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La fuga de Netflix: Ciudad Axila, #1
La fuga de Netflix: Ciudad Axila, #1
La fuga de Netflix: Ciudad Axila, #1
Libro electrónico118 páginas1 hora

La fuga de Netflix: Ciudad Axila, #1

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Información de este libro electrónico

La vida en Ciudad Axila -siglas de aeropuerto, CAX- se mueve muy rápido: si no sigues el ritmo, estás perdida.
Los edificios son sostenibles y la corrupción, generalizada.
Ciudad Axila es una megacity desquiciada y sucia, muy sucia -con billones de partículas nocivas flotando en suspensión- donde la consigna es 'corre o muere' y donde se usan más términos nipones que anglicismos.
La brecha social es un abismo: los muy ricos viven en urbanizaciones de acceso más restringido que el Área 51.
En un mundo que se muere de sed, ellos pueden permitirse regar jardines como canchas de fútbol.
La vida en Ciudad Axila, desde luego, no es una película de Capra.
En CAX nada es lo que parece: todo es simulacro. Por eso, en esta primera entrega de la trilogía, reinan el vicio, lo artificial y el engaño. Es una historia de traiciones y mentiras, pero también una aventura vertiginosa que te dejará sin aliento.
Netflix, el protagonista, se verá atrapado en una trama contra él, hará parkour por los tejados, vivirá el desgarro de la deslealtad, conocerá a la dura y enigmática Toxina y, sobre todo, se drogará como si no hubiera un mañana.
Quizá, después de todo, no lo haya.

IdiomaEspañol
EditorialDavid Pallol
Fecha de lanzamiento31 jul 2021
ISBN9798201982140
La fuga de Netflix: Ciudad Axila, #1
Autor

Daruma Neko

Su nombre es japonés. 'Daruma' significa 'demonio' y neko, 'gato'. Es un gato-demonio. O un demonio de gato. Nuestro autor transespecista es un superviviente de Fukushima. Un gato radiactivo, fluorescente en la oscuridad. También desarrolló facultades humanas, como la de hablar o la de teclear con los pulgares. Y notó de repente unas dotes visionarias, de ahí que se animara a escribir para iPulp thrillers trepidantes con humor, romance, aventura y corrupción generalizada, que es lo que el público parece demandar estos días.  Si ya los gatos son sabios, imagina uno mutante. Para Daruma el futuro es como un libro abierto. 

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    La fuga de Netflix - Daruma Neko

    CIUDAD AXILA

    1ª PARTE:

    LA FUGA DE NETFLIX

    Frenética inquietud necesitada de feliz quietud. Viciosa existencia voraz.

    Isabella Santacroce, Destroy.

    011:11 h. Día 1.

    Netflix se desperezó en la cama, retorciéndose y estirándose mientras berreaba como un alce en celo. Después se levantó y se dirigió a la cocina, a prepararse un café con extracto concentrado de catina: el supercafé. También se metió dos rayas de speed. Más animado, comenzó a canturrear: ‘Empieza el día con energía...’ Así podía uno puede despertarse contento y enfrentarse a lo que venga, pensó. ‘Tratamiento de choque, me va de maravilla.’

    Con la taza de café reforzado en la mano, Netflix se paró un momento para abrir la aplicación que controlaba la casa en su dispositivo electrónico. El agua comenzó a calentarse para la ducha. Los cristales electrocromáticos de las ventanas pasaron de opacos a trasparentes. Netflix, en calzoncillos y bostezando, miró fuera. Ante él se desplegaba el mismo paisaje de siempre. Tan familiar. Tan deprimente. Tan sórdido. Ruido blanco. Ruido rosa. Interferencias en campos electromagnéticos. Distorsión. Estática. Acoplamientos. A esa hora incierta de la mañana la ciudad también se desperezaba, con la música de un depósito de chatarra.

    ¿Pero de qué estamos hablando?

    Bienvenidos a Ciudad Axila, 43 millones de habitantes −es una cifra aproximada: el censo no incluye las oleadas masivas de refugiados climáticos−. Ciudad Axila, también conocida como Ciudad Acción: la megalópolis donde la vida se convierte en un espasmo y la historia en un parpadeo. Siempre dicen que Ciudad Axila está a punto de explotar. Llevan eones diciéndolo. Pues bien, ahí la tenías: resplandeciente y entera. Era una superviviente nata, como Netflix. También es verdad que Ciudad Axila hacía honor a su nombre: era una fosa séptica. La única ley que se cumplía allí era la de la gravedad, y a veces ni eso. Netflix no pudo evitar torcer el gesto en una mueca irónica mientras se asomaba al exterior. Sí, Ciudad Axila no era más que una enorme cloaca a cielo abierto, pensó; pero parte de esa ciudad, por muy hedionda que fuese, le pertenecía. Y era rico gracias a ella.

    No había sido un camino de rosas, eso desde luego. Como tampoco era fácil mantener su posición. Pero Netflix, por el momento, no se podía quejar. Le iban bien las cosas.

    El centro lo dominaban dos familias chinas, pero el extrarradio era distinto: había espacio para todos. Los suburbios interminables se repartían básicamente en cuatro áreas de poder, dominada cada una por un capo distinto. DJ Inferno reinaba al oeste. La correosa Lady Popea era dueña y señora del norte. Mister XTC, de género fluido −o con mucho flow, como elle decía− era soberano del este. A Netflix, por último, le pertenecía todo el sur: nadie movía allí un dedo, unido todavía a la mano o amputado, sin que él lo supiera.

    Por su parte, cada uno de estos barones y baronesas del hampa dominaba algún próspero monopolio. DJ Inferno, el de tugurios y discotecas. Netflix, principalmente, el del agua. Mr XTC —y su nombre ya daba pista una pista de ello—, el de las drogas de síntesis. Lady Popea, por último, el tráfico de órganos, uranio enriquecido, embriones congelados y otras tentadoras fruslerías del bazar de lo ilegal.

    Lo que le recordó a Netflix que tenía un par de asuntos pendientes. Los country clubs más selectos del área metropolitana le habían hecho un pedido de agua para regar sus campos de golf. Se relamió mentalmente: ahí había un buen bisnes, sin duda. Quería cerrarlo ese mismo día. Antes de nada, debía reunirse con Lenox, así que agarró el dispositivo electrónico que tenía más a mano y le mensajeó por WeChat. Lenox no tardó en responder: en media hora estaría allí.

    Confirmada su visita, Netflix entró en el baño y se metió en la ducha, donde remoloneó un rato largo bajo el reconfortante chorro caliente. Legalmente, como a todo el mundo, le correspondían solo tres minutos, pero no era ni mucho menos el único que manipulaba el temporizador. Además, él no tenía que preocuparse por el agua que consumía: privilegios de traficar con ella. El agua, esos días, era un bien escaso y cotizado. Había leyes muy estrictas respecto a su mal uso. Algunas octogenarias millonarias y depravadas organizaban orgías en jacuzzis, pero eran la excepción. Es un deber de todo ciudadano ahorrar agua, repetía el gobierno mediante spots de televisión y spam institucional. Desde pequeño, recordó Netflix bajo el chorro caliente, te enseñan a utilizar racionalmente la ducha. Comenzaban en la guardería: al entrar por las mañanas, fuera invierno o verano, te hacían desnudar y te colocaban bajo las alcachofas. La maestra se ponía en la puerta del recinto de azulejos blancos y, antes de girar la llave del agua, gritaba:

    —¡A ver, repetid conmigo!

    Y todos los críos —baby Netflix incluido— decían alto y a coro con ella:

    —¡Un minuto para mojarse, otro para enjabonarse y otro para aclararse! ¡Para una buena ducha solo son necesarios tres minutos!

    —¡Muy bien, niños!, les felicitaba la maestra, y entonces abría la llave y caía el agua.

    Comenzaba la carrera contrarreloj, todos unos renacuajos sin tener mucha noción de lo que era exactamente un minuto, atosigados, nerviosos... Una y otra vez se les resbalaba de las manos el bote de gel o la pastilla de jabón. A muchos —el pequeño Netflix entre ellos— les quedaba todavía abundante espuma por todo el cuerpo cuando la maestra, después de haber cronometrado rigurosamente, cerraba la llave del agua. Un desastre.

    Con los años dominabas perfectamente la técnica. Incluso llegaba a sobrarte algo de tiempo... Unos segundos, apenas nada, lo suficiente en cualquier caso para poder afirmar que las prisas torpes y los agobios pertenecían ya a la infancia. Netflix, al evocar esa edad mágica, sonrió con nostalgia. Entonces su tiempo en la ducha lo medía mamá en casa o la maestra en la escuela. Ahora todas las domoapps disponían de temporizador preconfigurado para la ducha: solo tres minutos. Ni un segundo más. De todas formas, poca gente se duchaba. Era un derroche y un lujo. La higiene estaba volviendo a quedar como una costumbre de ricos.

    Netflix lo era. Por eso, al contrario que la mayoría, podía permitirse ducharse a diario. Hasta dos veces, en una actitud provocativa por lo obscena. El dinero le permitía otros caprichos impensables para el resto, como tener una amplia parcela con jardín alrededor de su casa. Era un jardín además exuberante de árboles, arbustos y parterres de flores, que regaba a diario; a otras personas, por mucho menos, las habían declarado ‘antisociales’. A Netflix, por supuesto, estas consideraciones le valían verga. Estaba demasiado ocupado en sobrevivir como para plantearse la bondad o maldad de sus actos.

    Más allá de los árboles y las plantas de su jardín se adivinaban las formas hostiles, los vertidos tóxicos, los chirridos metálicos. Netflix pensó en sus dominios, un distrito degenerado con calidad de vida ínfima, pero su distrito al fin y al cabo. Y había aprendido a amarlo.

    Como también amaba el dinero. Nada rimaba mejor.

    El tráfico de armas y los bingos clandestinos le habían hecho rico, pero no tanto como todos esos bidones de agua que guardaba en sus almacenes. Miles de ellos, llenos de oro líquido. Si quisiera, pensó, podría poner a cualquier país de Oriente Medio de rodillas.

    11:42 h. Día 1.

    Netflix salió de la ducha, se puso un albornoz de fibra térmica y regresó a su dormitorio. Nada más entrar en él, se metió dos rayas de un combinado: pólvora colombiana y speed. Había que ir poniéndose

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