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Masculinidades en vertical: Género, nación y trabajo en el primer franquismo
Masculinidades en vertical: Género, nación y trabajo en el primer franquismo
Masculinidades en vertical: Género, nación y trabajo en el primer franquismo
Libro electrónico519 páginas7 horas

Masculinidades en vertical: Género, nación y trabajo en el primer franquismo

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El primer franquismo supuso para España una reacción en contra de la igualdad y la libertad, donde el género atravesó todos los ámbitos de la sociedad. Desde la historia de las masculinidades, se demuestra que las culturas políticas franquistas no concibieron para su país y sus hogares un único «Juan Español», personificación del hombre de a pie. Se explica cómo llegó a ser dominante una masculinidad mitad monje mitad soldado, hasta que fue superada por otra al final de estas dos décadas: el productor. Entre la autarquía y el desarrollismo, el trabajo nunca dejó de ser una cuestión relevante para regir las vidas de los españoles y las españolas, y sus relaciones cotidianas se jerarquizaron deforma radical desde el alineamiento de la dictadura de Franco con los fascismos hasta su aperturismo iliberal. Cualquier intento de comprender la autoridad, el poder y la violencia desde un enfoque de género resulta incompleto si no se atiende a la organización de sus distintas encarnaciones masculinas.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento11 ene 2024
ISBN9788411182744
Masculinidades en vertical: Género, nación y trabajo en el primer franquismo

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    Masculinidades en vertical - Francisco Jiménez Aguilar

    I. CRUZADOS Y TRABAJADORES

    En España no hay más que dos maneras dignas de vivir:

    o ganando la guerra en el frente o trabajando aquí por la paz.¹

    El golpe de Estado del 17 de julio de 1936 fue apoyado por múltiples sensibilidades políticas, clases sociales, hombres y mujeres que hicieron del nacionalismo y el catolicismo su principal nexo. Los sublevados se valieron de la imagen de España para legitimar sus planes y movilizar a la población contra la Segunda República. Muchos de los elementos étnicos, históricos o lingüísticos que habían distinguido la identidad nacional en la primera mitad de los años treinta fueron sustituidos por otros nuevos. Símbolos patrios como la bandera, el escudo o el himno se renovaron, a la vez que se instauraron otros para perpetrar sus móviles políticos.² Todos estos cambios fueron de la mano de un profundo antagonismo con la denominada «anti-España», que permitió alterizar a los individuos ligados al republicanismo, el laicismo y la izquierda hasta llegar a ser estigmatizados, excluidos de la sociedad, recluidos en cárceles, explotados en campos de trabajo o directamente fusilados. Con el paso del tiempo, el nacionalismo se convirtió en un buen pretexto para establecer alianzas con unos países y frenar la influencia de otros. La fórmula que la «Nueva España» adoptó fue destruir al enemigo interno, convertir al extraviado, atraer al extranjero y proteger al «nacional».³

    Desde el principio, los rebeldes invocaron unas feminidades y unas masculinidades distintas a aquellas más extendidas en la era republicana. Después de todo, una de las principales puntas de lanza de las derechas en los años treinta fue la crítica a los cambios que estaban viviendo las mujeres y las familias españolas, percibidos como una verdadera amenaza contra el orden social y los privilegios masculinos. Que la creación de una masculinidad fuertemente ligada a la patria, el cristianismo y lo militar fuera uno de los pilares del franquismo, como ocurrió en otros movimientos y regímenes fascistas, es un lugar común historiográfico. Son innumerables los ejemplos en el pensamiento de intelectuales derechistas de la época, el programa de algunos partidos políticos y la normalización de la violencia que demostraron sus militantes. Sin embargo, un elemento como la nación, que debía aunar a tantos hombres en coyunturas y espacios tan dispares, no podía omitir la heterogeneidad social de todo el país y ser al mismo tiempo inmune a los acontecimientos que fueron sucediéndose, todavía más si se tiene en cuenta que la dictadura de Franco pervivió cerca de cuarenta años.

    Este primer capítulo probará que se dio una relación más compleja entre masculinidad y nación en la España sublevada. Además del «hombre nuevo» fascista que sería encarnado por la figura del «monje-soldado», fue igualmente característica la resignificación de otra masculinidad que ya poseía un considerable recorrido histórico: el «trabajador». Esta otra masculinidad, pese a ocupar una posición subordinada, es imprescindible para comprender las transformaciones que se produjeron en las relaciones de género antes y después de la guerra. Los aspectos bélicos y represivos fueron cruciales para el franquismo, pero este necesitó a su vez de su estabilización y normalización entre los españoles, lo que implicó la intervención y redefinición de aspectos sociales tan sustanciales como las relaciones laborales o reproductivas. Bajo esta premisa, se analizarán ambos tipos de masculinidad. Por un lado, se reconstruirán los orígenes del monje-soldado, para pasar a considerar sus usos políticos y las dinámicas culturales que existieron en el frente de batalla franquista. Por otro lado, se planteará por qué existió en la retaguardia una mayoría que no tuvo que identificarse, ni lo hizo, con dicha masculinidad marcial. En conjunto, lo que se pretende demostrar es la necesidad de hablar de masculinidades hegemónicas y de las relaciones desiguales entre unas y otras desde el verano de 1936 a la primavera de 1939.

    MONJES Y SOLDADOS: LA SÍNTESIS DE LA MASCULINIDAD MARCIAL FRANQUISTA

    El advenimiento de la Segunda República trajo consigo una redefinición de las masculinidades en España. No eran nuevas. De hecho, venían de un largo proceso de transformación desde finales del siglo XIX y principios del XX, pero alcanzaron un grado de extensión y una institucionalización nunca vistos hasta ese momento. Sus atributos se basaban en concepciones modernas del autocontrol, el trabajo, la austeridad, la moderación sexual, la monogamia y la responsabilidad familiar. El ciudadano, el trabajador y el cabeza de familia responsable eran sus principales representaciones cotidianas. Estos cambios de género vinieron de la mano de toda una serie de reformas institucionales de la cultura, las leyes o las políticas sociales, sumadas al paulatino cambio de la población. En el seno de la familia se vio reducida la distancia en la jerarquía entre el marido y la esposa. De igual modo, se permitió su disolución, mediante el divorcio, con consecuencias ambivalentes. En el espacio público, se desplazaron hasta cierto punto los atributos marciales. La sociedad de masas transformó la sociabilidad y la representación de los españoles. Frente a estos cambios, se señaló al donjuán, al ocioso, al vago o a los enemigos de la democracia. Incluso, estas posturas sobre las relaciones de género adquirieron una mayor radicalidad dentro de culturas políticas como la anarquista o el feminismo.

    Mucho antes del inicio de la guerra del 36, las culturas políticas contrarrevolucionarias ya contaban con unas concepciones de la masculinidad contrarias a las republicanas. Frente a la igualación pública y privada de ambos géneros, se buscó reafirmar la dominación de unos hombres por otros y sobre el conjunto de las mujeres por medio de modelos de carácter autoritario, católico, nacionalista y antifeminista. Padres, conquistadores o buenos cristianos fueron algunas de las figuras masculinas más conjuradas en los eventos que enfrentaron a izquierdas y derechas a lo largo de estos años. Ello no era una nota típica de esta época; provenía de mucho tiempo atrás.⁵ Desde distintas organizaciones políticas, instituciones y espacios conservadores se reivindicaron y reprodujeron estos modelos derechistas de masculinidad. Uno de estos espacios lo constituyeron las colonias del norte de África, sobre todo a partir de las guerras del Rif (1911-1927). La experiencia africanista conformó durante dos décadas una concepción marcial de la masculinidad española, que se definía por valores castrenses como la autoridad, el arrojo, el honor, la lealtad y el valor, frente a los supuestos rasgos «infantiles» achacados al marroquí.⁶ En el Tercio de Extranjeros, cuerpo militar de élite creado en 1920 y que más tarde pasó a denominarse la Legión, pueden apreciarse estos y otros elementos, como el «culto a la muerte», que posteriormente desempeñaron un papel trascendental en la estetización de la violencia y la movilización bélica rebelde.⁷ En la otra orilla del Mediterráneo, los debates generados en torno a la pérdida de Cuba, Filipinas, Guam y Puerto Rico en 1898, últimas colonias de ultramar, y la derrota militar de Annual en 1921 sirvieron para reforzar intelectualmente el carácter civilizatorio e imperialista del hombre español con el propósito de recuperar el esplendor nacional perdido. Debates que continuaron con el nuevo régimen republicano.⁸

    Otro de los sucesos donde pueden rastrearse estas masculinidades contrarrevolucionarias fue la huelga general de octubre de 1934 en Asturias. De acuerdo con Brian D. Bunk, en aquellos días las derechas desplegaron discursos sobre la masculinidad en clave nacional que apelaron a quienes fueran capaces de dar su vida por la patria para frenar y castigar a sus enemigos, que para el caso se trataba de los trabajadores que participaron en las protestas. Periodistas conservadores como José María Carretero (1887-1951) o Mauricio Carlavilla (1896-1982), este segundo muchas veces bajo el pseudónimo de Mauricio Karl, emplearon incontables elementos retóricos ligados al imaginario derechista de la época en los artículos que publicaron sobre los sucesos; por ejemplo, al establecer una conexión entre los protagonistas de la represión y algunos personajes mitificados del pasado, como Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid. José Millán-Astray (1879-1954), fundador del Tercio de Extranjeros, enlazó el recuerdo de los agentes del orden público que habían fallecido en los enfrentamientos con las figuras del soldado y del religioso, lo cual le permitió glorificar sus muertes, motivadas de forma aparente por la voluntad de defender los intereses nacionales y cristianos del gobierno radical-cedista. Asimismo, se ensalzó el rol de «cabezas de familia» de los hombres y su deber «protector», en un sentido tanto público como privado, acorde con los valores de la Iglesia

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