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A la sombra de Juan Manuel de Rosas: Historia secreta de la supresión de la Compañía de Jesús en Buenos Aires
A la sombra de Juan Manuel de Rosas: Historia secreta de la supresión de la Compañía de Jesús en Buenos Aires
A la sombra de Juan Manuel de Rosas: Historia secreta de la supresión de la Compañía de Jesús en Buenos Aires
Libro electrónico388 páginas6 horas

A la sombra de Juan Manuel de Rosas: Historia secreta de la supresión de la Compañía de Jesús en Buenos Aires

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En los años treinta del siglo XIX, bajo el gobierno de Juan Manuel de Rosas, se desarrolla un inesperado conflicto entre los jesuitas, recién llegados a Buenos Aires, y el Gobernador que pretendía convertir a aquellos en instrumentos de su poder. No lográndolo, decretó su expulsión.

El padre superior Mariano Berdugo, en un largo informe —la Historia secreta—, responde y da cuenta de lo sucedido, justifica su proceder y explica cómo el enfrentamiento con Rosas dividió a su comunidad.
IdiomaEspañol
EditorialEditorial UFV
Fecha de lanzamiento12 jun 2021
ISBN9788418746147
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    A la sombra de Juan Manuel de Rosas - Francisco Javier Gómez Díez

    Abreviaturas

    AESI-A Archivo de España de la Compañía de Jesús en Alcalá de Henares.

    AHL Archivo Histórico de Loyola.

    ARSI Archivo Romano de la Compañía de Jesús (Roma).

    Introducción

    Restaurada la Compañía de Jesús en 1814 por el papa Pío VII, habrían de pasar más de veinte años antes de que se establecieran los primeros jesuitas en las repúblicas iberoamericanas.¹ La situación europea lo había condicionado todo. En los momentos iniciales de su nueva andadura, la Compañía había concentrado todos sus esfuerzos en Europa y, contando con el apoyo de Fernando VII, fue multiplicando sus sujetos y casas en España.

    Muerto el rey e iniciada la Revolución liberal, la situación de los jesuitas volvió a complicarse en la antigua metrópoli. En abril de 1834, el liberalismo moderado ocupó el poder, mientras los grupos más exaltados del progresismo multiplicaban los motines callejeros. El 17 de julio, fueron asesinados en Madrid 78 religiosos, entre jesuitas, franciscanos, dominicos y mercedarios. Un año después, el 4 de julio de 1835, el Gobierno moderado del conde de Toreno decreta la supresión de la Compañía. Por entonces, había en España 363 jesuitas.² Fue conveniente distribuir a los novicios y a los estudiantes en diversas comunidades de exiliados —en Francia, Bélgica y la península itálica— para que continuaran su formación. Cubierta esta necesidad, en España seguía habiendo un número importante de sujetos formados. Era el momento de considerar las posibilidades que se abrían en América.

    Llegadas a oídos del prepósito general —por entonces Jan Roothaan— las propuestas argentinas, recomendó al provincial de España ser «antes largo que corto en el número de los que a ella destinara».³ La orden fue atendida: las expediciones se sucedieron con destino a Buenos Aires con una frecuencia y un número de sujetos que no volverán a verse en todo el siglo XIX. Las dificultades en España y las esperanzas que despertó Juan Manuel de Rosas lo explican.

    Al margen del caso mexicano, que tiene desde su origen una evolución diferente, y solo muy tardíamente establece colegios de forma sólida, el discurrir de la misión jesuita en la América del siglo XIX está estrechamente unido a la historia de España, al depender las misiones americanas de las provincias peninsulares. Es posible distinguir tres fases:⁴ entre 1835 y 1863, la provincia de España centra sus actividades en la Argentina (1836-1848) y en Nueva Granada (1845-1850), y, expulsados de ambas repúblicas, en Guatemala (desde 1850) y Cuba (desde 1852); entre 1863 y 1880, la provincia de España se divide, y de la provincia de Aragón dependerán las misiones de Filipinas, Argentina, Chile y Uruguay, mientras que la de Castilla gobernó el resto de América; por último, a partir de 1880, cuando la provincia de Castilla es nuevamente dividida, a la nueva provincia de Castilla se le encomiendan las misiones de Cuba, Centroamérica y Colombia, y a la de Toledo, las de Ecuador, Perú, Bolivia y Puerto Rico. Al mismo tiempo, comienza progresivamente a reducirse el porcentaje de misioneros españoles en América.

    En agosto de 1836, llegó a Buenos Aires el primer grupo de jesuitas; los caracterizaba la confianza, si no el entusiasmo, como prueban las cartas de su superior, Mariano Berdugo. El apoyo de monseñor Escalada y los decretos del Gobierno de 26 de agosto —restableciendo la Compañía «conforme a su regla»— y 7 de diciembre de 1836 —autorizándola a abrir colegios y prometiendo un mínimo apoyo económico— justificaban el optimismo. Berdugo tenía claros los objetivos y, con la misma claridad, se los expuso a Rosas: declara su intención de establecer una provincia contando con sujetos que serían enviados desde Europa y solicita ayuda del Gobierno, «atendiendo a los fines que este se propuso cuando llamó a la Compañía». Está convencido, y así lo declara, de que las ventajas que la Compañía pueda reportar a la sociedad dependen de que se establezca según su regla, poniendo en marcha sus característicos ministerios y contando con un colegio, sólidamente dotado, como centro de operaciones en toda la República.

    El gobernador de Buenos Aires los recibió con agrado y, gracias a su apoyo, pudieron abrir un colegio, administrar su antigua iglesia, poner en marcha un pequeño seminario y, posteriormente, otro colegio en la ciudad de Córdoba. La misión de Buenos Aires pasó a ser viceprovincia en 1838, dependiente de la provincia de España, por decreto del padre Jan Philipp Roothaan, vigésimo primer prepósito general de la Compañía. En 1841, tenía unos cincuenta miembros, con algunos novicios del país.

    Pese a las esperanzas iniciales, comenzaron pronto a surgir los problemas con Rosas. Pretendía este hacer de los eclesiásticos instrumentos de su autoridad.⁶ En 1840, la situación se ha vuelto insostenible para el padre Berdugo. Huye de Buenos Aires y, tras la posterior expulsión de sus compañeros, se decide a escribir Historia secreta de la supresión de la Compañía de Jesús en Buenos Aires, en 10 de octubre de 1841, escrita dos años después por el superior de la misma.

    Contexto e interés de una crónica

    Diversos rasgos hacen de la Historia secreta un documento de gran interés. Su autor, el padre Mariano Berdugo, según escribe en sus primeras líneas, pretende responder a las calumnias vertidas contra los jesuitas, explicar a sus súbditos las decisiones que había tomado y ayudar —cuando otros emprendan esta tarea— a la redacción imparcial de la historia. Lo hace, además, desde el recuerdo de los antiguos padres, con los que se identifica, y —desde un aparente prurito historiográfico— narrando únicamente lo que pueda probar con documentos o testimonios fidedignos. Aunque esta declaración podría hacer pensar en una obra llamada a ser publicada, se trata de un documento privado destinado a sus superiores. Si las presiones de Juan Manuel de Rosas y la resistencia jesuita son uno de los ejes de la Historia, el otro, más importante para Berdugo, es el efecto que esto pudo tener en la unidad y disciplina de su comunidad.

    Es de advertir, escribe, que he tenido el sentimiento de ver en los míos, que mis anuncios, y aun disposiciones no eran creídas, ni recibidas con la debida deferencia de juicio. Sea que me consideraban de pocos alcances, o prevenidos de prejuicios, sea, que teniendo el concepto algo ventajoso de los suyos, y de su disposición para no venir en él; sea, que el interés de los dos disidentes echaba un velo, para no verlo; lo cierto es que no había persona más examinada que la del superior, ni más criticada en sus disposiciones, según que cada uno veía las cosas, o quería, que el superior gobernase. De donde entre los nuestros se hablaba, discurría, condenaba, aprobaba a cerca de todo, hasta entre los hermanos coadjutores, que no faltó, quien pretendiese también las borlas. Y de aquí no dejó de rezumar algo, o algos hasta los seglares, con quienes conversaban y vivían. (§ 55).

    Estas dos son las líneas principales del texto, pero su lectura permite aproximarse a otras cuestiones interesantes.

    LA IDEALIZACIÓN DEL PASADO

    La mentalidad jesuita decimonónica está marcada por la disolución de la Compañía, decretada en 1773 por el papa Clemente XIV. La necesidad de explicar, superar o, en cierto sentido, asumir esta tragedia se manifiesta en múltiples rasgos fáciles de rastrear en la correspondencia y en los escritos jesuitas: no son pocos los autores ni los textos que niegan que la Compañía fuera realmente disuelta; todos manifiestan entusiasmo ante el retorno y se sienten comprometidos con la herencia de los antiguos padres; considerando que entre la antigua y la nueva Compañía no hay distinción, los jesuitas se marcan como objetivo restaurar su orden tal y como era antes de 1773. En la dirección opuesta, convirtiéndose en portavoces de los fieles, los jesuitas hablan, una y otra vez, de una feligresía que anhela el retorno de sus antiguos padres; una feligresía que conserva de los jesuitas —por haberlos conocido o por las imágenes que les han trasmitido sus mayores— una memoria llena de agradecimiento.

    No es el momento de repetir lo escrito en otra ocasión,⁷ baste señalar que la Compañía hizo todo lo posible por reducir al mínimo la ruptura representada por la decisión del papa Clemente. Unos autores consideran que el decreto que disolvía la Compañía de Jesús, ya fuera por haber sido impuesto violentamente al papa o por su injusticia, era inválido; otros, mucho más numerosos, defienden el arrepentimiento prácticamente inmediato de Clemente XIV o insisten en la continuidad garantizada por la presencia de la Compañía en territorios del Imperio zarista.⁸ Una y otra vez, se recuerdan los vínculos, incluso personales, que unen a los jesuitas restaurados con los antiguos,⁹ y no pocos escritores rechazan hablar de nueva Compañía, convencidos de que la Compañía era, sin duda, la misma.

    Si no quisieron reconocer la disolución de la antigua orden y, aun menos, la responsabilidad papal, es más significativo el entusiasmo con el que viven, y narran, el retorno a sus antiguos territorios de misión. El padre Cesáreo, tras desembarcar en Buenos Aires, escribe lo siguiente: «Llegamos por último y tuve el placer de ser el primer jesuita que después de sesenta y nueve años pisaba una tierra que había sido regada con el sudor y sangre de tantos otros dignos hijos de san Ignacio, [de los que] se conservan muchas memorias […], grande opinión en toda clase de gentes, y grandes esperanzas en nosotros».¹⁰

    Los ejemplos son fáciles de multiplicar y se hacen más vívidos cuando se vinculan a los territorios misionales del Paraguay; se acerquen a estos o, desde lugares lejanísimos, insistan en sus vivos deseos de adentrarse en ellos.¹¹ Esta lectura se relaciona, estrechamente, con el recuerdo que dicen constatar en los pueblos que visitan. La correspondencia de Mariano Berdugo está plagada de referencias en este sentido. Habla de una memoria sobre la Compañía «tan fresca, como venerada» o de la inmensa estima que les tienen los pueblos. La conclusión resulta así evidente: destinando más jesuitas al continente americano muchos de sus problemas se resolverían con facilidad.¹²

    A lo largo de todo el siglo XIX, en la correspondencia cruzada entre los misioneros jesuitas, se insiste en la religiosidad e inocencia del pueblo americano y en la manifiesta simpatía que siente por los jesuitas. Paladinamente, escribe Berdugo que en América «jamás se han creído las calumnias forjadas en Europa» contra los jesuitas.¹³

    Resulta problemático definir qué entienden por pueblo. Parecen identificarlo con el conjunto de la sociedad americana y, por lo mismo, los rasgos de descristianización que observan los achacan a una perniciosa y descontrolada influencia extranjera, como extranjeros serán todos los protestantes con los que se crucen.

    Todos estos rasgos y la lógica pretensión de restaurar la Compañía como fue antes de su expulsión están muy presenten en la Historia secreta. Berdugo viaja a América con la intención de establecer la Compañía en plena conformidad con su instituto. La intención inicial de Juan Manuel de Rosas parece ser la misma,¹⁴ y Berdugo pretende probarlo invocando las palabras pronunciadas por Encarnación Ezcurra en su primera recepción a los jesuitas (§ 2), la conversación del doctor Reina con Rosas (§ 3) y el decreto de 26 de agosto de 1836 (§ 5). En la misma línea, incluso tras la complicada situación que se abre tras la expulsión de 1843, Berdugo sigue creyendo —y no duda en escribirlo— que la Compañía solo puede restablecerse en esta forma y contando con «el crédito y ascendiente que nuestro ministerio nos daba en estos países y la memoria no olvidada de nuestros padres» (§ 49).

    Un modelo inalterable de organización, la simpatía popular, el prestigio de los antiguos padres y, no menos importante, la generosidad de las provincias europeas. Berdugo cree evidente que el pueblo bonaerense confía en los jesuitas porque, al ser extranjeros, son ajenos a las luchas políticas. Afirma, con no menor firmeza, que el fracaso de Rosas se explica porque ignoró que sus oponentes eran españoles y se sostenían «en una causa justa, cual era religión, conciencia y honor» (§ 35 bis). Del mismo modo, está convencido de que, sin el apoyo —económico y humano— de las provincias jesuitas europeas, su proyecto está condenado a fracasar. Si una y otra vez pide que le envíen todo tipo de objetos, productos y libros, más importante es la llegada de sujetos. Se los pide a la curia romana y, con mayor insistencia, a su padre provincial, convencido de que América no ha de proporcionar novicios a la Compañía porque esta es para América, pero los americanos no son para ella.¹⁵ No es el único que lo cree, con las mismas palabras lo expresa el padre Francisco Ramón Cabré.¹⁶

    LA FORMA DESPÓTICA DE GOBIERNO

    Mariano Berdugo probablemente no llegó nunca a entender el funcionamiento del régimen de Juan Manuel de Rosas y, en repetidas ocasiones, insiste en no pretender hablar de su política ni, mucho menos, juzgarla. Tal tarea corresponde, en su opinión, a la posteridad, especialmente a los compatriotas del gobernador (§ 17). Aun así, su obra ilumina una forma de gobernar y tiene necesariamente que hacerlo si, como creo, Lynch tiene razón al señalar que el conflicto con los jesuitas fue manifestación de la tendencia totalitaria del régimen.¹⁷

    Pese a que algunos comentarios del jesuita son discutibles, la Historia secreta da pie a no pocas reflexiones sobre una forma de gobierno entre totalitaria y primitiva, en la que se combinan carisma, arbitrariedad, terror, propaganda, clientelismo y movilización popular. Berdugo, quizás incapaz de entender muchas cosas, escribe lo que sigue: «Cualquiera hombre de juicio se reirá de estas menudencias, y aún parece necedad ocuparse de escribirlas, pero quien sea práctico de las cosas que por estos tiempos pasaron, y pasan, en Buenos Aires no lo extrañará, pues ellas demuestran varias máximas del señor Rosas y descubren algunas de las artes de su gobierno» (§ 8).

    A Rosas no le basta, como señaló hace años Lynch, la obediencia pasiva. Quiere un apoyo absoluto y activo de todas las instituciones del país;¹⁸ de ahí todos los esfuerzos que hace por instrumentalizarlas. Este problema es la raíz del conflicto que mantiene con los jesuitas, pero el texto de Berdugo nos habla también de otras muchas cosas.

    Habla de los esfuerzos rosistas por establecer una identidad colectiva a través de la apropiación de una estética y una simbología, su difusión e imposición, que proporciona a Buenos Aires un aspecto federal, en sus casas y en sus calles, en las ropas e, incluso, en las caras de sus habitantes. Sin duda, son signos de unidad y lealtad, pero sobre todo y más decisivamente de control. El control que refleja Berdugo al tomar conciencia de toda la red de espías, delatores y confidentes, de la más variada extracción profesional, que pueblan la ciudad, adentrándose, incluso, en las casas de los opositores y los partidarios de Rosas. Todo para forjar una estrecha identidad entre el régimen y su líder, porque, como explica con franqueza Felipe Palacios, «la Federación era don Juan Manuel y don Juan Manuel, la Federación» (§ 7).

    Juan Manuel de Rosas quiere ser obedecido con solo manifestar su gusto y, además, que esta obediencia tome la forma de una espontánea decisión popular (§ 8). Para lograrlo, se apoya en una amplia estructura familiar y clientelar y en el recurso a la violencia, el terror y la arbitrariedad. Berdugo denuncia que construye un régimen arbitrario que, maquiavélicamente, elude responder a los requerimientos que se le hacen y, más aún, hacerlo por escrito (§ 28), y cuyo principal responsable permanece en un oscuro retiro, que, por una parte, lo engrandece como a un hombre de hercúlea naturaleza y, por otra, lo aísla de las críticas. Un régimen que, desafiado por una oposición creciente, se hace cada vez más violento y terrorista (§ 8), pero cuya violencia no es nunca espontánea ni descontrolada; es un instrumento de gobierno solo en apariencia popular. Responde a las órdenes de Rosas y se activa y desactiva con precisión, según las necesidades políticas, entre las que no cabe ignorar la presión del extranjero (§ 17).

    El padre Berdugo va presentando los recursos despóticos que Rosas implementa: los cuatro o cinco locos que, a manera de bufones, le sirven de espías y para difundir sus deseos y anónimos (§ 11); la protección y el favor que el gobernador ofrece al servicio doméstico, convertido así, desde el interior de las casas de sus potenciales enemigos, en una tropa de informantes y denunciantes (§ 11); la coordinación de Policía, Mazorca y Cuerpo de Serenos (§ 12), o, cuando es necesario, el asesinato (§ 16). En definitiva, Rosas «por conseguir lo que se propone no repara en medios» (§ 22).

    Hay terror, arbitrariedad y violencia, pero no en menor medida propaganda y agitación de masas. La prensa es un instrumento del régimen, y no lo es menos buena parte del clero, que ha introducido, de forma pretendidamente espontánea, la propaganda federal en las celebraciones litúrgicas. Los serenos convierten en cotidiano el grito nocturno de «¡Mueran los salvajes unitarios!», que encabeza, además, la correspondencia oficial y la de todos aquellos que quieren congraciarse con el régimen o protegerse de él. Además, vuelve a recordárnoslo Berdugo, periódicamente hay que estimular el apoyo popular, porque el entusiasmo no es el estado natural del pueblo. Así, por ejemplo, interpreta el jesuita el atentado de la caja explosiva, donde solo ve una artimaña gubernamental para justificar la protección casi providencial que asiste a Rosas frente a sus enemigos (§ 31).

    Berdugo también ilumina la función política desempeñada, en el régimen de Rosas, por la familia y los lazos clientelares. Una y otra vez, muestra a las mujeres de Rosas; a los emparentados matrimonialmente, como Arana, hermano de la esposa de Nicolás Anchorena; a los amigos, como Manuel Vicente Maza (caigan o no en desgracia), e incluso a los servidores, como don Eusebio. Al mismo tiempo, resulta evidente que muy pocos jesuitas llegaron a formar parte de estos círculos clientelares. Las únicas excepciones fueron Francisco Majesté, que mantuvo una relación estrecha con la familia de Rosas, y, en menor medida, el padre Cabeza, que fue confesor de doña Catalina, cuñada del gobernador.

    Berdugo recoge algunas de las más duras acusaciones y los más retorcidos rumores contra Rosas y los suyos, sin terminar de admitirlos, y no tiene capacidad —o interés— por profundizar en las particularidades psicológicas, las diferencias de temperamento o las actitudes de unos y otros. El jesuita que podría haber realizado tal análisis es Francisco Majesté, acusado una y otra vez por Berdugo de dejarse seducir por los halagos de Rosas y los suyos. Aun así, sí cabe rastrear en la Historia secreta la sustitución de la esposa de Rosas, tras el fallecimiento de esta, por su hija e, incluso, la diferencia entre una personalidad más independiente —la esposa, con la que Berdugo prácticamente no coincidió— y otra mucho más cerca de ser un mero instrumento de la política del gobernador —la hija—. En este sentido, es interesante la narración del conflicto con el coronel Vicente González en Córdoba y la participación de doña Manuelita (§ 34).

    De una forma o de otra, Berdugo, convencido de la justicia de su causa y proceder, empeñado en justificar su actuación y golpeado por el despotismo de Rosas, dejará poco espacio para los matices. Pese a la distancia que pretende mantener y al prudente escepticismo con el que recoge las manifestaciones más despiadadas de la propaganda antifederal —por ejemplo, las sospechas sobre la relación incestuosa entre Rosas y su hija (§ 71)—, traslada una imagen de don Juan Manuel perfectamente acorde con la que habrían aceptado sus más acérrimos enemigos políticos.

    LA MARGINACIÓN JESUITA DEL ORDEN POLÍTICO

    El texto de Berdugo es una de las primeras manifestaciones de la marginación con respecto a la sociedad moderna en la que se desarrolla la Compañía decimonónica. Una marginación impuesta tanto por la hostilidad del orden liberal y hacia este como por la absoluta incapacidad jesuita para asumir este nuevo orden y entenderlo.¹⁹ Se trata de un conflicto profundo, porque la Compañía, en su origen y en su carisma, es una institución radicalmente política.

    Lo que intentan con tanta sinceridad como escaso éxito es mantenerse al margen de las luchas partidistas, y otra vez Berdugo es ejemplo de este esfuerzo. Mantenerse al margen de esta lucha es casi una obsesión, repetida una y otra vez a lo largo del siglo XIX y, quizás, asociada a la dramática experiencia de la disolución de 1773,²⁰ pero engañosa: son políticos en el sentido más fuerte del término, no son en modo alguno contemplativos. Son políticos y lo han sido siempre, como Ignacio de Loyola, al que se ha visto en repetidas ocasiones como un gran mediador²¹ que, en palabras de Dominique Bertrand, no establece «ninguna independencia de retiro y de soledad sino de relación por las relaciones».²² Más todavía ha insistido O’Malley al recordar el empeño de Nadal de conformar el carisma, desde el rechazo radical al monacato, como una forma de inserción activa en la cultura secular.²³ Desde este punto de partida, los dos siglos largos de historia de la antigua Compañía son una permanente acción política, desde el corazón de las cortes europeas²⁴ hasta las periferias coloniales,²⁵ muy especialmente en todo lo que representa su interés por la educación, haciendo de los colegios el núcleo de su inserción social y su red de influencias.²⁶

    Esta tensión política se prolonga a lo largo del siglo XIX y en ella juegan un papel decisivo los colegios. El padre Roothaan lo tiene claro y así se lo hace ver a Mariano Berdugo. Ante la insistencia de este para que lo destine a la evangelización de indígenas, como hacían «los padres antiguos», el general le responde lo siguiente:

    Es una ilusión de que tanto V. R. como sus compañeros deben precaverse, el pensar que hacen poco mientras están encerrados en casa ocupados en el trabajoso ministerio de la educación de la juventud. No se ve ni se toca el fruto espiritual de estas faenas domésticas y escolares, y, sin embargo, el bien que se hace es más sólido, más necesario también y lo aprovecha la posteridad […]. Lo saben los enemigos de la religión, que no llevan a mal que nuestros operarios hagan misiones, en Francia por ejemplo; pero no pueden sufrir que la educación de la juventud se ponga en nuestras manos.²⁷

    Sean sinceros o no sus deseos de dedicarse a la evangelización de indígenas, Berdugo comprende este planteamiento y lo comparte; por hacerlo, explica la política de Juan Manuel de Rosas señalando que los alumnos formados en el colegio jesuita, antes o después, terminarían oponiéndosele.²⁸ El pretendido apoliticismo jesuita y la cautela que se impusieron a lo largo del siglo XIX explica que tiendan a ocultar este tipo de argumentos en sus escritos públicos,²⁹ pero es una tesis que, aunque sea modificando los contextos e, incluso, los análisis sociales, se prolonga en el ser de la Compañía.

    Los misioneros jesuitas defenderán, con la lógica discreción que las circunstancias imponen, la utilidad política de sus actividades educativas. El lugar ideal para hacerlo será el mismo colegio, aprovechando sus actos públicos.³⁰ Con el paso de los años, en la medida en que los regímenes liberales empiezan a estabilizarse, con independencia de las deficiencias que puedan en ellos denunciarse, la defensa del modelo educativo antiguo como favorable al desarrollo del alumno y de la sociedad será defendido abiertamente, muchas veces como lógico corolario de la misma libertad que los nuevos regímenes dicen defender.³¹ Análisis que los llevará a presentar a la Compañía como constructora de la patria,³² a defender la movilización política católica como garantía del desarrollo equilibrado de la república³³ y, tras percibir el fracaso de esta postura, a llamar al compromiso transformador y, en ocasiones, revolucionario.³⁴

    En todos los casos, pese a lo defendido en repetidas ocasiones, es cualquier cosa menos una actitud apolítica.

    RELIGIOSIDAD Y ANTICLERICALISMO

    El texto de Berdugo permite también acercarse al desarrollo del anticlericalismo y del antijesuitismo. Son dos fenómenos distintos y, además, pueden estar protagonizados por sectores que se declaran cristianos y no habría, en principio, razón alguna para negarles esta condición.

    En el caso argentino, «un estereotipo erróneo identifica a los unitarios con las ideas heterodoxas y anticlericales y a los federales con la defensa de la ortodoxia. Sin embargo, la realidad es que en las filas de los unitarios militaban hombres de proverbial ortodoxia y que el federalismo tuvo un costado anticlerical y heterodoxo nada desdeñable».³⁵

    Es evidente que los jesuitas se dejaron arrastrar por ese estereotipo o, por lo menos, sintieron que les facilitaba la comprensión de la realidad argentina. Así, por ejemplo, el padre Bernardo Parés, con la intención de explicar a Antonio Morey, por entonces padre provincial de España, la situación política argentina, no duda en señalar, en la carta que le escribe el 18 de junio de 1840, que el conflicto entre federales y unitarios es, como si dijéramos, una guerra civil entre cristinos y carlistas.³⁶

    Pese a todo, no cabe ignorar que existe un profundo antijesuitismo rosista, como ilustra la cita que recoge Di Stefano de La Gaceta Mercantil, el periódico que dirigía Pedro de Angelis: «La historia de los jesuitas es una serie de atentados contra el orden social y político de las naciones, y de abusos impíos y atroces de la religión para excitar el fanatismo ciego y brutal, pervertir los divinos preceptos, y apoderarse de las conciencias, de las pasiones y de todos los medios para un fin único, el más egoísta y criminal, la riqueza y el poder de la compañía jesuítica (20 de junio de 1846)».³⁷

    Aunque este ataque es posterior a la expulsión,³⁸ el antijesuitismo puede rastrearse con anterioridad y, sin duda, el texto de Berdugo lo refleja con claridad. Pero no solo es esto, la política gubernamental se tiñe también de un cierto anticlericalismo. Rosas, presentándose como defensor del cristianismo, instrumentaliza al clero y, en sus formas, manifiesta hacia él un evidente desprecio. Cómo, si no, habría que interpretar la anécdota que Rosas le cuenta a Berdugo sobre la aparición del espíritu de su difunta esposa (§ 14), la burla de la que es objeto Manuel Pereda (§ 64) e, incluso, los comentarios de Pedro de Angelis sobre monseñor Medrano (§ 35 bis).

    La Historia secreta muestra también la percepción que Mariano Berdugo tiene del catolicismo argentino. No es, ni mucho menos, la sociedad tan católica como ciertos discursos apologéticos pretendían. Constata la diversidad de actitudes hacia los jesuitas (§ 5): habla de grupos, que presumen «de ilustración y progreso», irreligiosos y claramente hostiles a la Compañía; de «personas de bien» que los consideraban ministros celosos y buenos maestros para educar a sus hijos; de unitarios reticentes ante la presencia de los jesuitas, y de individuos, indecisos o prudentes, que dudaban de la capacidad de los misioneros. En el mismo sentido se había expresado, el 13 de junio de 1840, en carta al padre Jáuregui:³⁹

    Treinta años cuenta este pueblo desde que dio el grito de independencia; otros tantos llevan de revolución, que sucediéndose en sus fases diversas ha consumido sus caudales, ha desconocido sus costumbres, ha perdido mucho de su religión, y aun dista de aquella felicidad que creyó tocar con la mano, sacudiendo el dominio español. Yo admiro a mis solas la profunda sabiduría del Señor, su admirable providencia y los rasgos maravillosos así de su justicia y como de su misericordia; pero compadezco mucho a los americanos, y sobre todo contrista mi alma la pérdida de tantos sumergidos en la corrupción más espantosa, otros en la ignorancia más crasa y otros por un exceso de orgullo imbuidos en las máximas de la impiedad. El trato continuo con los protestantes, la aparente moralidad de estos ha producido con otras causas la indiferencia en la religión en la clase más adelantada, al paso que el abandono e insensibilidad, un descuido pasmoso en las cosas de la fe. Tengo por cierto, que hay más recato en materia de pureza entre los infieles, que en una grandísima parte de los que han sido bautizados: y lo más doloroso, que vería usted un carácter dócil tan susceptible de la virtud, como está poseído del vicio infame.

    En definitiva, constata una diversidad de actitudes ante la religión y la Compañía y, a su vez, los límites de la cristianización: el descreimiento de la sociedad, su alejamiento de la moral cristiana, la existencia de amplios sectores todavía sin evangelizar y la multiplicación de los protestantes.

    Había ya por entonces una creciente colonia protestante, prácticamente en su totalidad de reciente emigración y, por lo mismo, protegida por su calidad de extranjeros. Narra Berdugo como, para huir de Buenos Aires, cuenta con la inestimable ayuda de una familia de protestantes ingleses que la esconde durante diez días. No es este un caso único en la agitada historia de la Compañía decimonónica en América, donde la relación con los protestantes no puede identificarse con el discurso construido.

    La correspondencia jesuita permite rastrear este discurso, pero donde se pone de manifiesto con más claridad es en los planes de estudio de sus colegios,⁴⁰ donde es evidente el componente antiprotestante en la enseñanza de la religión, en los manuales escolares en los que se apoyan⁴¹ o en los discursos pronunciados en los mismos colegios con ocasión de las celebraciones, inauguración del curso, exámenes públicos o entregas de premios.⁴²

    Este es el discurso, pero en diversas ocasiones los jesuitas afirman que los protestantes reconocen los servicios prestados a la sociedad por los sacerdotes católicos, que recibieron muy bien la apertura del colegio en Jamaica, apoyaron el establecimiento de los jesuitas en Belice e, incluso, unos norteamericanos los defendieron, en Panamá, frente a los abusos de las autoridades colombianas en 1850.⁴³ En ocasiones, manifiestan también una cierta envidia cuando se encuentran con comunidades protestantes activas y devotas, en ciudades donde la mayoría católica se manifiesta más bien pasiva o sufre la falta de clero.⁴⁴

    La Compañía de Jesús en la Argentina de Rosas

    Como ya he señalado, la más somera lectura del texto de Berdugo pone de manifiesto que dos son los ejes que estructuran su redacción: el conflicto con Rosas y las tensiones internas de la comunidad jesuita.

    Juan Manuel de Rosas se había interesado por traer jesuitas a Buenos Aires durante su primer periodo de gobierno (1829-1832), buscándolos sin éxito en Francia. Tras asumir por segunda vez el poder, en 1833, y aprovechando la disolución de la Compañía en España (1835), inició gestiones indirectas en el mismo sentido. Conocemos la carta que Gervasio Parera,⁴⁵ un comerciante de Montevideo, envió a su corresponsal en Sanlúcar de Barrameda (Cádiz, España), León Almada:

    El doctor Reina⁴⁶ presbítero (que fue capellán real en tiempo de los virreyes) me encarga diga a usted que si escribe a algún padre jesuita español le haga presente, puesto que han sido suprimidos, pueden venir a esta algunos, que serán bien recibidos y costeados por el gobierno; con la protección les dispensará: por lo pronto serán colocados en la enseñanza de la universidad, colegios y seminarios, y más adelante serán otra cosa que al presente no se puede. El señor Rosas (es el Presidente de la República) y el doctor N. (su consultor privado) están decididos que ellos son los únicos que pueden estar encargados de la educación de la juventud.

    En el decreto de agosto de 1836 no se hará ninguna alusión a estas gestiones. Según Rafael Pérez, el Gobierno no quería que los jesuitas

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