Moçambique
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Moçambique - Ricardo Martínez Llorca
Ricardo Martínez Llorca
Moçambique
Primera impresión, noviembre de 2023
© de la obra, Ricardo Martínez Llorca
© de la edición, Villa de Indianos
Editado por Villa de Indianos
Arroyomolinos, Madrid
https://www.villadeindianos.com
info@villadeindianos.com
Impreso en España por Estugraf
Diseño de la colección: True Grid SLU
Corrección: R. Rodríguez
Maquetación y diseño de la cubierta: Marcos M. Alonso para True Grid SLU
Imagen de la cubierta: Chris (Adobe Stock)
ISBN: 978-84-126123-9-4
Reservados todos los derechos. Queda prohibida, sin el permiso escrito de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas por la Ley de Propiedad Intelectual, la reproducción total o parcial del libro con independencia del medio o el procedimiento, sea este electrónico o mecánico (fotocopia, grabación u otros métodos). Ello incluye la reprografía y su incorporación a un sistema informático. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de la obra.
De mayor quiero ser «ingenuo». En latín «ingenuo» es lo contrario de «esclavo»: el «nacido libre», sin cadenas ni ataduras. Y bien pensado, todos nuestros actos son en algún sentido «libres», incluso en las peores condiciones. Hace falta una gran ingenuidad para cambiar los pañales a un niño en un campo de refugiados o para cumplir una promesa banal en una ciudad bombardeada. Lo que sostiene al mundo es la ingenuidad.
Santiago Alba Rico
[…] ¿quién se atreverá a condenarme si esta gran luna de mi soledad me perdona?
Borges
En las imágenes que vemos por la televisión, una horda de leones devora a una gacela. O aparecen estampas de una ópera tradicional china, con su armonía de campanillas orientales. O calles de Manhattan colmadas de taxis amarillos. La banda sonora puede haberse añadido más tarde; en la pista de sonido se ha colgado una grabación sinfónica tan conforme como ilusoria. Pero no hay olor a curri si se está visitando un mercado de la India, ni el absoluto silencio submarino de los arrecifes, ni el bronco tacto de la arena o el bálsamo de una flor carnosa. Privados de todos los sentidos excepto de la vista, cuya eficacia se ve reducida por el efecto de la distancia, la pantalla ofrece una ventana a un mundo que permanece tan desconocido como lo estaba en la época de Marco Polo.
¿Qué sería de la India sin las especias frotándose contra los hoyos de la nariz?, ¿de Manhattan sin el tráfico escupiendo petróleo?, ¿de las anémonas bailando al ritmo de un vals en lugar de por los caprichos de la marea, o de una China que nos ocultara su cultura? ¿Qué sería de África sin el icono de la vida salvaje? Sin embargo, hay otro rostro que no aparece en las fotografías, otro rostro humano: los retratos tallados en la cara oculta de esa luz.
Durante un puñado de semanas visité un proyecto humanitario que llevaban a cabo varias organizaciones en Mozambique. Yo también creí que podría escribir un diario y registrar mi experiencia con miles de fotografías, que luego publicaría en un grueso volumen. Pero los matices del tiempo me empujaron a crear una pequeña obra de otro carácter, que reúne lo que me agradó en el instante en el que revisaba los apuntes. Dado que en ocasiones cabe la sospecha de que la mayor sabiduría se encuentre en el interior del silencio, dejé de podar anécdotas, datos y fotografías cuando mi imaginación, que también ha trabajado en esta obra, pensó que había llegado el momento de callar, de cambiar de recuerdos. Diez son los episodios y siete las imágenes que acompañan al texto, seleccionadas no tanto por motivos estéticos como por el placer que despiertan en mi memoria cuando las veo. Y la memoria lo sigue siendo todo para mí.
Salamanca, 8 de febrero de 2011
Visitando la escuela, bajo una luz de almíbar, el director pedagógico y algún cooperante me aclaran que si instalan las letrinas tan lejos de las aulas es para evitar que las moscas, con todas las bacterias que portan, convivan con los estudiantes.
En la clase se hacinan hasta setenta alumnos y algunos se quedan fuera, aguardando al turno de tarde o, sencillamente, sin escolarizar. Tal vez muchos de ellos no utilicen las letrinas, esas fosas negras donde se acumula el metano de la descomposición, tapadas por círculos de cemento de doscientos kilos.
Mientras tanto, los alumnos atienden la lección del día en sena¹ o en portugués. O acaso en algún otro dialecto bantú, pues determinar la lengua de escolarización no es sencillo, ya que no todos los estudiantes hablan el mismo idioma.
De ahí que, en ocasiones, a través de los resquicios que dejan las tablas grises que componen la pared del aula, un chiquillo deba traducirle a otro la lección del maestro: «Escucha —le dice— el tiempo presente de la primera conjugación: yo amo, tú amas, él ama…».
I. LA CALMA
Suerte que de todas las costumbres espirituales —pasiones, deformaciones, complacencias, serenidad, etc.— la única que sobrevive es la calma. Volverá.
Pavese
, El oficio de vivir
De pronto, en medio de la multitud de muchachos que se agrupan alrededor del extranjero pidiendo a gritos que les haga una foto, se alza un dedo que, a través del humor vítreo, penetra en tu cuerpo y te saca las entrañas. Entonces suceden un montón de latidos a la vez. Y todo al descubrir a la más pequeña del grupo, la niña que ha sido capaz de contener en la mirada una vida que iguala en riqueza y en pobreza a la de cualquier hombre que haya caminado millones de kilómetros.
Disparé la cámara sin preocuparme por un encuadre decente. Cuando más tarde comprobé el resultado, no pude dejar de asombrarme por la diferencia de expresión que existía entre el dedo en movimiento, señalando más allá de mis reflexiones, y un gesto de niña que duerme con los ojos abiertos.
Regresé media docena de veces a esta misma escuela, pero fui incapaz de localizar de nuevo a la niña. «Tal vez viene ahora en el turno de tarde», me dijeron. O «Ya se sabe lo que sucede con cierto tipo de familias». Y lo que fuese que sucedía sucedía en la sombra.
Cuando por la noche me despertó el feroz eructo de un borracho que pasaba bajo la ventana, encendí la cámara y observé la fotografía, reconociendo así mi huida, mi ausencia, preguntándome con Rimbaud qué se me había perdido allí.
A vista de pájaro, el Sáhara es un territorio que, en tiempos prehistóricos, fue arrasado por una horda de dragones en vuelo bajo. El ejército pasó a fuego medio continente antes de ir a fallecer al confín del mundo, hundido en ese precipicio sin fondo que conduce al último hogar de la derrota. En un momento hubo vida y un día, de repente, todo lo que pudo ser verde había desaparecido. Solo algunos animales, los más salvajes, los más finos, como el escorpión con el cuerpo de melaza o el escarabajo que engendró el sueño de Kafka, fueron capaces de sobrevivir sobre el páramo vacío, donde la soledad es la primera ley y ver salir el sol cada día un regalo con sabor a condena.
Sobrevolaba el Sáhara con la cortina de la ventanilla subida, sin importarme las lanzas de un sol calcáreo, que atravesaban la humedad de los ojos hasta secar la retina. Todos los matices del naranja pasaron