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Parranda o dentro del fuego
Parranda o dentro del fuego
Parranda o dentro del fuego
Libro electrónico246 páginas3 horas

Parranda o dentro del fuego

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Rafael, al que todos llaman Felo, regresa a su pueblo de origen para asistir a las fiestas tradicionales de este, que tienen lugar los últimos días del año, hasta el amanecer del día primero. Allí se reunirá con los amigos de toda la vida, que han tomado diferentes caminos y comenzarán las travesuras por toda la fiesta. La complejidad de las relaciones humanas, el amor recurrente y su trascendía en el tiempo; la alegría de vivir, la amistad y los conflictos espirituales del hombre, agudizados por un siniestro fortuito que podría destruir el pueblo, en el que los personajes se ven involucrados. Enmarcado en un escenario que las dificultades económicas y sociales generan divergencias políticas, donde no están permitidas, amenazan la amistad de estos a través de la injerencia de los poderes del estado en la vida de las personas, esta vez persiguen a Rafael. La solución de los conflictos y el monólogo interior en la revisión del donde se desarrolla la historia, la fuerza del pasado en la construcción del presente y la visión del tiempo laten al compás de la trama. Una historia de ficción donde ningún personaje es real. Estas fiestas existen, en muchos pueblos, como un fenómeno cultural arraigado, en una isla que flota en el mar, a la deriva y perdida en el tiempo. La forma de vivir, las tradiciones y la manera de actuar en las relaciones sociales presentes en la obra son reales y vivas también.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento6 nov 2023
ISBN9788411816342
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    Parranda o dentro del fuego - Miguel Ángel Torres Abreu

    1500.jpg

    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Miguel Ángel Torres Abreu

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz Céspedes

    Diseño de portada: Rubén García

    Supervisión de corrección: Ana Castañeda

    ISBN: 978-84-1181-634-2

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    .

    1. ¡Mirad cuán bueno y cuán delicioso es

    habitar los hermanos juntos en armonía!

    2. Es como el buen óleo sobre la cabeza,

    el cual desciende sobre la barba,

    la barba de Aarón,

    y baja hasta el borde de sus vestiduras;

    3. como el rocío de Hermón,

    que desciende sobre los montes de Sion;

    porque allí envía Jehová bendición

    y vida eterna.

    Veritate sola nobis imponetur virilis toga.

    Capítulo 1

    Breves campanadas de sufrimiento metálico llegaban desde la iglesia. Él, con sus manos esposadas y custodiado por dos agentes, las sentía como un susurro del tiempo. Los feligreses apuraban su paso para entregarse a la palabra divina, como siempre hacían. Ahora, a su viejo mundo le faltaba un pedazo, pero la gente seguía viviendo como si nada. Sus pensamientos comenzaron a volar cual hojas en el viento, balanceados al compás de su respiración y el olor a madera en tizones. El pueblo había ardido tanto que estaba herido en sus mismas entrañas y hoy es un domingo cualquiera, aunque sea el primer día del año.

    «Los pueblos y sus gentes se separan y ellas creen que se van, pero quedan dando vueltas en espirales sobre él. Yo tengo este. Siempre he pertenecido a él, mi cuerpo ha estado en muchos lados, pero mi corazón, de raíz pivotante, siempre ha quedado encajado en esta tierra. Y esta tierra, a veces bien negra, a veces bien roja, como se dice aquí, colora», pensaba con su vista hiriendo el azul del cielo mañanero a través de los gajos secos de un inmenso eucalipto que se dibujaba junto a la torre de la iglesia, frente al parque, imaginando cómo se podía sentir este atravesado por ellos, con esa mágica silueta que regala el intelecto aprisionado en las garras, con las alas abiertas a la libertad. Se introdujo por esa brecha en la bóveda celeste y cayó en las inmensas aguas de la memoria que transitan grandes espacios temporales en segundos de existencias. Ahora, construye el pasado desde el presente, hilvanando uno por uno los recuerdos, uniendo como ladrillos macerados los sucesos para resultar en el estado de cosas que retenía el cuerpo.

    «Me acuerdo bien: una capa gruesa de vegetal donde se daban los frutos, tan naturales como en el edén; naranjas inmensas verde oscuro cuando estaban movidas y, luego, aclarando, tornándose en un amarillo tarde, como soles prendidos y vivos, dulces, aaah… Eran blancas, chinas, cajelas y grifos. Las mandarinas eran escasas y pequeñas. Todo, en su época. Llegaban los mangos, tremendos; aquellas mangas blancas, con ese olor que desprendían… Recuerdo los de chupar. Los batías como esponjas contra el tronco de la mata o un gajo, si estabas subido en ella, y sentías como el jugo se libraba y se tornaba un cuerpo flácido. Luego, una mordida pequeña que dejaba salir jugo como agua. Apretabas y apretabas hasta agotarse. Después, la semilla, llena de pelos, y tu boca parecía una rubia, todos los pelos entre los dientes. Qué incomodidad, pero venía el siguiente y otro más. Como la época del mango es en verano, con calor y aguaceros, no podía faltar esa incómoda criatura, la guasasa. Nunca he podido saber su nombre científico o, mejor, no lo busqué. Nos incomodaba en los ojos y la boca. La mosca, con su impertinencia, te seguía también. Es una verdadera bendición que el tronco tenga un agujero y esté lleno de agua. Ahí, fresca, limpia y clara, tiraba de ti todo el residuo de la fruta. De nuevo, limpio. Las guayabas, carambolas, aguacates… todo te colmaba de felicidad. Las papayas se estiraban hacia arriba y competían con los arboles más copiosos, hasta que caían maduras de su tronco y se estrellaban en el suelo como bombas aromáticas tropicales. El olor que despedían algunas de ellas era tan ambiguo que podía confundirse indefinidamente, saltaba de delicioso a repugnante. Pretender adivinar a cuál pertenecía no era tarea fácil. Las frutas eran gratis en aquellos tiempos. Las personas nunca vendían toda aquella variedad de frutas, pues eran tantas que, más que el valor que pudiera generar su venta, lo importante era el alivio por no sentir el ambiente rebosar de sus olores putrefactos. Esta circunstancia, unida a la buena voluntad pueblerina, es lo que hacía que fueran regaladas. Muchos años después, hemos experimentado nostalgia de aquella agradable sensación de recibir esa muestra de verdadera solidaridad, vinculada a la cantidad y abundancia de las cosechas, en comparación con las ridículas cantidades de hoy y el momento en que son recogidas, puesto que no experimentan una maduración completa y fisiológica.

    Es increíble cómo en esa tierra tan firme se dan tantos frutos y el verde tan intenso que alumbran. Regresas innumerables veces y nunca reprimes la sensación de libertad al ver todo verde. Si intentas profundizar en la tierra, encuentras una mezcla de piedra y tierra calcárea, cuyo nombre, cascajo, es muy criollo. Dependiendo del lugar, la piedra del manto aparece ya a los dos metros y, luego, si decides avanzar, es a martillo y cincel, más bien mandarria, y el paso se hace lento.

    Su ubicación en una loma puede que sea lo que determine las características de este suelo, medio ladeado, o quizás el hecho de que haya crecido un poco lo hace alcanzar la cima en una de sus partes para descender a un área casi plana. Protegido de los vientos alisios por una colina en forma de barra, de vegetación tupida, en su parte más alta es coronado por una antena en forma de torre. Nunca nadie supo su uso y tampoco creo que le interesé a nadie. Solo sé que, cuando subes a ella, todo se ve diminuto y tu vista parece acariciar el mar, como si se tratara de una postal a tamaño real y con sensación carnal. Si miras al otro lado, el pueblo está a tus pies, como un juego de niños, y aprecias su vetusta belleza desde la distancia, sumido en verde mar de caña de azúcar. Creo que es una imagen isleña la que mantiene este pueblo, pues, cuando subes a una colina, encuentras en el fondo de la vista el mar. Al estar fuera, cuando intento alcanzar una colina, siempre imagino que voy a encontrar el mar y la decepción al no encontrarlo te hace sentir que es real: estás lejos. A tus espaldas, el horizonte terreno, en todas sus variedades. Desde allí, puedes ver el pueblo, perfectamente rectangular, con todas sus cuadras bien organizadas, estructurado, dividido en su centro por una franja libre de casas que recuerda lo que fue una línea de ferrocarril y una zanja, columna vertebral de su drenaje pluvial. En el centro, los árboles dueños son. Tal parece que miras un bosque: ceibas, álamos, cedros, frutales y las cercas, sostenidas por hermosos troncos de bien vestidos, que tiraban sus ramas casi verticales al cielo y engordaban su parte de arriba asemejando una cabeza, consecuencia de la poda anual que recibían para recomponer las cercas. Muchos vendían esos postes, los cuales basaban su valor en lo fácil de prender y su capacidad de subsistencia, unido al verdor de sus hojas y sus flores, que en primavera sirven para la formación de miel, con su sabor característico. A causa de esto, su tronco se vuelve grueso y todos lo llamaban madre de bien vestido.

    Su efectividad en la reproducción competía con los ciruelos, que tienen las mismas capacidades y, además, dan unos frutos jugosos y dulces. Las ciruelas amarrillas, más comunes, son muy dulces, pero adquirían gusanos muy rápidamente. Por tanto, las más codiciadas eran las rojas, además de ser apreciadas por su hermosura al madurar. Algunas cercas de separación entre casas estaban hechas de una planta que llamaban galán de noche. Yo no puedo definir bien su nombre, pero era una planta de hojas largas, tipo penachos verdes, y tronco fino, único o bifurcado, que asemejaba una caña. Se sembraban muy juntos unos de otros, de forma que se constituían en una enorme y gruesa muralla verde. Lo más singular es que, en los tiempos de verano, florece y despide perfume, pero solo al ocultarse el sol, haciendo que las noches de verano queden eternas en la memoria. No es por casualidad que se abran en verano, diría yo, y por las noches, pues la naturaleza, en manos de Dios, es sabia y permite que, pese al calor, las personas se motiven y salgan a caminar por el pueblo. En las noches que estoy intentando recrear, esos olores llegaban como una sinfonía a la nariz, siendo esta la fragancia dominante y quedando en el fondo la de los rosales y azahares.

    La humedad acompañaba, en ocasiones, como rompedora de la armonía y algún que otro aroma de estiércol se unía al conjunto, sin prestar atención a las aguas albañales de las zanjas de drenaje que cruzaban el pueblo. Al salir a caminar, las personas sudan; luego, cuando sopla la brisa nocturna, el sudor se seca en el cuerpo y lo torna frío y algo pegajoso, pero sentir esa humedad fresca genera una sensación térmica de bienestar y, si el paseo es acompañado por una buena conversación, interrumpida de vez en vez por un saludo a los conocidos, que en un lugar como este se hace imposible no conocer a todos, el regreso a la cama se traduce en un sueño de regeneración total, capaz de poner al ser en sincronía con el universo».

    Una sonrisa pobló su rostro, que pareció dejarse llevar por la idea del descanso, la calma y la paz. Sin embargo, sintió un golpe fuerte que lo trajo de vuelta.

    —Oiga, ¿de qué se ríe usted? Prohibido el intercambio con ciudadanos en el exterior.

    Parecía que el inquisidor no sabía viajar por su interior ni conocía esa variante de la libertad, única posible aquí.

    Levantó la vista con parsimonioso ademán y volvió a sonreír con ironía rebosante, que no fue percibida con pragmática interpretación por el militar —consecuencia de la arrogancia propia de quien cree tener el control—, que solo vio sumisión. Luego, dejó caer su mirada al vacío y siguió su viaje…

    Capítulo 2

    «Las zanjas… Hace un rato pensé en ellas… ¿Y por qué coño me acuerdo de ellas a esta hora?», me dije, «Bueno, será porque, en cualquier lección de historia, los pueblos se forman en las márgenes de los ríos». Este se formó en los de una zanja y una línea de ferrocarril; es por eso por lo que, al observarlo desde arriba, parece estar divido en dos. Comenzó a desarrollar sus estructuras deglutiendo poco a poco ese mar verde de caña de azúcar que lo rodea. Mucho tiempo duró ese mar. Las personas vivían a la orilla de los cañaverales como en una costa. Era simpático recuerdo que muchas personas de mi infancia nunca perdieron la costumbre de usar estos campos también para hacer sus necesidades biológicas. Mira que el cañaveral aportaba cosas, escondrijo para el amor, desayuno, merienda y todo lo que fueras capaz de imaginar. Hoy no sé por dónde anda ese mar y la distancia a la que está del pueblo. Aaah… la línea del ferrocarril… Me había perdido. Con el desarrollo azucarero fueron apareciendo ramales, líneas principales que comunicaban entre sí plantaciones, pueblos e ingenios azucareros y todo tipo de movimientos y la vida fluía en pos de esto. Entonces, apareció la necesidad de abastecer locomotoras a vapor de agua y nuestro símbolo de entonces se construyó.

    Un enorme pozo de cuatro metros de ancho y unos sesenta metros de profundidad fue cavado a mano, una verdadera obra de la ingeniería hidráulica, cuya agua era fresca y limpia. Estaba bien reforzado con carriles de línea y zapateado en toda la parte blanda con piedras de su propio lugar, con una escalera que podías descender formando descansos hasta llegar a cuatro niveles de unos dos metros cada uno.

    Dicen que, al quitar una piedra, brotó el agua con una fuerza que los trabajadores tuvieron que salir sin apenas recoger sus instrumentos de trabajo y nunca perdió ni un centímetro de agua, por dura que fuera la sequía. Por supuesto, el depósito no se hizo esperar. El arte herrero apareció y se construyeron dos enormes tanques de hierro, cuyas chapas estaban unidas por remaches gruesos y daban la impresión de que el hierro estaba perfectamente cosido por un sastre. Nadie habló de si estos tanques crecieron en su lugar o fueron hechos en la tierra e izados. Esa palabra no pasó y, como muchas otras cosas, quedó como un hecho olvidado para constituirse en un secreto, como la misma construcción de las pirámides.

    Estos son inmensos; majestuosos, diría. Los recuerdo con el color del hierro oxidado, viejos, fuertes, imperecederos, viendo juntarse y pasar generaciones. ¿En qué año fueron puestos en funcionamiento? Ni se sabe. Quizás sea un buen dato para el historiador. Por supuesto, se creó toda una infraestructura para repartir agua, lo que pudiera decirse un acueducto y, como un aparato cardiovascular, fueron creciendo juntos, alrededor de esta placenta metálica. Además, para cumplir su función de abastecer agua a las locomotoras a vapor, se hizo un enorme dispositivo como cuello de cisne que dejaba pasar el líquido en enorme caudal hasta su destino, el vientre metálico de las locomotoras.

    Recuerdos muy vagos llegan a mí. Diría que el momento de abastecer era alegre. El bicho de hierro pitaba, estremecía al pueblo, solo se comparaba con el del ingenio azucarero, que estaba próximo. Se acercaba el operario y movía aquel extraño dispositivo dejando salir el líquido. Casi siempre, este momento era acompañado de pueblo, mayormente niños, desocupados y curiosos. Diría que este dispositivo era fuerte, hermoso y, a la vez, con una sensualidad en la que el estrógeno parecía respirar y daba la impresión de enamorar al cielo, al sol del amanecer o quizás al viento, creando una visión anexa a los tanques que dominaba el horizonte.

    Una vez, con la travesura del niño, me aventuré al interior de los tanques. Lo más que recuerdo no fue el susto de verme atrapado en mi travesura, sino que, al ver el inmenso interior, quedé prendido de ellos para siempre. Era un enorme salón de mar oscuro y, en su techo, de zinc. Ya en aquella época, dormían todo tipo de aves, que cagaban y tiraban sus desperdicios para adentro, pero el agua siempre salía limpia. Y las personas eran capaces de beberla, sin que para ello existiera ningún tipo de control. En mis pensamientos maliciosos, al ver a las personas llenar vasijas, reía disfrutando mi execrable conocimiento.

    Estos enormes tanques se divisaban desde cualquier punto del pueblo y se veían gigantes en el horizonte. Creo que, después de mucho tiempo, la sintaxis del idioma le dio nombre al pueblo. En su inicio, le decían Dos Tanques, pero no se puede decir a partir de cuándo comenzaron a decirle Bitanquia y así quedó hasta los días de hoy en muchos subconscientes, a pesar de cambiar su nombre, para relacionar los hechos de la fundación al rico hacendado y sus visiones de empresario poderoso, quedando uno de sus apellidos como epíteto de él. Esto no es motivo hoy de mis pensamientos, pero están estrechamente relacionados con los orígenes del pueblo, que fueron meramente movidos por el negocio y el comercio de la época.

    Capítulo 3

    Así, este pueblo se fue dibujando en la tierra y aparecieron casas altas de madera, de pino tea —no sé si es una denominación correcta, pero crecimos con ella y hasta se utilizaba para adjetivar cualquier cosa dura—, de teja criolla y con enormes portales. Recuerdo que podías recorrer el pueblo entero sin que el sol o la lluvia te tocasen. Su piso, hecho de piedras lisas y unidas como rompecabezas, limpio al amanecer y al atardecer, a toda hora. Sus amplias y anchas calles emitían una sensación de espacio, como si aquellos primeros habitantes supieran lo importante que es esa magnitud para el hombre.

    El parque, en mi opinión, es un punto geográfico importante, pues, más allá de cualquier otro lugar, albergó generaciones y creo que aún lo hace, pues cada persona de este lugar tiene un recuerdo en ese espacio. La geometría ocupó una posición mental importante en el pensamiento estético de los fundadores. El parque es perfectamente cuadrado, con líneas de paseos que lo atraviesan en cruz para converger en un centro redondo que, a su vez, tiene otro paseo circular ancho y de dos vías, del que, en su momento, recordaré cuáles fueron sus usos. Todo ello estaba alumbrado con lámparas antiguas que dibujaban su estructura. Resultaba espacioso, con césped bien cuidado y todo cubierto por grandes framboyanes que, según la época del año, eran rojos o verdes y cuya sombra era vida. Decir algo más sería deslucir el sentimiento que inspiran al recordarlos. Y míralo ahora…

    Bancos de granito blanco con salpicaduras negras poblaban el parque en toda su extensión. En aquellos tiempos, era difícil alcanzar a sentarse en ellos, salvo en las noches, pues durante el día daban descanso, intimidad o soledad, según fuera la necesidad o el deseo de quien los ocupara.

    En el centro del parque, donde debía haber una glorieta, se colocó la estatua de una madre con su bebé en brazos que simbolizaba el amor maternal, obra de una famosa escultora, dicen, pero no fue esto

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