La mujer que barría el desierto
Por Jorge Gundemar
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Jorge Gundemar
Jorge Gundemar (Lima, Perú, 1951). Ha estudiado Filología Hispánica en España y, actualmente, reside en Zaragoza. Como viajero, ha recorrido Europa, América y parte de Asia, en la búsqueda de historias que después ha utilizado para construir sus diferentes obras. Ha publicado tanto ensayos académicos, como textos de ficción, sobre todo, novelas, en la cuales establece siempre vínculos entre la Historia y la fantasía.
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La mujer que barría el desierto - Jorge Gundemar
I
Mi abuelo es alto y flaco como una farola. Tiene un bigote blanco que se frota con el dedo cuando está nervioso. Uhmmm, dice y sus cejas se juntan tanto que le aparece otro bigote encima de los ojos. Y entonces, yo ya sé, hay que salir pitando porque si no...
Cuando duerme, silba y ronca como un oso en una caverna y toda la habitación retumba. Hasta las ventanas.
Mi abuelo siempre dice que nació en ese lugar lejano y misterioso que antes se conocía como la zona tórrida. Lleno de plantas y bestias nunca vistas. Con desiertos malditos, montañas descomunales que parecen raspar el cielo y quitarle agua a las nubes y selvas tan misteriosas y mortales como una sirena. Él dice que allá, donde él nació, incluso muchos exploradores murieron persiguiendo las riquezas de una ciudad entera de oro.
Mi mamá y mi papá también son de allí.
Yo, en cambio, nací aquí, en Madrid. Mientras el abuelo vivía todavía en su casa, hablábamos siempre de allá. Pero desde que vino, dejamos de hacerlo. «¿Por qué ya ni siquiera dicen el nombre de nuestra patria?», se queja siempre. «La tierra es tu casa, caramba y no hay que olvidarla», se enfada y junta mucho las cejas. Pero, bueno, eso fue al prinicipio. Ahora ya no tanto.
Otra cosa importante de mi abuelo es que no le gusta correr. Tampoco saltar. Eso sí, le agrada dibujar en la tierra. A veces, después del cole, cuando vamos al parque y empiezo a jugar, veo cómo él se sienta en la banca y hace pájaros, monos y arañas en la arena. El mono es su favorito. Apenas tiene una ramita, se sienta y zás, ya está, ese animal largo y flaco con la cola enrollada.
—El simio más grande del planeta —dice.
—Te equivocas —le corregí la primera vez que vi su garabato—. Es King Kong.
—¿Y qué tiene que ver el ping-pong aquí?
Ah, claro, también es muy sordo. Por eso hay que hablarle muy alto hasta que entiende. Aunque, eso sí, no le gusta que