Chile en la pantalla: Cine para escribir y para enseñar la historia
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Chile en la pantalla - Joan del Alcàzar Garrido
LOS DOCUMENTOS EN SOPORTE DE VÍDEO (DSV) COMO FUENTE Y COMO HERRAMIENTAPARA EL HISTORIADOR
Escribíamos no hace mucho que si algún historiador todavía tenía reservas a propósito de la ineludible obligación de contar profesionalmente con las imágenes filmadas, hubo de abandonarlas tras el 11 de septiembre del 2001.¹ Michel Climent, en el prefacio de un libro de Shlomo Sand,² escribe certeramente que desde el momento en el que las cadenas de televisión difundieron en directo el impacto de los aviones contra las Torres Gemelas neoyorquinas, todos debemos aceptar el papel que hoy juega la imagen filmada en la configuración de las memorias en nuestro tiempo. Eso si hablamos en clave global, mundial. Si lo hacemos en clave más reducida, en dimensión nacional por ejemplo, podríamos añadir en defensa de la imagen filmada la sentencia del realizador chileno Patricio Guzmán: un país sin películas es como una familia sin su álbum de fotografías.³ Prácticamente sin memoria, diríamos nosotros, abundando en la idea.
LA RELACIÓN ENTRE EL CINE, EL HISTORIADOR
Y LA INVESTIGACIÓN EN SU DISCIPLINA
Ya hace tiempo que la sociedad actual no puede vivir sin las imágenes, ya sean las del cine de ficción, con mayor o menor calidad artística; ya sean las del documental, que también es creación pero no debe contener ficción. En estos momentos las imágenes constituyen un tipo de fuente documental imprescindible para el historiador, una fuente que está en un soporte que no es del documento archivístico tradicional, sino que la encontramos en soporte de vídeo. Y si la sociedad no se lo puede permitir, menos aún aquellos que hacemos análisis interpretativos de los antecedentes históricos de ella. Hemos escrito antes sobre la relación entre la historiografía y el historiador, y lo que los directores trasladan a las pantallas.⁴
Más adelante profundizaremos en el tema, que es central en nuestra propuesta de relación entre el cine y la historia, pero avancemos que, a nuestro parecer, podemos hablar de un mínimo de tres categorías entre los documentos en soporte de vídeo (DSV). Veamos una propuesta en clave española, para luego mejor comprender el planteamiento en clave chilena. El primer grupo lo constituyen aquellos que no aportan gran cosa por su temática, pero son útiles para el análisis de las sociedades en que han sido producidos: el renombrado cine del destape en la España tardofranquista y de la transición democrática, por ejemplo. En segundo lugar, los que abordan un hecho o un proceso histórico desde una perspectiva y con un calado que ofrece interés para el historiador, pero no son particularmente útiles para el análisis de la sociedad en que han sido creados, como Los santos inocentes, de Mario Camús (1984). Finalmente, los más provechosos son aquellos que sirven para el análisis del hecho o del proceso histórico sobre el que versan, y pasan a ser, también, del mayor interés para profundizar en el análisis de la sociedad que los ha producido; es el caso, por ejemplo, del film Surcos, de José A. Nieves Conde (1951).
Podemos concluir que, como dice Shlomo Sand, los historiadores, a pesar de todas las dificultades que eso pueda generarnos, debemos estar atentos a los relatos del pasado que realizan el cine y la televisión, y debemos integrarlos en las discusiones y los programas de estudios.⁵
Vivimos inmersos en un mundo de imágenes en el que la palabra, la transmisión oral del conocimiento, parece haber perdido fuerza si no la acompañamos de imágenes. No son solo los informativos de televisión los que han de ser respaldados por las imágenes, son las conferencias académicas, incluso las clases clásicas de nuestras facultades, las llamadas con demasiada ligereza magistrales, las que se han de reforzar con diapositivas de textos, mapas, cuadros, fotografías e incluso filmaciones en vídeo. Y ello responde no solo a una moda más o menos caprichosa, sino que obedece a una lógica incontestable: nuestro mundo es un mundo de palabras e imágenes y, por tanto, al apoyarnos en unas y otras damos a nuestro discurso solidez y, además, lo hacemos más inteligible, más didáctico.
Entre los profesionales de la historia parece que no hay dudas al respecto de la bondad de la incorporación del cine en los dos planos principales de su quehacer: la investigación y la enseñanza de la historia.⁶ Existe consenso respecto a la idea de que los documentos en soporte de vídeo son la principal fuente de conocimiento histórico de la mayor parte de los ciudadanos de las sociedades occidentales. Unos DSV, ya sea cine de ficción ya sea cine documental, que reciben tanto desde las pantallas cinematográficas como desde la televisión y, de forma creciente, a través de Internet.⁷
José Florit, en el prólogo a un conocido libro de José María Caparrós, apuesta decididamente por el binomio cine-historia, hasta el punto de afirmar que «las fronteras que separan a un historiador que obtiene con sus obras escritas un reconocimiento público amplio, que publica best-sellers, y un director de cine histórico de éxito –un Stone (con el film Nixon), por ejemplo– no parece que tiendan a ampliarse sino, al contrario, a reducirse».⁸
Así como no parece haber demasiadas discrepancias respecto a la bondad didáctica del binomio cine e historia, la integración de los DSV en el proceso de construcción del discurso histórico no está exenta de polémica. Se trata de una controversia cuyos polos extremos son defendidos desde antagónicas tribunas: una, la primera, la de que es una fuente que permite una Historia distinta y mejor; otra, la segunda, la de que al cine no se le puede conceder el estatus de fuente histórica, de materia prima para el historiador. En buena medida este debate relativamente estéril, en el cual no entraremos sino de forma muy tangencial,⁹ recuerda el que en su día se produjo en cuanto a la utilización de las fuentes orales.
Existe, se decía, una historia oral que es, por definición, más democrática y mejor que la que se elabora siguiendo patrones ortodoxos en las distintas universidades y centros de investigación oficiales. Nuestra posición sobre el cine como fuente coincide con la que en su día defendimos respecto a la llamada historia oral: no hay tal, sino historia elaborada con fuentes orales, es decir, con documentos recogidos oralmente. Para nosotros, los testimonios de los informantes, como los documentos en soporte de vídeo, son fuente primaria para el historiador; materia prima, no producto elaborado. Una documentación con la que es necesario ser tan cautelosos y críticos como con cualquiera otra fuente primaria, ya sea archivística, hemerográfica o de cualquier otra índole.¹⁰
Es conveniente que recordemos muy brevemente algunas de las dificultades inherentes al propio contenido y características esenciales de la disciplina histórica. La primera de ellas deriva de su propia acepción, poseedora de un doble significado:¹¹ la palabra Historia designa no solo los acontecimientos narrados, sino también los propios acontecimientos –o como dijera Vilar, alertándonos de la confusión en la práctica de ambas realidades, «el conocimiento de una materia y la materia de este conocimiento»–.¹² De forma similar, Helge Kragh denominó H1 los fenómenos o acontecimientos concretos que se produjeron en el pasado, para designar como H2 el análisis de la realidad histórica, esto es, la investigación histórica y sus resultados (el objeto de H2 es por tanto H1), advirtiéndonos de que nuestro conocimiento de lo ocurrido en el pasado se limita a la interpretación teórica que realizamos de este.¹³
Recordemos también telegráficamente que a raíz de la influencia innegable que supuso la renovación epistemológica y metodológica de Annales, los profesionales de la historia hemos dedicado enormes esfuerzos en las últimas décadas a incorporar lo que en un principio se denominó nuevas fuentes,¹⁴ como las orales, las materiales, la fotografía y, más recientemente, la literatura o el cine.¹⁵
Fue durante los años sesenta del siglo pasado cuando se empezó a utilizar las películas como fuente documental, lo que permitía acercarse al análisis de la sociedad desde una perspectiva nueva, una idea que sin embargo no fue bien acogida en los medios universitarios. Braudel y Renouvin, por ejemplo, desaconsejaron a Marc Ferro –pionero en la utilización del cine como fuente de la historia y como medio didáctico– avanzar por aquella vía. Eso ocurrió dos décadas después de que el cine fuera reconocido como una disciplina artística más, y con posterioridad a que los cineastas adquirieran la etiqueta de intelectuales. Como dice Sand, efectivamente, Ferro –un investigador de la Escuela de Annales– fue «el primer investigador que vio el cine como una herramienta de observación de la historia (...) [y fue quien] pudo legitimar su concepción de las películas como ámbito de lectura historiográfica».¹⁶
De hecho, desde los años ochenta del siglo pasado el binomio cine-historia comienza a tener su espacio en las revistas académicas y aparecieron textos en los que el documento fílmico era materia prima bruta en la construcción del discurso histórico. Se habían superado ya los impedimentos de lo que Shlomo Sand llama «la agencia autorizada de la memoria de los tiempos modernos, también conocida como historiografía académica», y los DSV adquirieron la consideración de legítima fuente documental para el historiador.¹⁷
Desde entonces, más y mejor. Ya hemos dicho que vivimos el triunfo de la imagen, y que hoy día, especialmente tras el cataclismo del 11-S neoyorkino, resulta impensable el cuestionamiento del cine, pero las imágenes tienen también su lado oscuro: en la era digital, con las grandes posibilidades tecnológicas de adulteración de las imágenes, con el poder que confiere la creación, la recreación o la simulación de ellas, están bajo sospecha. El problema, sin embargo, no es nuevo para el historiador: ha de ser más vigilante todavía en su permanente crítica a las fuentes.
Paralelamente, y sin que ello sea contradictorio, aunque quizá sí paradójico, las imágenes han derribado todas las murallas que parecían obstaculizar su desarrollo hace algunas décadas. La televisión, que en los años cincuenta concitaba el desprecio de las élites y de los dirigentes, como antes había ocurrido con el cine, se ha convertido en el principal vehículo de transmisión de ideas políticas y culturales. Las imágenes penetran en el ámbito doméstico y ejercen una enorme influencia sobre las ideas, las opiniones, las costumbres, las memorias¹⁸ individuales y de grupo. Hoy día, como sostiene Ferro, la televisión ha vampirizado al cine, pero junto a él constituye una pareja de siameses que no pueden vivir el uno sin el otro: «el cine no podría existir sin la ayuda de la televisión, y la televisión sin películas perdería el favor del público».¹⁹
Nuestras consideraciones en torno al cine son igualmente extensivas a los documentales elaborados tanto por cineastas como por profesionales de la información y destinados de forma casi exclusiva a la televisión. Coincidimos en este sentido con David Vásquez²⁰ en la importancia que posee este material –el documento en soporte de vídeo (DSV), tanto cine de ficción como documentales– como eje que nos permite, adentrándonos en la memoria visual de nuestro siglo, un mejor conocimiento de nuestra historia contemporánea: en su calidad de producto cultural inmerso en un contexto histórico es, sin duda, un espejo en el que se reflejan las obsesiones, miedos y estados de ánimo de una sociedad.
Es evidente que el historiador no se acerca al film con una mirada de valoración artística, y es que no nos interesan ni la estética ni los valores técnicos del producto cinematográfico, sino que nos interesa
el producto cultural que da fe y aporta información sobre el universo y el marco vital del autor, [porque] como toda creación cultural, contiene elementos ideológicos o políticos, cuya revelación ilumina la realidad histórica retratada. Las aspiraciones, los sueños y las creencias de muchos seres humanos hallan una vía de expresión en las producciones populares de los cineastas, e ignorar estos elementos equivaldría a privarse del conocimiento de una parte importante de la cultura del siglo XX.²¹
Un ejemplo paradigmático de lo que decimos en relación a la mirada con la que el historiador se acerca al producto fílmico, y de cómo esta difiere de la del crítico cinematográfico, lo encontramos en un documental que calificamos de excepcional como es Compañero Presidente (Miguel Littin, 1971). Aunque el crítico Vera-Meiggs coincide en valorarlo como documento histórico (arqueológico, dice él), le niega todo valor artístico. Tiene razón, sin duda, cuando afirma que
Parece increíble que algo así se haya mostrado en los cines y se pensara que podría ayudar «al proceso», cuando más bien parece un castigo para todos aquellos que aun no se daban cuenta de la importancia de lo que se vivía. (...) Parece una paradoja que un diálogo intelectual así filmado pudiera servir para ganar prosélitos. Aunque tampoco pareciera servir mucho para los que ya estaban convencidos, porque para eso estaba la televisión, que siempre ha servido mejor para los debates.²²
Tiene razón el crítico en que cuesta trabajo imaginar que ese documental convenció a alguien de algo que no fuera que la Vía chilena desembocaba en Cuba; y la mantiene cuando afirma que hoy en día Compañero Presidente es un resto arqueológico que, como tal, debe ser preservado para la futura memoria. Claro que no le vamos a discutir que el cine es una cosa, la televisión otra y la discusión política una tercera, y que «mezclarlo todo puede producir mejunjes indigestos que explican las dificultades críticas que hoy podemos tener para evaluar positivamente el cine de la Unidad Popular».²³ Todo eso es muy razonable. Pero desde la mirada del historiador, desde sus intereses profesionales, Compañero presidente es un documento excepcional por la cantidad de preguntas que podemos hacerle y por la calidad de las respuestas que podemos encontrar. Esperamos hacer honor a estas afirmaciones cuando analicemos el documental más adelante.
Sirva lo anterior para que aclaremos que, por cuanto respecta a los DSV, podemos diferenciar, como mínimo, cuatro planos que constituyen otras tantas perspectivas de abordaje y análisis: a) el relativo a la historia del cine (su evolución, avances, técnicas, etc.); b) el de la historia de la utilización del cine (como transmisor de ideología, como fuente en el análisis de la sociedad en la que se ha producido uno o varios filmes, etc.); c) el de la utilización del cine como fuente por el historiador, y, finalmente, d) el de la utilización del cine como material didáctico en la enseñanza de la historia. Nos interesan, fundamentalmente, los tres últimos.
Respecto a la utilización del cine, esta es una cuestión que conecta directamente con el uso de la imagen con una intención ideológica, tendencia que ha sido prácticamente una constante histórica. Desde los primeros documentales sobre la Primera Guerra Mundial hasta las superproducciones del Hollywood de la época de McCarthy o los productos recientes de las grandes multinacionales de la época actual, ha existido una clara intencionalidad de aleccionar, controlar y conducir a la opinión pública en un sentido coincidente con el discurso dominante. Obviamente el cine, o los DSV, ha sido abundantemente utilizado como propaganda más o menos explícita, más o menos sutil.
En esta línea, un caso de implicaciones estrictamente nacionales en clave latinoamericana puede ser el de la llamada Teoría de los dos demonios de Mario Ranalletti,²⁴ que estaría en la base de la inducción al olvido, un proceso que se ha visto favorecido en las pantallas, cuyas historias han cristalizado ese deseo de no remover el pasado reciente, con el objetivo de avanzar en el establecimiento de la concordia social. El grupo de DSV que cabría incluir dentro de las tesis de Ranalletti son aquellos en los que, según sus propias palabras, no se logra trascender el marco víctimas-victimarios, ya que el cine que se elabora en la Argentina a partir de 1983 y durante varios años focaliza mayoritariamente su atención en «represores y reprimidos, en torturadores y torturados, evitando un acercamiento a la génesis de los conflictos que se muestran».²⁵
El tercero de los planos que planteábamos es el que atiende a la utilización del cine como fuente por el historiador, una cuestión en cuyo epicentro se produce –cada vez con menos fuerza, desde luego– el debate entre aquellos que son partidarios de concederle a aquel el estatus de fuente histórica y los que, desde posiciones antagónicas, se niegan a hacerlo. Al tiempo, la investigación suscita otras cuestiones adicionales de cierta importancia, como la que nos llevaría a diferenciar, con base en el tema abordado, un mínimo de tres categorías entre los DSV, tal y como ya hemos avanzado páginas atrás.²⁶ Debemos recordar que en este texto nos referimos de manera genérica a los documentos en soporte de vídeo (DSV) porque no distinguimos entre cine de ficción y cine documental. Ambos son para nosotros documentos primarios, esto es, materia prima para el historiador.
El primer grupo lo constituirían aquellos DSV que no aportan gran cosa como producto desde la perspectiva del historiador, pero son útiles para el análisis de las sociedades en las que han sido producidos. Una película comercial como La frontera (Ricardo Larraín, 1991), que obtuvo el Oso de Plata de 1992 en el Festival de Berlín y fue Premio Goya a la Mejor película de habla hispana ese mismo año, narra las desventuras y padecimientos de un profesor de matemáticas que es desterrado al sur de Chile, un territorio marcado por las catástrofes naturales. Sometido a un férreo control autoritario a manos del delegado del Gobierno en la aldea, un hombre tosco y brutal, rústico y cruel, jerárquico y de una obediencia militar que, en suma, nos recuerda a Pinochet, Ramiro Orellana es un retornado (a Chile) que revivirá todos los dolores del exilio que lo ha alejado de su hijo. El profesor conocerá a Maite, una mujer española que vive con su padre, refugiado inconsolable de la Guerra Civil española, con la que iniciará una relación amorosa que finalizará trágicamente a causa de un maremoto.
No está exenta de interés la película por lo que respecta a cómo el poder dictatorial permeabiliza la sociedad chilena de aquellos años, los ochenta, llevando hasta la remota aldea sureña un remedo entre esperpéntico y odioso de la figura del general traidor. Sin embargo, la intención de Ricardo Larraín nunca fue realizar un producto historiográfico:
[En] La Frontera siempre tuvimos el deseo de retratar el proceso [de aquello que] había pasado con esos ideales de los sesenta, los golpes de los setenta, con la sociedad real, con las utopías... ¿qué había pasado con toda esa cuestión? La Frontera es hija de eso. Y teníamos claro que queríamos hacer una película y no un tratado (...) Yo siempre estuve haciendo mi película. Nunca tuve... Como nunca fui vocero de nada, nosotros reflexionamos sobre el cine de vanguardias, el cine panfletario, y nosotros huíamos de eso.²⁷
No obstante esta contundente declaración de intenciones del director de la película, más adelante volveremos sobre ella porque nos ha sido de utilidad en clase y porque, pese a que el film no es un texto de historia, ofrece atractivas posibilidades a su utilización docente.
Pasemos ahora, en segundo lugar, a los DSV que abordan un hecho o un proceso histórico desde una perspectiva y con un calado que ofrece interés para el historiador, pero no son particularmente útiles para el análisis de la sociedad en que han sido creados. Un caso paradigmático sería la película norteamericana Missing (Costa-Gavras, 1982), que obtuvo la Palma de Oro del Festival de Cannes en 1982 y el Oscar al mejor guion adaptado en 1983, que recrea la historia de la desaparición de un idealista joven de izquierdas, norteamericano él, durante los primeros días del golpe del 11 de septiembre. El padre del muchacho, un modélico y arquetípico ciudadano estadounidense, el señor Horman, que confía en su gobierno y en sus agentes, viaja a Chile (al que nunca se nombra) donde se reencuentra con su nuera (otra idealista, en principio odiosa para el suegro), para intentar encontrar a su hijo. Horman padre padecerá en su carne, pese a su inicial incredulidad, la implicación absoluta de Estados Unidos en el golpe militar y en la terrible represión posterior. Este producto de la industria norteamericana nos aporta poco al conocimiento factual de lo ocurrido en los días previos y posteriores al golpe militar, pero tiene mucho interés porque nos muestra la mirada norteamericana de buena parte de los personajes y como estos perciben y reflejan los sucesos de Chile.
Los más provechosos son, en nuestra opinión, los DSV comprendidos en una tercera categoría: aquellos que sirven para el análisis del hecho o del proceso histórico sobre el que versan, y pasan a ser, también, del mayor interés para profundizar en el análisis de la sociedad que los ha producido. Pensemos en el mítico documental La batalla de Chile (Patricio Guzmán, 1973-1979). El film, cuyo título completo es La batalla de Chile, la lucha de un pueblo sin armas, presenta tres partes. La primera, titulada «La insurrección de la burguesía» (100 min.), la segunda «El golpe de Estado» (90 min.), y la tercera «El poder popular» (82 min.). Se trata de un documental histórico que es considerado uno de los más influyentes de la historia del cine documental. Distribuido en treinta y cinco países, no es una película de archivo, sino un documento filmado en el momento mismo de producirse los hechos. La copia original salió de forma rocambolesca y clandestina de Chile y el montaje se realizó gracias a la colaboración del Instituto de Cinematografía Cubano (ICAI). En 1974, el cámara que rodó junto a Patricio Guzmán, Jorge Müller, y su compañera Carmen Bueno fueron secuestrados por la DINA, la policía política del régimen militar, y hasta hoy figuran en la lista de desaparecidos. La batalla de Chile, sorprendente y dolorosamente, ha sufrido la censura en el país andino, fue estrenada de manera casi vergonzante a finales del siglo pasado y nunca ha sido emitida por la televisión pública.²⁸
Patricio Guzmán sabe que su cine está atravesado por el pasado y la memoria, y sabe que esta larguísima película sigue manteniéndose vigente. Preguntado sobre esta buena salud del histórico documental en Buenos Aires en abril del 2011, al presentar su última película Nostalgia de la luz, Guzmán respondió que puede deberse, quizá,
a que está bien estructurada; porque le doy la palabra a los adversarios de Allende, lo que le da más credibilidad; y porque es la primera película que retrata día a día un proceso social en América Latina. Eso no se había hecho antes, y quizá eso le haya dado tanta vida. Acaba de salir un DVD en Nueva York y sigue funcionando; hay DVD en Bélgica, en Suiza, en Francia y en Chile. Cuando la hice creí que iba a ser una película muy aburrida, que no concernía más que a los chilenos, pero estaba demasiado cerca.²⁹
La batalla de Chile, la lucha de un pueblo sin armas es un film-documento rodado durante los años del Gobierno de Salvador Allende, claramente alineado con las propuestas políticas de la Unidad Popular. Es para nosotros un DSV que ofrece la tercera de las posibilidades a las que nos hemos referido anteriormente: nos permite profundizar en el análisis y la comprensión del Chile del periodo 1970-1973, tanto por el interés de las imágenes (auténticos documentos filmados) como por el discurso de la voz en off, claramente identificado con la experiencia política de la UP y radicalmente enfrentado a aquellos grupos políticos y ciudadanos que, el 11 de septiembre de 1973, propiciarían y/o apoyarían el golpe militar.
Establecida esta triple posibilidad respecto a los DSV, debemos posicionarnos en cuanto al estatuto epistemológico que les asignamos en su consideración de fuente histórica. Quienes han negado, con mayor o menor vehemencia, que los DSV merezcan la consideración de fuente (las descalificaciones basadas en criterios positivistas, que se agotan en la exclusividad de los archivos como proveedores de primera materia para el historiador, o las que son producto de las concepciones exclusivamente corporativistas de los historiadores, no nos interesan), argumentan fundamentalmente en un doble plano. En primer lugar, tropezamos con una crítica que, en la línea que enunciara en la década de los treinta el historiador norteamericano Louis Gottschalk en su queja remitida a la Metro Goldwyn Mayer, entiende que los cineastas distorsionan, trivializan, olvidan y desprecian no solo la historiografía, la H2 de Kragh, cuando les conviene –casi siempre–, sino que además han alcanzado a la propia H1, que se ha visto así afectada por aquella línea de actuación. La anécdota de Gottschalk, referida por Rosenstone, es aún más jugosa: se quejaba el profesor norteamericano en 1935 y, al tiempo, exigía que ningún film histórico fuera exhibido sin haber obtenido el visto bueno de un «historiador de valía».³⁰ El episodio, sabroso como pocos sobre la materia, no autoriza, sin embargo, a Rosenstone a emitir un juicio de la rotundidad de aquel en el que afirma: «Seamos francos y admitámoslo: los filmes históricos molestan y preocupan a los historiadores profesionales». Dicho esto en 1997, casi tres lustros después debemos rebajar la rotundidad de la afirmación. Entendemos que «molestan y preocupan» tan solo en la medida que se nos quieran presentar como realidad histórica, en un plano de igualdad con el discurso interpretativo y abierto a la disensión y a la crítica que es propio del historiador. Coincidimos con Sand en que la desconfianza que en algunos historiadores despiertan los cineastas que se atreven a reconstruir el pasado en sus películas «no es sino el fruto de la condescendencia del artesano profesional hacia el aficionado que invade su