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Miserias del reloj
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Libro electrónico116 páginas1 hora

Miserias del reloj

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El tiempo, que daña o reconcilia, dilata las experiencias que centran estos cuentos: miserias del reloj, o de quienes, seres humanos al fin, no logran más que sentirse a merced de la vida, en su goce o padecer. Cada elección de estos personajes, que expresan, además, la posibilidad de que seamos cualquiera de nosotros, conduce a un final del que el autor nos brinda atisbos y claves con maestría.
IdiomaEspañol
EditorialRUTH
Fecha de lanzamiento30 dic 2023
ISBN9789591113382
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    Miserias del reloj - Alberto Guerra Naranjo

    Siete variaciones y un tema convencional

    Uno

    El reportero Velázquez estaba muerto de sueño. La noche anterior la había pasado con un par de putas. Ahora, su vida era un bostezo interminable. Bajó del taxi con la mano en la boca, pidió al chofer que lo esperara, y en la calle, sobre un charco de sangre, advirtió el cadáver. Antes de tomar las fotos de rigor, saludó al capitán, miró a los policías, a sus ametralladoras Thompson acabadas de usar, sacó un lápiz, una agenda y anotó:

    Eladio Delgado.

    Periodista.

    Enfrentamiento.

    Patrullas.

    Capitán.

    Velázquez guardó sus apuntes, volvió a bostezar, esas putas me dejaron muerto, se dijo, tomó la cámara y le pidió permiso al capitán. Después de un fuego cruzado, inexplicable, desigual, ya se podían tomar ciertas fotos. Había un charco de sangre, olor a mierda, casquillos de balas, orificios en el cuerpo, orificios en los muros de la residencia, policías con ametralladoras Thompson cerca de las patrullas, otros periodistas que llegaban, algún curioso y cierto comentario.

    Velázquez preparó la cámara. En la primera foto incluyó a las patrullas y a los policías; la segunda la dedicó al cuerpo agujereado; la tercera la detuvo en el rostro. Eladio Delgado, cará, estos cabrones te echaron balas hasta por gusto, se dijo. Entonces, guiado por su experiencia en la crónica roja, fue hasta su maletín, sacó un periódico, volvió a donde estaba el cadáver, bostezó una vez más, contuvo la respiración, se vio los zapatos de dos tonos embarrados de sangre, maldijo, abrió la hoja con cierto cuidado, se inclinó y le cubrió el rostro.

    —La juventud está perdida —dijo, ladeando la cabeza.

    —Perdida es mierda, Velázquez —dijo el capitán.

    —El tipo no era mal periodista. Eso es lo triste.

    —Ya usted lo dijo, Velázquez, «no era mal periodista». —El capitán se echó la gorra hacia atrás, luego enseñó los dientes—. Estos tipos no son como usted; se creen dueños del mundo, precisamente porque son periodistas. Lo cuestionan todo, lo critican todo. Eladio Delgado jodía mucho, él solito se lo buscó.

    —¿Sabe una cosa, capitán? —el reportero, antes de acercarse, advirtió que la Thompson apuntaba hacia abajo.

    —¿Qué, Velázquez?

    —Eladio no era un comemierda. No me explico por qué viró a batirse con ustedes. Ya había entrado en la residencia. Saltando el muro de atrás ganaba la otra calle sin problemas.

    —Eso mismo digo yo, Velázquez. Pudo escapar sin problemas, nosotros no sabíamos dónde estaba.

    —Estos tipos a veces son románticos, capitán.

    —Comemierda es lo que son, Velázquez. Arriba, muchachos, que nos vamos.

    Los policías obedecieron la orden, las tres patrullas encendieron sus motores, y el reportero Velázquez, a punto del bostezo otra vez, recordó al par de putas de la noche anterior, y vio perderse las patrullas calle abajo.

    Dos

    Qué raro, pensó Velázquez. Con tiempo suficiente para escapar, el periodista Eladio Delgado, que no era un comemierda, prefirió terminar de esa forma. Muy raro, se dijo el capitán en el carro patrullero. Demasiado raro, pensó Velázquez mirando la sangre en sus zapatos de dos tonos. Mañana aparecería en la prensa que ese revoltoso había muerto en una pesquisa policial, cuando no era totalmente cierto. Velázquez sacó la agenda del maletín, tomó el lápiz y escribió:

    Enigma.

    Pistola.

    Residencia.

    Dueño de vacaciones.

    Luego, incluida la cámara, guardó sus instrumentos de viejo reportero, volvió a mirar el cuerpo en la calle, y caminó hacia el taxi, pensando que aquello estaba raro. El capitán ordenó detener su patrulla frente a un bar. Como siempre, las otras continuaron, y él las vio perderse en la esquina. Después de tanta bala, se dijo, vienen muy bien unos tragos. En el taxi, Velázquez acomodó el maletín, se ajustó el sombrero, miró a los colegas de otros periódicos, Nos vamos, le dijo al chofer, y cerró los ojos. Eladio Delgado, pudiendo escapar por el fondo, terminaba de mártir, pensó. Resultaba bueno hasta con ese final. Prefirió el intercambio con las patrullas. Qué raro. La respuesta para aquella interrogante estaba allí, en la calle, sobre la sangre del tipo. Algo pasó allá dentro. De lo contrario, no tiene sentido que haya escalado la cerca de esa residencia, se dijo Velázquez.

    —Claro que no tiene sentido —se dijo el capitán frente a la barra.

    —¿Lo de siempre, Capitán? —preguntó muy servil el camarero.

    —Ningún sentido —repitió Velázquez subiendo la escalera de la casa de huéspedes.

    —Lo de siempre.

    Tres

    Eladio Delgado había saltado al interior de aquella residencia. También había perdido el equilibrio; en su caída terminó afectándose un pie. Eso estaba claro para el propio Velázquez, quien bostezó amplio en su cuarto de la casa de huéspedes. Luego, colocó el maletín en el suelo, se sentó en la cama y contempló la mesa repleta de papeles, una botella de ron a medio terminar, el vaso, la taza con restos de café, un plato de arroz con frijoles bien secos, la vieja Remington con hoja dispuesta en el rodillo, el cenicero repleto. Cada vez que me acuesto con una criada, después no viene a trabajar, se dijo.

    Eladio jodía mucho, carajo. Al capitán, la imagen del hombre cojeando con pistola hacia los patrulleros, no se le borraba con unos cuantos tragos.

    —Dame acá eso.

    —Como usted diga, mi capitán.

    El camarero, nervioso, acercó la Bacardí, y el capitán, en el espejo, vio a un tipo muy solo que enseñaba los dientes mientras se repletaba el vaso. Eladio Delgado, puro mártir, cará, se dijo el reportero Velázquez. Recostado en la cama, pero aún sin quitarse las ropas, no lograba olvidar esa noticia. La cerca era burguesamente alta, difícil de escalar, pero Eladio había logrado subirla. En el pie traía un vendaje reciente. Velázquez lo descubrió mientras tiraba las fotos de rigor. Luego, al ponerle el ­periódico en el rostro, pudo cerciorarse, aquel era un vendaje apurado. Eladio se lastimó el tobillo, y fue cojeando hasta la residencia. El dolor debe haberle ganado la pierna, en la caída la pistola habría quedado lejos. Arrastrándose, tanteando, escudriñando en aquella oscuridad, llegó a recuperarla. Coño, se me ha quitado el sueño, voy a colar café, pensó Velázquez.

    —Aquí tiene, Capitán.

    El camarero trajo una taza humeante con café. Su sonrisita daba lástima. El capitán prefirió mirar hacia el espejo. No era mal sitio este bar, se dijo. Cuando se retirara podría ser dueño de alguno. Pondría un espejo como ese, con todas las botellas anunciándose, la típica victrola, putas revoloteantes, mucha música. Aunque no me gustan las putas, pensó. No era casual que allí no hubiera ninguna. Cuando lo veían aparecer optaban por perderse. El capitán, con la taza de café en una mano, volvió a pensar en Eladio Delgado. Recordó la manera en que le entraron las balas, el indiscreto tableteo de las Thompson, el cuerpo repleto de agujeros, la ridícula manera en que cayó.

    Velázquez, frente a la hornilla, lanzó otro bostezo. El agua de la cazuela estaba a punto de ebullir, debía tener cuidado, no era diestro en asuntos de café. Sobre todo, en el momento de verter polvo en el colador, agua hirviendo para que cayera colada en el jarrito, azúcar. No obstante, como si fuera experto, tarareó feliz,

    En Prado y Neptuno,

    papámpam,

    había una chiquita,

    papámpam,

    que todos los hombreees,

    la tenían que miraaar, y recordó las putas. Tremendas putas.

    Lo dejaron muerto, la semana entrante volvería. Velázquez se imaginó en la silla, revivió los muslos con medias estilo can can, ciertos lengüetazos, senos despampanantes bajo corpiños apretados, gemidos lánguidos, amarre excitador de sus manos en la parte de atrás. Tremendas putas, se dijo, y derramó el café. Siempre terminaba derramando el café.

    Eladio Delgado, con el cabo de la pistola, rompió el cristal de una puerta secundaria. Menos mal que no hay perros, pensó. Sin contratiempos avanzó cojeando al interior. Aún se sentían las sirenas, necesitaba algún trapo, vendarse el tobillo, luego saltar por el muro del fondo. Nada más. Subió las escaleras, intuyó cuadros a medida que avanzaba, llegó a los dormitorios, entró en el primero. El capitán los estaba cazando como a palomitas tristes, se dijo. Eso fue un chivatazo.

    Un buen chivatazo, gritó el capitán frente al espejo del bar. Cuatro buenos bofetones y un tipo le dio a la lengua enseguida, pensó Velázquez, con el vaso de café en una mano, el cigarro en la otra y la vista en la ventana. Entraban confiados al edificio, recordó el capitán antes de empinarse el último trago. Esta ciudad está llena de soplones, se dijo Eladio, mientras revisaba las gavetas. La vecina de enfrente, desde el balcón, les iba haciendo señas, ese sí, ese no, en dependencia de levantar el pañuelo, pensó Velázquez. Cogimos a Martha Téllez, a Crescencio Luna y al resto del grupo, recordó el capitán. Muchachitos peligrosos, que se van a podrir en la cárcel, se dijo Velázquez. El único que se nos escapó fue Eladio Delgado, y mira el final que tuvo, gritó el capitán. Entonces, el camarero sintió pánico, miró la Bacardí

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