Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Su terrible abrazo
Su terrible abrazo
Su terrible abrazo
Libro electrónico160 páginas2 horas

Su terrible abrazo

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

"¿Qué podría salirle mal a un intelectual blanco, heterosexual y acomodado en el Brasil contemporáneo? Caminando entre la novela, el ensayo, el aforismo, la sátira política y el diario, Su terrible abrazo demuestra que en todos los lugares se cuecen habas y que no hay en la tierra hombre que no cargue con su propio rosario de culpas. Poniendo el dedo en la llaga de lo más repugnante de la inequidad de clases, Tiago Ferro arriesga un alegato social propio de quien, aferrándose cínicamente a su privilegio, lo escupe como el hijo pródigo que no tendrá casa ni padres a los que regresar. Una prosa sincopada y explosiva que ratifica a su autor como una de las voces más potentes de la literatura brasilera actual."
IdiomaEspañol
EditorialYarumo Libros
Fecha de lanzamiento19 abr 2024
ISBN9786289598551
Su terrible abrazo

Relacionado con Su terrible abrazo

Libros electrónicos relacionados

Ficción general para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Su terrible abrazo

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Su terrible abrazo - Tiago Ferro

    Su terrible abrazoSu terrible abrazo

    © del texto, Tiago Ferro, 2023

    © de la traducción, Diego Cepeda, 2023

    © de esta edición, Yarumo Libros, 2024

    www.yarumolibros.com

    Diseño de páginas internas y montaje de tapa: Martha Cadena

    Diseño e ilustración de tapa: Juan Manuel Betancourt

    Logo de Yarumo Libros: Óscar Achury

    Fotografía del autor: Eva Becerra

    ISBN: 978-628-95985-4-4

    ISBN (ebook): 978-628-95985-5-1

    Primera edición: abril de 2024

    La primera edición de esta obra fue publicada en 2023

    por la editorial Todavia en São Paulo, Brasil

    Impresión: DGP Editores S. A. S.

    Producción ebook: eLibros Editorial

    Prohibida la reproducción total o parcial de este libro, por cualquier medio, sin autorización expresa del editor.

    Hecho en Colombia - Made in Colombia

    A los que no aguantaron.

    Al ver en Facebook las fotos de la multitud en el Largo da Batata, en la avenida Paulista y en la zona de Cinelândia, siento vergüenza por no haber participado en las protestas.

    Una periodista de El País recibió un disparo de bala de goma de la policía militar.

    Hoy todo el mundo va a la calle. Parece que será tranquilo. Encuentro a mi papá en la esquina de la casa, le cuento a dónde voy y le pido diez reales prestados en caso de emergencia. Solo tiene cincuenta. Estira la mano con el billete en dirección a la boca de mi estómago y piensa que todo ese cuento de ir a la marcha es absurdo, pero no dice nada. Él siempre logra desarmarme y ponerme nuevamente de pie con uno de esos silencios quirúrgicos.

    Bajo por la calle Teodoro Sampaio, camino en contravía mientras oscurece. Aterrados, gerentes y empleados pescan con barras largas y finas las puertas de hierro de las tiendas y las bajan con violencia, provocando estruendos sucesivos por el golpe del metal contra el asfalto, antes de dar una última mirada temerosa en nuestra dirección.

    En la plaza prohibieron los vendedores ambulantes y sus casetas con hierbas para baños y rituales, baratijas made in China y remedios supuestamente abortivos. Unos grupos pequeños avanzan en mi dirección. Un vendedor ambulante empuja una nevera de icopor sucia sobre un oxidado carrito de mercado. Oye, amigo, ¿cuánto cuesta? A cada instante alguien le interrumpe su recorrido por una cerveza. El ruido de la multitud crece conforme me acerco al punto de encuentro. Reviso el olor de mis axilas.

    Miro hacia los lados para ver si alguien más notó que el niño calvo hundió su mirada en mí. El blanco de sus ojos fue invadido por el mismo amarillo de su piel, un tono de crayón desgastado. Acudo a mi celular, ocho mensajes nuevos en el grupo familiar. Hago clic en un video y me apresuro a reducir el volumen. Todos en la sala de espera giran la cabeza hacia mí. En el video, que tiene más de 130 000 likes, el doctor Drauzio Varella avisa que debe confesar algo: fumó desde los diecisiete hasta los treinta años.

    Finjo que la mirada del niño no controla mi cuerpo, que el sucesivo cruce y descruce de mis piernas es natural y que solo intento aliviar el cuello al mover la cabeza compulsivamente de un lado a otro. Me concentro de nuevo en el celular:

    Hace ocho años la Justicia intenta asegurar la condena de una mujer que se robó cincuenta reales en chocolates y chicles.

    El vigilante me pegó un puñetazo en el ojo cuando cuestioné a dos blancos que se colaron en la fila del baño.

    La casa de Gran Hermano Brasil es construida para exponer a los participantes a la locura y al sexo.

    Una familia de ambientalistas es asesinada a tiros en el estado de Pará.

    Me pidieron disculpas luego de que vacié el bolso.

    Un breve réquiem para bell hooks.

    Una exposición en Nueva York llama la atención sobre las amenazas al pueblo yanomami.

    Treinta y tres millones pasan hambre en Brasil.

    No es la primera vez que muere alguien con gas lacrimógeno, dice Bolsonaro.

    Caetano Veloso graba un éxito gospel.

    La escuela que hizo la vista gorda con los abusos a una niña.

    Joven relata violación en el Sambódromo de Sapucaí.

    Una secretaria morena, con el pantalón beige de la clínica que le marca las caderas firmes, tacón alto desgastado y cejas dibujadas, parece venir hacia mí. Anuncia mi nombre completo ante toda la sala de espera. Dudo unos instantes antes de levantarme.

    Mi presión cae. Ya conozco el guion.

    En El Cairo un médico corpulento me aplicó una inyección en el culo y en seguida me desmayé en la cama del hotel con los pantalones en los tobillos. Era una droga que le daban a los turistas cuando parecía que nunca pararían de vomitar. Mi madre creyó ver una convulsión, pero era el efecto de sobreponer el recuerdo de las convulsiones febriles de mi primera infancia sobre mi cuerpo adolescente.

    Solo mucho más tarde, cuando comencé a hacerme exámenes de sangre con alguna regularidad, descubrí que el desmayo tenía que ver con el pánico a las agujas y no con la tal sustancia misteriosa o el retorno de las viejas convulsiones.

    La secretaria camina enfrente de mí, dicta el ritmo. Me fijo en que, gracias a sus tacones, estamos a la misma altura. Su cabello negro y liso le llega a un palmo de la espalda baja. Abre la puerta y, sin soltar el picaporte, sonríe para que yo entre al consultorio.

    El médico no me mete el dedo en el culo.

    La próstata tiene un tamaño normal para su edad, cuarenta y cinco años, veinte gramos. El PSA, aunque está dentro de los límites, está algo más alto de lo que me gustaría. Vamos a repetir los exámenes, ok, ¿recuerda la preparación?, creo que sí, no andar en bicicleta ni a caballo, no masturbarme o eyacular tres días antes de la toma de sangre. Mejor cuatro. Para estar seguros. Ok.

    El sol quema mi camiseta negra, quema la espalda negra del vendedor de pulseritas que camina por la arena suave y ardiente mientras carga en los hombros un tubo de PVC largo envuelto en tiras de varios colores y distinto espesor. Me pregunto si él hizo todo ese trabajo manual.

    En la fila del mercado en Ilha un hombre duda en entregarle dos litros de leche a la cajera para finalizar su compra. Parece distraído. La cajera se impacienta, yo también. Él usa un par de botas de trabajador de las que venden en tiendas de construcción, jeans y una camiseta publicitaria de una estación de radio con colores neón desteñidos por dentro del pantalón. Sus ojos revelan una edad que no corresponde a las arrugas de su piel. Sus ojos jóvenes arden como si estuviera listo para atravesar el Liso del Susuarón, aunque solo debe volver antes de que anochezca a la remodelación que está haciendo en el baño de una casa de verano.

    Veo de cerca y lo que su piel tiene son quemaduras, no el efecto del trabajo de años en la plantación bajo el sol del sertón nordestino. Sus brazos están deformados, tienen el color de la carne en la sartén, indefinido, en transformación, que cambia de aspecto y se retuerce en microestallidos.

    Solo entonces me doy cuenta de que está calculando mentalmente si tendrá el dinero para llevar los dos litros de leche que acoge entre sus manos, apoyados en la cinta transportadora averiada. Pienso ofrecerme y pagarle, pero al fin decide llevarlo todo y saca del bolsillo unos billetes arrugados mezclados con arena de la playa. La chica agarra el dinero con asco y tira impaciente las vueltas en la bolsa con las compras y la factura que se enrolla en sí misma antes de pegarse a un paquete sudado de contenido indefinido. Odia al Quemado.

    La cajera odia la pobreza del Quemado, mezclada con sus deformidades físicas, porque representan dos caras de la misma moneda. Odia que él le haga recordar su propia infancia, las palizas, la vida en el pueblo cerca de Mombaça, el riesgo de que en cualquier momento esté en la misma situación de contar centavos para alimentar a su hijita de cinco años.

    Le doy la espalda a ese mundo de monedas, quemaduras y angustias, y camino salivando mucho mientras vuelvo a sumergirme en mi cuerpo enfermo, a todo el remordimiento concentrado de una vida.

    Los dos policías militares nos hacen bajar del Opala azul oscuro del papá de Guga. Nadie sabe si encontraron el porro que Cris tiró por la ventana cuando vimos la redada. Guga está puto con Cris.

    Entre nosotros Guga fue el primero en asumir el papel de hombre: jeans, camisa en vez de camiseta, conversaba de tú a tú con los adultos. A mi mamá le pareció extraño, creo que no le gustaba.

    Su familia se mudó al edificio luego de haber perdido buena parte de la herencia de la mamá. Era una familia tradicional del interior de São Paulo, de esas en las que los primos se casan con primos, etc. Tuvieron que mudarse de Morumbi a Pinheiros, un desplazamiento pequeño pero nada despreciable en términos sociales. En ese entonces Guga tenía unos diecisiete años y llegó con ese estilo. Usaba medias con rombos coloridos que vendían en la tiendita de productos náuticos de sus padres, a dos cuadras del edificio. Prefería la ropa para el frío, usaba camisa manga larga aun cuando hacía algo de calor, usaba pañuelo en el cuello y le enorgullecía el saber hacer fondue. Sus dos cejas levemente unidas y la nariz siempre tapada debido a alguna reacción alérgica le conferían facciones de animal acuático. A las chicas les gustaba Guga. No era bonito ni nada por el estilo, pero era tan extrovertido que causó una impresión de novedad en todos nosotros.

    Cris, Dinho y yo, por otro lado, seguíamos a cabalidad el vestuario y el guion de adolescentes que dependen de sus padres para todo. Con bermudas, camisetas, sandalias y hombros rojos por el sol, paseábamos trabados por las calles del barrio, casi siempre sin dinero, pues ninguno trabajaba.

    Era buena hierba, pero lo correcto fue haberla botado. La traba desaparece con el miedo. Uno de los policías agarra su calibre .38 de manera displicente. Uniformes de tejido grueso color plomo, chalecos antibalas, botas brillantes y negras. No miro a ninguno de los dos. Mantengo los brazos hacia atrás como vi varias veces en escenas similares en el cine. Miro hacia abajo y me parecen ridículas mis bermudas verdes y rosa, las sandalias negras con tiras gruesas de nailon azul oscuro. Fueron regalos de Navidad para las vacaciones en la playa. En ese instante me doy cuenta de que debo cortarme las uñas de los pulgares de los pies y me esfuerzo en no reír. Aprieto los dientes.

    Los policías no tienen identificación en su uniforme. Donde debería estar su nombre está la parte tersa del velcro negro llena de hilachas. Hablan sin rodeos, quieren plata. Guga va a sacarla al cajero. Ok, podemos esperar. (¿Y si él no hubiera estado con nosotros?). Él medio trabajaba en la tiendita del papá, y gracias a ello siempre tenía algún dinero, o casi siempre. (Yo ni siquiera tenía cuenta en el banco).

    Pasa un bus lleno de porteros agotados y empleadas domésticas impacientes porque aún deben cuidar a sus propios hijos cuando al fin lleguen a casa después de otro día más de trabajo en los edificios de la clase media paulistana. No logro devolverles la mirada, miro nuevamente mis pies.

    En una calle cualquiera de la periferia encontraron muerta a la hija del portero nocturno del edificio. Al parecer tenía quince años. Lo llamaron para avisarle que ella había caído de un carro en movimiento. Está bien, iré tan pronto termine mi turno. Nadie investigará nada. El edificio le dará una licencia de tres días para organizar el velorio. El administrador apretará la mano del vigilante nocturno y dirá que lo siente mucho mientras le mira los ojos con una mezcla de sinceridad e impaciencia.

    Cuando yo vaya a vaciar el apartamento de mis papás, el portero nocturno seguirá siendo el mismo, con el cabello todo blanco, gafas recetadas y una rabia latente que jamás desaparece de su sonrisa, armada de manera automática docenas de veces cada noche.

    Los residentes creen que porteros y empleadas domésticas solo existen para ser explotados:

    Mire, compré un perrito, vaya y sáquelo a pasear, ¿sí? Si no, luego ensucia toda la casa y le toca limpiarlo a usted.

    A fin de año tiene que venir para regar las plantas.

    No me deje colgado la noche de Navidad.

    Suba las bolsas de las compras, están allá abajo.

    Vamos, solo la punta.

    Vaya en taxi y busque a Cris en el club, luego puede volver, seguro aún pasan buses en la estación.

    Llévele a sus hijos las sobras, todo está limpiecito, claro.

    Vaya con Dios.

    A Dinho le dio por comprarse una .38 y de vez en cuando salíamos a dispararle a botellas vacías en un terreno baldío por allá en Caraguá. Él era dos años mayor que Cris y yo, y solo usaba camiseta manga sisa, aún en invierno. Levantaba pesas en

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1