La dama de un gruñón: Las damas de la aristocracia, #1
Por Linda Rae Sande
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Él es un gruñón. Ella es el motivo.
Tras despedirse de su hijo cuando parte a su Grand Tour por Europa, Patience Grayson, la recién enviudada marquesa de Billingsley, se marcha al campo. Su intención es pasar allí al menos un año viviendo por su cuenta en la casa de campo de los Grayson en Shropshire.
Si tan solo su carruaje pudiese llegar a su destino... Cuando se rompe una rueda, ocurre en el lugar más inconveniente.
Max Higgins, el conde de Greenley, que carga con un condado casi en bancarrota por la adicción a la bebida y al juego de su padre, no ha tenido ni un solo buen día en casi veinte años, desde que la mujer con la que se suponía que iba a casarse le dejó por otro. Desde entonces, su amargura ha hecho que le conozcan por todo Staffordshire como el conde Gruñón. Ya que, aunque encontró a otra mujer para ser su condesa, la pobre mujer falleció al dar a luz a su heredero, algunos dicen que para huir de su mal humor.
La soledad de Max en su casa de campo de Staffordshire está a punto de hacerse añicos cuando la causa de su mal carácter irrumpe en su casa, y en su dormitorio, una noche de invierno.
¿Volverá la vida a ser la misma?
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La dama de un gruñón - Linda Rae Sande
CAPÍTULO 1
UNA DESPEDIDA Y UNA PARTIDA
Diciembre 1837, muelles de Londres
Thomas Grayson, marqués de Billingsley, miró a su madre con preocupación.
—Puedo retrasar el viaje, madre. No tengo por qué ir.
Lady Patience Billingsley colocó una mano enguantada en seda en el brazo de su hijo.
—Irás. Hemos estado planeando tu Grand Tour desde hace un año. No voy a permitir que el fallecimiento de tu padre interfiera —insistió, intentando no llorar por la partida inminente de su hijo—. Su secretario ha enviado una carta a lord Chancellor de tu parte. Cuando regreses te reconocerán como su heredero y ocuparás su asiento en la Cámara de los Lores.
Mientras Thomas asentía, se sobresaltó al escuchar el silbato del contramaestre desde la cubierta del Fairweather. Su sirviente, Rogers, estaba esperando para subir a bordo del barco de tres mástiles, asiendo en sus manos las asas de dos maletas. El arcón de Thomas ya estaba cargado en el barco desde esa misma mañana.
—Te escribiré cuando llegue a Nápoles —prometió.
—Tu cicerone ya está al corriente de tu llegada. Te recibirá en los muelles —dijo Patience, refiriéndose al italiano que sería el guía de Thomas durante su viaje por el Reino de las Dos Sicilias—. En su última carta decía que ya tenía preparados los contactos que necesitarás cuando llegues a Grecia —explicó ella, tendiéndole una carta doblada—. ¿Tienes dinero?
Thomas aceptó la misiva y la guardó en un bolsillo de su abrigo.
—Sí, sí, madre. Y Rogers también lleva. He pensado que lo mejor era no guardarlo todo en el mismo sitio.
Al recordarle el dinero, Thomas comenzó a lanzar miradas nerviosas alrededor, como si estuviera esperando que un carterista le robara. A pesar del aire frío, ya que esa misma mañana había nevado y unas nubes grises seguían cubriendo el cielo sobre Wapping, el muelle estaba atestado de pasajeros, mozos cargando maletas, trabajadores portuarios y gente que estaba despidiendo a sus seres queridos antes de partieran a Europa o a otros lugares.
—Eso es muy inteligente por tu parte —respondió Patience, enfocando la mirada en el Támesis.
El agua marrón oscura que oscilaba debajo de la pasarela era tan turbia como el cielo, y por la forma en la que se movía, sabía que el Fairweather tendría que salir pronto.
Con la realidad acechante de la inminente partida de su hijo, Patience sabía que si no volvía pronto al carruaje, estallaría en lágrimas de un momento a otro.
—Venga, ve a buscar tu camarote. Va a zarpar enseguida.
Thomas se inclinó y le dio un beso en la mejilla.
—¿Estás segura de que estarás bien?
Patience reemplazó su mirada de preocupación por una sonrisa.
—En cuanto te vayas, yo también me voy de viaje.
—¿A dónde? —preguntó él, girándose para mirarla.
—Me marcho a Grayson Park —respondió ella, refiriéndose la finca Billingsley al sur de Shropshire—. Voy a pasar el invierno allí y probablemente la primavera y el verano también, así que procura escribirme allí.
Thomas frunció sus oscuras cejas.
—¿Tú sola? —preguntó.
Se parecía mucho a su padre cuando mostraba en su rostro expresiones como irritación, incredulidad o preocupación, y Patience estuvo a punto de estremecerse. Le sería muy útil como marqués, al igual que seguramente lo fuera para su padre, pero Patience fue capaz de ocultar la razón de su reacción inmediata.
Asco.
En el momento en el que David Grayson, el sexto marqués de Billingsley, falleció, ella lo aborrecía. Profundamente. Su matrimonio inesperado no fue por amor. A pesar de la certeza de su madre de que algún día llegaría a amarlo, lo mejor que pudo darle Patience fue respeto a regañadientes, una vez que superó el miedo que le tenía. No podía entender cómo su padre, Robert Seward, conde de Eversham, proclamaba su amistad con ese hombre tan desagradable.
Cuando se enteró de que la dote que le correspondía a ella era bastante más pequeña de la de sus otras tres hermanas, puesto que ella era la pequeña, comprendió la motivación de su padre.
Billingsley la quería a ella, y no le importaba que su dote fueran unas míseras mil libras.
Cuando se enteró de que el marqués tenía unas cuantas amantes y de que no pretendía ni ocultarlo, Patience se resignó a encontrar la alegría en otros aspectos de su vida en la aristocracia. Los entretenimientos de la Temporada ocupaban la mayor parte de sus días y sus noches, y el resto del año solía acudir al teatro o a tomar el té con otras damas.
Ahora solo quería soledad. Un poco de tiempo lejos de Londres para hacer lo que quisiera y cuando quisiera. En cuanto Thomas estuviera rumbo a Nápoles, le diría a su cochero que pasaran por casa para recoger sus arcones y emprenderían el viaje a Grayson Park.
—Con tu doncella, espero —añadió Thomas, interrumpiendo su ensoñación.
—Oh, no. Voy a dejar a Baxter. O más bien, me va a dejar ella a mí. Me lo comunicó la semana pasada —explicó Patience—. Ha decidido retirarse. Es el mejor momento, la verdad.
Thomas la miró sorprendido.
—¿Qué vas a hacer?
Patience estuvo a punto de echarse a reír al escuchar la preocupación en su pregunta, como si necesitara ayuda para vestirse o para peinarse.
—Contrataré a otra cuando esté en Grayson Park —respondió ella encogiéndose de hombros—. Estaré bien, Thomas. Ahora embarca antes de que te dejen en tierra —dijo con un gesto para espantarle.
Su hijo la besó en la mejilla una última vez, hizo una reverencia y se unió a su sirviente en la pasarela.
Patience sonrió a la luz de la mañana e hizo un esfuerzo por contener las lágrimas. La tentación de suplicarle que se quedara era demasiado fuerte, y sabía muy bien que él retrasaría su viaje si la escuchaba algún tipo de queja.
Cuando Rogers y él desaparecieron de su vista, Patience se apresuró a ir junto a su cochero, Jeffrey Styles, que la estaba esperando al lado del coche. Le abrió la puerta y la ayudó a entrar.
—¿Vamos a casa, milady?
—Sí, Styles. Buchanan dijo que el coche estaría preparado para el viaje cuando llegáramos —dijo ella, refiriéndose al mayordomo de Grayson—. ¿Tienes todo listo?
—Sí, milady —respondió Styles, asintiendo con entusiasmo.
—¿No te importa vivir en el campo unos meses?
Había discutido el asunto con Buchanan, pensando que el mayordomo tendría que contratar a otro cochero para que la llevara a Grayson Park, ya que quería quedarse con el carruaje cuando llegaran. Con Derbyshire tan cerca, pensó que quizá hacer excursiones ocasionales por Peak District le daría oportunidades para dibujar y pintar. Puede que visitase alguna casa de campo también.
—Para nada, milady. Estoy deseando salir de la ciudad otra vez —respondió él—. Y ya conozco al personal de Grayson Park, por supuesto.
Su comentario le recordó a Patience que Styles ya había trabajado en Grayson Park en el pasado. Varias veces. Algunas veces para llevar a Billingsley y a ella para pasar los meses de verano. Estaba segura de que una de las amantes de su esposo salía a cabalgar con él ocasionalmente, aquellas veces en las que anunciaba que se iba al campo sin haberla avisado antes y luego tardaba semanas en regresar.
Quizá Styles hubiera entablado algún vínculo con algún sirviente o doncella durante sus visitas anteriores. Aquel pensamiento hizo que Patience mostrara una débil sonrisa mientras llegaban a la casa de estilo georgiano.
Patience hizo una mueca cuando vio su reflejo en el espejo de pie de su dormitorio. A pesar de su cabello negro y tez clara, el vestido de luto de bombasí negro, lo dobladillos y ribetes de crepé negro, le sentaba francamente mal. Las decoraciones con joyas azabache que centraban los lazos de crepé negro alineados en la mitad de la manga y en el cuello alto, no conseguían realzar el atuendo. Lo peor de todo, el bonete a juego de estilo claremont no mejoraba su apariencia. Al menos el crepé negro del sombrero y el ala de seda estaba forrados por crepé blanco. Si hubiera sido todo negro, lo habría echado al fuego de la chimenea.
Ropa de luto. Patience se estremeció al pensar que tenía que seguir vistiendo esas prendas durante seis meses más antes de que pasar al tono lavanda para el medio luto. Cuando estuviera en Shropshire, tenía la intención de guardarlas en un arcón para dejarlas en el ático.
Patience estaba ansiosa por dejar Londres, echó un último vistazo a la casa de Westminster antes de subir al carruaje. Aunque acababan de pulir el exterior de ébano, su antigüedad se hacía aparente y habían cubierto el sello dorado del marquesado de Billingsley con una capa de pintura negra.
En lugar de retocar o volver a pintar el sello descolorido, había ordenado a Buchanan que pintara sobre él aquella misma mañana. Viajar durante tres días en un coche sin ningún sello sería mucho más seguro que ir anunciando que el marqués o la marquesa iban tranquilamente en su interior.
Recordó los pasos de su hijo para proteger su dinero y supo que había tomado la decisión correcta.
—Cuidado, milady —avisó Styles cuando estaba a punto de entrar en el coche—. La pintura aún está un poco húmeda.
—Lo tendré, señor Styles —respondió ella—. Aunque para esta noche esté cubierto de polvo, tampoco me va a importar.
Jeffrey reflexionó durante unos segundos antes de contestar:
—Más bien barro, milady, teniendo en cuenta que ha nevado esta noche.
Patience sonrió, sintiéndose más ligera.
—Sea como sea, no importa —afirmó ella.
Un momento después de acomodarse en los cojines de terciopelo azul en dirección del desplazamiento, se echó una manta por encima de las piernas para contrarrestar el frío de diciembre. Miró por la ventana de cristal mientras Styles y uno de los