La mecedora de Beckett: Enunciados de lo indecible
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La obra incluye sendos trabajos pictóricos de otros tantos creadores cántabros: Jesús Alberto Pérez Castaños, Rafael Leonardo Setién, Eloy Velázquez, Pelayo Fernández Arrizabalaga, Carlos y Sofía Abascal Peiró.
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La mecedora de Beckett - Fernando Abascal
I. ANTES DE (LA) NADA
Samuel Beckett estrenó en 1981 Rockaby, su primera obra teatral en verso y uno de sus monólogos para mujeres más intensos. Escrita en inglés, su título, traducido a nuestra lengua como Nana, remite a las canciones de cuna. En este drama, una mujer prematuramente envejecida y despeinada, con unos grandes ojos en su rostro blanco e inexpresivo, enlutada con su mejor negro e identificada como 'W' (inicial de «mujer» en inglés), agoniza junto a una ventana en la soledad de una habitación en penumbra. Permanece sentada en una mecedora mecánica –unos brazos al fin–, un recurso reiterado en las obras de Beckett y de fértil simbolismo –senectud, sosiego, paso del tiempo, sueño, ritmo, latido, etc.– que el autor utilizó por primera vez en su novela Murphy (1938).
La mujer escucha una voz femenina en una cinta pregrabada que se identifica como 'V' (inicial de «voz» en inglés) y que, tal vez, represente el fluir sonoro de su propia conciencia. La voz narra la vida solitaria y dolorida de esta anciana que, acunada por el vaivén del balancín y por el tono sosegado de las palabras de la cinta, recuerda a su madre muerta, otra como ella misma. Sospechando que su existencia está a punto de acabar, al inicio de cada una de las cuatro secciones de la obra, la mujer repite, a modo de plegaria o demanda infantil, More («Más»), tal vez para dilatar su final y seguir escuchando la voz de la cinta. Tengamos en cuenta que la recurrencia, el reforzamiento de los enunciados mediante su repetición, es una de las estrategias literarias más empleadas en la escritura beckettiana. El final de la pieza, abierto y ambiguo, no nos permite saber si la anciana, en el fondo una niña perdida que está buscando a su madre, se ha dormido o ha fallecido.
Pongamos, amable lector, que es el mismo Samuel Beckett quien se balancea en su mecedora y quien, desde dentro y desde fuera de sí mismo, en una dislocada alteridad y cuestionando el sistema de representación del lenguaje, nos habla a ti y a mí –¿qué es hablar?– de la imposibilidad de toda tentativa de comunicación verbal, de lo fallido de nuestras percepciones y de la defunción de la esperanza, toda una poética del silencio y del fracaso, ese credo estético del fracasa mejor que enunció en su breve novela-poema Rumbo a peor (1983) y que nos recuerda, salvando distancias y propósitos, el título de un libro de ensayos, El divino fracaso (1918), de nuestro incomparable Rafael Cansinos-Assens.
Imaginemos que es Samuel Beckett quien, en 1989, año de su fallecimiento, solo en la habitación que con monástica sencillez ocupaba en una residencia de ancianos municipal de París, persevera tercamente en su capacidad de decir, de seguir hablando, ese aún, di aún, palabras con las que comienza la novela anteriormente mencionada, una de las más profundas reflexiones sobre el lenguaje y la muerte escritas en el siglo XX.
Resulta imposible cercar la obra abierta de Beckett o inmovilizar su escritura, una escritura de penuria que asedia la razón narrativa y en la que es más importante el decir que lo dicho; que se resiste al análisis –«que nadie busque símbolos donde no los hay», afirma la voz que cierra su novela Watt (1945)– y que se sitúa en el límite mismo de la comunicación. Y es que Beckett rechaza que sus obras sean discutidas en términos de reductoras claves hermenéuticas; antes bien, juega desde la parodia y la ironía con la inestabilidad de los significados y se empecina no solo en incomodar a los lectores y a los críticos, sino en derrocar el estatuto del autor y de la propia literatura.
Sentados, pues, junto al octogenario Beckett en su mecedora, una naturaleza muerta que, plena de connotaciones, tanto nos remite al propio escritor y a su escritura repetitiva como a la forma y estructura de su obra, pongámonos a la escucha de esa voz preafásica y escindida que, aun sabiendo que ha perdido el aval de las palabras, no solo dialoga con nosotros y nos interpela, sino que lo hace consigo misma y con los personajes que en ella se manifiestan, su gente, como el autor los denominaba.
Excavemos, como él hizo, en sus textos cada vez más breves y enigmáticos, en las toperas y en los desagües de la lengua, en las ranuras de lo entredicho. Cortemos el cordón umbilical que anuda lenguaje y realidad y descendamos a través de los albañales de las palabras, hasta ese fondo de silencio mineral en el que solo brilla el resplandor de lo innombrable.
Este breve volumen no es