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Una antología del espíritu
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Libro electrónico699 páginas9 horas

Una antología del espíritu

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George Santayana (Madrid,1863-Roma,1952) fue poeta, novelista de éxito internacional, crítico literario y observador cosmopolita. Combinó el acatamiento riguroso a la materia con la aspiración al espíritu, la tradición con la autotrascendencia, distanciándose en todo momento de la angustia y de la desesperación que caracterizaron el pensamiento de sus contemporáneos.
Una antología del espíritu reúne un conjunto de textos heterogéneos (ensayo, poemas, cartas, apuntes autobiográficos, etc.) que recorren cronológicamente todas las etapas de su obra. Antonio Lastra (Valencia, 1967), antólogo y prologuista del volumen, es doctor en Filosofía, investigador externo del Instituto Franklin de Investigación en Pensamiento Norteamericano de la Universidad de Alcalá y director académico de la revista de estudios culturales La Torre del Virrey.  
El libro incluye un código QR que permite acceder a una serie de pódcast en los que pueden escucharse una selección de los textos de Santayana y una entrevista a Antonio Lastra.  
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento29 may 2023
ISBN9788417264383
Una antología del espíritu
Autor

George Santayana

George Santayana, born Jorge Augustín Nicolás Ruiz de Santayana (1863–1952), was a Spanish-American philosopher, novelist, poet, and essayist. He is best known for his witty aphorisms, especially the phrase, “Those who cannot remember the past are condemned to repeat it.” Santayana was born in Spain, but was raised and educated in the United States. He attended Harvard College and later taught philosophy there. During this time he wrote many of his seminal philosophical works, including The Sense of Beauty, The Life of Reason, and The Realms of Being. In 1912, Santayana moved to Europe, where he devoted his life to writing both fiction and nonfiction.

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    Una antología del espíritu - George Santayana

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    UNA ANTOLOGÍA DEL ESPÍRITU

    GEORGE SANTAYANA en la clínica de las Hermanas Azules,

    colina de Celio, Roma, 1946

    GEORGE SANTAYANA

    UNA ANTOLOGÍA DEL ESPÍRITU

    Edición y traducción de

    Antonio Lastra

    Escucha los pódcast para comprender a este gran pensador del siglo xx:

    https://www.fundacionbancosantander.com/es/cultura/literatura/antologia-del-espiritu

    COLECCIÓN OBRA FUNDAMENTAL

    Responsable literario: Francisco Javier Expósito Lorenzo

    Diseño de la colección: Gonzalo Armero

    Cuidado de la edición: Antonia Castaño

    © De esta edición: Fundación Banco Santander, 2023

    © De la traducción y el prólogo: Antonio Lastra

    Reservados todos los derechos. De conformidad con lo dispuesto en el artículo 534-bis del Código Penal vigente, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes reprodujeren o plagiaren, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica fijada en cualquier tipo de soporte sin la preceptiva autorización.

    ISBN: 978-84-17264-38-3

    ÍNDICE

    Una antología del espíritu, por Antonio Lastra

    Sobre esta edición

    Bibliografía

    METANOIA

    Carta a Charles Augustus Strong (21 de agosto de 1893)

    A W. P.

    Cabo Cod

    De Personas y lugares [del capítulo xxi, capítulo xxv]

    Carta a George Herbert Palmer (2 de agosto de 1893)

    Sobre el desprecio del mundo

    Emerson

    Tradición y práctica

    De La vida de la razón

    Introducción

    Hamlet

    Sobre los tres poetas filósofos

    Plotino y la naturaleza del mal

    Herejía filosófica

    De Escepticismo y fe animal

    Prefacio

    Discernimiento del espíritu

    Locura normal

    De Vientos de doctrina

    Prefacio a la nueva edición

    Platonismo y vida espiritual

    De Los reinos del ser

    Prefacio

    La naturaleza del espíritu

    Religión última

    Confesión general

    De La idea de Cristo en los Evangelios o Dios en el hombre

    Inspiración

    Carácter de los distintos Evangelios

    Asunciones tradicionales

    Autotrascendencia

    Conclusión

    El viento y el espíritu

    De Dominaciones y poderes

    «Gobierno del pueblo»

    ¿Quién es «el Pueblo»?

    «Gobierno por el pueblo» I

    «Gobierno por el pueblo» II

    «Gobierno por el pueblo» III

    «Gobierno por el pueblo» IV

    «Gobierno para el pueblo» I

    «Gobierno para el pueblo» II

    «Gobierno para el pueblo» III

    De Personas y lugares

    Capítulo XXXII

    Antonio Lastra

    UNA ANTOLOGÍA DEL ESPÍRITU

    At best, the true philosopher can fulfil his mission very imperfectly, which is to pilot himself, or at most a few voluntary companions who may find themselves in the same boat. It is no easy for him to shout, or address a crowd; he must be silent for long seasons; for he is watching stars that move slowly and in courses that it is possible though difficult to foresee; and he is crushing all things in his heart as in a winepress, until his life and their secret flow out together.

    George Santayana[1]

    Podríamos parafrasear a Stanley Cavell (1926-2018) y preguntarnos no solo por la represión de George Santayana (1863-1952) en la filosofía americana —como Cavell se preguntaba por la represión de Ralph Waldo Emerson (1803-1882) en la cultura americana—, sino también por su represión en la filosofía contemporánea y, en general, en el clima cambiante de nuestros días, en el que al menos su materialismo afable habría debido encontrar, como Santayana acabaría encontrando en el mundo, un anfitrión menos rudo y en el que su concepción del espíritu podría servir de supererogación en las últimas y más penosas obligaciones individuales. Que no sea así, que efectivamente podamos preguntarnos por la represión de Santayana, delata el egotismo —por decirlo con una de sus palabras favoritas— o la displicencia de casi cualquier posición ideológica actual, incluida la del academic environment, frente a una filosofía pura. Es evidente que esa pregunta no tiene el mismo alcance que la pregunta, mucho menos comprometida, por la represión de Santayana en la novela y la poesía americanas o contemporáneas, lo que en sí mismo es un índice de que, a pesar del éxito de su única novela, The Last Puritan (El último puritano), publicada en 1935, o de sus admirables sonetos platonizantes (Santayana no se despediría nunca de la poesía), el reconocimiento de este autor ha de producirse en el reino de la filosofía, aunque no quede del todo claro, cuando lo leemos, dónde empieza o se desdibuja la frontera de ese reino, debido a una primera y magnífica impresión que perdura en el tiempo, con el reino de la literatura: la prosa de Santayana —su «abundante elocuencia, siempre irreprochable en la forma y en el fondo», como él mismo describiría la hermenéutica original— podría parecer, como les ha parecido erróneamente a muchos lectores, una defección de la causa filosófica aun cuando ya nadie espere de la gramática de la filosofía que refleje la gramática del universo[2].

    Santayana lo esperaba, desde luego, menos que nadie y sabía que la literatura o, en sus propios términos, la psicología literaria ha servido con dramática frecuencia de prisión a la filosofía. Pero que la pregunta por la represión de Santayana pueda plantearse parafraseando precisamente a Cavell, el más literario y el menos académico de los filósofos contemporáneos (americanos o no), y casi en los mismos términos de Cavell, es decir, en los términos de la represión de la filosofía en la cultura de su tiempo o del acknowledgment —del reconocimiento de un filósofo por otro como paradigma del reconocimiento de uno mismo o de las otras mentes o del mundo— y de lo que probablemente sea aún más importante, a propósito de la evitación filosófica de lo autobiográfico (El último puritano se presentaba al público en «forma de memoria») al tener que expresarse el filósofo con necesidad y universalidad para encontrar su autoridad[3], sugiere que no es en un entorno académico estricto donde pueda encontrarse una respuesta; sugiere también que, entre el naciente Departamento de Filosofía de la Universidad de Harvard, en el que Santayana fue primero alumno y luego profesor durante veintidós años (y del que se despediría en 1912 en nombre mismo de la filosofía o para preservar su filosofía), y el Departamento de Filosofía —sofisticadamente profesionalizado— de la Universidad de Harvard en el que Cavell fue medio siglo después también alumno y profesor no habría demasiadas diferencias. ¿No había fracasado el propio Emerson en el umbral de ese mismo entorno académico con su Natural History of Intellect (Historia natural del intelecto, 1871-1872), una obra tardía y anecdótica con la que podríamos comparar los logros relativos de The Life of Reason (La vida de la razón, 1905-1906) de Santayana y The Claim of Reason (La exigencia de la razón, 1979) de Cavell, en una sucesión no del todo arbitraria de las ambiciones de la filosofía académica americana en su primer siglo de existencia, especialmente la ambición de ser reconocida por la filosofía europea tradicional?[4] Que Cavell se haya referido a Santayana en sus Emerson’s Transcendental Etudes (Estudios trascendentales de Emerson, 2003) —que podríamos considerar, en muchos aspectos, la obra maestra de la filosofía americana— y luego lo haya evocado en sus últimos fragmentos autobiográficos, como si corroborase con ello la intuición de Santayana de que solo se puede enseñar la filosofía por medio de la evocación, deslizando, sin embargo, lo que hermenéuticamente podríamos llamar un error de interpretación respecto al lugar de las «esencias» en el sistema de Santayana, y su relación o su ausencia de relación con el conocimiento humano, y culturalmente un error generativo sobre la transferencia del saber y la viabilidad de la enseñanza de la filosofía, es una señal de lo difícil que sigue siendo reconocer a Santayana como un verdadero filósofo. La inferioridad de cualquier otro reconocimiento posible, en cualquier otro registro concebible del autor de The Realms of Being (Los reinos del ser, 1927-1940), no puede pasarle inadvertida a un lector atento. Poetas como Robert Lowell o Wallace Stevens parecen haber sido más sensibles a la soledad de Santayana en la filosofía que filósofos como Cavell[5].

    ¿Sitúa realmente Santayana su reino de la esencia «más allá» del conocimiento —fixed beyond knowledge, como dice Cavell—, convirtiéndose así en una especie de místico o de visionario que hace de las esencias hipóstasis o poderes o fuerzas morales o sobrenaturales, precisamente lo contrario de lo que él mismo defendería a lo largo de su vida espiritual, en una constante reticencia a toda forma de platonismo literal? ¿No está la «fe animal» de Santayana más cerca de lo que Cavell concede —el impulso de Santayana sería «perfectamente hostil a mi modo de pensar»— de sus propias posiciones militantes en la lucha contra el escepticismo, en ese nowhere donde Cavell se pregunta «cómo se logra tener fe en que las cosas del mundo existen y cómo se expresa esa fe y cómo se profundiza en ella y qué es lo que la amenaza y cómo se pierde»? Que Santayana cifrara su honestidad como filósofo en estar en la filosofía exactamente donde estaba en la vida cotidiana y, en consecuencia, no pusiera la fe, ni mucho menos la fe animal, que era la única que profesaba y la única que no puede perderse, salvo con la muerte, «fuera del alcance de nuestra palabra ordinaria» —out of the reach of our ordinary word, como sigue diciendo Cavell—, ¿no coincidía, precisamente, con las aspiraciones mismas de Emerson y de Cavell, desde luego del Emerson transfigurado por Cavell si no del Cavell transfigurado a su vez por Emerson?

    Por el contrario, según Cavell, Santayana habría hecho más bien de Emerson un pilar de la tradición gentil y, en cierto modo, un hito en la profesionalización de la filosofía, en la institucionalización de una vocación, como si el pragmatismo de sus maestros y colegas de Harvard no hubiera sido más que la consecuencia natural del trascendentalismo de Emerson, reprimiendo con ello su condición de filósofo —sin reconocerlo, por tanto, como un verdadero filósofo—, lo que reobraría entonces sobre el propio Santayana, de quien podría decirse lo mismo que supuestamente él habría dicho del viejo y amable sabio de Concord —que fuera «inmune a la evidencia del mal», dándole al mal una infinita extensión de relaciones que incluiría tanto la pobreza de la experiencia como la imprecisión epistemológica o la incompetencia ontológica o la ocultación de la melancolía e incluso la resignación más conservadora en un plano político—, reprimiendo con ello su condición de filósofo (no su condición de novelista ni su condición de poeta), sin reconocerlo, por tanto, como un verdadero filósofo, como si la evidencia del mal o, al menos, el escándalo permanente del escepticismo fueran superiores a las «constantes celebraciones públicas» de su obra (y de la de Emerson) o a lo que Santayana llamaría el escándalo del espíritu, es decir, que la existencia del espíritu exija realmente una explicación. Aún más alegre que el American Scholar de Emerson y dotado de instrumentos conceptuales mucho más refinados para la tarea filosófica —tan emersonianos o platónicos en sus aplicaciones como antiemersonianos y antiplatónicos a la vez—, Santayana puso a prueba a sus lectores, dentro y fuera del entorno académico, en un siglo de seriedad, ansiedad, angustia y brutalidad. A los setenta años de su muerte, la risa democrítea de Santayana sigue resonando desde el limbo —desde el dobladillo del vestido de la naturaleza, por darle al término su etimología más sencilla— como una prueba eficaz para valorar cualquier aproximación contemporánea a la filosofía, incluida la mera lectura de un libro de filosofía o del propio Santayana.

    Cavell mostraría, sobre todo, su perplejidad respecto a Santayana al dirigirse a un grupo de alumnos y profesores en el mismo lugar —la Universidad de California en Berkeley— en el que Santayana se había despedido de la tradición gentil y del entorno académico de la filosofía, viniendo, como Santayana setenta años antes, de la Universidad de Harvard (donde Santayana había empezado su carrera filosófica en el mismo año de la muerte de Emerson), al recordar que había sido precisamente en Berkeley donde, como alumno, había oído hablar por primera vez de Walden y de Thoreau (el discípulo por antonomasia de Emerson) a un profesor que había sido a su vez alumno de Santayana, Benjamin Lehman. (El reconocimiento de Thoreau como filósofo, que Cavell pediría a sus lectores como condición misma de la lectura de Walden, es aún más difícil de obtener que el de Emerson o el de Santayana —Lehman era profesor de literatura, no de filosofía— y no podríamos esperar que Santayana reconociera en Thoreau a un filósofo, tal vez por haber leído más como un alumno de Emerson a otro alumno de Emerson que como profesor de filosofía o como filósofo.) A diferencia de Emerson, vetado en Harvard durante los treinta años más fértiles de su vida (y que, curiosamente, se marcharía también a California tras el fracaso de sus tardías lecciones universitarias), o de Santayana, que escribiría las páginas más memorables de su obra al marcharse de Harvard, Cavell no se despediría nunca del entorno académico de la filosofía, en parte porque su época le permitió introducir en ese entorno muchos más «temas extraescolares» —de los habituales entonces de la literatura y la poesía entre las artes a los habituales ahora del cine y la televisión o la autobiografía— de los que Santayana habría podido introducir incluso si se hubiera limitado, como en su juventud, al campo de la estética. La profesionalización de la filosofía que Santayana temía significaba, sobre todo, la conversión del filósofo en profesor de filosofía y su reclusión en una institución —la universidad contemporánea— que no podía encajar en su sentido arquitectónico de la filosofía como una actividad que debía ejercerse al aire libre, en un openness que tenía tanto que ver con una concepción del espacio (o de la materia) como del discurso (o el espíritu) y en el que desde el principio se habían sustituido las restricciones comunicativas del aula por la franqueza y una refinada capacidad literaria. Es significativo que Cavell se mostrara más cerca de Santayana en sus fragmentos autobiográficos que en sus escritos académicos (aun emersonianos o trascendentales), como si la primera persona —que Thoreau exigía de toda escritura auténtica— fuera la más adecuada para la libre expresión de la filosofía. La imagen de sí mismo que Santayana nos ha dejado no es, en modo alguno, la de quien se preparaba para la filosofía o se recobraba de haberla practicado, sino la de quien no había dejado de filosofar desde la lejana metanoia del final de su juventud. No es difícil interpretar el espíritu de Santayana, inimaginable sin un cuerpo, como la expresión de esa personificación o encarnación primeras.

    Pero el aire libre o la intemperie que Santayana preferiría no se limitaba solo a la universidad ni se trataba únicamente, como recordaba que su maestro William James solía hacer en sus clases, de abrir la ventana del aula para asomarse dejando en suspenso una explicación y suscitando con ello el asombro de los alumnos. Suponía abrir también las puertas de cualquier otra institución —desde la iglesia hasta la patria o la familia o la lengua natal o la fe animal o la sexualidad o la literatura o la historia misma de la filosofía— y salir al exterior, quedándose simplemente, como afirmaría en más de una ocasión, bajo el cielo: un lector de Lucrecio sabe perfectamente cómo han de contemplarse el desmoronamiento de un mundo o la lenta marcha de las estrellas. «Bajo cualquier cielo en que hubiera nacido, al ser el mismo cielo —escribió Santayana en el Prefacio a Escepticismo y fe animal—, habría tenido la misma filosofía.» Por comparación con la apertura radical de Santayana, hay algo en la liberación cavelliana de Emerson y de Thoreau, en la fe americana de Cavell, que sigue siendo conformista o convencional, por inconformista e inconveniente que resulte incluir a Emerson y Thoreau (o el cine de Hollywood o el hecho de la televisión o los ejercicios autobiográficos) en el currículum académico o en la cultura americana que los había reprimido como filósofos, como si esa liberación o emancipación hubiera llegado hasta los límites de una tradición —los sentidos de Walden, la nueva e inalcanzable América— sin traspasarlos e incluso retrocediendo. Retrospectivamente, Santayana podía justificar su despedida de la tradición gentil de la filosofía americana aduciendo que era una tradición insuficiente que debía ser abandonada y que había otra tradición mayor, e incluso una ortodoxia más comprehensiva, con la que verdaderamente debía medirse la filosofía si un filósofo quería saber hasta qué punto sus opiniones eran correctas o sus ilusiones menos insensatas que otras o su herejía particular más censurable. Es posible pensar que la represión de Santayana —como la represión de todo auténtico filósofo desde Sócrates hasta nuestros días— no es obra nunca de una ortodoxia, mucho menos de la ortodoxia humana, sino de una herejía dominante y fugitiva[6].

    Sin embargo, la ortodoxia humana a la que Santayana apelaría por encima de todas las herejías dominantes no es fácil de establecer: tiene tan poco de credo como de cogito, pero exige la lealtad íntima, la religión última más apropiada para un espíritu completamente libre y desilusionado como el suyo que el autor confesaría en su célebre discurso sobre Spinoza en La Haya. ¿Es posible compaginar esa ortodoxia con la pertenencia accidental e involuntaria a todas y cada una de las comunidades con las que el ser humano se encuentra desde su nacimiento y que resultan tan ancestrales como cotidianas, tan íntimas como impersonales? ¿Plantea esa ortodoxia humana a esas comunidades particulares una exigencia que ninguna de ellas puede cumplir sin disgregarse, sin deshacerse ellas mismas en herejías, en cismas, en divisiones, en separaciones? Nacido en Madrid y educado en Boston, profesor en la Universidad de Harvard durante más de veinte años y wandering scholar hasta su muerte en Roma en 1952, Santayana parece haber pasado por todas las fases de la vida de la razón hasta alcanzar una vida espiritual en la que haberse desasido de casi todo es como no haberse desasido de casi nada que pudiera dejar en él el aroma proustiano de una esencia[7]. Al espíritu que ha renunciado a todas las cosas se le devuelven todas las cosas, escribió Santayana al final de The Realm of Spirit (El reino del espíritu, 1940). Él conservó celosamente su nacionalidad española, pero expresó su filosofía exclusivamente en inglés; descreyó del catolicismo heredado por su familia, pero no renunció a ninguna de las manifestaciones de la razón en la religión; señaló con perspicacia las dos fuentes platónicas —el primer libro de la República y el inicio del Filebo— de las que bebería continuamente, pero se alejó de las ideas platónicas en la misma medida en que se persuadió, tal vez erróneamente, de que las ideas platónicas se alejaban del mundo; ironizó sobre el liberalismo (y fue criticado por su renuencia a criticar el totalitarismo y el antisemitismo), pero mantuvo sus vínculos con el patriciado capitalista de Nueva Inglaterra y escribió el comentario más literal sobre la democracia que nos ha dejado el siglo xx; fue materialista —de hecho, pensaba que el único en su tiempo—, pero el espíritu sopla donde quiere por sus páginas.

    Que el mayor filósofo americano no fuera capaz de reconocer en Santayana a un filósofo puede deberse a la reluctancia de Santayana a considerarse americano, aun dándole a la condición de americano, como hacía Cavell, el valor de una fe o haciendo de la filosofía —de la liberación filosófica de Emerson— una exigencia de la comunidad, como si una comunidad no acabara de reconocerse a sí misma ni de existir sin la oposición demoníaca o la hipolepsis de la filosofía. En ese terreno, la represión de la filosofía de Santayana es casi inevitable teniendo en cuenta que la comunidad con la que hubiera podido identificarse no se encuentra en ningún lugar de la tierra. Pero esa represión no es mayor que la represión de la filosofía de Santayana por parte de quienes, por encima de su filosofía, lo han considerado desde el principio esencialmente español, como si serlo —Santayana conservó efectivamente su nacionalidad española hasta el final de su vida— fuera más importante que ser filósofo o como si, con la «estratagema» de «decir plausiblemente en inglés la mayor cantidad de cosas no inglesas posible» con la que Santayana ironizaría en «A General Confession» (Confesión general, 1940), se hubiera propuesto en secreto ser un filósofo español que simplemente escribe en otra lengua. Santayana formaría parte así de un elenco memorable, pero ilusorio, que se remonta a Séneca y pasa por Averroes y Maimónides, para continuar con los escolásticos españoles que escribieron en latín o con el humanista valenciano Luis Vives, hasta llegar al apóstata Blanco White o el catalán Eugeni d’Ors, que lo visitaría en Roma en 1946 ya como Eugenio d’Ors. Con algo más de generosidad, pero sin mayor precisión, se ha llegado a hablar incluso de la «estética mediterránea» de Santayana, pese a que, en su madurez, el autor confesara que no reconocía en la filosofía «nada por separado llamado estética» y Mediterranean sea una palabra circunstancial en su obra, ligada siempre a términos superiores como catolicismo o civilización. En cierto modo, el propio Santayana era responsable de un uso genérico del gentilicio que lo llevó a hablar equívocamente de los «filósofos griegos», e incluso simplemente de los griegos como un pueblo de filósofos que vivía razonablemente, y es conocida de sobra su antipatía por «el egotismo de la filosofía alemana». Que Sócrates o Platón o Aristóteles fueran realmente griegos es, sin embargo, una cuestión tan disputada como que Atenas fuera la educadora de Grecia, pero a Santayana le habría hecho falta seguir leyendo más allá del primer libro de la República o del diálogo interrumpido en el Filebo para zanjarla: toda su aversión al platonismo —y, en realidad, su aristotelismo o neoplatonismo— radica en una confusión sobre el sentido de la filosofía primera o sobre la relación entre la política y la metafísica. (Tal vez no sea hoy tan discutible, como Santayana pensaba, que la filosofía alemana o inglesa fuera más alemana o inglesa o romántica o literaria que filosófica.) En muchos aspectos, su concepción de una «vida espiritual» es más afín al platonismo genuino de lo que el propio Santayana admite y, en cualquier caso, tanto el platonismo como la vida espiritual lo alejarían de una adscripción nacional o geográfica o sentimental como la que «americano», «español» o «mediterráneo», e incluso «católico», implican. Aun cuando la preferencia por Demócrito y Lucrecio obliterase el platonismo, nos encontraríamos con el mismo problema[8].

    En el verano de 1883, después de diez años de estancia en América, Santayana volvió a Europa para ver a su padre. «Por aquella época —como escribirá en su «Confesión general»— me sentía un extranjero en España, más agudamente que en América [...] Nada en la vida o la literatura españolas de aquel tiempo —añadirá— me atraía en particular.» El extranjero en España y en América era entonces un joven estudiante a quien William James le desaconsejaría a su vuelta a Harvard que se dedicara a la filosofía y que probablemente se tenía más a sí mismo por un poeta (incluso por un aspirante a pintor o arquitecto) que por un filósofo. La fecha no es particularmente significativa ni en la vida de Santayana ni en la vida de España. Más que la España de Galdós, de cuya vida poco podía atraer de hecho a Santayana, habría podido atraerle de la literatura la recién publicada Historia de los heterodoxos españoles de Marcelino Menéndez Pelayo, quien dudaba al final de su obra monumental si el espíritu cristiano aún informaba «nuestra literatura» o si, por el contrario, «no nos queda ciencia indígena, ni política nacional ni, a duras penas, arte y literatura propia», y que, por extraño que ahora nos parezca —aunque el gusto clásico delataba siempre al polígrafo de Santander—, acababa citando a Lucrecio, el poeta favorito de Santayana y el enemigo por antonomasia de la religión. Pensar en Santayana como en un heterodoxo español al que Menéndez Pelayo hubiera podido dedicar un apéndice es un desafío a su lealtad a una ortodoxia humana y una tentación en la que han caído lectores tan desorientados como los que han visto en Santayana —enemigo, él mismo, de todas las dominaciones, incluso la del espíritu— a un católico ateo o un simpatizante del fascismo. No hay, por supuesto, constancia de que Santayana leyera los Heterodoxos españoles o El doctor Centeno, publicada en 1883 —Menéndez Pelayo y Galdós eran las dos caras de la misma moneda nacional que circulaba entonces—, como no la hay tampoco de que, medio siglo después, encontrara en la obra de José Ortega y Gasset, que nació en Madrid en mayo de ese mismo año, poco antes de la visita de Santayana, una filosofía afín a la suya, por vitales que llegaran a ser las dos: las notas de una lectura tardía de La rebelión de las masas en 1938 —la totalización de la Roma antigua había ido sustituyendo a España, y a Europa, como marco de la sociedad en el imaginario orteguiano del exilio— son derogatorias («Este libro —escribe Santayana— es uno de esos torbellinos» que Ortega veía formarse en el arte o en las ideas o en política o en los usos sociales de su época). Que Santayana formara parte de la Generación del 98, como postuló Ramón J. Sender, y hubiera que contarlo entre los muy poco mediterráneos «castellanos interiores», o intercambiara correspondencia con Unamuno, sin que se sintiera atraído especialmente por su Del sentimiento trágico de la vida, y recibiera puntualmente del poeta católico José Bergamín la revista Cruz y Raya —donde pudo leer por primera vez a Heidegger traducido al español— no altera, en lo esencial, la sensación de extrañeza que fue la del extranjero Santayana y que nada nos impide reconocer, en la medida en que la inteligencia no la ha corregido, como la propia de cualquier lector imparcial, y casi podríamos intuir que la estratagema de decir en inglés la mayor cantidad de cosas no inglesas posible pudo ser tan eficaz como la de escribir en inglés como no se había escrito nunca ni se ha escrito aún en español[9].

    Que Santayana no solo haya escrito en inglés como nadie ha escrito nunca en español, sino también lo que nadie ha escrito nunca en español permite leer su obra salvando su filosofía de la represión en la cultura española y tiene, por añadidura, un inesperado efecto redentor en la propia cultura española: ya no se trataría, entonces, de hacer de «Jorge» Santayana un filósofo español, sino de franquear la cultura española a su filosofía, a una filosofía pura, ortodoxa y humana. Si podemos medir la vitalidad de una cultura por el grado de exposición a la filosofía, a la cultura española (como a la cultura americana) le favorece más la exposición a la filosofía de Santayana de lo que la cultura española puede aportar, como cultura española —o la cultura americana como cultura americana— a la interpretación de la filosofía de Santayana y, siendo honestos, merecería la pena que nos preguntáramos si la vida o la literatura españolas en la actualidad están en condiciones de favorecer esa recepción, si es posible leer a Santayana sin dar por supuesto que sea uno de los nuestros: que cada uno de nosotros dude también de serlo —que nos veamos obligados a preguntárnoslo— ya sería un principio hermenéutico eficiente, un toque de la vara sanadora de Hermes el intérprete, gracias a la cual percibimos que también el lenguaje del extranjero es llano. Con esta perspectiva, Santayana no sería en modo alguno un filósofo español, como no fue nunca un filósofo americano, pero podría ser perfectamente el filósofo que salvara a España de su hispanidad, como Lucrecio habría podido salvar a Roma de su romanitas o Emerson a América de su americanismo[10]. Que Santayana escribiera en inglés obliga, naturalmente, a leerlo en español a través de la lengua franca de la traducción, lo que añade un sentido suplementario a su concepción del espíritu como un viento de doctrina que no reconoce fronteras y salta por encima de las barreras lingüísticas y nacionales. Pero ¿no es ese el destino de la filosofía misma, que no reconoce a los dioses de la ciudad y, sin embargo, se dirige a sus habitantes para contarles lo que no habrían conocido nunca, y los hace mejores, de no ser por los verdaderos filósofos?

    Sobre esta edición

    En el Prefacio a Obiter Scripta, una antología de escritos menores (solo en extensión) publicada en 1936, Santayana lamentaría —con el tono autobiográfico y casi las mismas palabras que usaría en su «Confesión general» cuatro años más tarde— que la «filosofía pura a la que estaba unido por naturaleza desde el principio, la filosofía ortodoxa humana de la que se habla [en «Herejía filosófica», incluido en Obiter Scripta y en esta edición], no había tenido tiempo de abrirse camino y mostrar toda su fuerza natal, su pathos y simplicidad». «Tendría que haber empezado —concluía Santayana— por donde he terminado.» Un poco más adelante, advertía que, en una segunda vida, habría podido componer «un solo libro, perfecto en estilo, claro y rico en enseñanza familiar, que brotara del espíritu sufriente del hombre»[11]. La ambición de toda antología, desde Obiter Scripta hasta la última en publicarse, The Essential Santayana (2009), pasando por las de Daniel Cory o John Lachs, y desde luego la de esta Antología del espíritu, es la de ser, secreta o manifiestamente, ese single book de Santayana que los lectores, que son la segunda vida del autor, componen o recomponen con él. El riesgo de toda antología, sin embargo, reside en ser también el producto inconsciente de una época desprovista de crítica, como Santayana sospechaba que lo era la suya y probablemente lo sea cualquiera, incluida la nuestra: en las épocas de fe —escribió en la «Apologia Pro Mente Sua»—, «las mentes estudiosas producirán antologías, compendios, paráfrasis o comentarios ortodoxos y concordancias de los textos recibidos»[12]. El denominador (y el sentido) común, en cualquier caso, entre una época de fe y una época de crítica sería la ortodoxia: que la recepción no desviara el texto recibido más de lo que el texto original se hubiera desviado por su propia inadecuación a la realidad.

    Ese único libro habría de ser susceptible, además, de traducción. Siendo la traducción la verdadera lingua franca de la transferencia del conocimiento, las peculiaridades de un estilo perfecto —de lo que Santayana llamaba su Santayanese— no son más importantes que la coherencia general: una traducción puede, al menos, ser tan fiel al texto original como lo es el lenguaje mismo a los hechos que trata de expresar. En el terreno de la traducción solo esperamos que el lector no encuentre los howlers que Santayana encontró en las primeras traducciones al español de sus escritos. En la introducción hemos señalado que nadie había escrito ni pensado como Santayana en español, ni lo que Santayana pensó y escribió en inglés, y es muy pronto para que la traducción de sus obras haya generado una tradición literaria y mucho menos una filosofía. Haber incluido en esta antología, tras el capítulo dedicado a la metanoia o cambio de corazón, su ensayo sobre Emerson —el ensayo de la despedida de una tradición— es, al respecto, un buen punto de partida. No le corresponde al traductor prometer que haya una tierra de llegada, más allá de la encarnación del espíritu en el cuerpo de cada lector.

    De acuerdo con lo señalado por John McCormick en su biografía, para llegar a un acuerdo con el pensamiento de Santayana es esencial proceder cronológicamente y esa es la disposición que muestran los textos escogidos en nuestra antología, más o menos inspirados o empujados por el viento. He seguido, hasta donde es posible en una traducción, las pautas de la ecdótica de Santayana establecidas por la Santayana Edition en los textos que ya han aparecido; pautas que habrán de aplicarse, en su día, a la edición y traducción al español de la obra completa de Santayana[13]. Con los textos de Santayana que aún esperan una edición crítica he procurado ser fiel a las primeras ediciones y, en su caso, estar muy atento a las variaciones que han aportado las diversas traducciones previas, en las que hay muchos más aciertos que errores y de las que soy deudor.

    Una primera versión de la traducción de «Cape Cod» se publicó en Caracteres literarios. Ensayos sobre la ética de la literatura 2 (1999), pp. 101-103. Una versión anterior del Prefacio a Los reinos del ser y de los capítulos de Dominations and Powers (Dominaciones y poderes) se publicó en George Santayana, La filosofía en América, ed. de J. Alcoriza y A. Lastra, Madrid, Biblioteca Nueva, 2006. Una parte de la presentación de Platonismo y vida espiritual se publicó con el título «Soliloquios en Inglaterra» en Quimera. Revista de Literatura 435 (2020), pp. 29-31. En todos los casos he introducido las modificaciones que he creído oportunas y que tienen que ver con una ya larga lectura e interpretación, no siempre ortodoxas, de Santayana[14]. Me gustaría pensar que en la insistencia en esa lectura e interpretación ha habido, por mi parte, una metanoia y una autotrascencencia comparables al placer de evocar con frecuencia a Santayana.

    agradecimientos

    Quiero mencionar en primer lugar a Francisco Javier Expósito, responsable literario de la Colección Obra Fundamental, que me sugirió la posibilidad de preparar esta edición en una larga conversación sobre poesía llena de enseñanzas para mí y a cuya generosidad y paciencia confío en haber correspondido. Nuestro amigo común David Felipe Arranz nos presentó en unas jornadas sobre literatura y peregrinación que ya no puedo recordar sin pensar en el peregrino Santayana. A Chris Skowron´ski le agradezco su magisterio en Santayana y en muchas otras cosas: su lectura de la introducción ha renovado una aleccionadora correspondencia entre nosotros. Esmeralda Balaguer García, Antonio Fernández Díez, María Golfe, Natanael Pacheco y Rubén Villacañas me han hecho observaciones muy valiosas que he tenido en cuenta. Querría dejar constancia también de mi agradecimiento a la larga serie de traductores e intérpretes de Santayana en español, y en cualquier otra lengua, hasta la actualidad.

    A. L.

    Bibliografía

    La edición de referencia de las obras de Santayana es la Santayana Edition, en curso de publicación y que puede consultarse en línea: https://santayana.iupui.edu/. Los textos ya editados son de libre disposición digital: https://santayana.iupui.edu/text/. Incluye también la bibliografía más completa y actualizada del y sobre el autor: https://santayana.iupui.edu/resources-links/bibliographies/.

    En español ha de consultarse Limbo: Boletín Internacional de Estudios sobre Santayana, disponible en Dialnet: https://dialnet.unirioja.es/servlet/revista?codigo=11264. Véase también Daniel Moreno Moreno, «Descripción de los escritos de George Santayana», en La Torre del Virrey. Revista de Estudios Culturales 2 (2007), https://revista.latorredelvirrey.es/LTV/article/view/591.

    Al inicio de cada sección he indicado la procedencia de cada uno de los textos. A título personal, querría anotar que, en la preparación de esta Antología del espíritu, me han sido de especial utilidad los siguientes libros y artículos:

    George Santayana, Obiter Scripta. Lectures, Essays and Reviews, ed. de J. Buchler y B. Schwarz, Nueva York, Charles Scribner’s Sons, 1936.

    The Philosophy of George Santayana, The Library of Living Philosophers, vol. II, ed. de P. A. Schilpp, Evanston/Chicago, Northwestern University Press, 1940.

    The Philosophy of Santayana. Selections from all the Works of George Santayana, ed. de I. Edman, Nueva York, Charles Scribner’s Sons, 1953 (2.ª ed.).

    Essays in Literary Criticism of George Santayana, ed. de I. Singer, Nueva York, Charles Scribner’s Sons, 1956.

    Animal Faith and Spiritual Life, Previously Unpublished and Uncollected Writings by George Santayana with Critical Essays on His Thought, ed. de J. Lachs, Nueva York, Appleton-Century-Crofts, 1967.

    Physical Order and Moral Liberty: Previously Unpublished Essays of George Santayana, ed. de J. Lachs y S. Lachs, Charlotte, Vanderbilt University Press, 1969.

    John McCormick, George Santayana. A Biography, Nueva York, Alfred A. Knopf, 1987.

    The Essential Santayana. Selected Writings, ed. de The Santayana Edition, compilada por M. A. Coleman, Bloomington/Indianápolis, Indiana University Press, 2009.

    Douglas Anderson, «Santayana’s Provocative Conception of the Philosophical Life», Transactions of the Charles S. Peirce Society 45/4 (2009), pp. 579-595.

    Herman J. Saatkamp Jr., A Life of Scholarship with Santayana, ed. de C. Padron y K. P. Skowron´ski, Leiden/Boston, Brill Rodopi, 2021.

    A. L.

    METANOIA

    Metanoia (μετάνοια) no es un término clásico. En los diálogos platónicos, su uso —en forma verbal casi siempre— es mucho menos frecuente que el de metameleia (μεταμέλεια), con el que comparte la significación de «arrepentimiento» que el cristianismo incorporaría a su manera de entender o de exigir la conversión o el cambio de corazón que el creyente tenía que experimentar. Hay cierta ambigüedad en el uso que Santayana hace del término, eminentemente autobiográfico (el «final de la juventud»), como muestran los textos escogidos para empezar a leer esta Antología del espíritu, y no disociado en ningún caso del «entendimiento» ni de la propia filosofía: se trata de una metanoia «ilustrada» que describe un «retiro del mundo», pero no un «desprecio del mundo». Es probable que Santayana se refiera a la metanoia cuando habla, en Platonism and the Spiritual Life (Platonismo y vida espiritual, 1927), de «desintoxicación» de los poderes sobrenaturales (un término vinculado en su autobiografía a la muerte de su padre) y, en The Idea of Christ in the Evangelies (La idea de Cristo en los Evangelios, 1946), de «autotrascendencia». Es muy importante advertir que, al igual que sucede con la autotrascendencia y la propia vida espiritual, la metanoia no puede concebirse para abolir la continuidad: cada alma humana sigue siendo —escribe Santayana— la misma alma. El capítulo xxv de Persons and Places (Personas y lugares, 1944-1953), la autobiografía de Santayana, lleva por título «A Change of Heart» (Un cambio de corazón).

    Los textos escogidos son de naturaleza tan dispar como representativa: correspondencia, poemas, pasajes autobiográficos o anotaciones inéditas en vida que, sin embargo, tienen en común la capacidad de albergar la formación de una figura filosófica. Entre la carta a su amigo Charles Augustus Strong de 1893 (el año de la metanoia vital) y la carta a su antiguo profesor y luego colega en Harvard George Herbert Palmer de 1912 transcurren casi veinte años en los que Santayana se mantuvo cum reluctantia como profesor universitario hasta su despedida de la «tradición gentil» americana y su vuelta definitiva a Europa. La moderación de los pasajes autobiográficos compensaría en el tiempo la exaltación de los momentos líricos, pero tanto el verso como la prosa forman parte de una misma escritura y de una misma vida espiritual. Toda selección tiene algo de arbitrario y la de estos textos de introducción a nuestra antología tal vez en mayor medida, pero la imagen que ofrecen al lector es clara.

    La procedencia de los textos es la siguiente:

    To Charles Augustus Strong, 21 Augustus 1893 [Carta a Charles Augustus Strong, 21 de agosto de 1893]

    The Letters of George Santayana, Book One [1868]-1909, ed. de W. G. Holzberger, The Works of George Santayana, vol. v, ed. de W. G. Holzberger y H. J. Saatkamp, Cambridge, Mass. / Londres, The MIT Press, 2001, pp. 132-133.

    Disponible en

    https://santayana.iupui.edu/wp-content/uploads/2018/12/LGS1.pdf

    To W. P. [A W. P.]

    The Complete Poems of George Santayana. A Critical Edition, ed. de W. G. Holzberger, Lewisburg, Bucknell University Press, 1979, pp. 125-127. Los cuatro sonetos dedicados a su amigo Warwick Potter aparecieron en el primer libro publicado por Santayana: Sonnets and Other Verses, Cambridge/Chicago, Stone & Kimball, 1894.

    Cape Cod [Cabo Cod]

    The Complete Poems of George Santayana, p. 160. Publicado originalmente en Sonnets and Other Verses.

    De Persons and Places [Personas y lugares]

    Persons and Places, The Works of George Santayana, vol. i, ed. de W. G. Holzberger y H. J. Saatkamp, Cambridge, Mass. / Londres, The MIT Press, 1986, pp. 350, 417-429.

    Disponible en

    https://santayana.iupui.edu/wp-content/uploads/2017/11/George-Santayana-Persons-and-Places.pdf

    To George Herbert Palmer, 2 August 1912 [Carta a George Herbert Palmer, 2 de agosto de 1912]

    The Letters of George Santayana, Book Two 1910-1920, ed. de W. G. Holzberger, The Works of George Santayana, vol. v, ed. de W. G. Holzberger y H.J. Saatkamp, Cambridge, Mass. / Londres, 2002, pp. 93-95.

    Disponible en

    https://santayana.iupui.edu/wp-content/uploads/2018/12/LGS2.pdf

    On Despising the World [Sobre el desprecio del mundo]

    Physical Order and Moral Liberty: Previously Unpublished Essays of George Santayana, ed. de J. Lachs y S. Lachs, Charlotte, Vanderbilt University Press, 1969, pp. 297-299.

    A. L.

    Carta a Charles Augustus Strong[15]

    Ávila, 21 de agosto de 1893

    Querido Strong,

    muchas gracias por tu nota y tu oferta de tratar de conseguirme una habitación. Cualquier cosa que consideres adecuada me agradará, estoy seguro, y será un placer adicional conocer al profesor Shorey[16]. Me gustaría reservarla desde el 12 o 13 de septiembre hasta el 22 o así. Si me escribes A/A de la señora de F. G. Shaw, en la calle Este 118, 30 de Nueva York, sabré qué hacer cuando llegue, que será el 11 o 12 de septiembre. Me he demorado en Ávila por la más triste de las razones, la enfermedad y muerte de mi padre. Tenía setenta y nueve años y estaba muy débil, así que la pérdida no ha sido inesperada, pero no menos grande y final. Su vejez y el hecho de que haya vivido poco con él me hacen sentirlo menos de lo que lo haría la mayoría de los hijos, pero la impresión sigue siendo fuerte, sobre todo porque es la primera muerte que he visto. Ahora estoy con mi hermana, que vive aquí con su marido e hijos, y partiré mañana por la tarde a Londres. Espero verte en Nueva York o Chicago.

    Fielmente tuyo,

    G Santayana

    A W. P.[17]

    I

    En calma estaba el mar en el que mantuviste el rumbo,

    ¡Oh, mucho más calmado que los mares del sur!

    Cuántos semejantes tuyos sin nombre, a quienes la tersa brisa

    Arrebató a madres que han llorado mucho tiempo.

    Todas las almas de los niños tomadas mientras dormían

    Son tus compañeros, participan de tu paz,

    Y las almas verdes de esos árboles de otoño

    Te siguen por los silenciosos espacios separados.

    Tu cuerpo virgen ha dado su gentil aliento

    Inmaculado a los dioses. ¿Por qué apenarnos

    Sino porque no merecemos tu muerte sagrada?

    No nos retrasaremos, tus amigos y yo;

    Vivo, hacías que la vida fuera mejor,

    Muerto harás más fácil morir.

    II

    Contigo una parte de mí ha pasado,

    Pues en el poblado bosque de mi mente

    Un árbol deshojado por este viento invernal

    No volverá a mostrar su verdor.

    La capilla y el hogar, el camino rural y la bahía

    Han resignado algo de su amigabilidad;

    Aunque quisiera, no encontraría otra

    Y he envejecido mucho en un día.

    Pero atesoro en mi memoria

    Tu don de caridad y la agilidad de tu corazón juvenil

    Y el querido honor de tu amistad,

    Pues, una vez míos, mi vida es rica con ellos.

    Apenas sé qué parte es mayor,

    Lo que guardo de ti o lo que me has robado.

    III

    Tu barco anclado en la apacible ensenada

    Con un viento suave despliega su vela;

    Tu espíritu dócil, alado con el aire,

    Ha zarpado al amanecer hacia la luz.

    Casi sé por qué el cielo considera justo

    Que tu juventud, y mi gozo en la juventud, se desvanezcan;

    Dios los conserva, dispone de ellos para siempre,

    La eternidad ha tomado en préstamo esa delicia.

    Largo tiempo he enseñado a mis pensamientos a correr

    Donde viven las grandes cosas que vivieron

    Y flotar y planear en una eterna calma;

    Allí todos mis amores se juntan en uno,

    Donde no hay cambio, ni despedidas,

    Ni revolución de la luna y el sol.

    IV

    En lo hondo de mi corazón esas campanas sonarían

    Doblando por tu pérdida aunque no hubieras muerto;

    Para que el tiempo ponga una máscara más triste que la muerte

    Sobre el rostro que siempre habría debido ser joven.

    La rama que cae con todos sus trofeos colgando

    No cae demasiado pronto, pero apoya su cabeza coronada de flores

    De la manera más regia en el polvo, sin que una sola hoja

    Quede sin consagrar, sin tallar o sin cantar.

    Aunque el otro mundo no oiga nunca

    El nombre feliz de alguien tan gentilmente sincero

    Ni las crónicas realcen este año fatal,

    Nosotros, los que te amamos, aunque seamos pocos,

    Te conservamos en todo cuanto es bueno y edificamos

    En nuestras débiles virtudes monumentos tuyos.

    Cabo Cod[18]

    El bajío de arena en la playa y el pobre arbusto de pino,

    El vasto alcance de la bahía y el horizonte lejano,

    ¡Oh, estoy lejos de casa!

    El aroma salobre, salobre del aire espeso del mar,

    Los suaves cantos lisos que la marea arrastra,

    ¿Cuándo vendrá el buen barco?

    Tristes fragmentos quemados, ardidos,

    Y el blando y profundo surco donde el carro gira,

    ¿Por qué es tan viejo el mundo?

    La leve ola y el ancho cielo gris

    Donde crascita el cuervo y vuela la gaviota,

    ¿Qué ha sido de los muertos?

    Doblados en la ciénaga los sauces,

    Varado el casco inmenso y el leño en la corriente,

    ¡El pesar empieza con la vida!

    Entre los oscuros pinos y por la llana orilla,

    ¡Oh, el viento, y el viento para siempre,

    ¿Qué será del hombre?

    De Personas y lugares

    [Del capítulo XXI]

    Los Potter

    Fue en el club donde formé la más clara y cordial de mis amistades americanas, con Bob y Warwick Potter. De Bob hablaré después; estaba en la clase de 1891 y en su último año en Harvard le preocupaba su futuro. Era arquitecto por vocación como Howard Cushing era pintor y los colmaban los estudios que iban a emprender en París, en la academia de Beaux-Arts o en Julien. Pero Warwick, que estaba en la clase de 1893 y murió a finales de aquel año, había sido durante los dos inviernos anteriores mi compañero constante y también pupilo, y fue en el club, en nuestras lecturas de poesía en mi habitación y en nuestros paseos, donde sin darme cuenta empecé a pensar en él como en un hermano menor y una parte de mí mismo. No sabía lo apegado que estaba a él hasta que oí la inesperada noticia de que había muerto a bordo del yate de Edgard Scott en la bahía de Brest. Se había mareado terriblemente y el mareo le había provocado un ataque de cólera que se demostró fatal. Pareció una nueva clase de golpe, no violento ni fuerte, pero extrañamente transformador. Un cambio gradual debido a muchas causas convergentes se estaba produciendo en mí. Doce meses antes, mi hermana Susana se había casado; ese verano mi padre había muerto y la muerte de Warwick se presentó para acentuar el efecto de esas mutaciones y hacerme consciente de su significado para mi vida espiritual. Volveré en breve a esta metanoia mía. Nada en apariencia había cambiado mucho en mi entorno, opiniones ni hábitos; sin embargo, el mundo entero se retiraba a una distancia mayor y adquiría una coloración nueva, más delicada, como en una perspectiva aérea. Me di cuenta de que no era mi mundo, sino el mundo de otra gente: de todos aquellos, y eran la vasta mayoría, que no habían entendido.

    Capítulo xxv: Un cambio de corazón

    El espíritu absoluto, irresponsable

    Si un hombre fuera un espíritu salvaje sin un cuerpo o un hábitat, su filosofía podría cambiar inofensivamente en cualquier momento y podría muy bien enorgullecerse de cambiarla a menudo y radicalmente, de manera que presumiera de fertilidad de espíritu y disfrutara de una experiencia inagotablemente rica. Siendo absolutamente libre y habiéndose librado de las circunstancias, ¿por qué habría de adherirse a principios o ideas particulares y perder su tiempo repitiéndose como un idiota o un cuco?

    Me siento una criatura del lugar y el tiempo

    En mi caso sucedió, sin embargo, que llegué a la edad de la reflexión en Ávila, una pequeña ciudad amurallada, donde el pueblo viejo, las viejas iglesias y los estériles páramos grises cubiertos de rocas prehistóricas llenaron mi mente desde el principio con una sensación de antigüedad. La reflexión posterior, en el Nuevo Mundo, no me llevó a pensar en mí mismo, ni en nadie más, como un espíritu desencarnado. Al contrario, me parecía evidente que ninguna mente descubrible podía haber existido salvo en un cuerpo, de manera que por la presencia y la acción de ese cuerpo podría dar señales y dejar memoria de su paso. Luego el pasado podría ser

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