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Fisuras en el firmamento: El desafío de las estrellas de cine al ideal de feminidad del primer franquismo
Fisuras en el firmamento: El desafío de las estrellas de cine al ideal de feminidad del primer franquismo
Fisuras en el firmamento: El desafío de las estrellas de cine al ideal de feminidad del primer franquismo
Libro electrónico594 páginas8 horas

Fisuras en el firmamento: El desafío de las estrellas de cine al ideal de feminidad del primer franquismo

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Fascinación, glamour, seducción... Pocas figuras eran comparables a las estrellas de cine durante los años cuarenta y cincuenta, cuando el séptimo arte era el gran medio de entretenimiento de masas. En especial, las actrices, que gozaron de una popularidad y un carisma que las convirtieron en instrumento de creación de identidades para muchas seguidoras. España también contó con su propia constelación. Sin embargo, en un contexto de precariedad y represión moral, estas mujeres no se ajustaban al ideal de feminidad que la dictadura franquista intentaba imponer al conjunto de españolas. Se constituyeron, pues, en modelos heterodoxos que suponían un desafío a los códigos normativos de género, ya que no representaban los preceptos de domesticidad y maternidad, subordinación al varón, recato... El presente libro muestra cómo, a través de las películas que protagonizaron y de sus apariciones en los medios de comunicación, se construyó su imagen como estrellas. Una proyección que a menudo resultaba incómoda para el régimen, que trató de resignificar o silenciar aquellos aspectos inconvenientes. Tres actrices encarnaron bien este desafío: Amparo Rivelles, Sara Montiel y Conchita Montes. Empoderamiento y resiliencia permitieron a la primera conducir su vida por los márgenes de las convenciones sociales; Montiel fue la primera 'sex-symbol' del franquismo, y Montes, una mujer intelectual que expresó reivindicaciones feministas. Cada una a su manera pusieron en evidencia las contradicciones y tensiones provocadas por las políticas de género franquistas.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento25 mar 2022
ISBN9788491349426
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    Fisuras en el firmamento - Álvaro Álvarez Rodrigo

    I. AMPARO RIVELLES

    Modernidad, empoderamiento y resiliencia de la estrella que brilló en la posguerra

    Acaso nadie en el cine español pueda darnos mejor que Amparito la sensación justa de lo que es y significa el estrellato, porque no solo es la primera entre las primeras, sino que concurren, además, en ella, las circunstancias típicas de la cinematografía: el éxito fascinante, la cotización máxima, la popularidad, todo deprisa, todo antes de cumplir los veintiún años…¹

    No, yo creo sinceramente que no fui ese sex-symbol del que se habló, sino una chica al lado de Alfredo Mayo, Jorge Mistral, Rafael Durán y tantos otros, considerados galanes oficiales de aquellos momentos. […] Buscaba independencia. He sido siempre terriblemente individualista. Y el cine y el teatro me brindaban la posibilidad de vivir sin depender de nadie. Ganaba dinero y lo gastaba, con más mentalidad de cigarra que de hormiga. […] Quise vivir con independencia y lo conseguí.²

    Hija de Rafael Rivelles y de María Fernanda Ladrón de Guevara, dos de los nombres más reconocidos del panorama teatral y cinematográfico de la época, Amparo Rivelles (Madrid, 1925-Madrid, 2013) parecía tener señalada su vocación profesional desde el propio instante de su nacimiento. Una herencia artística que, sin duda, supo aprovechar. Probablemente, ninguna otra actriz española de los años cuarenta mereciera como ella ser considerada una estrella. Protagonizó algunos de los títulos más importantes de la década, disfrutó de contratos laborales con condiciones únicas, de una popularidad excepcional, que los medios periodísticos no cesaron de alimentar…

    Como señala Vicente Benet, fue la estrella paradigmática de la inmediata posguerra, en una fase en la que la industria cinematográfica española seguía la corriente del sistema de estudios de Hollywood, en pleno apogeo a nivel mundial. La compañía Cifesa la convirtió en su estandarte y experimentó con ella en distintos géneros y registros interpretativos e iconográficos. Su capacidad de adaptación a todos ellos la catapultaría a lo más alto. Pero, como complemento a su versatilidad, era necesario mantener la esencia que la distinguía como estrella, basada «tanto en la convencionalización de su representación en las películas (jerarquización en su tratamiento por la puesta en escena, trabajo del primer plano de su rostro, elaboración de su fotogenia cinematográfica) como en su presencia en las revistas de aficionados».³

    De igual manera, Amparo Rivelles dio un toque de modernidad a la imagen pública que proyectaba, tanto por su aspecto como por su modo de comportarse. En un contexto de extremas dificultades económicas para amplias capas de la población y de una fuerte represión moral, para muchas jóvenes de su edad, su forma de vida debió de resultar sumamente atractiva: alegre, divertida, bromista y desenfadada. Coqueta y siempre rodeada de apuestos galanes, pero no casquivana. Con un punto subversivo, como el de fumar en público o un estilo de vestir que, aunque recatado, resultaba atrevido y sofisticado en comparación con un ambiente oficial pacato y austero. Una chica independiente, que daba la impresión de pilotar su propia vida sin rígidas tutelas y que en aquella España de posguerra se podía permitir el lujo de gastar su dinero en abrigos de pieles y zapatos, sintiéndose libre tanto de estrecheces económicas como de los frecuentes reproches y bromas, que también eran reproducidas en las revistas cinematográficas, a propósito de maridos atenazados por el despilfarro consumista de sus esposas.

    Tanto dentro como fuera de la pantalla, Amparo Rivelles transmitía una sensación de modernidad y empoderamiento y se constituía en un modelo heterodoxo de género que rompía unas cuantas de las reglas del ideal franquista de feminidad: domesticidad, subordinación al varón, realización personal a través del matrimonio romántico y de la maternidad y no del ejercicio profesional… Su imagen no encajaba ni con el arquetipo de mujer abnegada y piadosa auspiciado por la Iglesia ni tampoco con la austeridad preconizada por las falangistas. No obstante, si nos atenemos a su discurso, raramente se salía de los márgenes socialmente acotados. De manera que la imagen de una de las mayores estrellas del primer franquismo se construyó sobre una proyección de modernidad atemperada.

    La entrada en la década de los cincuenta supuso cambios cruciales en su vida personal y profesional: su maternidad, probablemente debido en gran medida a las circunstancias en la que esta se produjo, el arrumbamiento de su carrera hacia títulos de una menor trascendencia y finalmente su partida a América. Desde este punto de vista, el modo en que reinvindicó su derecho a ser madre fuera del matrimonio y a compaginar el nacimiento de su hija con su trabajo de actriz, es decir, de mujer que se desenvuelve en la esfera pública, puede ser considerado una actitud de resiliencia femenina frente a una dictadura empeñada en reprimir los comportamientos que no se sometían a sus códigos morales.

    ¹ Félix Centeno: «Los oficios de cine: La estrella. Amparito Rivelles», Primer plano 290, 5 de mayo de 1946.

    ² Amparo Rivelles: «¿Fui realmente un símbolo sexual?», El correo catalán, 3 de marzo de 1982. Extracto de un artículo autobiográfico, publicado a su regreso a España después de varias décadas instalada en México, en el que la actriz realiza un elocuente ejercicio de reconstrucción retrospectiva sobre algunos aspectos de su carrera durante los años cuarenta y cincuenta.

    ³ Vicente J. Benet: «La construcción de la estrella cinematográfica durante el franquismo», en N. Bou y X. Pérez (eds.): El deseo femenino en el cine español (1939-75). Arquetipos y actrices, Madrid, Cátedra (en prensa).

    1. «NOVIA DE ESPAÑA» A LOS DIECISIETE, EMPERATRIZ A LOS VEINTE (1940-1945)

    «Si se descuidan, nazco en un tren». Así bromeaba Amparo Rivelles acerca de su llegada al mundo, debido a la profesión de sus padres. Su infancia y adolescencia transcurrió entre constantes viajes, alojamientos en hoteles y un «ajetreo incesante». En la primera autobiografía firmada por la actriz, aparecida en una fecha tan temprana como 1943, la actriz calificaba aquellos años de un tiempo de «barahúnda».¹

    Apenas cumplidos los dieciséis, debutó en el cine con Mari Juana (Armando Vidal, 1941), tras haberlo hecho previamente en el teatro en la compañía de sus padres. Desde muy temprano, ella expresó su disgusto con aquel papel, y manifestó el desengaño tremendo que sintió al verse en la pantalla como una chica «gordota» y «pánfila», y su deseo de quemar todas las copias.²

    Afortunadamente, a su juicio, su primera película pasó casi desapercibida, pero le abrió las puertas a un contrato con Cifesa para protagonizar Alma de Dios (Ignacio F. Iquino, 1941). Una adaptación de la obra homónima de Carlos Arniches estrenada en 1907, y cuya trama es trasladada al momento de su producción.

    Rivelles interpreta a Eloísa, una joven huérfana que es maltratada por la mujer de la casa de su pueblo donde ha tenido que entrar a servir tras la muerte de su madre. Se escapa a Madrid para ser acogida como criada en casa de su tía, cuya hija, Irene (Pilar Soler), mantiene una relación con un hombre que desaparece cuando se queda embarazada. La prima, para ocultar su desliz, se desprende del niño y se lo confía a una familia gitana. Poco después, se casa con otro pretendiente, un hombre maduro de buena posición. Sin embargo, cuando sale a la luz la existencia de la criatura, y para no comprometer su matrimonio, atribuye la maternidad a Eloísa. Finalmente, gracias a la intervención del novio que ha conocido en la capital y de sus amigos, Eloísa puede revelar la verdad y reparar su honra, al tiempo que su prima es perdonada por su marido.

    A pesar del componente folletinesco del argumento, la película mantiene un tono de comedia que permite un final feliz redentor en el que el perdón no conlleva mayor penitencia que el reconocimiento de la culpa. Pero aquello que nos interesa destacar es la contraposición que se establece entre los personajes de las dos primas, que en cierta manera representan en clave femenina la virtud y el pecado, la inocencia del mundo rural y la corrupción del urbano, y las lecciones morales que de ella pueden extraerse.

    Como reflejo de la doble moral imperante para hombres y mujeres, no se atisba crítica alguna al abandono de la prima embarazada por su amante ni a que su marido la repudie al descubrir que tiene un hijo ilegítimo fruto de una relación anterior. Sin embargo, sí que aparece como modélica la tenacidad de la protagonista a la hora de defender y reivindicar su virtud, frente a la condena hacia la actitud de la prima. Eloísa es buena, humilde, trabajadora, cariñosa y agradecida, mientras que Irene es déspota, manipuladora, presumida y holgazana. Pero su principal oposición se produce en el terreno de la moralidad sexual. La muchachita recién llegada del pueblo es ante todo decente, puesto que, como ella afirma, «si me quitan la honra, ¿qué me queda?». Conduce su noviazgo con una sexualidad tan racionada como los bienes de primera necesidad de los que apenas disponen, y solo le permite a su novio tímidos contactos físicos, que va concediéndole según progresa su relación. Es una plasmación del discurso oficial sobre la sexualidad de los años de posguerra, en los que la efusión física entre los enamorados no debía ir más allá de las muestras de cariño y quedaba pospuesta hasta el momento del matrimonio, con la finalidad exclusiva de la procreación. Un código moral más restrictivo que las prácticas, de hecho, socialmente admitidas, que siendo también represivas y discriminatorias en cuanto al género toleraban una cierta intimidad entre los novios.³

    Fotograma de la película Alma de Dios.

    En cambio, Irene no tiene inconveniente en recibir en casa a su amante, ante la mirada escandalizada de la prima, y luego, animada por su madre, acepta un matrimonio por interés. Bien es cierto que en el fondo de su ser también es buena, y el descubrimiento del amor maternal la redime, ya que no podrá finalmente abandonar a su hijo, a pesar de que sabe que el coste personal de esta decisión será muy alto.

    Al fin y al cabo, ambas primas son víctimas de la miseria de la posguerra y comparten una misma experiencia de privaciones que, según la ideología del régimen y aunque en ningún momento ni siquiera se insinúe, estaría originada por la ausencia de la figura paterna en sus respectivas familias. De Eloísa tan solo sabemos que el fallecimiento de su madre la llevó a sufrir maltratos y explotación laboral en el servicio doméstico. Irene vive sola con su madre y el medio de subsistencia de la familia es la prostitución encubierta. En ningún caso se nombra al padre ausente, y puesto que aquello que pesa sobre sus figuras es el silencio y no el recuerdo de un ser querido ni la memoria heroica del caído, cabe suponer que algunos espectadores achacarían su falta a que tal vez encontraron la muerte en una trinchera republicana o en un paredón, o que aún estén vivos en una cárcel, en la clandestinidad o en el exilio.

    Tras Alma de Dios, Amparo Rivelles repetiría con Iquino como director en la comedia Los ladrones somos gente honrada (1942), en otra adaptación de una pieza teatral. En esta ocasión, una obra de Enrique Jardiel Poncela que se había estrenado con éxito un año antes, y que supone un cambio de registro en los personajes interpretados por la actriz. Ahora es la hija de una familia adinerada, en un papel en el que ya destacaba por su belleza, y en el que comenzaba a desarrollar la imagen de chica despreocupada, alegre y vestida a la moda que las revistas cinematográficas comenzaban a crear sobre la actriz.

    Rivelles todavía era prácticamente ignorada por la prensa especializada, que aún no le atribuía mayores méritos que el legado de sus progenitores. Sin embargo, su nombre empezó a cobrar relevancia en unión al de otra estrella de la pantalla: Alfredo Mayo. A principios de 1942, comienza a especularse sobre su noviazgo, al tiempo que la compañía Cifesa anunciaba que ambos protagonizarían Malvaloca (Luis Marquina, 1942). Ella tenía diecisiete años, y él ya había superado la treintena.

    La actriz comenzaba a tener una mayor presencia en revistas como Primer plano. Era la expresión de la simpatía y la jovialidad, de una juventud que se divertía en una España depauperada. Se publicaron las primeras fotografías de Malvaloca, y la productora valenciana explotó el rumor sobre el noviazgo con la distribución de algunas instantáneas en las que los dos protagonistas aparecían con los rostros muy juntos.⁴ Si hubo algún suspense sobre su relación sentimental duró poco, puesto que pronto ella misma la confirmó. En el primer reportaje extenso que la revista Radiocinema dedicó a la actriz, entre periodista y entrevistada se establecía un juego en el que se pretendía hacer cómplices a los lectores de su confesión:

    –Entonces su mes, Amparito, será mayo, que no falta en el tiempo con las primeras flores, las primeras endechas y el sabor caliente del primer amor.

    –¿Ha dicho usted mayo?… Pues cuidadito con lo que se dice, que puedo arañarle… […]

    –¿Quién le parece nuestro mejor actor cinematográfico?

    –Ese –y me señala al protagonista de Raza.

    –¿Su novio?…

    –Sí, mi novio –y me lo dice con resplandores muy complejos, en sus ojos color de caramelo.

    –Ya decía yo, Amparito, que Alfredo Mayo era el novio, digo el mes preferido de su calendario –expongo un poco torpe.

    –Pero de esto –me dice, sin ningún miedo al qué dirán– usted no dirá nada, ¿verdad?

    MALVALOCA Y SU APUESTO GALÁN

    Alfredo Mayo era el único actor español de los años cuarenta cuyo glamour y atractivo erótico pudieran quizá equipararse al de otras estrellas de Hollywood.⁶ Al inicio de la década, era el galán por antonomasia del régimen, y el estreno de Raza (José Luis Sáenz de Heredia, 1942) reafirmó su imagen de héroe franquista, que ya había encarnado en otros títulos. Harka (Carlos Arévalo, 1940), Escuadrilla (Antonio Román, 1941) o ¡A mí la legión! (Juan de Orduña, 1942) aprovecharon su experiencia y popularidad como oficial de aviación del bando de los vencedores para reafirmar el modelo de masculinidad castrense y viril,⁷ a pesar de que algunas de estas cintas pudieran dar pie a una lectura en la que bajo la estrecha camaradería militar subyacía una relación homoerótica entre sus protagonistas.⁸

    Mientras, Amparo Rivelles habla, ya sin ambages, de su noviazgo en la publicación promocional de Cifesa. Es relevante observar cómo asume su posición de inferioridad en el mundo del cine respecto a Alfredo Mayo. Reconoce con un cierto orgullo la condición de galán de su novio y bromea con que algunas de sus admiradoras hasta la han amenazado con el vitriolo, es decir, con perpetrar un ataque a su belleza con ácido sulfúrico. No obstante, ella misma también cultiva una imagen de estrella, aparece en las fotos vestida de manera elegante y comenta las servidumbres a las que obliga la fama.⁹ En septiembre de 1942, precisamente en su número 100, Primer plano le concede su primera portada.¹⁰

    Son la pareja favorita de las revistas, que publican noticias y fotografías en las que ambos aparecen juntos fuera de la pantalla, e incluso son los protagonistas del calendario de 1943 que Primer plano distribuye en su contraportada.¹¹ Sin embargo, Amparo Rivelles aparece en estas páginas sobre todo como la acompañante de la gran estrella. Por ejemplo, se cuenta la anécdota de cómo una legión de jóvenes rodea a Alfredo Mayo para pedirle un autógrafo, mientras ella permanecía prácticamente ignorada y asumía su papel secundario sin dar tampoco muestras de celos ante el acoso a su novio. De igual manera, los periodistas convertían en objeto de las chanzas por el enamoramiento a la «envidiada novia» y no al apuesto actor.

    Portada del nímero 100 de Primer plano, 13 de septiembre de 1942.

    Entretanto, llegó el estreno de Malvaloca, que supuso su consagración como actriz. Malvaloca (Amparo Rivelles) es una bella joven de un pueblo andaluz a la que la miseria de su familia le lleva a dejarse seducir por un señorito. Más tarde, sabremos que de aquella relación nació un niño, que falleció, y que desde entonces por su vida han pasado diversos hombres. Entre ellos, Salvador (Manuel Luna), a través de quien conoce a Leonardo (Alfredo Mayo), su socio y amigo, quien se convertirá en su nuevo amante.

    Contraportada de Primer plano, 3 de enero de 1943.

    Pero Leonardo es un hombre honrado que se ha enamorado realmente de Malvaloca, y que es correspondido por ella. Al final, a pesar de las dificultades y del rechazo social, Leonardo le pide a Malvaloca que se case con él y que, como las campanas que suenan al paso de la procesión, él refundirá su vida. Un símil recurrente en la doctrina católica que compara el proceso de refundición o conversión con el alumbramiento de una vida nueva, a la vez que se recalca que solo el verdadero amor cristiano, sacrificado y con intención de perdurabilidad, puede redimir de los pecados del pasado.¹² Es más, la literalidad de la metáfora no implica únicamente un acto de perdón, sino un renacimiento que limpia el pasado de la muchacha.

    La película propondría, por tanto, la restitución de la mujer en el lugar que le corresponde en la cultura patriarcal, que no es otro que la familia, el ámbito doméstico y el ideal del amor romántico heterosexual.¹³ En concreto, según Annabel Martín, hacer testigos a los espectadores de la integración del personaje rebelde en el marco de la nueva España, aunque sea con puño de hierro, para conseguir la restauración del orden.¹⁴ Para esta autora, en esta versión de Malvaloca el franquismo encontró un buen medio de expresión en el lenguaje hiperbólico del melodrama, en su maniqueísmo moral, su integrismo religioso y sus criterios clasistas.¹⁵

    El guion adaptaba un drama de los hermanos Quintero, escrito en 1912, y es interesante observar los cambios introducidos en la versión de Luis Marquina respecto a la obra original. El proyecto cinematográfico se había gestado en la década anterior, y al retomarse se tiñe del pesimismo y de la fatalidad de los primeros años de la posguerra, que bien ilustra el personaje atormentado y descentrado de Leonardo.¹⁶ La trama es llevada al momento presente. Por ejemplo, el hijo que una anciana del asilo había perdido en Marruecos es convertido en héroe de la reciente Guerra Civil. La mujer simboliza el sacrificio femenino por excelencia, el de una madre que entrega la vida de su hijo a la patria y que, por este acto de generosidad suprema, es merecedora del respeto de todos.¹⁷ Ella dona para la refundición de la campana las medallas del joven fallecido en combate. Es la sangre derramada por los heroicos soldados del bando franquista aquello que propicia la salvación de «la mujer caída», metáfora a su vez de la propia nación española arruinada por la República.

    El contexto político y cultural de las primerías de la Dictadura ensombrece toda la historia. La versión cinematográfica que se rodará diez años más tarde ya tendrá un tono diferente, en el que el drama se edulcora con personajes y situaciones cómicas. La Malvaloca dirigida por Ramón Torrado (1954) sí transcurre a principios del siglo XX. El tío que en la producción de 1943 ejerce prácticamente de proxeneta es en la siguiente interpretado por un gracioso Miguel Ligero, que no pasa de ser un vago, ladronzuelo y borrachín, aunque siempre simpático. El turbio pasado de Malvaloca, a quien encarna Paquita Rico, queda un tanto sumido en la ambigüedad. Ella le confiesa a su amado, entre llantos: «He sido tan mala que nada me está permitido». Pero no se narran sus desgracias y menos aún que tuvo un hijo. Esa mala vida de la protagonista nunca se muestra al espectador. En cambio, Marquina sí lo hace.

    Fotograma de la película Malvaloca.

    La historia no se inicia como en el texto de los Quintero con el encuentro entre Leonardo y Malvaloca en el asilo, cuando esta acude a visitar a Salvador, que ha tenido un accidente de trabajo en la fundición. La película nos convierte en testigos del proceso de decadencia de la muchacha, del que no nos llega solo un relato oral. De modo que, si bien narrado con elipsis y sobreentendidos, no deja dudas de que fue madre soltera, ha convivido con diversos hombres sin estar casada o se deja deslizar la sospecha de que ha ejercido la prostitución. Es otro de los filmes de estos primeros años de posguerra en los que el sexo es un componente esencial, aunque aparece completamente silenciado. Siempre sucede fuera de campo y tan solo se materializa a través de metáforas como el recurso a una rosa deshojada para expresar la pérdida de la virginidad. Las mujeres «no tienen sexo, solo honra. Son deseadas y/o desean, inoportunamente. El drama no está en el cuerpo, está en el alma».¹⁸

    Con mayor énfasis que en el texto escrito, se remarca también su religiosidad, que tiene un buen corazón, y que es víctima de la pobreza y de haber carecido de una familia que haya velado por ella. Un discurso que, en definitiva, atribuye a la miseria la perdición de la mujer, que es finalmente redimida, y que resulta audaz y poco frecuente en los años cuarenta.

    La redención, con la significativa carga simbólica de la sangre del héroe nacional, se lleva a cabo gracias al acto de contrición de la mujer y de perdón del hombre, quien la provee de la salvación moral y económica, a cambio de una subordinación absoluta: «Contigo, sí, y cuando no me quieras, me matas; pero mientras contigo». Es el mismo desenlace redentor de Alma de Dios, cuando el marido engañado por la prima, después de descubrir al hijo ilegítimo, también la readmite en el seno conyugal. Pero hay que destacar las variaciones introducidas en el último diálogo entre los protagonistas en el celuloide y sobre el escenario. En la película, Leonardo la aborda en la calle, en medio de la procesión, tras haber ella abandonado su casa debido al rechazo social que había provocado su presencia. Él le pide que regrese y se case con él. Ella, después de pronunciar la frase anteriormente citada, le da las gracias. Y cuando suena la campana, comienza a recitar la letra de una copla:

    –¿Quién fuera de bronce como ella?

    –Como ella se ha fundido tu vida entre mis manos, Malvaloca. Merecía esta serrana…

    –… que la fundieran de nuevo como funden las campanas. (Y sus rostros, muy próximos, se funden con un plano del repique de la campana).

    El guion modifica el orden de los diálogos de la obra para transmitir un mensaje distinto al espectador, más acorde con el ideario nacionalcatólico. La conclusión se liga más directamente a la redención divina, y no a la lectura del triunfo del amor terrenal sobre los convencionalismos sociales, como pudiera facilitar en el cierre original las últimas palabras de Leonardo: «¡Canta el amor de todos! [en referencia al tañido de la campana] ¡Su voz tiene para mi corazón un oculto sentido! ¡Yo también fundiré tu vida al calor de mis besos, con el fuego de este loco amor, tan grande como tu desventura!».

    Nos situaríamos, pues, según Annabel Martín, ante ese melodrama compensatorio propio del primer franquismo, ideológicamente conservador, que sutura «las desavenencias sociales del vivir cotidiano con modelos de paz y orden (moral)».¹⁹ A partir de un esquematismo maniqueo, se recurre a la emotividad para buscar un imaginario colectivo de consenso, de manera que en el sacrifico y en la renuncia se instiga a los españoles a participar en el proyecto de reconstrucción nacional del régimen.²⁰

    A esta lectura conservadora de la película se puede contraponer otra que escaparía de la horma nacionalcatólica. Desde esta perspectiva, la audacia del filme estriba en que consiente que el hombre protector no exija la virginidad de la mujer para tomarla como esposa, sino que asume su anterior vida pecaminosa como consecuencia de su desdicha. Tal vez hubiera sido más ejemplarizante, según el contexto cultural de la época, que la protagonista hubiera purgado sus pecados con la muerte, y así, con el arrepentimiento, hallara la salvación en la vida eterna. La película ofrece, por tanto, una inusual segunda oportunidad a la mujer descarriada, justificada en su papel de víctima de las circunstancias. Evidentemente, no se está hablando de aquellas jóvenes que en un ambiente de mayor apertura moral decidieron disponer libremente de su sexualidad; sin embargo, nada impide que esa traslación pudiera llevarse a efecto. Por otra parte, si ahondamos en la metáfora recurrente, antes apuntada, de la figura femenina como representación de la patria, esta interpretación nos conduce a la posibilidad de otorgar el perdón del enemigo para reintegrarlo en la nueva nación. Un mensaje que nos acerca al discurso palingenésico de la Falange. Así, después de haber sido vencido y aplastado completamente el enemigo rojo y separatista, se ofrece «un proyecto de reconciliación fascista», que es consecuencia de la generosidad o magnanimidad del Nuevo Estado, y nunca una muestra de debilidad o de cesión a presiones internacionales o

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