Cuentos de medianoche parte I: Cuentos de medianoche, #1
Por Rubin
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En las sombras de la noche, cuando la luna arroja su pálida luz sobre el mundo, los misterios más oscuros y aterradores cobran vida. Cuentos de medianoche es una antología magistral que reúne más de 100 cuentos de terror procedentes de todas partes del mundo, una colección que te llevará a explorar los rincones más escalofriantes de la mente humana y más allá.
Cada relato es una puerta hacia lo desconocido, donde el lector se enfrentará a lo incomprensible y lo inimaginable. Encontrarás aterradoras casas embrujadas, espectros vengativos, bestias demoníacas, brujas malévolas, y fenómenos paranormales que desafían toda lógica. Cada autor teje historias que te atraparán desde la primera página y te mantendrán en vilo hasta el último suspiro.
Cuentos de medianoche es un viaje a través del horror en su forma más pura y diversa, donde el miedo acecha en cada rincón y lo desconocido se convierte en un compañero constante. Prepárate para enfrentarte a tus peores pesadillas mientras te aventuras en esta oscura antología de cuentos, porque, cuando la medianoche cae, el terror se despierta. ¿Te atreves a abrir sus páginas y desafiar lo desconocido?
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Cuentos de medianoche parte I - Rubin
Prólogo
¿Recuerdan las historias que les leían de pequeños? Esas que los ayudaban a conciliar el sueño. Cuentos para dormir y soñar despiertos. Historias de personajes entrañables, héroes y escenas bucólicas. La cara del mundo que los adultos querían mostrarles. Antítesis del reino de criaturas abyectas y malévolas que habitan las tinieblas. Un mundo de fantasía que cobraba vida en sus cabezas, alimentando ensoñaciones, creando ficciones que proyectaban durante la vigilia. Que transformaban en juegos, que les inspiraban para el futuro, que alentaban ilusiones, metas y deseos.
¿Cuándo los cuentos dejaron de ser el talismán que los llevaba hasta los plácidos brazos de Morfeo? ¿Cuándo perdieron todo sentido las fábulas de la infancia? ¿Cuándo empezaron sus noches en vela?
¿Recuerdan el momento en que ese mundo se desvaneció? El instante en que las paredes de ese refugio de la realidad se vinieron abajo y los monstruos se cernieron a su alrededor. Ese confuso y abrupto momento en el que al fin procesaron que la imagen que recibieron del mundo era irreal. Que, en cambio, aquello que habían tratado de ocultarles, el miedo, los alcanzaría a pesar de todo. ¿Cómo conjurarlo?
Hay quienes buscan confinar el terror en la platea de un escenario, quienes tratan de encerrarlo en la pantalla de un proyector. Luego estamos los que, armados de pluma y papel, teclado y pantalla, queremos atraparlo en páginas y páginas de pesadillas, cuentos para no dormir.
Con el fin de enclaustrar el mal en esos soportes, artistas y profesionales de todas las épocas han creado obras que persiguen contener el mal, apartarlo de la realidad. Innumerables cajas de Pandora que contienen todo tipo de crímenes, traiciones, supersticiones, entes sobrenaturales. No abran estas páginas si no están dispuestos a enfrentar las calamidades que contienen. Territorio de lo ignoto y marginal, no olvidarán los siguientes cuentos de medianoche.
Eurídice Leal
ÍNDICE
Prólogo
El paradero
Italo Augusto Marchioni García
¡Sácame de aquí!
Italo Augusto Marchioni García
El elegido
Italo Augusto Marchioni García
Bajo la luz
Pablo D. Hiribarren
La casa de las muñecas
Pablo D. Hiribarren
Su otra mitad
Rita Montiel
Carie
Rita Montiel
Soy yo, ¿te acordás?
Rita Montiel
La casa maldita de Allan Poe
Javier Dicenzo
El rostro de la casa
Javier Dicenzo
El espejo de Borges
Javier Dicenzo
Amor a primera vista
Marisa Molina Aranda
La yegua mora
Gabriela Alejandra Medone
La clase
Gabriela Alejandra Medone
Lamia
Gabriela Alejandra Medone
Dos copas y un merlot
Laura Gubbay
Potesne tu (¿puedes tú?)
Cornelio Santos
El ermitaño
Ángel Boccardo
¿Qué era?
Ángel Boccardo
Hogar amargo hogar
María Mercedes Rementería
Entre los árboles
María Mercedes Rementería
Un monstruo de alma negra
Ricardo Francisco Covelli
El bastón de luz eterna
Miguel A. Crespo
El retrato de María Dolores de Marcano
Miguel A. Crespo
La tía
Rafael Ricardo Conde
Vamos a jugar
Giuliana Valentina Simeoni
Misterio en loma hermosa: la clínica y el triturador de cráneos
Jorge Fabián Coronel
Luz de gas (manipulación)
Susana Torres Cabeza
El ansia
Silvia DeVito
Sin fondo
Silvia DeVito
La entrega
Silvia DeVito
Fotografías
Diego Alberto Núñez
El mismo sueño
Diego Alberto Núñez
Premonición
Julia Martínez Congregado
No me gusta la casa de tu abuela
Micol Cuello Veliz
Don Ubaldo
Micol Cuello Veliz
Carne
Lucas Paye
No-noches
Nicolás Menna
El hambre de los incallables
Fer Meza
Él
Bautista Cortegoso
El baño
Bautista Cortegoso
Profundidades
Bautista Cortegoso
Fumigación
Matías Lara De Nicola
El cuarto de Chichi
Lucio R. N.
Servicio de niñera
Lucio R. N.
En lecho ajeno
Lucio R. N.
Vigilada
Jessica Arcari
La cabeza
Rex Lime
Amor criminal
Eurídice Leal
Hola
Eurídice Leal
Rito
Eurídice Leal
El pacto
Miguel Ángel Cordente Triguero
La flor malva
Miguel Ángel Cordente Triguero
La cacería
Miguel Ángel Cordente Triguero
El reloj del destino
Diego Frausto Gete
El Bosque del Lamento
Diego Frausto Gete
La marcha
Eduardo Garbor
¿Qué haces?
Eduardo Garbor
En negativo
Eduardo Garbor
La escuela abandonada
Paula Celeste Arias
Las vías del tren
Paula Celeste Arias
La hondonada
Gonzalo Alfredo Torres
Adversarius
Paulo Cristodero
Matracas estocásticas
Jon Elejabeitia
Culto de sangre
Karina Florencia Conicelli
Necesito un favor
Pedro A. Castagnola
Mi casa
Christian Casas Cassataro
Mirar sin ver
Diana Maxenti
Chilladora
Diana Maxenti
Espera en sala
Diana Maxenti
Ataúd de amor
Luv Osadía
Un hogar es como flor de higuera
Brígido Malagüero
Imágenes futuras
Marcela Fontán Galán
Diario de transformación
Marcela Fontán Galán
Bestial encuentro con la duda
Marcela Fontán Galán
El arte de una asesina
Rafael Ochoa
Más allá de las ruinas
Nicolás Olaya Simioni
El de al lado
Nicolás Olaya Simioni
No
Nicolás Olaya Simioni
Extraño
Hernán Jasek
Bajo la lluvia
Hernán Jasek
Baby, I love you
Hernán Jasek
Hora de trabajar
Enz Strider
Sueños paralelos
Enz Strider
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El guardián del monte
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Entre las sombras
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CUENTOS DE
MEDIANOCHE
PARTE I
ANTOLOGÍA DE CUENTOS DE TERROR
EDITORIAL RUBIN
El paradero
Italo Augusto Marchioni García
21.30 h. Mientras saco las manos de mi bolsillo, el frío se apodera uno a uno de mis dedos. Cierro la puerta de casa y girando la llave recuerdo cuánto odio este turno nocturno. Mientras mis pasos me guían hacia el paradero, recuerdo que tuve ese sueño nuevamente donde una niña sin rostro pero con una gigantesca boca devora mi estómago mientras intento moverme sin lograrlo. ¡Qué pesadilla!
Son las 21.35 y es mi quinto turno de noche. La calle está vacía y una cierta neblina se refleja en el pestañeo del único poste de luz que ilumina el paradero, como si fueran ojos luchando contra la fatiga que sólo puede producir el desgaste del sueño. Sigo caminando con las manos en los bolsillos de mi chaqueta, como empujando mi cuerpo a enfrentar la realidad que se acerca con cada segundo que pasa. Como siempre, el paradero está tenue. Los grafitis acompañan mi camino, siendo los únicos testigos de mi caminar. A mi derecha, las casas van retrocediendo a medida que mi noche avanza; y a mi izquierda, sólo hay una calle vacía y luego un desierto acompañado de algunos árboles y un camino de tierra a medio terminar, ya que aún no está del todo construida la etapa donde vivo desde hace poco. De pronto, un murmullo despierta mis sentidos, obligándome a detenerme.
—Hmrrghhhhh... Hmrrghhhhh...
«¿Qué es eso?», me pregunto mientras mi mente trata de asimilar ese ruido con algo que pudiera haber escuchado antes. Veo la silueta de una mujer sentada en la acera del frente, la oscuridad no quiere revelarme su cara, tornándose en una figura abstracta como si no tuviera rostro. Sus manos cuelgan de sus hombros como sin fuerza ni resistencia alguna, su cabello cae sobre su cara sin rostro, efecto que debe ser debido al cansancio de mis ojos que se esfuerzan por asimilar su silueta. El viento frío parece advertir una especie de peligro, sólo se escucha la nada, ese silencio que te susurra al oído como un hormigueo, ese hormigueo que vive bajo tu almohada cuando no puedes dormir.
—Hmrrghhhhh... Hmrrghhhhh...
Subo la capucha de mi polerón para disimular mi intriga. La luz de ese único poste titila, amenazando con apagarse por completo en cualquier momento. No pasan autos, ya que es domingo y el reloj casi alcanza las 22 h. El frío y el silencio me siguen hablando mientras mi mente trata de asimilar el rostro que cuelga de su cuello, como si el cansancio se hubiera apoderado de sus sentidos.
—Hmrrghhhhh... Hmrrghhhhh...
La luz del poste se rinde ante la oscuridad, sin emitir destello alguno. Mi sombra cobra vida ante las luces del bus que viene llegando, volviendo todo el paisaje a la vida por un momento. Mis ojos casi por inercia buscan a la mujer, sabiendo que las luces delanteras del bus revelarían su cara, y mi mente descubriría que es una persona corriente que esperaba el bus bajo la comodidad de la acera del frente. Pero ya no está... En su lugar, la tierra quedó húmeda y casi logrando un barro blanquecino. Un escalofrío me toma el pelo y lo jala hasta mis talones, dejándome inmóvil ante las puertas del bus que se abren. El chofer asienta su cabeza, otorgándome el permiso de subir. Elijo el mismo asiento de siempre, ese que está detrás de la butaca más alta, ese que me esconde del resto y me permite subir los pies cómodamente.
Unos pasos alertan mis oídos y casi sin querer volteo con la esperanza de descubrir al fin el rostro escondido por la distancia, pero no hay nadie. El pavor que sentí me obligó a examinar el bus completo, buscando al dueño de esos pasos. Fue en vano. Las puertas del bus se abren y el chofer baja a acomodar el cartel del recorrido, sus ojos buenos me devuelven un poco la confianza y se llevan algo de la paranoia que mi mente inventó. «Qué estupidez», me digo a mí mismo. Las puertas del bus se cierran y un quejido escapa desde la voz del chofer, quien tiene medio brazo atrapado en la puerta, tratando de entrar.
—Ayúdame, por fa...glushhhh... gleppp... Kjjjjjjjj
Siento mi corazón queriendo salir del pecho. ¡Se han apagado las luces!, No hay ruido, maldito hormigueo, ¡no sé si es el silencio o la presión del momento lo que me hace escuchar ese hormigueo infernal! «¡Quiero salir de aquí! ¡Ayuda!».
—Hmrrghhhhh... Hmrrghhhhh...
No.... Otra vez ese lamento o susurro...
—Hhhhh... Hmrrghhhhh... Hmrrghhhhh
Algo golpeó fuertemente al bus. La mano ensangrentada del chofer deja una huella blancuzca en mi ventanilla. Mientras se desliza hasta caer por completo, corro hacia la puerta trasera, la zamarreo con todas mis fuerzas, pero es imposible abrirla.
—Hmrrghhhhh... Hmrrghhhhh...
Corro hacia la puerta delantera, pero está tan cerrada como la otra...
—Hmrrghhhhh... Hmrrghhhhh... —Ahora el ruido viene desde adentro del bus...
—Hmrrghhhhh...Hmrrghhhhh...
Mi vista fuerza a mi rostro hacia el último asiento. Encuentro una pasajera de cabellos largos y cabeza caída, manos colgando de sus hombros, rostro sin definir. Las luces del bus titilan y ella ya no está... Una gota de sustancia blanca se resbala por mis cabellos.
—Hmrrghhhhh... Hmrrghhhhh...
Unas manos tomaron mi cabeza....
—Hmrrghhhhh... Hmrrghhhhh... Hmrrghhhhh... Hmrrghhhhh...
¡Sácame de aquí!
Italo Augusto Marchioni García
––––––––
Primera carta enviada desde la penitenciaría de Whales, Inglaterra, el 26 de noviembre de 1890
Amada Elizabeth, heme aquí confinado a esta soledad y contando los ladrillos de esta húmeda y oscura prisión, aún no puedo creer que esté viviendo en estas condiciones. Si bien sólo han pasado dos días desde mi detención, me parece una eternidad y más aún sin tu presencia. No puedo esperar a volver a verte, sé que cuento con tu apoyo. Ese desafortunado accidente me ha puesto aquí, pero los accidentes no deberían ser válidos ante la ley, por eso me aferro a creer que no se encontrará un cuerpo y de esa forma no habrá culpabilidad que castigar... Me traen la comida.
«¡SÁCAME DE AQUÍ!»
Segunda carta enviada desde la penitenciaría de Whales, Inglaterra, el 29 de noviembre de 1890
Amada mía, disculpa no haber podido terminar la última carta, pero solamente me dan unas horas de luz natural, lo que sólo sirve para ver las ratas que se pasean como dueños por su casa. No puedo creer que me vinieras a ver, me devuelves el alma al cuerpo y le das vida a mis sinsabores, acá todo es lamentos y muerte.
Ayer ahorcaron a uno de los presos, podíamos oír los gritos de la multitud, cómo es posible que un ser humano goce con la desgracia de otro. Además, nunca se probó su crimen. Lo hicieron confesar después de cinco noches sin que lo dejaran dormir. TORTURA, no hay otro nombre para eso. ¿Acaso no es también un crimen?, pero claro, quién los culpa a ellos. Sólo nuestro Señor sabrá ser el verdugo de estos bastardos. En fin, gracias por venir a acompañarme, sé que para ti no es fácil esta situación, al igual que para mí, pero cada día que pasa, mi libertad está más cerca. Tengo fe de que nunca hallarán un cuerpo para culparme y no les
quedará más remedio que devolverme a tus brazos, mi amada... «¡SÁCAME DE AQUÍ!»
Tercera carta enviada desde la penitenciaría de Whales, Inglaterra, el 04 de diciembre de 1890
Elizabeth, Una vez más soñé contigo, tan hermosa como siempre, con tu cabellera pelirroja como el fuego que arde dentro de mí cada vez que te pienso. El sueño fue tan real como el putrefacto hedor que habita en estas cloacas. Juro que podía tocarte. Como siempre silente y perpetua, como el final de una tempestad o la llegada del alba. Pero ya falta poco para que estemos juntos, ya que, sin cuerpo, no hay delito.
«¡SÁCAME DE AQUÍ!»
Diario del carcelario Ward, 29 de noviembre de 1890
La volví a escuchar... Tan claro como si estuviera a mi lado, pero sé que es imposible, en este recinto solo hay hombres, a veces veo su sombra de reojo y al voltearme hacia ella ya no está, pero la siento. Siempre acompañada de un frío seco que no puedo describir con exactitud, ya que no depende del clima, es diferente a cualquier invierno que haya vivido y sólo Dios sabe cuántos inviernos he pasado entre estos fríos calabozos. Ya no quiero pasar otro turno nocturno en esa penitenciaria, en los veinte años que llevo trabajando, jamás había sentido tanto miedo. Lo peor es que no puedo decírselo a nadie, me tildarán de loco o esquizofrénico. No creo que pueda resistir las burlas en mi cara. Podría explicar quizás las voces, asociándose a mi imaginación. Esta cárcel lleva más de cincuenta años funcionando y sus tuberías son viejas. Podría explicar el frío, soy viejo y quizás sea más vulnerable a los largos y húmedos pasillos. Podría incluso obligarme a creer que las sombras son objeto de los cambios de luz entre un pasillo y otro... Pero las huellas de pies mojados... ¿Cómo explico esto?
Cuarta carta enviada desde la penitenciaría de Whales, Inglaterra, el 15 de diciembre de 1890
Cada vez que vienes de visita me siento más aliviado, pero la amargura de la soledad que queda cuando te vas es cada vez más lapidaria. No puedo vivir sin ti y sé que tú tampoco. Jamás nos podrán separar. Somos uno entre los dos, nada importa mientras te tenga a mi lado. Ayer condenaron a la silla eléctrica a Jonhson, era un buen tipo, pero sólo Dios sabe los crímenes que cometió para merecer tal final. Los hombres acá dentro parecen tan normales como uno. Yo jamás hubiera sospechado que Jonhson asesinó a su hermano. Parecía tan normal como yo.
Diario de Elizabeth, 11 de noviembre de 1890
Edward, por qué me has hecho esto, siempre te ofuscas tanto cuando bebes. Pero esta vez te has ensañado conmigo. Creo que me rompiste una costilla y tengo mucho dolor y hambre. No sé dónde me has traído, después de haber quedado inconsciente desperté acá. Sólo hay luz unas horas al día gracias a un rayo de sol que alumbra este angosto lugar. No siento ruido alguno y me cuesta respirar, no sé si por mi costilla o este pequeño sitio. Incluso he llegado a creer que estoy muerta y he perdido la noción del tiempo... Te juro que te perdono, pero por favor,
¡SÁCAME DE AQUÍ!
Diario del carcelario Ward, 15 de diciembre de 1890
Ya no puedo más, otra vez este maldito turno nocturno... Pareciera que ella sabe de mi presencia, ya que he preguntado, así como en broma, si alguien ha sido visitado por fantasmas en el turno de noche, pero todos se echaron a reír. He ido a consultar a una de estas mujeres que dicen comunicarse con los muertos y me ha dicho que yo desde niño los podía ver y sentir. ¿Cómo supo eso? Salí aún más asustado de su consulta. Me ha dado un artefacto llamado gramófono para poder realizar una psicofonía. Yo no entiendo mucho de esas cosas, pero según ella, puede grabar la voz de los difuntos. No pierdo nada con intentarlo, quizás así tenga una prueba de que no estoy loco.
Diario del carcelario Ward, 20 de diciembre de 1890
He grabado su voz. Después de dos días que tomó el procesar la grabación, la pude escuchar claro como sus pisadas. Era la voz de una mujer que decía... «¡SÁCAME DE AQUÍ!» Yo sabía que no estaba loco.
Última carta enviada desde la penitenciaría de Whales, Inglaterra, el 23 de diciembre de 1890
Otra vez me has venido a visitar, amada mía. La felicidad ha inundado estas paredes de horror, esta prisión llama a la locura. Pero hoy me dejarán salir. Después de todo este tiempo se ha cumplido mi injusta sentencia. Jamás encontraron tu cuerpo, por lo que la libertad ya es mía. Al fin podremos estar juntos nuevamente, mi amada Elizabeth. Sólo yo sé dónde estás. Podrían buscarte una eternidad y no encontrarte. Gracias por perdonarme, ni siquiera la muerte nos podrá separar. Voy por ti, amada mía. Me tomará unos días cavar un túnel hasta debajo de la piscina nuevamente, pero por ti cavaría uno hasta el infierno si fuera necesario. Verás que volverá a ser todo como antes. Ya hablé con Tom, el disecador de animales. Él te dejará tan bella como siempre para que sigamos disfrutando nuestra vida juntos. Sé que me perdonarás, ya que fue un accidente. No un asesinato. Por eso, no soy culpable. Te he dicho tantas veces que no me hagas enojar cuando me dedico a mis borracheras. Y si estuvieras aún enojada conmigo, no me habrías ido a visitar a la prisión... Ni muerta puedes estar sin mí... ¿verdad? Lo bueno es que ya no seguiré escuchando tu voz inerte y profunda en mi mente cada vez que tu espíritu me viene a ver gritando... «¡¡¡SÁCAME DE AQUÍ!!!»
El elegido
Italo Augusto Marchioni García
Berlín, Campo de concentración Sachsenhausen, 1938
Mi nombre es Dedrick Falkenrath, tengo nueve años y llevo quince minutos muerto. Necesito contarte un poco de mí para que me puedas entender. Desde los cuatro años que soy poseído por espíritus. Abandono mi cuerpo, desdoblándome para que el alma de los que ya no comparten este mundo puedan usarlo. La primera vez que descubrí este «don» fue en un estado de mucha fiebre. El doctor dijo que moriría esa noche, y así fue. Escuché un pitido muy agudo en mis oídos, lo último que oí fue el llanto mi padre. Me encontré en una habitación oscura, entre voces de gente que no conocía. Luego alguien dijo mi nombre, era un hombre de mediana edad, su rostro estaba desfigurado; derretido, el color de su piel era de un azul muy oscuro, me miró y me dijo «Hijo, debes volver, aún no perteneces aquí», y me encontré nuevamente en mi cama. El doctor me hacía reanimación, y ahí comenzó todo. Después de haber bebido mucha agua e intentar asimilar aquella experiencia, mi padre repetía «Duerme, hijo, has ganado una dura batalla». Cuando mi padre ya se había ido a dormir, yo seguía escuchando voces en la estancia que daba a mi alcoba. Era una noche muy fría, pero aun así me levanté. Caminé muy despacio para no causar ruido, ya que, si mi padre me escuchaba, estaría en serios problemas. Él es un comandante ¿saben?... Y no uno cualquiera, está a cargo del campo de concentración nazi donde vivo y su nombre infunda respeto. Sé que ha matado muchos hombres, pero no me lo ha contado él. Me lo han contado ellos... Siguiendo con la historia, al acercarme a la puerta, que estaba entreabierta, por primera vez los vi. Supe que eran almas en pena, pues podía ver a través de ellos como si fueran transparentes, pero no del todo, podía ver parte de sus huesos también; sus heridas eran visibles, algunos mutilados, con heridas de escopeta o de bala, también de cuchillos. Eso me heló hasta el alma y corrí a mi cama, sin importarme esta vez el hacer ruido. Traté de arroparme, pero mis manos no pudieron coger las cobijas, pues se habían vuelto transparentes. Al voltear a la puerta, vi mi cuerpo ahí. Sólo era mi parte espiritual la que había echado a correr, desprendiéndose así de mí cuerpo. Ahí tuve mi primer desdoblamiento. Corrí de vuelta a mi cuerpo y al entrar en él noté que uno de los muertos sostenía mi mano, mirándome fijamente, y dijo «Al fin podemos hablar, niño. No te asustes, no somos malos. Llevamos un tiempo observándote, ya que no todos pueden hacer lo que tú haces. No todos nos oyen, ni manejan la habilidad de desdoblarse, así como así». Reconocí la voz, aunque su rostro ya no estaba desfigurado. Aparte de él había otras entidades que parecían sombras, pero carentes de forma alguna y se movían muy rápido. «¿También los ves?» preguntó él. «Sí», contesté. «Son espíritus malvados», me dijo, «de gente que ha hecho mucho daño y en el proceso de transición se han vuelto más energía negativa que alma. También buscan gente como tú, con tus dones, pero con el afán de apoderarse de tu cuerpo y seguir haciendo daño. Nosotros, en cambio, sólo queremos pedir tu cuerpo por un par de horas, para despedirnos de nuestros seres amados, o terminar algún pendiente». No puedo procesar verbalmente lo que sentí en ese momento, sólo atiné a preguntar «¿Por qué yo?». A lo cual me contestó: «Porque no hemos conocido a nadie con tus dones y llevamos un buen tiempo buscándote. Algunos de nosotros no podemos trascender al más allá si tenemos asuntos pendientes. «Pero entonces, ¿por qué han muerto?» pregunté. «Porque tu padre nos mató». Para mí, la muerte era una palabra muy recurrente, mi padre le hacía referencia todo el tiempo, incluso había mandado a algunos soldados a matar personas en mi presencia, como si se tratase de un mandado común y corriente. Pero esa palabra tomó otro sentido aquella noche. Me sentí culpable por los pecados de él y a esa edad uno reacciona casi por instinto, por lo cual accedí. Me pidió que me recostara en mi cama y que hiciera exactamente lo que me diría. Los demás muertos se quedarían resguardando mi cuerpo para que los espíritus sombra no se acercaran a mí. Me pidió que respirara tres veces profundamente, de esos respiros que parecían llegar al alma. Al tercer respiro, inhalé tan hondo que sentí como un desmayo. El espíritu puso su mano en mi pecho. Sentí un escalofrío recorrer toda mi espalda. Después fue como si me electrocutara y de un sobresalto salí de mi cuerpo. Los demás espíritus me rodearon, tomándose de las manos alrededor de mí, haciéndome sentir seguro. Incluso sus rostros, aunque algunos deformados, tenían una mirada que demostraba bondad y agradecimiento hacia mí. Pero mi visión era diferente, veía como cuando uno está bajo el agua. No sé cuánto tiempo habría transcurrido hasta que el espíritu volvió. Mi cuerpo abrió los ojos, tomó mi mano y salió de mí. Y con sus ojos llenos de lágrimas me dio las gracias, me bendijo, me tomó de la mano, me hizo recostarme sobre mi cuerpo y puso su mano en mi pecho. «Respira tres veces», me dijo. Al tercer respiro desperté. Digo desperté ya que la sensación de volver a mi cuerpo era la misma que la de despertar cada mañana después de un largo sueño. Así pasaron muchas noches. Yo no sabía qué hacían mientras estaban en mi cuerpo; dónde iban, por dónde salían, cómo burlaban la guardia nocturna, y la verdad no me importaba. Mi padre los mandaba a matar a sangre fría, pero yo los ayudaba a reencontrarse con los suyos; a trascender, a despedirse, y el hecho de ver esa mirada de agradecimiento cuando volvían me hacía sentir importante, necesario, como los superhéroes que leía en mis cómics. Pero cierta noche todo fue distinto, uno de los muertos no volvía después de tomar mi cuerpo y había en mí un presentimiento de que algo iba mal. Pregunté a los espíritus que estaban a mi resguardo cuál era el problema, y me dijeron que pronto lo sabría. Comencé a sentirme débil, como desvaneciéndome. Fue cuando supe que ya jamás volvería a mi cuerpo. Los espíritus lo tenían todo planeado. Cuando el alma abandona el cuerpo por mucho tiempo, este comienza su transición hacia la muerte. De pronto, todos los espíritus me sujetaron y uno de los espíritus sombra entró en mi cuerpo. Mis ojos se tornaron negros como los de un caballo mientras seguía gritando «¡Por qué!... ¡Por qué!». Entonces el mismo espíritu que me había hablado la primera vez me dijo «Incluso nosotros, los desterrados, no podemos hacerle frente al karma, y este se pasa de padre a hijo, pero haremos que tu padre pague por lo que nos hizo y así liberar tu alma de ese karma». Logré zafarme y correr a la alcoba de mi padre; pero no podía tocarlo, comencé a intentar mover la cama, golpear sus pies, pero fue inútil. Mis manos atravesaban su cuerpo sin poder tocarlo. Tanta fue mi ira que lancé un grito que me salió del alma... Y me escuchó.
—¿Quién anda ahí? —dijo exaltado. Traté de contestarle, pero no me veía. En eso, mi cuerpo entró en la habitación, tenía un color azul oscuro y una rigidez demoníaca. Mi padre, pensando que era yo, me envió a acostar. Traté de correr hacia él para defenderlo, pero me tomaron por la espalda dos espíritus, y los demás que eran como diez. Seis me tiraron y sostuvieron, sin poder moverme. En ese instante, todos los espíritus deformaron sus caras y se hicieron visibles ante mi padre, quien lleno de pavor, no podía dar fe de lo que estaba ocurriendo frente a sus ojos. Jamás lo había visto tan asustado. Esa fue la segunda vez que lo vi llorar de miedo. Mi cuerpo se abalanzó contra él y mis pequeñas manos rodearon su garganta.
«¡Tú me mataste!», decía aquella voz inhumana y diabólica que se había apoderado de mi cuerpo. «¡Tú me mataste!», decía una y otra vez. Los demás espíritus contestaban «Sí, tú nos mataste», mientras mis manos mataban a mi padre. Esa noche lo vi salir de su cuerpo también, pero vinieron más espíritus de sombras oscuras y se lo llevaron. Nunca más lo vi, pero eso ya no importa. Hay cosas más significativas que discutir, muchos pendientes me quedan por resolver. Y tú tienes el don... Sí, tú... Con mis amigos te hemos buscado y vigilado por mucho tiempo. Haz el esfuerzo, respira profundamente y sé que podrás oírme.
Bajo la luz
Pablo D. Hiribarren
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Dolores transita la vieja ruta desértica para ahorrar una hora de viaje mientras escucha Fix you de Coldplay. Terminar con Cecilio no le está resultando tan fácil como lo pensó, lo único que le queda es su viejo Chevelle, destartalado, ruidoso y apestando a perro.
Las ideas le dan vuelta, trata de entender qué más tuvo que hacer para que no la dejaran. Fue su amiga, su amante.
Los días sin comer para ahorrar plata y poder pagar la matrícula de la Escuela de Artes Visuales, actividad que jamás le incentivó, y que terminó dejando para comenzar un curso de enfermería. El apoyarlo y tolerar a la suegra, culpándola por permitir que su hijo hiciera lo que le viniese en ganas, aguantar las burlas de sus amigas, escuchar a su propio padre preguntarle: «¿Vos sos pelotuda o te haces?». Dolores se aferraba al «¿por qué, papá?», respuesta/pregunta que lo sacaba de quicio. «¡¿Por qué, papá?! ¡Porque lo estás manteniendo!, por eso estoy seguro de que sos una pelotuda». Ofuscada, terminaba la no amigable conversación con un «¡bueno, papá!».
Ahora, va sola, el sol en poniente, y aun con medio camino para llegar a un parador, cuando el viejo auto comienza a fallar. «¡No, carajo!». Lo acelera, el motor tironea, se recupera, sigue camino. Media hora de viaje y comienza a fallar nuevamente, aprieta el acelerador hasta el fondo, pero esta vez no funciona. Trata de girar el volante, está pesado y queda en medio del viejo, agrietado y abandonado camino. Se baja, abre el capó, y una nube de vapor la envuelve. «No te lo creo», fueron las únicas palabras que pronunció al cerrarlo de un solo golpe. Vuelve, mete medio cuerpo por la ventanilla del conductor y alcanza el celular. Marca el 0800-Assistencia y al tercer tono, la atiende el operador:
—Buenas tardes, mi nombre es Fabián, ¿en qué le puedo ser útil?
—Buenas tardes, Fabián, mi nombre es Dolores y quedé varada en la ruta 48, kilómetro 31. Mi código de seguro es Alta21.
—Código correcto, ya me contacto con la grúa, ¿algo más en que la pueda ayudar?
—No.
—Perfecto. Que tenga una linda tarde.
Dolores no alcanza a decir «Chau», que le cortan. Ahora le toca esperar. Ya el sol le está regalando los últimos rayos de luz, la señal de internet es buena, la batería está en noventa por ciento. Busca alguna serie en Star+, encuentra a Familia moderna. Luego de cuatro capítulos, mira la hora y dan las nueve de la noche, el sol desapareció y la luna está totalmente oscura por estar en la fase de nueva. Vuelve a llamar.
—Buenas noches, mi nombre es Martín, ¿en qué te puedo ayudar?
—Buenas noches, Martín, hoy me comuniqué con un tal Fernando o Fabio, no recuerdo, la cuestión es que estoy varada en la ruta 48 kilómetro 31, mi código es Alta21.
—Código aceptado, buenas noches, Dolores, el operador Fabián contactó con la grúa y está en camino, en media hora estaría por llegar al sitio. ¿Algo más en que la pueda ayudar?
—No —responde Dolores y corta. Vuelve a mirar la carga del celular y le queda ochenta y nueve por ciento de batería. Se levanta y comienza a estirar la espalda. Crack, le suena. «Qué rico», exclama.
Algo de lo que no se había percatado mientras estaba apremiada con la serie es que estaba ubicada bajo la única farola que aun funcionaba, la luz forma un cono que alcanza a cubrir unos veinte metros. Se embarca a caminar más allá del haz luminoso. Al llegar al borde, mete una mano en la total