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Falloppio: La fraternidad de la carne
Falloppio: La fraternidad de la carne
Falloppio: La fraternidad de la carne
Libro electrónico670 páginas10 horas

Falloppio: La fraternidad de la carne

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Con Falloppio La fraternidad de la carne, Juan Carlos Arbex se adentra en un relato histórico de la medicina occidental. Datada a mediados del Cinquecento, la trama traslada al lector hasta las aulas universitarias y los paisajes de Padua y Venecia entre los años 1553 y 1562, con la anatomía humana y la especiería (botánica medicinal) como ejes centrales. Sus actores principales, Gabriel Falloppio y Melchor Guilandino, en compañía de sus alumnos de Arte y Medicina, se mueven a través del Véneto en un período convulso para toda Europa, ahogada en un áspero conflicto religioso y sometida a las apetencias de poder de las grandes familias y las potencias mediterráneas.

En el relativamente calmado escenario veneciano, alumnos y profesores pugnan por establecer nuevos métodos docentes en las Universidades italianas, aportando ideas sobre las causas de la enfermedad y su curación, anatomizando cuerpos en busca de los secretos de la vida y la muerte. Al mismo tiempo, en la bondadosa y breve existencia de Falloppio, fallecido a la temprana edad de 39 años, se dan cita los destellos de libertad traídos por el Renacimiento, la absoluta fidelidad a la amistad, el ansia total por el conocimiento y su transmisión, dentro de una Universidad, la de Padua, donde se forjaron y consolidaron muchos de los conocimientos de nuestra actual medicina.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento8 ago 2023
ISBN9788411812344
Falloppio: La fraternidad de la carne

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    Falloppio - Juan Carlos Arbex

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    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Juan Carlos Arbex

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Detalle adaptado del frontispicio de la obra De humani corporis fabrica

    Andrea Vesalio (Andries van Wesel) - 1543.

    ISBN: 978-84-1181-234-4

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

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    A Susana y Juan

    INTRODUCCIÓN

    «El hombre procede de los cuatro elementos, tierra, aire, agua y fuego.

    Por ello se le denomina microcosmos, es decir, el mundo reducido.

    En efecto, de la tierra obtiene el hombre su carne, del agua su sangre, del aire su aliento, del fuego su calor. Su cabeza es redonda, a la manera de la esfera celeste, y en ella brillan dos ojos como dos astros.

    Siete aberturas le adornan como las siete armonías del cielo.

    Su pecho, por donde pasan el aliento y la tos, se asemeja al aire donde se agitan el viento y el trueno. Su vientre contiene todos los líquidos, como el mar y los ríos. Sus pies aguantan el peso entero del cuerpo, al igual que la tierra soporta todas las cosas. Su rostro participa del fuego celestial, el oído del aire superior, su olfato del aire inferior, su gusto del agua y su tacto de la tierra.

    Con los huesos imita la dureza de las piedras y con las uñas el crecimiento de los árboles. Los cabellos simulan el aspecto de las praderas mientras que comparte sus sentidos con los animales.

    Tal es la substancia corporal».

    El monje Honorius Augustodunensis, también conocido como Honorio de Autum, es el autor de esta insólita descripción del ser humano datada en la primera mitad del siglo XII. Aunque a primera vista parece un texto inocente, sus palabras encierran una carga explosiva al considerar al hombre como una parte más de la Naturaleza y no como la prodigiosa excepción de la misma.

    Por esos tiempos de la Alta Edad Media, la integración de la especie humana en el mundo natural no podía excluir, a riesgo de caer en el paganismo, que el hombre tenía la potestad de dominar el mundo y sus criaturas al haber sido creado a imagen y semejanza de Dios, pero con una cualidad: la especie humana habría sido elegida por la Creación para conocer.

    Conocer, entre otras cosas, que la naturaleza funcionaba con reglas dictadas por la ley divina. En consecuencia, no parecía ser excesivamente perturbadora la idea de que la espiritualidad del hombre se integrara en su dulce armonía. Más aún, podría deducirse que el ser humano era capaz de entrometerse en la Creación pues la perfeccionaba y completaba, dentro de la gran concordia que ordenó el funcionamiento del mundo en los tiempos medievales.

    ¿Qué sucedió con esa concordia entre hombre y naturaleza? ¿Cuándo se destruyó? La paleoclimatología nos descubre que la Edad Media europea y su benigno clima sufrieron una profunda convulsión mediado el siglo XIII. Empezaba la llamada Pequeña Era Glaciar que extendió sus efectos hasta bien entrado el siglo XIX. La llegada del trastorno climático podría datarse en fechas próximas al año 1258 del calendario juliano, iniciándose un ciclo en el que la naturaleza pareció dispuesta a romper el maravilloso equilibrio mantenido por Dios sobre la Tierra desde los días del Génesis.

    En Europa, el inesperado cambio del clima, con más frío y humedad, trajo consigo malas cosechas, acompañadas por interminables guerras que diezmaron a las poblaciones con el hambre y la espada. A la penuria y la violencia se sumó la irrupción de devastadoras epidemias que estimularon el miedo y la irracionalidad entre la población, con su cortejo de demonios, brujas y hechiceros.

    Las desgracias que se abatieron sobre el continente desde finales del siglo XIII provocaron el estancamiento del progreso y un general empobrecimiento, seguido del descalabro ambiental y la acumulación de riqueza por las élites feudales. Tanta desgracia sería oportunamente aprovechada por un puñado de nobles y clérigos que achacaron el malestar a un complot diabólico que ellos, y solamente ellos, podrían combatir. Cuando menos, el dolor y el sometimiento se deberían al castigo de Dios ante el triunfo del pecado sobre el género humano.

    Profundizar en el conocimiento de la naturaleza humana, en lo que concierne a su realidad meramente físiológica, solo sería posible con la llegada del Renacimiento y el redescubrimiento de los autores clásicos griegos a través de la sabiduría árabe. En la búsqueda y recuperación de ese viejo conocimiento, en parte celosamente oculto en retirados conventos, sería imprescindible el papel jugado por las Universidades.

    La Universitas Estudentiun, creada en la ciudad de Padua en las primeras décadas del siglo XIII y organizada al amparo de las leyes de la República de Venecia, sería una de las más luminosas y reconocidas en la Europa del siglo XVI. La medicina moderna que hoy conocemos y disfrutamos comenzaría a forjarse en el Studio de Padua y en otras escogidas ciudades al norte de la Italia renacentista.

    Las razones del auge veneciano estarían en las libertades que defendía la Serenísima República y a la protección que su Senado prestaba a la ciencia, destacando la ciudad de Padua como centro del conocimiento. En lugares ajenos a Venecia, como Bolonia, Pisa, Ferrara, Heidelberg o Montpelier la medicina también encontraba nuevos caminos, si bien estrechamente vigilada por la Iglesia católica.

    Fue la proximidad de los Alpes, fuente inagotable de potentes plantas medicinales, quien ayudaría a expandir la farmacopea estimulando la formulación de los secretos magistrales. Por ello, no resulta extraño que la industria farmacéutica europea mantenga hoy día sus sedes cerca de los valles alpinos y que la Organización Mundial de la Salud se asiente a orillas de un lago suizo.

    Además de proteger una relativa libertad de pensamiento, la República de Venecia también era puerta de entrada para libros, pensamientos y mercaderías supuestamente curativas llegadas desde el lejano oriente a través del comercio. El crisol de tanto conocimiento acumulado resplandecía dentro y fuera de las aulas del Palacio del Bo, sede del Estudio de Padua, en los domicilios particulares de los profesores, en los hospitales de la ciudad y por las veredas y parterres de su Jardín Botánico.

    En Padua, a partir de mediados del siglo XV, con el Quattrocento y Leonardo da Vinci, la enseñanza de la medicina regresó a las fuentes y se hizo humanista, dando prioridad al carácter práctico y técnico de las ciencias médicas. Luego, a lo largo del Cinquecento se produjo una revolución en la medicina alimentada con el estudio de Galeno y Aristóteles, la iniciativa del médico y arabista Andrea Alpago Belunense y su divulgación del Canon de Avicena, el avance del averroismo y la brutal ruptura filosófica que supuso el pensamiento del filósofo Pietro Pomponazzi (Mantua 1462 – 1525), poniendo en entredicho la inmortalidad del alma.

    La mayoría de los grandes médicos europeos del Renacimiento pasaron por el Estudio de Padua, donde se practicaba la anatomía de forma sistemática y reglada. Es necesario decir que tal práctica se sujetaba a rituales pautados y cargados de ceremonial porque abrir un cuerpo humano para indagar en su interior era el modelo perfecto de la abyección y la síntesis de todas las prohibiciones. Para la inmensa mayoría de la sociedad del momento, la «Notomía» de cuerpos humanos era juzgada como acto infecto y peligroso, cuando no blasfemo, ejecutado por un puñado de hombres pioneros.

    Uno de los grandes anatomistas del Cinquecento paduano fue el modenés Gabriel Falloppio, médico y Lector en los Estudios de Pisa, primero, y de Padua después y hasta el final de sus días. Trabajó incansablemente como Lector en las aulas del Palacio del Bo y como sajador (incisor) en sus invernales clases de anatomía. Con su trabajo, Falloppio buscaba la mejor forma de sanar a los enfermos indagando en los secretos mecanismos de la vida.

    Los últimos años de la corta y maltrecha vida de Gabriel Falloppio, o Falloppia, me interesaron desde el día en que mi querido amigo Javier López Linage empezó a revolver papeles para profundizar en la historia de la patata y su aparición en Europa. Relacionar patatas con medicina renacentista puede antojarse una frivolidad, pero había un hilo de unión entre ambos conceptos.

    Ese hilo enlazaba al botánico Melchiorre Wieland, llamado Guilandino, con el médico Gabriel Falloppio. El primero, herborista nacido en Prusia y recalado en Padua, es apenas conocido fuera del mundo de la botánica histórica y medicinal. El segundo es más famoso, a causa de las femeninas trompas que llevan su apellido y por haber identificado otros canales y acueductos que escudriñó en el interior de cuerpos humanos que despiezaba con desenvoltura. Es imprecindible señalar que nuestro Falloppio murió sin saber a ciencia cierta para qué servían exactamente todas aquellas tuberías.

    Efectivamente, mi amigo Javier se interesaba por las circunstancias que rodearon la llegada de la papa andina a España desde el Nuevo Mundo. Rebuscando las primicias de su presencia entre los escritos de eminentes botanistas europeos del siglo XVI, Javier trataba de localizar la primera representación gráfica de la planta del tubérculo. Pero, sin pretenderlo, se encontró con una de esas historias de amistad eterna, lealtad sin límites y amor desmedido por la ciencia y la verdad.

    «¿Por qué no la escribes?», me propuso una mañana en su madrileño despacho del Centro de Ciencias Humanas y Sociales (CSIC). Tardé varios meses en reaccionar porque antes de meterme en semejante marisma debía pertrecharme recuperando algo del olvidado latín, adentrarme en la desesperante astrología, bucear en la rudimentaria botánica renacentista y en los balbuceos de la anatomía más primitiva. Todo ello para descubrir que, hace seiscientos años, el cuerpo humano era lo más parecido a un saco de pellejos relleno de carnes, huesos y líquidos que escondían los más enigmáticos secretos de la Creación.

    Falloppio no pretende ser una novela y no me atrevo a calificar esta pequeña historia vivida por hombres ansiosos, «curiosos» debería decir, por descubrir el universo explorando el firmamento y continentes más allá de los océanos. Sin jamás perder de vista que en esa sociedad europea del XVI, donde la mujer apenas contaba más que un buen mulo, dominaban dogmas y culturas a cuyas rígidas reglas no escapaban ni los más audaces profesores.

    Afortunadamente, para escribir este relato he tenido poderosos aliados. Comenzando por el propio Javier y tantas amigas y amigos, profesionales de la medicina y de la farmacia, a quienes he aburrido con mis preguntas y que me han ofrecido generosamente sus conocimientos.

    Los documentos que conserva la Università degli Studi de Padua en su Archivo Antico, en el patavino Palacio del Bo donde impartieron clase nuestros protagonistas entre los años 1553 y 1562, en la correspondencia epistolar conservada en la Biblioteca Nazionale Marciana y los papeles de la Sciencie del Farmaco, unido a los pequeños tesoros de la colección Cesare Pecile de Química en Padua y a los parterres del Orto Botánico patavino, fueron otras tantas fuentes de información. También se transformaron en la excusa perfecta para merodear, en compañía de Susana, por los más apartados rincones de la ciudad de Venecia, sobre las aguas de la laguna véneta y por su Terraferma.

    A la hora de transitar por esta historia sin más tropiezos de los inevitables, forzoso es reconocer el inmenso valor de los conocimientos históricos de alumnos y profesores de Anatomía y Medicina Legal de la Universidad Johns Hopkins, en Baltimore. También del contenido de los archivos de Università degli Studi de Pisa (Departamento de Civiltá e Forme del Sapere). Ambas instituciones, generosas y abundantes en tesis doctorales sobre la historia de la medicina reglada, del devenir de la anatomía humana y de sus principales protagonistas en la Europa del siglo XVI.

    Los trabajos de Sylvia Ferreto y Alessandra Celati actuaron como luz brillante esclareciendo mi visión de la medicina del Cinquecento, tan trabada a la religión y la filosofía. A todo lo anterior podría añadir varias páginas de bibliografía que no deseo cargar sobre el apesadumbrado lector.

    Terminada la aventura, mis amigos Yolanda, Cristina, Ana, Patricia, Reyes, Fernando, Luis, Santiago, Félix y José María han navegado por el manuscrito aportando sus imprescindibles comentarios. Solo confío en no decepcionar a compañeros de tan largo viaje con quienes mantengo una deuda que siempre alimentará mi profunda gratitud.

    Tan solo queda indicar que, salvo muy contadas excepciones, todos los personajes que aparecen en el relato son reales. Alumnos como Rupert Phinch, Andrea Marcolini o Ángelo Agato se mantuvieron siempre cercanos al anatomista y acompañaron a Gabriel Falloppio y al Guilandino en sus últimos años de vida. Aunque en ocasiones pueda no parecerlo, aquellas fueron décadas cruciales para Europa y la medicina moderna.

    FALLOPPIO

    La fraternidad de la carne

    Parte Primera

    Los dos se habían encontrado

    Conocieron un mismo destino

    Les posaron en un solo lecho

    Forman una sola ceniza

    (Epitafio Romano)

    República Serenísima de Venecia

    Ciudad de Padua, 17 de abril de 1797

    Paolo soltó el mango del escobón y lo dejó caer sobre los fardos del tomillo. Después, como acostumbran hacer los saltimbanquis tras la última y vertiginosa voltereta, dobló el espinazo con los brazos abiertos y pivotó sobre los talones haciendo una reverencia a la botica recién barrida. El desorden en la especiería Da Finchi seguía siendo inmaculado y caótico, pero limpio.

    Satisfecho, el joven ayudante dio un ronco sorbetón al aire glacial y se frotó las manos sobre las llamas del candelabro. Aunque la primavera se abría paso en el calendario, durante las amanecidas en Padua el frío era todavía capaz de agrietar piedras. El mancebo desprendió una de las velas y se paseó con el cabo encendido hasta el armario de los cristales. Al abrir sus puertas, el vidrio de botellas y frascos recogió la luz anaranjada de la llamita y la devolvió descompuesta en un revuelo de reverberaciones y destellos. Paolo tuvo que alargar el brazo dentro del mueble para alcanzar lo que buscaba, poniendo buen cuidado en no causar un estropicio.

    Muy al fondo, por detrás de los vidrios y a buen recaudo de la enfermiza curiosidad del hombre, su maestro guardaba el retrato de un personaje. Pintado al aceite sobre una madera de apenas un palmo y medio de altura, el paso del tiempo había ensombrecido los colores y combado ligeramente la tablilla.

    Paolo retuvo el aliento al escuchar un imperceptible traqueteo. Terminadas las correrías nocturnas, los ratones de la casa se recogían en los nidos excavados en muros y techumbres, rascándose la pelambrera y estirando las patitas, antes de dormirse enroscados con el hocico pegado a la barriga. Tranquilizado, soltó el aire y, haciendo pinza con los dedos, hizo a un lado el matraz de cuello largo para estirar el brazo todo lo posible e iluminar más de cerca la pintura.

    —Salve, Falloppio —susurró.

    La nubecilla de vaho que brotó de sus labios se incorporó a la exuberante mezcla de aromas que ocupaba cada rincón de la botica.

    Había cumplido con el ritual. Antes de que el maestro especiero hiciera aparición en la gran sala, después de barrer el local y una vez encendido el fogón con astillas y leños menudos, el mancebo siempre empezaba el día saludando al escondido personaje.

    Esa mañana, a pesar del risueño gesto que marcaba en los labios, los ojos del individuo retratado se veían melancólicos. Adelantó la llama unas pulgadas más y los rizos del hombre, ceñidos con una especie de gorra negra, despidieron un resplandor cobrizo. Paolo deslizó la mirada a lo largo de la despejada frente y descendió por la nariz ligeramente ganchuda hasta llegar a la tupida barba que brotaba bajo los pómulos, finalizando en la frase caligrafiada con letras blancas sobre la oscura pechera: «Salve Falloppio, il piú grande tra i medici della Scuola padovana».

    Por fuerza, el tal Falloppio debía ser un respetado médico —no cesaba de convencerse Paolo—. Seguramente el más importante de Padua, como afirmaba la rotunda frase. Tan grande como su maestro, el honorable farmacéutico, químico y herborista messer Lucca Finchi, renombrado especiero de la Serenísima República de Venecia, del Dogado y de su Terraferma, de las Costas de la Dalmacia y del Estado del Mar. Maestro admirado por enfermos de Oltremare y de más allá, como en las distantes ciudades de Aleppo y Alejandría. Tampoco debía olvidar a pacientes avecindados en la legendaria ciudad de La Tana, la que hunde sus cimientos en la fangosa desembocadura del Don, al otro extremo del Mar Negro. Puestos a fantasear, cosa habitual en Paolo, su maestro sería el «perfecto especiero en la perfecta especiería» celebrado hasta en la inalcanzable China.

    Tenía que existir afinidad entre el alma del especiero y la del retratado. Una comunión espiritual que justificara la disimulada presencia del armario. Por lo general, contemplar aquel retrato llenaba a Paolo de sosiego y tranquilidad. Dos benditas cualidades que el maestro se empeñaba en inculcarle desde que entró a servir en la botica para descubrir los misterios de los simples y los tratamientos magistrales. Pero, en ocasiones, el joven creía ver en aquella pintura un velo de cansancio que desdibujaba los rasgos.

    Esa mañana, los ojos enmarcados por párpados hinchados y avaros en pestañas parecían enturbiados por una pena más profunda de lo habitual.

    —Hemos pasado mala noche ¿eh? —masculló Paolo meneando la vela frente a la pintura para llamar la atención del barbudo. Como respuesta al bailoteo de la luz, las comisuras de los labios del nombrado Falloppio parecieron descolgarse, reflejando una portentosa mueca de desconsuelo. La inesperada agitación en la pintura atemorizó al mancebo que cerró los párpados. Contó hasta diez y se atrevió a entreabrir el ojo izquierdo, comprobando aliviado que las facciones del retratado habían recuperado la necesaria inmovilidad.

    —Sigues fatigado —murmuró el joven reponiéndose.

    En algún momento, el ayudante de botica había llegado a plantearse si tanta tristeza podría ser consecuencia del absoluto aburrimiento del personaje, encerrado en la más espesa oscuridad. Solo Dios Nuestro Señor y el maestro Finchi sabían desde cuándo estaba allí metido. Sin duda, negrura y hastío eran buenas razones para la melancolía, pero había motivos mucho más graves a la hora de justificar la pesadumbre. Paolo pensaba en los funestos presagios que se cernían sobre la República de Venecia, capaces de mantener a todos y cada uno de los ciudadanos de la Serenísima, sin otra excepción que a los lactantes y a los locos, ahogados en la mayor ansiedad.

    Estamos todos en un ¡Ay! —repetía el maestro desde hacía meses. Acompañaba sus quejas con grandes suspiros juntando las palmas de las manos a la altura de la papada. Por fuerza, la generalizada angustia también tenía que haber contagiado al hombre del retrato.

    —Mmm… Malos augurios —concluyó Paolo en voz alta, retirando el brazo del interior del mueble porque se le estaba durmiendo una pierna.

    Frotó la pantorrilla acorchada y se hurgó meticulosamente en la nariz con la otra mano mientras la pantorrilla recuperaba poco a poco la sensibilidad. Era forzoso reconocer que el sujeto del cuadro llevaba bastantes semanas mostrando feo semblante. Tiempos atrás, la mirada sombría del Falloppio al amanecer solía anunciar que en la especiería Da Finchi podían pasar cosas francamente desagradables y en cualquier momento. Raramente se equivocaba el oráculo porque cuando no se chamuscaba una sublimación olvidada en el fogón o se hacía añicos un costoso y retorcido destilador de Murano Paolo descubría horrorizado manchas de moho negruzco salpicando la resina de serapino o, peor aún si cabe, ¡odiosas pelusillas blanquecinas recubrían las píldoras de anís comprimido!

    Cuando sucedía alguna de estas menudas desgracias, vuelto hacia el armario de los cristales y con las manos en las caderas, Paolo lanzaba un sordo juramento en dirección al escondido retrato.

    Lo del anís enmohecido, cosa habitual bajo los cielos pesados y húmedos de Padua, era una de esas miserias capaz de exasperar al maestro Finchi, porque las píldoras fabricadas con sus semillas y flores comprimidas se despachaban en la especiería como panecillos calientes. El bendito anís no solo tenía excelentes efectos contra el exceso de lujuria en los jóvenes varones, vicio que les tornaba ojerosos y taciturnos, sino que también ayudaba a que las madres produjeran más leche en sus pechos y frenaba las ventosidades traseras.

    En su esfuerzo por hacer del mundo un lugar menos fétido, los comprimidos de anís tenían la virtud de disimular el olor a letrina en el aliento y mitigar la peste agria que desprenden los cuerpos sudorosos recubiertos con ropa poco o en absoluto lavada. Por si le faltaba alguna virtud, el anís aliviaba el mal de la piedra y sujetaba diarreas de origen desconocido actuando como un hermético tapón. En verdad, aquellas píldoras eran una de las grandísimas maravillas de la moderna farmacopea.

    La tristeza que se desprendía del cuadro había convencido a Paolo de que llegaban grandes calamidades. Echando las cuentas como es debido, el «piu grande» Falloppio amanecía melancólico desde que los franceses del llamado Ejército de Italia habían pisado suelo véneto. Para ser concretos, un año atrás las soldadescas galas habían invadido la Lombardía y cruzado las fronteras de la República de Venecia. Decían buscar el cauce del río Adigio en dirección al collado del Brennero y la Viena imperial. Aunque, como les quedaba cerca, los revolucionarios franceses aprovecharon para darse un pequeño rodeo y ajustar cuentas con la ciudad de Verona.

    La revoltosa capital del Veronés tenía grandes atractivos para el impío Directorio que gobernaba en París. Para empezar, la ciudad disponía de tres espléndidos puentes tendidos sobre el Adigio, por donde cruzar hacia el norte y por donde escapar hacia el sur si las cosas se torcían. Para la Revolución, Verona había sido el refugio elegido por Monseigneur, conde de Lille y hermano de Luis XVI, en su exilio. Había llegado arropado por un selecto grupo de aristócratas que huían despavoridos de la guillotina. Desde Verona, el augusto hermano reclamaba el trono de Versalles para su persona y ser proclamado rey de Francia.

    Los ejércitos austriacos, aliados con Inglaterra, Prusia, Holanda, España y Cerdeña para aplastar a los regicidas y ateos franceses, habían transitado sin trabas sobre el suelo veneciano, desde el Tirol hasta Mantua. Después de la caminata habían sido derrotados por los franceses en un lugar llamado Loano, situado entre San Remo y Génova. Francia, que hasta entonces mantenía relaciones cordiales con Venecia, había pedido explicaciones sobre esos paseos austriacos en tierra véneta. Con desparpajo, el Senado de Rialto informó a Francia de un antiguo tratado entre el Imperio y el Ducado que permitía el libre paso. Mosqueada, Francia exigió una copia del mencionado tratado pero el papel no apareció por ningún lado.

    Magnífica excusa para que un general llamado Buonaparte, con apenas veintiséis años de edad, cruzara el río Po un 8 de mayo de 1796 y entrara en Milán siete días más tarde. Si los austriacos cruzaban la Terraferma de Venecia sin obstáculos, los franceses se limitaban a seguir el ejemplo.

    En todo caso, la Serenísima República no estaba en condiciones de detener a nadie. Su flota había olvidado el arte de navegar. El ejército, carente de artillería y sin apenas munición, contaba con cinco millares de hombres desperdigados y mal equipados. Abandonada en el delicioso lujo, el dulce far niente y una larga paz, Venecia se resquebrajaba en sus ansias por llevarse bien con el universo entero. Atravesando calmadamente el territorio veneciano, el general Buonaparte iba dejando ligeras guarniciones apostadas en Brescia y en el Bergamasco, pisando los talones a los restos de un ejército austriaco en desbandada.

    Pero Verona, ¡ah! La villa de Verona era caso aparte y había prometido resistir a los franceses hasta la extenuación. El día uno de junio de 1796 el ejército francés recibió la orden de quemar la ciudad y desmontarla hasta sus cimientos si resistía al avance de la Revolución. Espantado, el Intendente General, Niccoló Foscarini acudió al rescate de la hermosa urbe y ordenó abrir sus puertas al general André Masséna, que la ocupó sin disparar un tiro de fusil.

    Abreviando. Parecía evidente el profundo odio que Buonaparte destilaba contra Venecia. Había pasado casi un año desde los resumidos acontecimientos y aquella fuerza indomable, aquel pequeño y veloz ejército enviado por el Directorio seguía ganando una batalla tras otra. La última había tenido lugar el mes anterior al pie del Monte Baldo, en las campiñas de Rivoli donde el francés había concentrado el grueso de sus tropas. El resultado había sido la destrucción del ejército austriaco.

    Fuera de la especiería Da Finchi, el día clareaba en la llanura patavina entre bancos de niebla que tardaban en disiparse. Del techo de la botica llegó un chirrido de goznes seguido del fuerte golpetazo de contraventanas contra la fachada. Medio barrio escuchó el grito agudo de la vecina señora Luisa: «¡¡Finchiii…!!», despertada a destiempo por el estruendo. Luego llegó el fino chapoteo de los orines del especiero tintineando en la bacinilla.

    Paolo miró hacia arriba arrugando la nariz. Cerró el armario de los cristales, encajó el cabo de vela en el candelabro y se entretuvo recargando el horno crepitante con media docena de leños medianos. Cuando bajara de casa, el maestro tenía que encontrar la botica caldeada.

    En este último año, el maestro Lucca Finchi no disfrutaba despertares felices. Antes de que el nuevo día le ofreciera alguna satisfacción, el viejo herborista sufría un calvario de apretones para vaciarse la vejiga, gota a gota, entre gruñidos y maldiciones. Desde la anterior Navidad, Paolo trabajaba a sus órdenes mezclando compuestos de canela, dauco, cálamo, escordio, anís, escila, amni, terebinto y Bálsamo de La Meca en todas las combinaciones y proporciones imaginables. Buscaban la ideal combinación de simples que desembocara en un secreto capaz de liberarle del progresivo taponamiento de sus partes varoniles.

    Cuando en un amanecer Paolo escuchaba la bacinilla haciéndose pedazos en la calle, tras salir despedida por la ventana, entendía que al maestro le había fallado el penúltimo remedio contra la odiosa estranguria. En tan delicadísima situación se imponía la urgente presencia en la botica del tembloroso cirujano messer Trincavelli y sus abominables instrumentos sondadores.

    A Paolo se le abría un hueco a la altura del ombligo evocando memorables madrugadas empezadas a la carrera por las callejuelas porticadas de Padua, continuadas empujando al irritado cirujano sacado de la cama a deshora, y rematadas con los juramentos de Finchi al ser torpemente sondado con la curvada cánula a través del fláccido miembro. Paolo tragaba saliva al recordar la espeluznante manipulación y sentía que su propio miembro viril, milagrosamente consciente de los tormentos que sufría un viejo colega, parecía encoger y replegarse cobardemente en las profundidades del bajo vientre.

    La escalera que enlazaba la botica con la vivienda crujió bajo el peso excesivo de Finchi. El especiero descendía pensativo y sonriente, confirmando que la primera y trascendental micción de la jornada había acaecido.

    —Buenos días, mi querido Paolo. ¿Has bebido ya tu manna? —saludó, levantando el mentón hacia el ayudante para estirar la triple barbilla. La cabeza de Paolo se sacudió en muda negativa.

    —¡Ah!... ¡No la has tomado!... —comentó el maestro, sepultando de nuevo el mentón entre los pliegues de la papada.

    —Todavía no estoy sordo y esta noche te he escuchado graznar desde la cama. Y yo pregunto: ¿cómo pretendes curar esa tos antigua si no sigues las indicaciones? ¡Hace semanas que carraspeas y rebuznas!

    Finchi le sermoneaba reculando precavidamente hacia el fogón al tiempo que se recogía contra el vientre los vuelos traseros de la casaca para tostarse los riñones y las nalgas. Reconfortado con el calor del fuego, el especiero se mecía adelante y atrás como si estuviera propinándose intermitentes baños de calor en las posaderas.

    —Luego, como es natural —seguía, desorbitando los ojos con fingido asombro—, tú te paseas por el barrio tosiendo como una cabra de los Dolomitas. Quienes te escuchan comentan la ineficacia de los remedios preparados en esta ilustre especiería, incapaces de calmar los estertores de sus propios operarios. ¿Te das cuenta de dónde vamos a parar?… Te lo voy a repetir. Vamos derechos al descrédito y la ruina. ¿Y a ti?… ¡Ah!... A ti te conducirá directamente a una de las puertas del Santo, donde te quedarás tirado por los suelos como la boñiga de una mula y la mano tendida hacia la caridad de los fieles.

    El maestro acompañaba sus palabras con gestos de inmensa tristeza, alargando el brazo hacia un supuesto cortejo de invisibles feligreses.

    Había que reconocer que, cuando vaciaba debidamente la vejiga, el especiero seguía siendo un consumado comediante que en su lejana juventud había actuado con cierto éxito en las Momarie venecianas. El propio cirujano Trincavelli, que tenía la desconsiderada costumbre de bromear durante sus estremecedores sondajes, comentaba que uno de los disfraces que acostumbraba usar el especiero en Carnaval era el de pérfido mandarín de la China. El maestro se pintaba ojos rasgados, se depilaba las abundantes cejas, teñía su rostro de amarillo frotándose la piel con raíces de rubia y se pegaba a los dedos largas y retorcidas uñas postizas que entrechocaba con deleite, antes de pasearlas por el cuello de las asqueadas damas.

    —Encima, serás afortunado —aseguraba Finchi balaceando la cabeza con los ojos vueltos hacia el techo de la botica.

    En semejante trance, el especiero parecía uno de esos santos mártires del Coliseo romano que aparecen en los frescos de los templos, absortos en la contemplación de los Cielos mientras un león melenudo, tumbado a sus pies y con el cabezón graciosamente ladeado, les mordisquea el tobillo.

    —Pero que muy afortunado —insistía el maestro siguiendo con su balanceo adelante y atrás—. Porque los cristianos que abarrotan la basílica de nuestro amado Santo Antonio son la flor de la caridad y la esencia del amor al prójimo.

    —Aunque no pienses que estarías tirado en el suelo por mucho tiempo —continuaba—. La tos de hoy se tornará mañana en esputo sanguinolento que te hará conocer, personalmente y en alguna de las concurridas veredas del Paraíso, a nuestro venerado Antonio… A él tendrás que explicar, como patavino que eres, tantísima indolencia…Señor, Señor…

    Paolo escuchaba el sermón con la mandíbula inferior encajada contra el esternón, paseando la mirada por el suelo recién barrido para descubrir varias cagarrutas de ratón que habían escapado a los escobazos. El mancebo movía la cabeza para informar al maestro que sus palabras estaban siendo condensadas, sublimadas y subsumidas por su espíritu con la misma eficacia con la que los simples vegetales y minerales eran condensados, sublimados y subsumidos en la botica.

    El mancebo amaba y respetaba a su maestro como a un padre. Por eso, le desconsolaba comprobar que los movimientos del herborista eran progresivamente más lentos y las somnolencias más frecuentes. Él era su familia. Bueno, en realidad debería decir que nunca había conocido a otra familia que unos olvidados parientes que le alimentaron y vistieron en un lugar llamado Piove di Sacco, aunque lo hicieron a duras penas y mientras mantuvieron la salud. Un buen día, aquellas personas le hicieron un hatillo de harapos donde metieron un par de camisas parduzcas, dos pañuelos deshilachados y las calzas de invierno. Luego se lo llevaron a rastras hasta Padua y lo pusieron en manos del herborista.

    Además de los trapos que le cubrían, el niño apareció en la especiería llevando consigo únicamente la piel sobre los huesos. Era evidente que la fortuna había sonreído a Paolo ya que, de haber sido entonces rechazado por el maestro, habría terminado enjaulado en el atestado orfanato de los frailes Somascanos.

    A pesar del tiempo transcurrido Paolo nunca olvidaría las primeras palabras que le dirigió messer Lucca Finchi en aquella misma habitación: «Vienes a aprender, muchacho. Y lo que aprenderás aquí, hijo, deberás compartirlo. Porque morir sin antes transmitir es un robo y la peor de las avaricias. Avaricia más grave y capital que la del dinero ya que privas a los demás de luz y sabiduría, como aseguraba el sabio franciscano Roberto Grosseteste».

    Al principio, Paolo no entendió ni media palabra porque con once años recién cumplidos no se entiende de casi nada. Muchos años después, cuando ya lucía pelusillas bajo la nariz, ordenando la botica al final de una jornada se le entreabrieron las seseras y por la rendija se hizo camino una débil luz. Comprendió que nunca tendría otro padre, madre y hermanos que el maestro Finchi.

    Algo más tarde dedujo que aquella era su Casa. Bastante después concluyó que el destino le llamaba a ser un reputado farmacéutico y especiero, tan bueno como su maestro y similar a los tantos y tan celebrados sabios que deambularon por la llanura patavina a lo largo de siglos. Bien mirado, jamás alcanzaría la gloria del herborista Guilandino, el segundo gran Prefecto del Jardín de los Simples que tanto le gustaba visitar.

    —Ahora, al trabajo —ordenó el maestro interrumpiendo las ensoñaciones del joven.

    Finchi se dejó caer los faldones sobre el trasero recalentado y dio un par de palmadas al aire.

    —Ayer convenimos que se están agotando los comprimidos de senna y que nos falta romero para hacer Agua de la Reina de Hungría. Hay que rellenar las botijas grandes.

    Finchi dio media vuelta para deslizarse hasta el almacén de los simples y las hierbas. Al agacharse para abrir el candado de la puerta se pudo escuchar un sordo gruñido.

    —¡Vaya!... Me pregunto qué es lo que engullimos últimamente los habitantes de esta ciudad —masculló luchando con la cerradura—. Cuando no llevamos los vientres duros y atascados es porque los tenemos blandos y fluyendo como torrentes apestosos. ¿No te pasa lo mismo, Paolo?

    El ayudante no contestó. Retuvo una tosecilla discreta y se encaminó hacia la batería de albarelos rellenos de simples, encajados en los estantes por riguroso orden alfabético. En cualquier caso, tanta ventosidad y vientre suelto no se debería a la comida, rumió Paolo subiendo al escabel, sino al espanto que sentían los patavinos ante la posibilidad de verse envueltos en una sangrienta guerra contra los ateos franceses.

    Seleccionó el tarro rotulado Manna da Frassino y lo plantó en su despejada mesa de trabajo. Seguiría el consejo del maestro y se tragaría una dosis de aquélla resina violácea y amarga para templarse la carraspera. Desanudó el cordel y retiró el paño aceitado que cerraba el bocal del albarelo, introduciendo en la pasta pringosa el extremo de una varilla de madera. Diluido en medio vaso de agua de lluvia, un grumo del tamaño de un guisante sería más que suficiente.

    Cerrando el albarelo recordó a otro mancebo de botica, también llamado Paolo Romani, que doscientos años atrás había terminado por dirigir la especiería Dello Struzzo, la misma que todavía seguía abierta en el puente Barettieri de Venecia. Aquel joven tocayo había obtenido «licencia privativa» de la Intendencia de Sanidad para vender un nuevo sirope sólido de su entera invención que volvía menos nauseabundo cualquier remedio. Era una historia que a menudo le contaba el maestro, seguramente para estimular su afán de progreso. Si el tal Romani había prosperado con la simpleza de volver dulces los remedios amargos, él debería ser capaz de llegar mucho más lejos.

    En ese momento, alguien aporreó con violencia la puerta de la especiería abierta a los soportales de la Vía de la Beccherie.

    —¡Abre!... ¡Abre Paolo! —gritó el especiero desde las profundidades del almacén de hierbas—. ¡Antes de que nos echen la puerta abajo!

    —¿Quién era? —preguntó emergiendo a la botica. Encorvó la espalda para dejar caer un par de zurrones llenos a reventar y tomó con aprensión la nota que le alargaba Paolo, perfectamente doblada y lacrada.

    —Yo diría que es un novicio de San Francisco, maestro. Se ha quedado fuera esperando respuesta.

    —¿Un novicio? —preguntó con alivio alzando una ceja. Paolo se limitó a mover la cabeza a modo de confirmación.

    —¿Un novicio en la amanecida? Con prisas y que aguarda… Pues esperemos que no anuncie enfermedades en el convento que no podamos atender.

    Rompió el sello y desplegó la cuartilla que guardaba un texto apresurado, sin puntos ni comas, rematado por una firma emborronada.

    El maestro leyó la nota hasta cuatro veces y su inicial expectación se mudó en creciente preocupación. Levantó la cabeza hacia el techo con los ojos cerrados y a duras penas reprimió la maldición que retenía con los dientes apretados. Finchi corrió hasta el alto pupitre donde redactaba sus formulaciones y mojó la pluma en la tinta sepia que él mismo se fabricaba. Redactó la respuesta y la espolvoreó con una nube de polvo de arroz. Tras dar un fuerte soplido al papel lo alargó doblado al ayudante.

    —Toma… Dile al novicio que devuelva la nota a quien la firma. Luego, sé gentil y tráeme el chocolate y el agua… ¡Ay! Tenemos que hacer algo Paolo. ¡Uff!... Y hacerlo deprisa, muy deprisa…

    El maestro se exaltaba. Pocas veces había escuchado Paolo la frase «muy deprisa» brotar de su boca. Pero hacerlo dos veces seguidas y en un arrebato de nervios era todo un acontecimiento. Finchi repetía a los aprendices y meritorios que desfilaban por su botica que la preparación de los simples y los secretos requería de paciencia e interminable espera. Seleccionar las materias vegetales, animales o minerales, triturarlas hasta reducirlas a sutil polvo, tamizarlas, comprimirlas o diluirlas, sublimarlas en esencias, purificarlas, calcinarlas a fuego lento o precipitarlas eran tareas decididamente reñidas con la agitación y las prisas.

    El joven ayudante no tenía urgencia en devolver la nota al fraile. Mientras reabría el pesado portón de la calle leyó de reojo la escueta respuesta garabateada junto al lacre violado: «Terminado el Ángelus nos encontramos en la capilla del Sacramento bajo el despojo del Gattamelata. Que el Señor nos proteja. PS».

    En la calle, el novicio daba saltitos para que los dedos de los pies, mugrientos y bailando dentro de las sandalias heredadas de un monje muerto, no se le congelaran. Botando de una a otra pierna, el aterido aspirante a monje tomó el papelito de manos de Paolo y salió de estampida rumbo a la vía del Pontecorbo y al hospital de San Francisco.

    Al regresar de la cocina, con el chocolate humeante en una mano y el vaso de agua en la otra, Paolo encontró al maestro profundamente ensimismado. Sentado a la mesa de molienda, con los codos firmemente apoyados en ella se sujetaba la cabeza entre los puños apretados y mantenía la mirada fija en el armario de los cristales.

    No pareció reaccionar cuando el ayudante apartó un par de morteros de bronce para colocarle bajo la nariz el cacao perfumado con una raspadura de vainilla. El maestro se levantó de la silla con lentos movimientos para acercarse hasta el gran armario, lo abrió de par en par y alargó trabajosamente el brazo hacia el interior. Tras un preocupante tintineo de vidrios entrechocando, el brazo de Finchi regresó arrastrando el retrato del tal Gabriel Falloppio.

    Lucca Finchi apoyó delicadamente el cuadrito contra el tazón de chocolate y volvió a tomar asiento. Parecía en trance, como esas mujeres arrodilladas y dolorosamente postradas durante horas a los pies del sepulcro de Santo Antonio encadenando una oración tras otra con labios temblorosos.

    —Salve, Falloppio —murmuró al fin el especiero, rozando con la yema de su dedo corazón el rostro del retratado con la cálida familiaridad de quien deposita la mano en el hombro del amigo entrañable para hablarle cara a cara.

    —Después de dos siglos de sosiego llegan las peores amenazas y ahora…

    La voz del maestro se había quebrado. Sacó el pañuelo de la manga para sonarse sin apenas ruido y recobró la compostura mesándose las canas de las sienes.

    —No. No tienes por qué preocuparte. Nada le sucederá —afirmó sacudiendo la cabeza y golpeando reiteradamente la mesa con los nudillos para subrayar cada palabra.

    —Si es necesario le traeré conmigo de vuelta a esta Casa metido en un saco —concluyó rotundo tras de exhalar un suspiro tan largo y profundo que Paolo se preguntó si debería salir en busca del doctor Trincavelli.

    El ayudante rodeó la mesa y se asomó sobre el hombro del especiero. Se preguntaba a quién acababa de prometer hospitalidad metido dentro de un saco. Reunió fuerzas y decidió hacer la pregunta que le había aguijoneado durante tanto tiempo.

    —¿Quién era Falloppio, maestro?

    —Para unos un ángel —musitó Finchi distraído—. Para otros, un demonio. Seguramente era ambas cosas, como sucede con el resto de los hombres.

    No había probado el chocolate. El especiero bufó al levantarse y caminó hasta la escalera llevando consigo la pintura. Titubeó unos segundos ante el primer escalón y luego se volvió hacia el ayudante parpadeando.

    —Hoy no vamos a trabajar, Paolo. Necesitaré el día completo para intentar resolver una vieja cuenta pendiente. Cuelga por fuera el aviso de que hemos cerrado la botica y atranca la puerta. Sobre todo, no se te ocurra abrir a nadie.

    Iba a posar el pie en el peldaño pero se interrumpió nuevamente. Miró fijamente a Paolo y pareció sopesar sus palabras. El ayudante se mantenía a la expectativa, estudiando alternativamente la faz desencajada de Finchi y el cuadrito que le pendía al extremo de su brazo.

    —Dime, querido Paolo… ¿Desde cuándo estás aquí?... ¿Seis años? ¿Siete?

    —Se cumplirán los nueve años la semana entrante, maestro.

    —¡Nueve años!… messer Dominedio. Te has pasado la vida entre ungüentos soportando a este viejo enfermo y resulta que estás a punto de convertirte legalmente en especiero. ¡Nueve años!... Eso quiere decir… que es tiempo de proponerte como alumno al Prefecto del Jardín de Simples. Tu latín es casi perfecto y allí podrás preparar el examen final de botánica y química. Está decidido. Lo harás en las mañanas, pero seguirás trabajando conmigo por las tardes —dictaminó Finchi—. Ahora, ven arriba conmigo.

    Paolo cerró con llave el portalón tratando de digerir las últimas frases de Lucca Finchi. Recogió el chocolate del maestro, frío y medio coagulado, antes de trepar por la escalera. Los techos del primer piso eran bajos y al ayudante le parecía que aquel suelo estaba cada día más abombado que la cubierta de un navío. A pesar del renombre de la especiería, a pesar de las goteras y de la exigua capacidad de la casa para almacenar simples, a pesar de la ausencia de un huerto decente donde cultivar plantas medicinales, Finchi se había siempre negado a abandonar el vetusto caserón.

    Tanta tozudez no obedecía a falta de medios. De eso no cabía la menor duda. La consideración que siempre manifestaron por su trabajo destacados doctores de la ciudad, como el eminente Gian Francesco Pivati y su medicina práctica y eléctrica, se traducía en ingresos regulares para la herboristería. Pero en el barrio de la Beccherie habían vivido sus antepasados y el maestro tenía resuelto terminar sus días entre aquellos muros. No había nada más que añadir.

    La joven cocinera terminaba de encender la chimenea del gabinete y aún flotaban en el aire jirones de humo azulado. En un frufrú de faldas, la mujer cruzó la habitación con su habitual desparpajo, arrebató el chocolate de manos de Paolo y le pellizcó el muslo como despedida. El ayudante tosió con fuerza y el maestro, enfrascado en instalar el retrato de Falloppio sobre la chimenea, meneó la cabeza con desaprobación. El mancebo se giró velozmente hacia la joven con los ojos fieramente entornados mostrando los dientes. Ella, con la agilidad de una mala víbora, le sacó media lengua sonrosada antes de cerrar la puerta. Paolo tosió de nuevo, recordando que había olvidado en la botica el vaso de agua y la bolita de manna disolviéndose sin prisas.

    —Vamos. Siéntate en esa butaca —sugirió el maestro con delicadeza, aparentemente ajeno a la muda conversación de la pareja.

    De un manotazo, el maestro descorrió el pesado cortinón que pendía del techo arrastrando por el suelo los dobladillos cargados de pelusa. Plantado sobre un caballete de piedra, el cúbico armatoste de fundición puesto al descubierto guardaba los mejores y peores secretos del especiero. No era la primera vez que Lucca Finchi abría el arca de hierro en presencia de Paolo.

    El joven vislumbró otra vez los frasquitos con arsénicos, cicutas, acónitos, hierbas de los monjes y otros venenos que no dejan rastro. Atisbó las ampolletas de vidrio rellenas con pócimas que matan lentamente en medio de insoportables dolores, codeándose con tenebrosas combinaciones capaces de dar la muerte apenas dos latidos del corazón después de haber ingerido una única y diminuta gota. También estaban los orvietanos vomitivos, los ansiados antídotos salvadores, los opiáceos estupefactantes y las bolsas de piel infladas con el mercurio de Idrija. Todos ellos diseminados entre una multitud de paquetes y bolsitas cuyo contenido era un nebuloso misterio para Paolo. Presidiendo aquel arsenal de vida y de muerte, una elegante y hermética vasija de porcelana de Sajonia guardaba en sus entrañas una pizca de la Triaca Magna veneciana.

    El maestro rebuscó en el fondo del arcón y extrajo un par de libros manoseados que depositó en el regazo del joven. Mientras Finchi cerraba ruidosamente el arca de hierro con tres llaves diferentes, Paolo abrió el primero de los libros leyendo: Comentarii in VI Libros Pedacii Dioscoridis de Medica Materia. Tras el título, el nombre del autor, Petri Andreae, quedaba eclipsado por las descomunales letras que escribían su apellido: MATHIOLI. La vanidad del autor, o quizá el deseo de notoriedad y prestigio del propio editor, asomaba en los títulos desplegados a continuación: Senensis Medici Caesareae et Serenissimi principis Ferdinandi archiducis Austriae…

    Paolo sintió un hormigueo en las piernas y no porque se le estuvieran durmiendo bajo el peso de los libros. Aunque tenía que mejorar su latín, sabía que tenía entre las manos una de las ediciones de los Comentarios a Dioscórides de Pierandrea Mattioli, obra cumbre y crisol del conocimiento de la farmacopea y la botánica. Paolo cerró con reverencia el libro y abrió con prevención el segundo. Le sorprendió comprobar que el autor de aquellas Observationes Anatomicae se llamaba Gabriel Falloppio y que la edición estaba fechada en el año 1562.

    Paolo levantó la mirada hacia el maestro buscando alguna aclaración.

    —Tendrás tiempo para beber en esas dos fuentes de sabiduría hasta caer en la embriaguez —comentó lacónico Finchi—. En los años que has vivido en esta Casa te has convertido en un hombre y tienes que empezar a conocer los orígenes del oficio y sus secretos…

    El herborista guiñó los ojos recorriendo la habitación con la mirada antes de terminar la frase.

    —… los secretos encerrados entre estas paredes.

    El especiero había arqueado las cejas y miraba directamente a su ayudante.

    —Un día extraño. Verdaderamente, este será un día que jamás olvidaremos… No lo olvidaremos nunca —repitió hundiendo la cabeza entre los hombros

    —Si acierta la nota traída por el novicio, podemos estar en el trance que precede a la muerte del mundo que hemos conocido…

    Los labios del especiero se crisparon en una sonrisa melancólica.

    —El tiempo pasado ya no está, el porvenir no ha llegado y el presente languidece entre la vida y la muerte —decía—. Por eso, acabo de tomar una decisión. Muchas cosas dependerán de ti y ha llegado el momento de que conozcas una historia que mi familia ha guardado discretamente durante dos siglos. Entiendo que tengo el deber de transmitirte ese relato de inmediato.

    —¿Se refiere al hombre del retrato? ¿El que escribió este libro? —preguntó Paolo arrugando la frente, definitivamente convencido de que el severo aspecto que mostraba el tal Falloppio en su pintura anunciaba desgracias mucho peores de lo previsto.

    —En realidad, es la historia de dos hombres. Del eccellente Gabriel Falloppio… desde luego. Pero también de messer Melchor Wieland, a quien todos los especieros recordamos con el nombre de Guilandino.

    La cocinera no se dignó ni mirar al mancebo cuando regresó con el chocolate recalentado y el vaso de agua tibia, donde había diluido un par de cucharadas de vino dulce criado en las faldas del lejano Etna.

    Lucca Finchi había recuperado del arca de hierro otro objeto. Parecía un grueso paquete de papeles retenido por dos tapas de cuero tan recio como la suela de una bota. Las hojas estaban cortadas en octavas y se mantenían reunidas mediante cintas de tela fuertemente anudadas. Con el paquete sujeto contra el pecho, el maestro esperó a que la mujer desapareciera para dejarse caer en el sobado butacón de orejas donde roncaba las siestas.

    No lo soltó mientras paladeaba el chocolate ni cuando apuró el vaso de agua edulcorada. Se secó los labios con el pañuelo y respiró profundamente acariciando con mirada embelesada las paredes del gabinete, tapizadas hasta el techo con estantes curvados por el peso de centenares de libros y raros objetos.

    —Aquí están encerrados mis recuerdos, Paolo. Todo lo que puedes ver en esta habitación ha sido mi única familia. Soy el último Finchi de la Casa… En Padua no queda nadie tras de mí.

    El especiero escrutó la impasible cara del ayudante y aguardó interminables segundos antes de continuar. Movió el prieto paquete de hojas y lo deslizó hasta el asiento. Lo mantenía pegado a la pierna, la palma de la mano pesando sobre él como si temiera que pudiera escapar correteando por la habitación igual que lo haría un gato huraño.

    —Mi vida no ha sido como hubiera deseado —murmuraba—. En su momento no acerté en encontrar una mujer a la que amar y que me diera hijos. Aunque también es muy posible que, en realidad, no supiera buscar. Con el paso del tiempo acabé encerrado entre retortas y hierbas… Pero la química y la farmacia no ayudan a colmar el vacío de un viejo en sus últimos días.

    Paolo sintió en las mejillas el roce del pudor cuando Lucca Finchi abrió la fisura por donde se dejaba atisbar un trozo del alma.

    —Los últimos años no han sido fáciles, Paolo —confesó el especiero entornando los ojos—. Sin embargo, cuando llegaste siendo un niño pensé que, con el tiempo, quizá llegaras a asumir el legado y el patrimonio de esta Casa. Ese legado incluye una promesa… Iba a decir una promesa absurda,… Pero no. Nunca lo fue. No fue absurda entonces y no lo es ahora. ¿Imposible? Lo pareció al principio ¿Difícil de cumplir? Seguramente sí. Incluso viviendo en la libre Venecia cinco generaciones de Finchi no consiguieron la proeza de verla cumplida… Mi querido padre me transmitió el deber de hacerlo…, y ahora temo que todo se desbarate aún más y yo me siento muy cansado.

    Paolo se removió inquieto en la butaca. Le pareció que el maestro intentaba ocultar angustia detrás del torrente de palabras.

    —No debes temer. Antes de pedirte ayuda me voy a batir con las pocas fuerzas que me quedan para que esa responsabilidad no recaiga enteramente sobre tus hombros. Iba a decirte en qué consiste el sagrado compromiso de los Finchi, pero prefiero que lo descubras por ti mismo conociendo la vida de dos personas entregadas a devolver la salud a sus semejantes. Tienes que saber en qué circunstancias se encontraron, cómo se juraron eterna amistad y cómo era el mundo que les tocó vivir entre bajo este mismo techo. Porque… querido Paolo,… esta fue la Casa del eccellente Falloppio y del cultísimo Guilandino.

    —¿El hombre del retrato vivió aquí? ¿Es un antepasado? —exclamó Paolo sorprendido.

    —No precisamente. Te ruego que no me interrumpas y escuches con atención.

    El ayudante se recostó contra el respaldo de la butaca y aguardó impaciente. Reconocía que su maestro poseía el apreciable don de interesar sin cansar y de explicar sin complicar. El fuego de la chimenea crepitaba irradiando un reconfortante calor.

    —Tú y yo, por el hecho de haber nacido en Padua y seguir viviendo en ella, somos ciudadanos ordinarios de la República de Venecia. Pero esto no siempre fue así. De hecho, la llanura patavina antes formaba parte de la Señoría de los Carraresi quienes, a su vez, se la habían arrebatado a los señores de Verona y, anteriormente... Pero, en fin, de eso hace más de cuatrocientos años…

    —¿Y antes de pertenecer a los bellacos de Verona?

    —Si me interrumpes no acabaremos nunca… Y ya me dirás qué tienes tú contra los de Verona. Una ciudad por donde jamás arrastraste las alpargatas…

    El ayudante no necesitaba pisar las calles de Verona para saber que sus habitantes estaban completamente locos, mientras que sus vecinos, los de Vicenza, no pensaban en otra cosa que no fuera llenarse la barriga. Ya lo cantaba el refrán popular:

    Veneziani gran signori

    Padovani gran dottori

    Vicentini magna gatti

    Veronesi tutti matti

    —Por esos tiempos —suspiró el especiero retomando su lección de historia—, la guerra era negocio de capitanes de ventura, expertos en destripar y decapitar hombres, mujeres y niños a cambio de un

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