El ocaso de Occidente
Por Antonio Elorza
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Antonio Elorza cuenta el fin de una ilusión, la de un imperialismo americano reinante a escala universal, y el resultado de su fracaso:
el auge de dos imperios cuyo objeto es provocar el ocaso de Occidente.
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El ocaso de Occidente - Antonio Elorza
Antonio Elorza
El ocaso
de
Occidente
DEL SUEÑO AMERICANO AL REGRESO
DE LOS IMPERIOS (2001-2023)
© Antonio Elorza
© 2023. Editorial Renacimiento
www.editorialrenacimiento.com
polígono nave expo, 17 • 41907 valencina de la concepción (sevilla)
tel.: (+34) 955998232 • editorial@editorialrenacimiento.com
Diseño de cubierta: Equipo Renacimiento
Ilustración de cubierta: Raúl (raulrevisited.com)
isbn ebook: 978-84-19791-59-7
El sentido de un libro
Que veinte años no es nada!», nos decía el viejo tango. Y en efecto, al asomarse el mundo al nuevo siglo, parecía consolidarse la estabilidad mundial, tras las conmociones registradas en la última década del milenio. Nadie dio demasiada importancia al relevo de Yeltsin por el desconocido Putin, China seguía progresando según la fórmula de Deng Xiaoping con el acuerdo favorable a todos de la recuperación de Hong Kong, en fin, la tragedia de Yugoslavia acababa de ser superada y venía a confirmar el papel de la OTAN y de los Estados Unidos, guardianes autodesignados para regular las tensiones que podían aparecer. El espejismo de una prolongada hegemonía de los Estados Unidos dio entonces lugar a la utopía conservadora del «nuevo siglo americano». Solo el ascenso del terrorismo islámico creaba cierta preocupación, pero sin que muchos creyeran que la declaración de guerra a los Estados Unidos de Osama bin Laden iba a convertirse en una realidad.
Sin embargo, sobrevino el 11-S. Las dos nuevas décadas no contemplarían el fin previsto de un dominio indiscutible de los Estados Unidos sobre el Oriente Próximo, a excepción de Irán, sino una sucesión de estallidos, miedos y errores, que en solo cuatro años, entre 2001 y 2005, hicieron temer la consolidación de una nueva guerra mundial de nuevo tipo, asimétrica y expansiva, que pusiera a prueba la resiliencia de Occidente. Sobre este telón de fondo, los errores norteamericanos, singularmente con la invasión de Irak –mitad crimen, mitad estupidez–, hicieron nacer una amenaza regional, el Estado Islámico, convertido además en plataforma para la irradiación del terrorismo mundial. Las expectativas suscitadas por la Primavera Árabe, con la fusión de islam y democracia, fueron abortadas e incluso generaron nuevos focos de guerra e inestabilidad.
La crisis también fue endógena y afectó desde 2008 a la totalidad del mundo capitalista, empezando por los norteamericanos que dejaron de soñar con su nuevo siglo, a pesar de las esperanzas depositadas en Obama. Los cambios registrados, de raíz tecnológica y económica, pusieron al descubierto el fin de la feliz era industrial de la segunda mitad del siglo XX. Al «trabajador opulento» sucedió una sociedad líquida, de individuos aislados que tratan de sobrevivir en un marco cambiante. La digitalización sirvió de instrumento de cambio y también de paro. Y lógicamente se resintió la democracia representativa, acusada por la mayoría de constituir una esfera de poder blindada al servicio de los grupos dominantes y resultar inservible para las necesidades de la mayoría. Fue lo que se denominó «el cansancio de la democracia». Consecuencia: los populismos, de los que tenemos una buena muestra en España.
Como hubiese escrito Baltasar Gracián, no era tiempo de utopías, sino para una moral de adecuación. Resulta útil el flashback para comprobar que en la segunda mitad del siglo XX, fracasó el brote utópico de 1968, fruto de una venturosa posguerra y útil, eso sí, para una transformación en las costumbres, liberando la sexualidad, desenterrando el tema de la emancipación de la mujer y apuntando una nueva mirada a la conservación del medio. Pero en el plano político, solo siguió un repliegue conservador. Paralelamente, desde 1968 quedaba clara la obsolescencia y el carácter irreformable del llamado «socialismo real»: el sistema soviético experimentó una prolongada agonía, certificada con el desplome de la URSS. El camino parecía abierto para la hegemonía norteamericana; hoy sabemos que no fue así.
Las consecuencias de la nueva coyuntura, depresiva para Occidente, se registraron tanto en el orden estrictamente político interno, como en las relaciones internacionales de poder, en el marco de la globalización. En lo primero, el descontado triunfo generalizado de la democracia, previsto hace veinte años, ha cedido paso, no solo al mencionado retroceso en la cohesión de las sociedades que siguen siendo democráticas, sino a la gestación de movimientos dirigidos a la restricción de las libertades y del pluralismo. Tanto en América como en Europa y Asia, es tiempo de posfascismos.
Y como el poder no admite el vacío, la crisis de la hegemonía de los Estados Unidos ha tenido como contrapunto el regreso inesperado de los viejos imperios. Favorecido por su imparable crecimiento económico el de China, y en un nacionalismo belicista el de Rusia. En ambos casos, las dictaduras políticas conforman sociedades orwellianas para sus ciudadanos, y por añadidura proyectadas agresivamente hacia el exterior. En menor medida, esta resurrección de los imperios, de signo autocrático, implica asimismo a las democracias en crisis de Turquía e India. La proyección agresiva es de sobra visible en los dos primeros casos, y ahí están la invasión de Ucrania por Putin y la amenaza permanente de China sobre Taiwán para probarlo.
El reto afecta a Occidente, y al futuro mundial, en la medida que desde febrero de 2022 se dibuja un nuevo orden bipolar en las relaciones de poder, con un reto, no solo a la hegemonía USA, sino a la supervivencia pacífica de las sociedades que preservan el sistema de valores anclados en los derechos del hombre. Claro que con el regreso de Donald Trump a la presidencia de los Estados Unidos esa destrucción desde el exterior no será ya necesaria.
Los ensayos recogidos en este libro de título spengleriano, conscientemente pesimista –para americanos y europeos, también para rusos y chinos–, tratan de reflejar esa trayectoria. La mayoría fueron publicados en los diarios El País y El Correo de Bilbao, y los más extensos en Claves de Razón Práctica y en Letras Libres. En apariencia, son fragmentos; en intención, quieren ser espejos de una realidad cambiante bajo el signo de la continuidad en ese cambio, que se desarrolla entre los meses que siguen al 11-S y la invasión de Ucrania. No he tenido que rectificar ninguna de mis visiones, tal vez porque son acertadas, más posiblemente porque suelo aferrarme a mis propios errores. El lector juzgará.
Madrid, 20 de marzo de 2023
(XX aniversario de la invasión de Irak)
EL «NUEVO SIGLO AMERICANO»
1. El imperialismo americano y su sombra
La oscilación del péndulo: de Carter a George Bush Jr.
La sensación de fracaso después de la presidencia de Jimmy Carter condicionó notablemente la evolución posterior de la estrategia de los Estados Unidos como primera potencia mundial. A favor del descrédito provocado por la derrota en el Sureste asiático y por los escándalos que marcaron la etapa final de la era Nixon, Carter creyó posible la compatibilidad entre el mantenimiento de la hegemonía norteamericana y una actuación moralizadora, en ocasiones progresista, tendente a favorecer tanto la distensión como la desnuclearización, plantear a escala mundial el respeto de los derechos humanos y propiciar la expansión de la democracia. La coordinación entre los Estados Unidos, las grandes democracias occidentales y Japón tendría como contrapunto el establecimiento de una nueva relación con la China de Deng Xiaoping. La autoridad conferida a Washington por su poder militar había de ser empleada, antes que en empresas expansivas, en buscar soluciones evolutivas a los principales conflictos, como el de Oriente Próximo. En este sentido, la conferencia de Camp David, con el tratado de paz entre Israel y Egipto, fue el emblema afortunado de esa nueva política orientada a la consolidación de la paz.
Camp David fue también la muestra de las limitaciones de un enfoque político en exceso apegado a la búsqueda de resultados a corto plazo y apoyado en un nivel sorprendentemente bajo de información. Ni Carter ni sus asesores percibieron que la transigencia de Menahem Begin hacia Egipto era una entrega de calidad a cambio de la cual Israel iba a desarrollar tranquilamente su política de asentamientos en Cisjordania. Mucho más graves resultaron tales insuficiencias al abordar la crisis de Irán, en el curso de la cual Carter se fijó el doble objetivo de respaldar al Shah y favorecer una eventual democratización, rechazando, hasta que fue demasiado tarde, la salida de una restauración del orden a cargo del Ejército. En sus memorias, un asesor privilegiado del presidente, Zbigniew Brzezinski, nos cuenta que los servicios de información no se enteraron de la enfermedad del Shah ni dieron importancia al auge que iba cobrando el fundamentalismo shií. Luego Carter y su secretario de Estado vacilaron ante la solución de fuerza y llegó el derrumbe de la posición estratégica en Oriente Medio, con Irán en manos de unos ayatolás inflamados de odio al Gran Satán norteamericano. Por otra parte, la visible preferencia por la negociación hizo predecible una ausencia de respuestas militares, pronto aprovechada por unos oponentes más agresivos. La URSS avanzó sus peones en África, con la ayuda de Cuba, y sobre todo invadió Afganistán. En fin, el desastre iraní tuvo un penoso epílogo con la ocupación de la Embajada americana en Teherán más la consiguiente toma de rehenes, a los que Carter intentó sin éxito rescatar en una rocambolesca operación con empleo de ¡seis helicópteros! No faltó la última humillación, al liberar Jomeini a los secuestrados coincidiendo con la toma de posesión del sucesor de Carter, Ronald Reagan.
Brzezinski establece un balance claramente positivo de la gestión de Carter en la esfera de la política exterior: «En cuatro años, su administración contribuyó significativamente a la paz mundial, a una mayor justicia global y a una mejor seguridad nacional. Gracias a Jimmy Carter, América fue vista de nuevo como heraldo del valor tradicional de la libertad, después de los años de Watergate y de Vietnam. Esta es una baza en los asuntos mundiales que los cínicos se equivocan al menospreciarla». Sin embargo, bajo el liderazgo de Ronald Reagan, esos cínicos ganaron las elecciones, sobre la base de que lo importante no era la mejoría en el clima político internacional. Contaban los reveses puntuales sufridos y la sensación de impotencia ante el avance de posiciones del bloque soviético. Teherán, Afganistán, Nicaragua, marcaban una tendencia hacia el declive que era urgente invertir. América no podía ser despreciada del modo que lo hicieran los islamistas iraníes, y la política de conquistas paso a paso de la urss debía ser respondida con una alternativa global, poniendo en juego los muy superiores recursos tecnológicos y económicos de los Estados Unidos. Emblema: la puesta en marcha del programa llamado «guerra de las galaxias». Los derechos humanos dejaron de contar, lo mismo que los análisis sobre los efectos indirectos que determinadas opciones pudieran provocar: caso del apoyo a la agresión de Irak a Irán o de la apuesta por el islamismo en Afganistán. El enemigo principal era el comunismo soviético, en sus distintas manifestaciones, y para combatirlo era lícito incluso tratar con otros adversarios (caso Irangate). Al mismo tiempo, volvía a la actualidad un nacionalismo norteamericano que exaltaba el destino histórico de la gran potencia y legitimaba de antemano sus actuaciones, enlazadas de nuevo con los intereses de los grandes poderes económicos. «Estados Unidos será gobernada como la Chrysler», había pronosticado un intelectual demócrata. Por lo menos, lo fue de modo estricto al servicio de las principales corporaciones, con la consiguiente proyección imperialista. De momento esta dirección quedó bloqueada por la primacía otorgada al desgaste del bloque soviético, si bien probablemente comenzaron entonces a elaborarse los elementos del modelo de dominación ahora en vigor. Tras agotar sus mandatos Reagan, el colapso del comunismo se limitó a producir una sensación de euforia, confirmada por la victoria en la guerra del Golfo. Es entonces cuando, en un arranque utópico, George Bush padre sueña con el establecimiento de un «nuevo orden internacional», auspiciado por la gran potencia que ejerce un monopolio parcial en cuanto a los recursos militares a escala planetaria. El final de la historia, esto es, de la prolongada confrontación entre capitalismo y socialismo, encarnados en las dos grandes potencias de la Guerra Fría, abre la puerta a las expectativas de una paz mundial.
La victoria incompleta en Irak de 1991 fue el punto de origen, no de eventuales reflexiones sobre la pax americana, sino de una formulación neoconservadora del imperialismo estadounidense, amparada en el orgullo derivado de la demostración de fuerza, pero fruto al mismo tiempo de la frustración por no haber acabado la tarea de derrocar a Sadam Husein. La conjunción de ambos sentimientos desembocó de forma natural en la exigencia de definir una estrategia propiamente americana, reflejo del potencial militar de los Estados Unidos, y no limitada, como ocurriera en la crisis de Kuwait, por ataduras internacionales. El pionero del nuevo planteamiento ofensivo fue un distinguido profesor del Instituto de Estudios Avanzados Internacionales en la Universidad John Hopkins, el mismo Paul Wolfowitz que entonces era ya subsecretario de Defensa y luego sirvió como número dos de Donald Rumsfeld en el Departamento de Defensa. El informe redactado por Wolfowitz en 1992 planteaba como primer objetivo evitar que tras el desplome de la URSS surgiera una potencia rival de los Estados Unidos, debiendo estos recurrir a las medidas preventivas que fueran precisas para evitarlo, poniendo los propios intereses por encima de toda consideración internacionalista. Las pretensiones de liderazgo mundial democrático a cargo de Clinton no iban sino a confirmar la impresión conservadora de que los recursos norteamericanos eran insuficientemente utilizados para el despliegue de una política de hegemonía acorde con la globalización, más aún cuando a lo largo de los años noventa la aplicación de los medios informáticos y, gracias a ellos, de la tecnología armamentista producían un incremento espectacular de superioridad militar de los Estados Unidos, paralelo al del poder blando ejercido a escala social y substrato del poder duro resultante de las armas y de la política.
En 1997, aún con Bill Clinton en la presidencia, la iniciativa lanzada años atrás por Wolfowitz desemboca en la formación de un colectivo orientado a esforzarse para hacer realidad «el liderazgo global» de los Estados Unidos. Se trata del Proyecto para un Nuevo Siglo Americano (PANC), que nace con el propósito explícito de actualizar la línea política trazada bajo la presidencia de Ronald Reagan frente a la «inconstancia» de la política de Clinton, con sus recortes al presupuesto de Defensa y el predominio de las consideraciones económicas sobre las estratégicas. Las biografías de los firmantes de la declaración de principios del PANC, con hombres como Dick Cheney, Rumsfeld o el propio Wolfowitz, a quienes encontraremos en primera fila del gobierno de George Bush Jr., subrayan esa continuidad con el expansionismo ultranacionalista de los tiempos añorados de Reagan. Cortadas temporalmente las carreras políticas de los más veteranos, jóvenes brillantes en su día con la presidencia de Nixon –en la que Rumsfeld fue el más joven secretario de Defensa de la historia norteamericana–, ocuparon posiciones destacadas en el mundo empresarial hasta que Reagan les convocó para el ejercicio del poder. La exaltación nacionalista de la grandeza de América se fundía con la voluntad de servicio a los intereses económicos dentro de una perspectiva estrictamente militarista. El viejo lema se transformaba en Bussiness and weapons, fifty. fifty. La prioridad correspondía al incremento del gasto militar, todo lo que fuera necesario para garantizar el predominio de los Estados Unidos en cualquier escenario. Seguían el fortalecimiento de los nexos con los aliados, léase subordinación de estos, la confrontación con «los regímenes hostiles a nuestros intereses y valores» –lo primero es lo primero–, la promoción de la causa de «la libertad política y económica», a efectos de construir un orden internacional «acorde con nuestra seguridad, nuestra prosperidad y nuestros principios» (de nuevo, la jerarquía cuenta).
Por confusas que resultaran las manifestaciones de Bush padre acerca del establecimiento de un nuevo orden internacional, el giro dado por sus colaboradores en el fin de siglo introduce una perspectiva bien diferente. No estamos ante los buenos propósitos de conseguir la materialización de valores universales, como la paz o la justicia, sino ante la definición de una estrategia imperialista ajustada a las relaciones de fuerza en el marco de la globalización. La potestas americana se construye a partir del monopolio de la fuerza militar, proyectándose sobre las esferas política y económica, y haciendo abstracción de todo límite jurídico o institucional. Incluso los principios, al ser evocados, se sitúan en último lugar por debajo de los intereses y de las exigencias de seguridad y de prosperidad. Emerge un sistema solar en el cual, en torno al astro rey, únicamente tienen cabida, como en los viejos pasaportes del franquismo para «Rusia», los países satélites. Al nacer el PANC el 3 de junio de 1997 eran sólo ideas, compartidas por otras instituciones ultras, tales como el American Enterprise Institute (AEI), entre cuyos miembros destaca el activo propagandista Richard Perle, a quien Bush hijo hará presidente del Consejo Nacional de Defensa. La más que discutible victoria electoral de este segundo Bush creará las condiciones para convertirlas en directrices de la política exterior, con el ascenso de sus promotores a posiciones de primera fila en el gobierno (aun cuando en los primeros meses de 2000, con el único punto caliente de la confrontación entre Israel y Palestina, nadie hubiera pensado que iban a tener ocasión de ponerlas en práctica). Lo que los analistas de los movimientos sociales llaman «estructura de oportunidad política» había de llegar, sin embargo, en forma inesperada y trágica, con los atentados del 11 de septiembre.
11-S: La coartada
Las líneas de la ofensiva estaban trazadas con anterioridad. Justo en septiembre de 2000 el PANC hace público su informe «para la reconstrucción de las defensas de América», con Thomas Donnelly, un estratega del AEI, como autor principal. El texto se limita a desarrollar el planteamiento inicial de Wolfowitz, en el sentido de que la presencia norteamericana en Irak responde a intereses propios, antes que al objetivo de derrocar a Sadam Husein. La posición de Estados Unidos es comparable a la de un gran maestro de ajedrez que está disputando partidas múltiples en una escena mundial desde una posición inicial superior que inexcusablemente debe llevarle a contar las partidas por victorias. No tiene rivales capaces de poner en cuestión su hegemonía y tampoco debe permitir que surjan, ni que sobrevivan los viejos adversarios. Por eso hay que rematar la tarea iniciada en 1991, y luego interrumpida, contra el dictador iraquí.
Estas premisas permiten entender el extraño curso de los acontecimientos a partir del 11-S. Los atentados producen una conmoción enorme a escala mundial, pero son vividos en el país víctima a los acordes unánimes del God bless America! Bush apuesta sin reservas, y con enorme éxito dentro de la Unión, por tocar a fondo la veta sentimental de un pueblo al que la desgracia refuerza en su condición de protagonista excepcional de la historia. A partir de ese momento, el dolor de los norteamericanos se convierte en el agente de legitimación de una respuesta sin límites predecibles. Otro tanto ocurre con el alcance de la declaración de guerra mundial al terrorismo. Sin lugar a dudas, hay en este planteamiento mucho de reacción justificada. Los hechos fueron horribles y pusieron de manifiesto la existencia de una amenaza a escala mundial contra todo Occidente, y de modo específico contra su país-vanguardia, los Estados Unidos. La exigencia consiguiente de solidaridad y de cooperación por parte de los aliados occidentales no pudo extrañar a nadie, y por ello solo una minoría insignificante de la opinión pública mundial expresó críticas respecto de la decisión norteamericana de intervenir militarmente en Afganistán, prescindiendo de las Naciones Unidas. Las cosas estaban claras. Para quien quisiera verlas, la organización Al Qaeda, encabezada por Osama bin Laden, tenía una residencia privilegiada en Afganistán, bajo la protección de sus aliados talibanes. Nada hubiera sido más estúpido que aguardar a que los protagonistas y los cómplices del megaterrorismo de Manhattan preparasen los medios para escapar al castigo o para ejercer de nuevo la barbarie. Otra cosa es que las condiciones de Afganistán disten de ofrecer una base sólida para restaurar el equilibrio en la zona que los soviéticos hicieron saltar en 1979. Pero, a continuación, ¿por qué lanzarse sobre Irak?
Una primera explicación apunta a la invasión de Irak como medio para ocultar el fracaso en la lucha que a lo largo de más de un año ha llevado a cabo el gobierno norteamericano por destruir el entramado de Al Qaeda, más allá de la acción militar en Afganistán. Los terroristas habían perdido su base de operaciones, lo que sin duda es importante, pero en líneas generales la estructura de la organización mundial del terror islámico no parece haber sufrido daños mortales. En el verano de 2002, un experto de la Rand Corporation cifraba en dieciséis mil los componentes de esta red planetaria, cuya organización financiera seguía indemne. Ahora la cifra estimada ha pasado a dieciocho mil. De Bin Laden, al-Zahuahiri y otros miembros del equipo dirigente, ni noticia. Había, pues, que buscar otro blanco, y ninguno mejor que Sadam Husein, el cual, a falta de conexiones con Al