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Baltasar y otros relatos
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Libro electrónico171 páginas2 horas

Baltasar y otros relatos

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Baltasar y otros relatos reúne seis relatos y una novela corta del Premio Nobel Anatole France. Una muestra de la maestría de su dominio del lenguaje y de la construcción de situaciones y personajes que quedan durante mucho tiempo en la memoria del lector. Baltasar es la historia de amor y desengaño que lleva al protagonista a convertirse en uno de los Reyes Magos y que años más tarde inspirará la novela Gaspar, Melchor y Baltasar de Michel Fournier. Las peripecias de un cura virtuoso traicionado por su nariz, las tribulaciones de un erudito ridiculizado por una jovencita, el encuentro mágico y desgarrador con una descendiente de Lilith, la historia de una patricia romana convertida al cristianismo, el descenso al infierno de la locura y un relato de amor que supera todos los obstáculos son las pequeñas joyas que contiene este volumen y que harán las delicias de los lectores. Amor, fantasía, emoción, humor y misterio son los hilos conductores de estas historias que nos permiten redescubrir a un autor lamentablemente olvidado pero imprescindible de la literatura contemporánea.
IdiomaEspañol
EditorialPlataforma
Fecha de lanzamiento21 nov 2016
ISBN9788416820542
Baltasar y otros relatos
Autor

Anatole France

Anatole France (1844–1924) was one of the true greats of French letters and the winner of the 1921 Nobel Prize in Literature. The son of a bookseller, France was first published in 1869 and became famous with The Crime of Sylvestre Bonnard. Elected as a member of the French Academy in 1896, France proved to be an ideal literary representative of his homeland until his death.

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    Baltasar y otros relatos - Anatole France

    BALTASAR

    Al vizconde Eugène-Melchior de Vogüé.

    Magos reges fere habuit Oriens.

    TERTULIANO

    I

    En aquella época, Baltasar, al que los griegos llamaban Saracino, reinaba en Etiopía. Era negro, pero de semblante hermoso. Tenía el espíritu humilde y el corazón generoso. El tercer año de su reinado, que era el vigesimosegundo de su edad, fue a visitar a Balkis, reina de Saba. El mago Sembobitis y el eunuco Menkera lo acompañaron. Llevaba un séquito de setenta y cinco camellos, que cargaban cinamomo, mirra, polvo de oro y colmillos de elefantes. Durante el camino, Sembobitis le enseñó tanto la influencia de los planetas como las virtudes de las piedras, y Menkera le cantó canciones litúrgicas; pero Baltasar no les prestaba atención y se entretenía contemplando a los pequeños chacales sentados sobre sus patas traseras y con las orejas erguidas que se recortaban contra el horizonte de arena.

    Finalmente, tras doce días de marcha, Baltasar y sus compañeros percibieron un olor a rosas y enseguida vislumbraron los jardines que rodeaban la ciudad de Saba.

    Allí se encontraron con jovencitas que bailaban bajo los granados en flor.

    —La danza es una plegaria —comentó el mago Sembobitis.

    —Esas mujeres las venderán a un precio muy alto —añadió el eunuco Menkera.

    Al entrar en la ciudad quedaron maravillados por el tamaño enorme de los almacenes, los cobertizos y los talleres que se extendían delante ellos, así como de la cantidad de mercancías que cobijaban. Atravesaron durante mucho tiempo calles llenas de carros, de porteadores, de asnos y arrieros, y de repente descubrieron las murallas de mármol, las carpas de púrpura y las cúpulas de oro del palacio de Balkis.

    La reina de Saba los recibió en un patio refrescado por chorros de agua perfumada que caía como perlas con un leve murmullo. De pie, ataviada con un vestido de pedrería, la reina sonreía.

    Baltasar, al verla, se sintió preso de una gran turbación. Le parecía más dulce que un sueño y más hermosa que el deseo.

    —Señor —le recordó Sembobitis en voz baja—, intentad cerrar con la reina un buen tratado de comercio.

    —Tened cuidado, señor —añadió Menkera—. Se dice que utiliza la magia para que los hombres la amen.

    A continuación, tras prosternarse, el mago y el eunuco se retiraron.

    Baltasar, ya a solas con Balkis, intentó hablar, abrió la boca, pero no pudo pronunciar ni una sola palabra. Se dijo: «La reina se irritará por mi silencio».

    Pero la reina seguía sonriendo y no parecía enfadada.

    Ella habló primero y, con una voz más suave que la música más suave, dijo:

    —Sed bienvenido y sentaos a mi lado.

    Y con un dedo, que parecía un rayo de luz blanca, le señaló los cojines de púrpura extendidos en el suelo.

    Baltasar tomó asiento, emitió un gran suspiro y, agarrando un cojín con cada mano, exclamó con gran rapidez:

    —Señora, me gustaría que estos dos cojines fueran dos gigantes, vuestros enemigos, porque les retorcería el cuello.

    Y, mientras hablaba así, aferró con tanta fuerza los cojines en sus puños que la tela se rajó y de ellos se escapó una nube de plumas blancas. Una de las pequeñas plumas giró un momento en el aire y se vino a posar sobre uno de los senos de la reina.

    —Señor Baltasar —preguntó Balkis sonrojándose—, ¿por qué querríais matar a los gigantes?

    —Porque os amo —respondió Baltasar.

    —Decidme —siguió preguntando Balkis— si en vuestra capital el agua es buena.

    —Sí —contestó Baltasar sorprendido.

    —También siento curiosidad de saber —continuó Balkis— cómo se elaboran las confituras secas en Etiopía.

    El rey no sabía qué responder, pero ella lo presionó:

    —Decidme, decídmelo para darme el capricho.

    Entonces, Baltasar hizo un gran esfuerzo de memoria y describió las prácticas de los cocineros etíopes, que confitan el membrillo en miel. Pero ella no lo estaba escuchando. De repente lo interrumpió:

    —Señor, se dice que amáis a la reina Candace, vuestra vecina. No me engañéis: ¿es más bella que yo?

    —Más bella, señora —se indignó Baltasar cayendo a los pies de Balkis—, como si eso fuera posible…

    La reina prosiguió:

    —¡De verdad! ¿Sus ojos? ¿Su boca? ¿Su tez? ¿Su cuello?…

    Baltasar extendió los brazos hacia ella y exclamó:

    —Dejadme que retire la pequeña pluma que se ha posado en vuestro cuello y os daré la mitad de mi reino con el sabio Sembobitis y el eunuco Menkera.

    Pero ella se puso en pie y se fue entonando una risa clara y cantarina.

    Cuando regresaron el mago y el eunuco, encontraron a su señor en una actitud pensativa, que no le era habitual.

    —Señor, ¿habéis cerrado un buen acuerdo de comercio? —preguntó Sembobitis.

    Ese día, Baltasar cenó con la reina de Saba y bebió vino de palma.

    —¿Entonces es verdad? —le preguntó Balkis mientras cenaban—. ¿La reina Candace no es tan bella como yo?

    —La reina Candace es negra —respondió Baltasar.

    Balkis miró fijamente a Baltasar.

    —Se puede ser negro sin ser feo —comentó.

    —¡Balkis! —exclamó el rey.

    No dijo nada más. La tomó entre sus brazos y puso bajo sus labios la frente de la reina. Pero vio que ella lloraba. Entonces le habló con un susurro con una voz cariñosa, cantando un poco, como hacen las nodrizas. La llamó su pequeña flor y su pequeña estrella.

    —¿Por qué lloráis? —le preguntó—. ¿Y qué debo hacer para que no sigáis llorando? Si tenéis algún deseo, hacédmelo saber y yo lo cumpliré.

    Balkis dejó de llorar, pero se quedó pensativa. Baltasar insistió durante mucho tiempo hasta que ella le confió su deseo.

    Al final le confesó:

    —Me gustaría tener miedo.

    Como parecía que Baltasar no la comprendía, le explicó que desde hacía mucho tiempo tenía el ansia de experimentar algún peligro desconocido, pero que no podía, porque los hombres y los dioses de Saba velaban por ella.

    —Por eso —añadió con un suspiro— me gustaría sentir durante la noche cómo el frío delicioso de lo espantoso penetra en mi carne. Me gustaría sentir cómo se me pone de punta el cabello de la cabeza. ¡Oh, estaría tan bien sentir miedo!

    Balkis colgó sus brazos alrededor del cuello del rey negro y dijo con la voz de una niña que suplica:

    —Ya ha caído la noche. Salgamos a pasear disfrazados por la ciudad. ¿Queréis?

    Baltasar quiso. Enseguida, Balkis corrió hasta la ventana y contempló la plaza pública a través del enrejado.

    —Un mendigo está acostado contra el muro del palacio —comentó—. Dadle vuestras vestiduras y pedidle a cambio su turbante de piel de camello y la ropa basta con que se cubre el cuerpo. Daos prisa, mientras yo me preparo.

    Y salió corriendo del salón de banquetes, dando palmadas con las manos para demostrar su alegría.

    Baltasar se quitó la túnica de lino, bordada en oro, y se ciñó el jubón del mendigo. Tenía el aspecto de un verdadero esclavo. La reina reapareció de inmediato cubierta con el vestido azul sin costuras de las mujeres que trabajan en los campos.

    —¡Vamos! —le indicó.

    Y arrastró a Baltasar por pasillos estrechos, hasta una puertecita que se abría a los campos.

    II

    La noche era muy oscura. Balkis se veía muy pequeña en la noche.

    Condujo a Baltasar a una de las tabernas en las que los ladrones y los porteadores se reunían con las prostitutas. Allí, sentados a una mesa, vieron, bajo la luz de una lámpara infecta, en medio de un aire espeso, cómo los brutos apestosos se pegaban a puñetazos o a cuchilladas por una mujer o una jarra de bebida fermentada, mientras que otros roncaban, con los puños cerrados, bajo las mesas. El tabernero, acostado sobre unos sacos, observaba prudentemente, por el rabillo del ojo, las riñas de los bebedores. Balkis, vislumbrando el pescado salado que colgaba de las vigas del techo, le dijo a su compañero:

    —Me gustaría comerme uno de esos pescados con un montón de cebolla.

    Baltasar pidió que se lo sirvieran. Después de que la reina hubiera comido, él se dio cuenta de que no llevaba dinero. No se preocupó demasiado y pensó que podría salir con ella sin pagar la consumición. Pero el tabernero le cerró el paso, llamándolos esclavo villano y burra malvada. Baltasar lo derribó de un puñetazo. Muchos bebedores, con cuchillos en las manos, se lanzaron sobre los dos desconocidos. Pero el negro, armado con una maja enorme que servía para machacar las cebollas de Egipto, dejó inconscientes a dos de los agresores y obligó a los otros a recular. Al mismo tiempo sentía el calor del cuerpo de Balkis, que se apretaba contra el suyo, y por eso era invencible. Los amigos del tabernero no se atrevían a acercarse y les lanzaron desde el fondo del establecimiento las jarras de aceite, las copas de estaño, las lámparas encendidas e incluso la enorme marmita de bronce en la que se cocía un cordero entero. Esta marmita cayó con un ruido espantoso sobre la cabeza de Baltasar y le hirió el cráneo. Se quedó aturdido durante un momento, pero enseguida recuperó las fuerzas y devolvió la marmita con tanto vigor que el peso se multiplicó por diez. Con el impacto del bronce se mezclaron gritos inauditos y estertores de muerte. Aprovechándose del espanto de los supervivientes y temiendo que Balkis pudiera resultar herida, la tomó en sus brazos y huyó con ella por callejones sombríos y desiertos. El silencio de la noche envolvía la tierra y los fugitivos oyeron cómo a sus espaldas disminuían los clamores de los bebedores y de las mujeres, que los perseguían sin rumbo en la oscuridad. Al poco rato ya no oyeron nada más que el ligero ruido de las gotas de sangre que caían una a una de la frente de Baltasar sobre el cuello de Balkis.

    —Te amo —murmuró la reina.

    Y la luna, que surgió detrás de una nube, permitió que el rey viese el brillo húmedo y blanco en los ojos semicerrados de Balkis. Bajaban por el lecho seco de un torrente. De repente, un pie de Baltasar resbaló en el musgo. Los dos cayeron abrazados. Creyeron que caían sin fin en una nada deliciosa y el mundo de los vivos dejó de existir para ellos. Seguían disfrutando del olvido encantado del tiempo, de la gente y del espacio cuando al alba las gacelas llegaron para beber en los huecos de las piedras.

    En ese momento, pasaban unos bandidos, que vieron a los amantes tendidos sobre el musgo.

    —Son pobres —se dijeron los malhechores—, pero los venderemos a buen precio porque son jóvenes y guapos.

    Entonces se acercaron a ellos, los cargaron de cadenas y, atándolos a la cola de un asno, siguieron su camino.

    El negro, encadenado, profirió amenazas de muerte contra los bandidos. Pero Balkis, temblando por el aire fresco de la mañana, parecía que le sonreía a algo invisible.

    Caminaron por tierras solitarias y desoladas hasta que apretó el calor del día. El sol estaba ya bien alto cuando los bandidos desataron a sus prisioneros y, obligándolos a sentarse cerca de ellos a la sombra de un peñasco, les lanzaron un poco de pan mohoso, que Baltasar no se dignó en recoger, pero que Balkis se comió con avidez.

    Ella reía. Y el jefe de los ladrones le preguntó por qué lo hacía.

    —Me río —respondió Balkis— ante la idea de que os haré colgar a todos.

    —¡De verdad! —exclamó el cabecilla de los bandidos—. ¡Una afirmación realmente extraña en boca de una fregona como tú, querida! Sin duda nos colgarás con la ayuda de tu galante negro.

    Al oír estas palabras ultrajantes, Baltasar se enfureció y se lanzó sobre el bandido, agarrándolo con tanta fuerza por el cuello que casi lo estranguló.

    Pero este le hundió en el vientre hasta el mango del cuchillo. El pobre rey, cayendo al suelo, dirigió a Balkis una mirada moribunda que se extinguió casi al instante.

    III

    En ese momento, estalló un gran ruido de hombres, caballos y armas, y Balkis reconoció al valiente Abner, que llegaba a la cabeza de su guardia para liberar a su reina, porque la noche anterior se había enterado de su misteriosa desaparición.

    Se prosternó tres veces a los pies de Balkis e indicó que se acercara a la reina una litera preparada para recibirla. Mientras

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