 de prueba, entonces todas las cabezas nucleares habrían sido ficticias. No habría ninguna falsa mezclada con ojivas operativas.

    —Tiene sentido —replicó Burmakin—. ¿Pero no podría haber habido un error que nadie detectó, y una falsa se cargó porque alguien fue descuidado? Después de todo, dijiste que no podías notar la diferencia hasta que abriste la carcasa de la ojiva.

    Dreev negó enérgicamente con la cabeza.

    —De ninguna manera. Probamos los circuitos de disparo de las cabezas nucleares todos los meses. La falsa habría devuelto cero señales. ¿Podríamos habernos equivocado una vez? Tal vez. Pero cada SS-24 fue probado docenas de veces desde que fue desplegado hasta que terminó aquí. No hay forma de que esta ojiva falsa fallara tantas veces.

    —Bien, me has convencido. No puede haber sido un error honesto —dijo Burmakin encogiéndose de hombros—. Entonces, ¿cómo lo explicas?

    Otra excelente pregunta. Dreev frunció el ceño y se sentó en silencio mientras intentaba encontrar una respuesta.

    Varios minutos después, Dreev miró por fin a Burmakin y dijo:

    —Solo hay una explicación. Alguien robó la cabeza nuclear y la sustituyó por una falsa.

    Burmakin levantó ambas manos y replicó:

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