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Bidasoa y Baztán. Los valles encantados.
Bidasoa y Baztán. Los valles encantados.
Bidasoa y Baztán. Los valles encantados.
Libro electrónico174 páginas2 horas

Bidasoa y Baztán. Los valles encantados.

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Un recorrido entre lo sociológico y lo fantástico por el valle del Baztán, en el que su autor, Fernando Telletxea, nos presenta conjuros, enigmas, malas y buenas artes de las mujeres que los recorrieron y que tan presentes estuvieron en las leyendas populares con forma de brujas, sacamantecas y monstruos. Una colección de cuentos escalofriante y esclarecedora a partes iguales. Imprescindible.-
IdiomaEspañol
EditorialSAGA Egmont
Fecha de lanzamiento17 feb 2023
ISBN9788728374894
Bidasoa y Baztán. Los valles encantados.

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    Bidasoa y Baztán. Los valles encantados. - Fernando Telletxea Oskoz

    Bidasoa y Baztán. Los valles encantados.

    Copyright © 2016, 2023 Fernando Telletxea and SAGA Egmont

    All rights reserved

    ISBN: 9788728374894

    1st ebook edition

    Format: EPUB 3.0

    No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

    www.sagaegmont.com

    Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.

    LOS SEÑORES DE LARRAIN

    Desde la Edad Media existía en Navarra el Señorío de Larrain, situado en el valle del Bidasoa, comprendía buenas tierras, el palacio de cabo de armería de Larraín, la capilla de San Miguel con enterramiento familiar y casas labradoriegas. Joanes Var, Juan, Marqués de Larrain, al que se le asociaba una casa de tres pisos con escudo de armas en la puerta y enterramiento en la iglesia parroquial, además de huertas, bordas y casales anexas. Joanes fue regidor y alcalde de Aranaz entre mil quinientos treinta y seis y mil quinientos sesenta y seis. Larrainetxea era la vivienda de tan ilustre familia, situada a unos diez kilómetros de la carretera que llevaba a la ciudad de Pamplona. Perteneciente a la nobleza del reino de Navarra, apodados por sus habitantes, Los marqueses. El señor marqués gobernaba la comarca con extrema bondad y honestidad.

    Los tiempos que corrían allá por las postrimerías de la edad media, la miseria y las enfermedades, solían hacer estragos en la población; los campos que circundaban la aldea se hallaban trabajados; los maizales procuraban la harina necesaria para pasar el invierno; el maíz era el pan de cada día, excepto los días en que se celebraban las fiestas del pueblo, que solían ser en el mes de agosto venerando a la Virgen de los Milagros, y por Navidad, que el pan de trigo solía acompañar a los exquisitos manjares que sobre las mesas de quienes habían trabajado sin descanso las pocas tierras que poseían, arrendadas al señor marqués de ilustre nombre y apellidos.

    Los akelarres solían tener lugar en las zonas más insospechadas, en el interior de cualquier cueva, o sobre las montañas, siempre que la luna llena se dibujara sobre el cielo.

    Doña María, la señora de la mansión de tan ilustre abolengo, se encontraba enferma. El motivo de semejante enfermedad era la pérdida de Elvira, la anciana que cuando la señora era aún una niña, cuidaba de ella. Más tarde tomaría las riendas de la casa por deseo de doña María, porque la quería como si fuera la continuación de su verdadera madre, pero como Elvira dejó de cumplir con el compromiso que había adquirido con una de las discípulas del diablo que pululaban por la región, halló la muerte de la noche a la mañana, cuando dormía. La deuda que la recién fallecida había adquirido con aquella dichosa bruja, no era, ni más ni menos, que la entrega de los pelos que la señora perdía cuando Elvira le cepillaba el cabello para poder tener la salud de tan ilustre señora en sus manos, haciéndola enfermar a capricho, o en el momento en que la diosa Mari, adorada y temida por los habitantes del pueblo Euskaldun lo requiriera, o por petición del Sultán de las tinieblas.

    Doña María apenas podía conciliar el sueño, y cuando lo conseguía, las pesadillas la atormentaban, la imagen de doña Elvira se repetía una y otra vez en sus sueños.

    —¡Ayúdeme, mi buena señora, ayúdeme —Elvira repetía una y otra vez desde el otro lado del cristal de la ventana.

    —Mi buena señora, a mi muerte, las ventanas de la casa no se abrieron, y por tal motivo, mi espíritu no pudo salir al exterior y ahora me encuentro encerrada dentro de mi propio cuerpo presenciando la descomposición de la muerte.

    Doña María, angustiada, acudió a visitar al párroco del pueblo, y después de relatarle lo que en sus sueños sucedía, preguntó:

    —¿Qué es lo que me está pasando, padre?

    —Nada que no se pueda solucionar. ¿Tiene usted la certeza de que Elvira no estuviera metida en brujería?

    —¡Por Dios, padre! Era una mujer de religión, rezaba el rosario diariamente.

    —Pues le diré algo que tal vez usted no sepa. Elvira era sobrina de Maritxu, una bruja de nivel superior en la escala del mal, y se dice que por ordenamiento del diablo se le trasladó a vivir a Oyarzun para hacerse con el control de las demás aspirantes a la brujería, ofreciendo a las recién iniciadas al señor de las tinieblas, para su uso y disfrute.

    Doña María, sabedora de semejante revelación, defendió con ahínco el buen nombre de su querida sirvienta, negando cualquier relación de la difunta en vida con Maritxu.

    Las noches continuaban atormentando a doña María, el espíritu de la desafortunada difunta no cesaba en el empeño de que su señora la ayudara a surgir al exterior del féretro donde se hallaba envuelta entre el silencio que producen los aposentos de los demás difuntos que la acompañaban bajo el rectángulo marmóreo que los ocultaba del exterior del mundo de los vivos.

    Doña María, en su desesperación, acudió a pedir ayuda al enterrador, contándole lo que le venía sucediendo desde que su sirvienta falleciera. El buen hombre, a pesar de no creer en la existencia de los espíritus, se comprometió a separar la enorme losa del panteón de la señora cuando las luces del día se hubieran desvanecido por completo.

    Una noche en que la luna no lucía, el enterrador, acompañado por su hijo mayor, se dirigió hacia el panteón con el propósito de deslizar la pesada losa, aún utilizando las herramientas necesarias, el marmóreo manto no se despegaba del lugar en que yacía desde tiempos inmemoriales.

    —Hijo, haz más fuerza, hombre, que esto no hay quién lo mueva —decía el enterrador, cuando de pronto, el Ángel tallado en mármol que yacía a la cabecera del mausoleo, elevó su cabeza, y fijando su mirada sobre la oscuridad que el cielo emitía, se pronunció:

    —Volved a casa. Dejad a los muertos que descansen en paz.

    El enterrador, sorprendido por semejante hecho, dirigió la luz que sostenía su mano izquierda y la envió hacia donde la estatua de aquel ángel de belleza incomparable se hallaba, cuando de pronto comprobó con el mayor asombro cómo la boca del serafín se abría de manera alarmante, dando paso a la presencia de un gato negro, que amenazante mostraba su dentadura.

    —Fuera de aquí, maldito animal —espetó el enterrador, ahuyentado su presencia para dar paso a multitud de pajarracos de negrura inconmensurable que surgían de la boca del ángel.

    Entretanto, doña María, temerosa de entrar una noche más en el espacio de sus pesadillas, se esforzaba en ahuyentar el letargo de su memoria, hasta que rendida por semejante esfuerzo, el sueño la venció y se prolongó en el tiempo hasta bien entrada la mañana, cuando su marido la despertó, descorriendo las cortinas que mantenían la habitación en la más profunda oscuridad.

    —¿Has dormido bien? — preguntó el esposo.

    —Sí, muy bien, qué raro, hoy no he tenido ninguna pesadilla.

    Cuando la mujer del enterrador se percató de que las primeras luces de la mañana devolvían la visión de los campos a su mirada y comprobó que ni su hijo ni su marido habían vuelto del cementerio, dio rienda suelta a sus pasos y los dirigió hacia allí. Un grito de dolor surgió de su garganta al comprobar que ambos habían encontrado la muerte junto al panteón de los señores de Larrain. Sus cuerpos se habían desfigurado por los continuos picotazos que las aves de la muerte les habían propinado. La mujer corrió a avisar a las autoridades, que de inmediato, acudieron al lugar de los hechos. Como el cadáver del enterrador sostenía entre sus manos las herramientas que le sirvieron para abrir un pequeño espacio del panteón, se decidió comprobar el estado de los cadáveres, no fuera que el enterrador hallara la muerte peleando con algún ladrón de tumbas para llevarse las joyas con las que los muertos habían sido enterrados. Al comprobar que nada había sido sustraído de los féretros, volvieron a colocar en su lugar el inmenso manto de mármol que daba cierre al panteón y todos regresaron a sus casas.

    A partir de aquel día, doña María recupero el sueño, pues ningún espíritu vino a molestarla. La mujer del enterrador fue recompensada con un mejor vivir y trabajó para doña María hasta que la muerte le arrebató la vida, devolviéndole al espacio de los difuntos.

    MAIALEN PUTZ

    Arantze se llamaba el pueblecito donde Maialen había nacido. Cuando aprendió a andar, una rara enfermedad se apoderó de su cuerpecito, obligándole a descargar todos los aires y tempestades que en su vientre anidaban de manera continuada.

    Por aquel entonces la brujería en el lugar estaba en auge, teniendo las buenas gentes que vigilar el sueño de sus más pequeños; de tanto en tanto, y cuando todos dormían, las brujas se introducían en los hogares para chupar la sangre a los recién nacidos llevándoselos después para ofrecerlos como alimento extraordinario al diablo, que era quién mantenía a todas ellas contentas cuando los akelarres tenían lugar.

    Los niños eran retirados de sus cunas adormecidos por los hechizos de estas mujeres, que entregadas a la brujería, habían alcanzado el nivel máximo de crueldad, chupándoles la sangre a través de los sesos, apretando con fuerza sus cuerpecitos para que la sangre fluyera con mayor rapidez.

    Sabedores los padres de Maialen de lo que sucedía, los primeros meses de vida de la niña se turnaban por las noches para evitar que se la llevaran, manteniendo los ojos bien abiertos, pues las maldades de estas mujeres eran de semejante magnitud, que tomando formas animales, se introducían en las casas mezclándose con las cucarachas y las ratas, tan abundantes en aquellos tiempos en los caseríos. En más de una ocasión, los padres de Maialen solían golpear el suelo con un bastón mientras hacían guardia sentados sobre una silla que se hallaba junto a la cuna para ahuyentarlas del lugar, manteniendo los ojos bien abiertos, no fuera que la bruja de turno camuflada entre las ratas se llevara a su hija cuando el sueño los venciera.

    Los padres de Maialen habían observado que la niña siempre olía mal; revisaban los pañales y nunca se hallaban manchados. La llevaron al médico y tras examinar a la criatura llegó a la conclusión que la niña no hacía caca porque sus intestinos la convertían en vientos y tempestades.

    —Vayan ustedes tranquilos que a la niña no le pasa nada, cuando se haga mayor ya cagará, ya —dijo el doctor tranquilizando sus ánimos.

    —Es que solo se echa putzas, nunca putzkerras —(putza, pedo sin ruido en euskera, y putzkerra, con ruido)

    —Claro, porque la leche que toma se le convierte en aire; ustedes no se preocupen, váyanse tranquilos a casa y tráiganmela cuando cumpla cuatro años, verán como para entonces, la niña ya hará sus funciones con normalidad.

    Pasaron los años y la niña seguía sin desahogar sus intestinos, la aerofagia que padecía había ido a más y resultaba imposible estar a su lado, pues el olor que despedía era terrible de soportar, ni los malos espíritus de la brujería mayor, osaban acercarse a ella.

    Volvieron al médico, la niña ya había cumplido los cuatro años, fue examinada de nuevo no encontrando nada raro en el estado general de su salud.

    —Bueno, miren ustedes: La niña está sana y no hay porque alarmarse porque no haga de vientre, mientras no sea más que eso, adelante, así no tendrá que secarse el trasero. Ha nacido así y no hay nada que hacer.

    —Mire usted, doctor, cuando me quedé embarazada de la niña tuve un problema con una de esas mujeres que se dedican a embrujar a la gente y yo siempre pensé que alguna maldición debió echarme, y por eso la niña ha salido como ha salido —dijo la madre de Maialen llorando.

    —Ay, mi buena señora, con esas cosas hay que ser muy cauto y no dejarse guiar por el genio. Con esas mujeres es mejor no discutir, y aún así...

    —Doctor, ¿Cree usted que Maialen algún día se curará y podrá hacer caca como todo el mundo?

    —Esperemos que sí —y los buenos padres de Maialen volvieron a casa algo más esperanzados.

    Los años pasaron y la niña se hizo mujer, siendo objeto de las risas de los habitantes del lugar.

    Cuando se celebraban las fiestas del pueblo, las jóvenes de su edad se reunían en la plaza del ayuntamiento para bailar al compás de la música del acordeón, ella en cambio, se quedaba en casa por miedo a ser vilipendiada, pero cuando se hacía de noche, se aproximaba a las afueras del pueblo para escuchar las bellas melodías del momento, y aún así, en más de una ocasión, tuvo que correr para no ser vista, pues más de uno y más de dos la perseguían diciendo:

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