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Prosperidad sin crecimiento: Bases para la economía de mañana
Prosperidad sin crecimiento: Bases para la economía de mañana
Prosperidad sin crecimiento: Bases para la economía de mañana
Libro electrónico641 páginas8 horas

Prosperidad sin crecimiento: Bases para la economía de mañana

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Revisión crítica de las limitaciones teóricas y empíricas sobre el imaginario existente de las categorías desarrollo, prosperidad y progreso, así como las soluciones que el status quo propone para las problemáticas que se enfrentaría la economía con la inminente crisis climática, para después proponer un replanteamiento de dichas categorías. El autor se centra en diversos aspectos socio-económico-políticos pensados en distintas escales (macroeconómicas y microeconómicas), así como en la necesidad de transformar las instituciones para conseguir que la humanidad pueda continuar su consumo de manera más responsable y consciente.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento6 ene 2023
ISBN9786071676269
Prosperidad sin crecimiento: Bases para la economía de mañana
Autor

Tim Jackson

Tim Jackson (Regne Unit, 1957) és director del Centre for the Understanding of Sustainable Prosperity (CSUP) i professor de Desenvolupament Sostenible de la Universitat de Surrey. Com a economista ecològic, ha estat pioner en la investigació de les conseqüències morals, econòmiques i socials de la prosperitat en un planeta finit. Prosperity without Growth (2009, 2017), el seu llibre de referència, va ser destacat pel Financial Times com a llibre de l’any i per UnHerd com a llibre de la dècada, i ha estat traduït a disset llengües. El 2016 va rebre el premi Hillary Laureate per la seva destacada contribució al desenvolupament sostenible i també ha estat premiat com a dramaturg i guionista radiofònic de programes per a la BBC.

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    Prosperidad sin crecimiento - Tim Jackson

    AGRADECIMIENTOS

    Tengo una enorme deuda de gratitud con las muchas personas que generosamente me ayudaron y apoyaron mientras escribía este libro, tanto el original como las ediciones revisadas.

    La idea original del libro nació en una conversación con Jonathon Porritt, que durante 10 años presidió la Comisión de Desarrollo Sostenible (CDS). Poco después de que me nombraran Comisionado de Economía del CDS, en 2004, él y yo nos sentamos a discutir qué papel podría desempeñar en la Comisión.

    Nos reunimos en un café, en Westminster, ambos con prisa, entre otros compromisos. Fue una reunión muy corta, tal vez 20 minutos, cuando mucho, pero ahí se definió el curso de mi trabajo de más de una década. Su apoyo para un informe que pondría en entredicho las bases del paradigma económico vigente fue inmediato e inquebrantable. Todavía hoy sigo beneficiándome enormemente de su visión y experiencia.

    También vital fue la camaradería de los colegas de la Comisión durante la redacción y después de la publicación. A solicitud mía, tanto los comisionados como el secretariado cedieron con generosidad su tiempo y asistieron a talleres, ofrecieron comentarios críticos y revisaron versiones preliminares. Victor Anderson, Jan Bebbington, Bernie Bulkin, Lindsey Colbourne, Anna Coote, Peter Davies, Stewart Davis, Sue Dibb, Sara Eppel, Ian Fenn, Ann Finlayson, Tess Gill, Alan Knight, Tim Lang, Andrew Lee, Andy Long, Alice Owen, Elke Pirgmaier, Alison Pridmore, Anne Power, Hugh Raven, Tim O’Riordan, Rhian Thomas, Jacopo Torriti, Joe Turrent, Kay West y Becky Willis, entre otros, fueron fuente constante de aliento y orientación durante todo ese tiempo.

    Debo un agradecimiento especial a quienes contribuyeron directamente a una serie de talleres sobre prosperidad organizados por la Comisión entre noviembre de 2007 y abril de 2008, entre ellos: Simone d’Alessandro, Frederic Bouder, Madeleine Bunting, Herman Daly, Arik Dondi, Paul Ekins, Tim Kasser, Miriam Kennet, Guy Liu, Tommaso Luzzati, Jesse Norman, Avner Offer, John O’Neill, Tom Prugh, Hilde Rapp, Jonathan Rutherford, Jill Rutter, Zia Sardar, Kate Soper, Steve Sorrell, Nick Spencer, Derek Wall, David Woodward y Dimitri Zenghelis.

    La tesis de esta obra se conformó en gran medida gracias a la generosa colaboración de que disfruté en la última década de numerosos amigos y colegas de la academia. Es un privilegio especial haber dirigido tres extensos programas de investigación colaborativa en la Universidad de Surrey, mientras avanzaba con este trabajo. El Grupo de Investigación sobre Estilos de Vida, Valores y Medioambiente (Resolve, por sus siglas en inglés), el Grupo de Investigación sobre Estilos de Vida Sostenibles (SLRG, por sus siglas en inglés) y, más recientemente, el Centro para el Conocimiento de la Prosperidad Sostenible (CUSP, por sus siglas en inglés) sentaron las bases intelectuales a partir de las cuales se forjó gran parte de mi conocimiento.

    Mi agradecimiento personal para los numerosos colegas de la Universidad de Surrey y de otros lugares que participaron y apoyaron estos proyectos. Alison Armstrong, Tracey Bedford, Kate Burningham, Phil Catney, Mona Chitnis, Ian Christie, Alexia Coke, Geoff Cooper, Will Davies, Rachael Durrant, Andy Dobson, Angela Druckman, Birgitta Gatersleben, Bronwyn Hayward, Lester Hunt, Aled Jones, Chris Kukla, Matt Leach, Fergus Lyon, Scott Milne, Yacob Mulugetta, Kate Oakley, Ronan Palmer, Debbie Roy, Adrian Smith, Steve Sorrell, Andy Stirling, Sue Venn, David Uzzell, Bas Verplanken y Rebecca White son algunas de las personas con quienes compartí no sólo una agenda común, sino un vínculo intelectual siempre abierto y fructífero, aun cuando discrepábamos en detalles.

    Nuestra colaboración como investigadores no habría sido posible sin la incansable y amable ayuda de nuestros diferentes equipos de apoyo: Wendy Day, Marilyn Ellis, Claire Livingstone y Moira Foster merecen ser reconocidas. Mi agradecimiento especial para Gemma Birkett por su papel clave en la administración de lo que a veces era una agenda francamente imposible y mantener una inverosímil calma ante varias tormentas.

    Al principio de la primera edición, recibí mucho apoyo de tantos colegas y amigos, que sería imposible mencionarlos a todos. Me contactaron personas de los lugares más insólitos, y la calidez de su aceptación sigue siendo un recurso vital para mí al situar en perspectiva este trabajo.

    Del administrador del asilo que estableció paralelismos entre mi crítica del consumismo y el reto de quienes están a su cuidado, a la hermana agustina que me escribió sobre las opiniones de Tomás de Aquino sobre el bien común; del profesor de economía que me agradeció romper un tabú que él nunca había entendido a la abuela que en los años sesenta ya había educado a sus hijos según los principios de vivir ligero en la Tierra; de los niños de escuela y estudiantes universitarios que me invitaron a dar conferencias a los gestores de inversiones que estaban listos para oír y cambiar: estas respuestas personales probablemente significaron más para mí que las miles de páginas académicas dedicadas al análisis y la crítica de los límites de la disociación.

    Sería un descuido de mi parte no mencionar por nombre a cuando menos algunos cuyo aporte intelectual ha sido indispensable desde que se publicara la primera edición, hace seis años. Entre quienes compartieron ideas, plataformas y tiempo se cuentan: Charlie Arden-Clarke, Alan Atkinson, Mike Barry, Nathalie Bennet, Catherine Cameron, Isabelle Cassiers, Bob Costanza, Ben Dyson, Ottmar Edenhofer, Marina Fischer-Kowalski, Duncan Forbes, John Fullerton, Ralf Fücks, Connie Hedegaard, Colin Hines, Andrew Jackson, Giorgos Kallis, Astrid Kann Rasmussen, Roman Krznaric, Satish Kumar, Michael Kumhof, Christin Lahr, Philippe Lamberts, Anthony Leiserowitz, Caroline Lucas, Joan Martinez-Alier, Jacqueline McGlade, Dennis Meadows, Dominique Meda, Peter Michaelis, Meinhard Miegel, Ed Milliband, Frances O’Grady, Kate Power, Fabienne Pierre, Paul Raskin, Kate Raworth, Bill Rees, Johan Rockström, François Schneider, Petra Pinzler, Juliet Schor, Thomas Sedlacek, Gerhardt Schick, Gus Speth, Achim Steiner, Pavan Sukhdev, Any Sulistyowati, Adair Turner, Barbara Unmüßig, Adam Wakeling, Joan Walley, Steve Waygood, Ernst von Weizsäcker, Anders Wijkman y Rowan Williams. Sobra decir que sus opiniones no siempre coincidieron con las mías, pero su pasión intelectual fue un recurso tan importante, que merecen mi sincero agradecimiento.

    Doy las gracias también a Tommy Wiedmann, Tomas Marques, Neeyati Patel, Janet Salem, Heinz Schandl y mis colegas de CSIRO, SERI y UNEP, por sus generosas aportaciones a mi capítulo revisado sobre la disociación. Es interesante reflexionar sobre lo mucho que ha cambiado este debate en la última década. Mirando en retrospectiva, la lucha de hace siete u ocho años para reunir datos útiles sobre la huella ecológica, resulta un extraordinario testamento para un programa internacional de investigación muy valioso. Hoy, los argumentos sobre el papel del comercio en la ocultación de las dependencias de recursos de las naciones ricas son ampliamente aceptados, gracias, en no poca medida, a estos trabajos.

    Tengo una muy personal deuda de gratitud con Peter Victor, cuyo acompañamiento intelectual ha sido un ingrediente vital para mi propio desarrollo en los últimos siete años, además de fuente de inspiración para esta segunda edición. Que Peter y yo hayamos encontrado una visión común en el desarrollo de una macroeconomía poscrecimiento fue un beneficio compartido real desde su participación inicial en mi trabajo en la CDS. Que hayamos compartido tantos otros intereses comunes fue un premio inesperado. Un agradecimiento especial también para Maria Paez Victor, la esposa de Peter, cuya tranquila tolerancia para nuestras conversaciones, que duraban semanas, sólo interrumpidas por sus críticas sobre el capitalismo occidental, deliciosamente incisivas.

    Tuve la suerte de trabajar no nada más con un equipo editorial, sino con tres, durante la producción de Prosperidad sin crecimiento: primero, con Kay West, Rhian Thomas y Andy Long, en la CDS; segundo, con Jonathan Sinclair-Wilson, Camille Bramall, Gudrun Freese, Alison Kuznets y Veruschka Selbach, en Earthscan, y ahora, con Neil Boon, Andy Humphries, Cathy Hurren, Rob Langham, Laura Johnson, Umar Masood, Adele Parker y Nikky Twyford, en Routledge. Mi sincero agradecimiento por su competencia, atención al detalle y paciente comprensión.

    Por último, quisiera plasmar mi perdurable gratitud para mi compañera Linda, cuyo apoyo personal y profesional me ha sostenido enormemente en los retos imprevistos de estos últimos años. Le agradezco en particular nuestro deleite compartido del sencillo acto de caminar a lo largo de ríos, a través de bosques, cruzando valles, subiendo montañas. Como alguna vez me dijo Satish Kumar (creo que pudo haberlo tomado de Nietzsche), los mejores pensamientos son los que llegan mientras uno camina.

    PREFACIO DE LA PRIMERA EDICIÓN

    ¿Cómo debemos prosperar? Sencilla interrogante que constituye el núcleo de la lúcida y notable descripción de la economía de la sostenibilidad del profesor Jackson, a través de la cual pregunta qué significaría para nosotros vivir bien dentro de los límites de un planeta finito.

    No se puede negar que nuestras técnicas industrializadas y el dominio de la ciencia nos han reportado enormes beneficios. Vivimos más y más saludablemente, con una diversidad de oportunidades inimaginadas hace apenas unas décadas. Las revoluciones en agricultura, nutrición, atención de la salud, educación, comunicación y tecnologías de la información nos han abierto el horizonte y han hecho posibles cosas que nuestros ancestros ni siquiera imaginaron: todo tipo de beneficios a los que nadie renunciaría.

    Huelga decir que, sin duda, tenemos el deber moral de compartir esos beneficios con quienes viven en los lugares más pobres del mundo. Persiste la urgente necesidad de mejorar la salud nutricional de dos mil millones de personas afectadas por desnutrición crónica; de mejorar el acceso al agua potable para mil millones de personas que aún no cuentan con abasto de agua segura, no contaminada; de proporcionar medios de vida decentes para quienes todavía luchan por sobrevivir en el África subsahariana rural, en parte del sureste asiático, en las favelas de América Latina. Antes que nada, Prosperidad sin crecimiento reconoce estas abrumadoras necesidades de desarrollo.

    La pregunta es si podremos cubrir esas necesidades siguiendo el mismo camino que también ha dado lugar a tan preocupante situación, cuando ya estamos consumiendo los recursos de la Tierra con mayor rapidez con que la naturaleza puede reponerlos. El consumismo sin límites tiene un elevado costo que a la Tierra le cuesta cada vez más trabajo pagar. La evidencia es muy clara: el progreso moderno depende esencialmente de la explotación de la extraordinaria generosidad de la naturaleza; de la riqueza de sus recursos naturales, de la estabilidad de su clima, de la resistencia de sus ecosistemas, pero su generosidad es limitada y no hemos sabido respetar esos límites. Hemos ignorado a la naturaleza, al parecer dejándola de plano fuera de la ecuación, mientras nosotros seguimos, apresurados, nuestra búsqueda de la comodidad en todo.

    El profesor Jackson intenta examinar si el modelo económico convencional y dominante de hoy puede ser favorable para la situación o si obstaculiza nuestra oportunidad de establecer un enfoque más equilibrado que apoye, a largo plazo, a los invaluables sistemas de soporte para la vida de la Tierra. En un esfuerzo por hacer frente al problema general de un análisis de costo (ambiental) total, formulé un proyecto llamado Contabilidad para la sostenibilidad, que alienta a los negocios a incluir en su contabilidad todo lo que cuenta, midiendo todo lo que importa, es decir, la contribución al capital esencial de la naturaleza.

    Prosperidad sin crecimiento es un texto tanto radical como desafiante, pero su visión de una prosperidad compartida y duradera transmite un mensaje lleno de esperanza, visión que merece ser analizada con seriedad. La salud de nuestros ecosistemas y, por consiguiente, la prosperidad futura de nuestros hijos, muy bien podría depender de ella.

    PRÓLOGO DE LA SEGUNDA EDICIÓN

    Los economistas son contadores de historias y hacedores de poemas.

    D. MCCLOSKEY¹

    Cuando regresaba del trabajo a casa, la noche del viernes 27 de marzo de 2009, soplaba un viento helado y caía una ligera llovizna. Había sido una semana agotadora, y al sonar el teléfono estaba tan cansado que pensé en no contestar, pero también estaba consciente de que un par de periodistas todavía trataban de comunicarse conmigo para hablar sobre mi informe a la Comisión de Desarrollo Sostenible del Reino Unido (SDC, por sus siglas en inglés), que se iba a publicar el lunes siguiente.²

    ¿Prosperidad sin crecimiento? (volveré a los signos de interrogación en un momento) surgió de una prolongada investigación sobre prosperidad y sostenibilidad que había dirigido para la SDC. El núcleo de la investigación era una pregunta muy sencilla: ¿Cuál sería el significado de prosperidad en un mundo de límites ambientales y sociales?

    Suele pensarse que la expansión económica dará lugar a creciente prosperidad: un ingreso más alto se traduce en mejor calidad de vida. Esta ecuación parece tanto familiar como obvia, pero también es claro que, en un planeta finito, debe haber límites a la expansión material. Una población creciente con aspiraciones materiales insaciables no coincide con la naturaleza finita de nuestro hogar terrenal.

    Frente a esos límites, no nos quedan sino dos posibilidades: o apretamos cada vez más el contenido material de la expansión económica para que nuestras economías puedan seguir creciendo sin acabar con el planeta, o aprendemos a encontrar prosperidad sin depender del crecimiento para lograrlo.³

    Ninguna de las vías es fácil; tampoco optar directamente por una u otra. Las situaciones contrafácticas oscurecen la simple lógica. La física, la economía, la política, la sociología, la psicología, todas reivindican aspectos del argumento. Para que tenga sentido, se requiere voluntad para cuestionar la sabiduría popular y un esfuerzo decidido para evitar axiomas familiares. También depende de cierto grado de apertura a la posibilidad de un cambio político y social.

    Camino a casa esa noche estaba consciente de que lo que había surgido era una historia compleja, que también era polémica. Más de 60 años de política global posbélica habían confirmado que el tamaño de la economía sí importa; que más es siempre mejor. Sugerir que la calidad es a veces preferible a la cantidad no es exactamente revolucionario, pero transmitir este mensaje iba a ser difícil, en el mejor de los casos. Y sin duda no era éste el mejor de los casos.

    La semana de nuestro lanzamiento coincidió con la segunda cumbre del G20, a celebrarse en Londres, con el gobierno del Reino Unido como anfitrión. El objetivo informal de la cumbre era revigorizar la economía en el principio de la peor crisis financiera de la historia moderna. En un comunicado de prensa se cuestionaba cortésmente que el crecimiento no era la mejor manera para que una comisión gubernamental ganara adeptos en puestos elevados.

    No pasamos por alto esa susceptibilidad. Desde el momento en que anunciamos que investigaríamos la relación entre crecimiento y sostenibilidad, le llovió escepticismo a la Comisión. Recuerdo una reunión pública en la que, al oír la noticia, un funcionario del Ministerio de Hacienda se levantó y nos acusó de querer retroceder y vivir en cuevas.

    Ante tal susceptibilidad, elegir el título era complicado. Mis colegas de la Comisión eran personas muy experimentadas, de mentalidad independiente, para nada avergonzadas de hacer oír sus opiniones cuando se ponían sobre la mesa temas controvertidos. El apoyo para los argumentos del informe había revelado una solidaridad sin precedentes para los estándares de nuestras deliberaciones usuales, pero el título mismo había dado lugar a diversos grados de incomodidad.

    Sin los signos de interrogación (como originalmente propuse), Prosperidad sin crecimiento anunciaba un manifiesto para el cambio, pero en un clima de temor era casi una provocación. Se propusieron varias alternativas. ¿Un calificativo para el término crecimiento? ¿Más allá sería más seguro que sin? ¿Podríamos aceptar un título distinto, algo de plano menos provocativo? Ninguna de estas sugerencias era satisfactoria.

    Los signos de interrogación eran conciliatorios; tenían la virtud de suavizar el tono sin restarle por completo fuerza inquisitoria. De esta forma, era una invitación a un debate importante, quizá el debate más vital de nuestro tiempo, sin prejuzgar el resultado: ¿es posible florecer como sociedad sin expandir implacablemente la economía? Al final, nuestros patrocinadores del departamento convinieron en aceptar el compromiso, siempre que primero lo pusiéramos a prueba con los asesores del primer ministro.

    Podría parecer extraño que una comisión independiente tuviera que llegar a esos extremos para apaciguar la susceptibilidad de quien les pagaba, pero así es la realpolitik. Si uno quiere total independencia, se busca una editorial comercial. Si uno quiere influir, en ocasiones tiene que hacer caso a los patrocinadores. Es obvio que esto no siempre se traduce en decir lo que los ministros quieren oír, pero tal vez no convenga ondear demasiado el capote frente a los toros políticos, si se valora la propia función de asesor.

    Nuestra posición de amigo crítico del gobierno del Reino Unido se apoyaba en cierto tipo de confianza frágil entre asesor y asesorado. En todas las etapas de redacción del informe habíamos presentado nuestros resultados y analizado las implicaciones con los departamentos gubernamentales correspondientes. En esa etapa final de deliberación, dimos a la oficina del primer ministro el derecho de veto del título mismo.

    La respuesta que recibimos fue tranquilizadora. Creo que no importa cómo lo llamen, nos dijo el asesor. Bueno, pensamos, y confiando en que habíamos acatado el debido proceso, nos dedicamos a redactar nuestros comunicados de prensa, formular nuestra estrategia de relaciones públicas, informar a los periodistas; a transmitir las sutilezas del debate tanto como pudiéramos sin agotar la paciencia de los medios. También esto es parte de la maquinaria de la asesoría en materia de política.

    Para cuando sonó el teléfono en esa húmeda noche de marzo, todo esto estaba más o menos resuelto. Y, aparte de capotear una que otra pregunta de la prensa, el fin de semana parecía un remanso de relativa paz, antes de empezar temprano, el lunes siguiente, con una entrevista en el programa Today de la BBC. Decidí tomar la llamada.

    En el Número 10 han enloquecido, ladró una voz en el otro extremo de la línea. El tono era hostil. No era el periodista que yo había estado esperando; tampoco un mensaje previsto, y reconocí de inmediato a mi interlocutor. Era la persona que, hasta ese momento, había sido nuestro más cercano aliado en el gobierno, patrocinador político clave de la SDC y ferviente partidario del trabajo que habíamos estado haciendo. En el lapso de unos cuantos segundos, resultó obvio que todo había cambiado.

    La respuesta engañosamente simple del asesor del Número 10 había sido eso: engañosa. Como se vio después, el asesor en cuestión volaba a China en el momento en que ¿Prosperidad sin crecimiento? (con sus conciliadores signos de interrogación) aterrizaba de modo inesperado en el escritorio del primer ministro. Era cuestión de días para que los líderes del G20 se reunieran en Londres para reiniciar el crecimiento. ¿Qué rayos estábamos pensando?, gritó nuestro ex aliado.

    En retrospectiva, fue una buena pregunta. ¿Habíamos sido tan ingenuos como para suponer que era posible plantear con impunidad tan fundamentales inquietudes? Tal vez. ¿Habíamos pasado por alto la ambigüedad inherente a la asesoría recibida del Número 10? Era evidente. ¿Nos habíamos precipitado al decidir la publicación en fecha tan sensible? Quizá. Sin duda, algo tenía de desafío el lanzamiento de un informe con ese título precisamente en la semana de la reunión del G20. Pero ¿de qué sirve tener un mensaje de fuerte contenido político y no atreverse a presentarlo a las personas a quienes debe importarles?

    ¿De plano nos equivocamos utilizando la palabra con c en el contexto del caos financiero con que se enfrentaban los líderes del G20? No, en absoluto. El momento en que deja de ser permisible cuestionar los supuestos fundamentales de un sistema económico que es manifiestamente disfuncional, es el momento en que acaba la libertad política y empieza la represión cultural. Es también el punto en que las posibilidades de cambio se restringen de forma significativa, y quizá, definitiva.

    Ésta no era la opinión del Número 10. Y poco podía yo hacer a esas horas para calmar la inquietud de nuestro exaliado. El embargo era para el lunes por la mañana, pero el informe ya había salido. Aunque hubiéramos querido, ya no había vuelta atrás. Con amabilidad me disculpé, y seguí caminando a casa. Sí hablé más tarde con un periodista; fue una conversación larga y, para mi sorpresa, entusiasta, con la promesa de un reportaje sobre el informe en la primera plana de un importante periódico de gran formato.

    El lunes 30 de marzo ya estaba levantado a las cinco y media de la mañana, y poco después, en camino a los estudios de la BBC de la Universidad de Surrey, para la entrevista del programa Today. Con la palabra enloquecido aún resonándome en la mente, apenas recuerdo haberme preguntado qué tipo de furia estaba a punto de desencadenarse.

    Otra vez una llamada telefónica interrumpió mis pensamientos, pero ahora no eran voces enojadas, sino un simple mensaje. La entrevista había sido cancelada. El productor se disculpaba. Había surgido una importante historia relacionada con el primer ministro en Kirkcaldy y Cowdenbeath, Escocia. El programa tendría que cubrir esa historia.

    Desconcertado, y preocupado, me encaminé a mi oficina del campus, donde busqué las noticias de la mañana. Durante el fin de semana, el gobierno había anunciado que la Dunfermline Building Society se iba a dividir y vender. A pesar de la resistencia del consejo de Dunfermline, que sentía que los sacrificaban por conveniencia, los tratos se habían acelerado, de conformidad con las disposiciones de una nueva Ley Bancaria, aprobada explícitamente para ayudar a enfrentar la crisis financiera.

    El Banco de Inglaterra asumiría los activos en problemas y lo que quedara lo compraría otro banco. Quizá la pérdida de empleos fuera inevitable. De hecho, algunos (se supo tres años y medio después) estaban en Cowdenbeath, distrito electoral del primer ministro. Ésta fue la historia que se robó nuestra primicia.

    Con el paso de los días, lo que empezó como un frustrante contratiempo se tornó, primero, en algo intrigante, y después, en algo muy extraño. En el entusiasta e importante diario de gran formato no se publicó ningún artículo de portada. No volvieron a llamar del programa Today. Nada de ninguna otra estación de radio o canal de televisión. De hecho, no hubo cobertura en ninguna parte. A principios de abril de 2009, la suma final del impacto de ¿Prosperidad sin crecimiento? en los medios nacionales fue una referencia oblicua en un artículo sobre estímulos verdes.

    ***

    Siete años después, bajo el cálido sol de una tarde de mayo, me senté a reflexionar sobre el extraordinario viaje de regreso. Siempre es saludable recordar. Alguien me citó la frase inicial del narrador epónimo de la película El mensajero [The Go Between]: El pasado es otro país —dice—; allá hacen las cosas de otra manera.

    Supongo que esa jornada nunca hubiera empezado de no haber sido por internet. Entre un gobierno no dispuesto y unos medios inconscientes, ¿Prosperidad sin crecimiento? parecía destinado sencillamente a desaparecer en el vacío, pero en algún momento, después del extraño silencio del lanzamiento, la gente empezó a descargar el informe del sitio web de la SDC.

    Muy pronto, se había descargado con mayor frecuencia que cualquier otro informe en la historia de la Comisión. Empezaron a llegar invitaciones para discutir y presentar el estudio, aunque, tristemente, no de nuestros patrocinadores del gobierno. En un principio, ni siquiera de simpatizantes esperados. El interés provenía, más bien, de una curiosa mezcla de sospechosos un tanto inusuales. Defensores de los pobres, administradores de activos, grupos religiosos, organizaciones de consumidores, gerentes de teatros, ingenieros, arzobispos, diplomáticos, museos, sociedades literarias y uno que otro miembro de la realeza. El goteo pronto se convirtió en torrente, que, a la fecha, realmente no ha menguado.

    Seis meses después de su fallido lanzamiento, Earthscan, pequeña editorial independiente interesada de tiempo atrás en la literatura ecológica, publicó una versión revisada del informe de la SDC. Jonathan Sinclair Wilson, director administrativo de Earthscan, había leído el informe poco después de que saliera y, mucho antes que yo, detectó su potencial para publicarse como libro.

    Su confianza se vio recompensada. A semanas de la publicación se había agotado el primer tiraje, y ya se negociaba lo que pronto se traduciría a 17 lenguas extranjeras. A principios de 2010, Prosperidad sin crecimiento ya no era un polémico informe gubernamental que languidecía por la desaprobación de su patrocinador, sino un libro inesperadamente popular con un público receptivo sobremanera.

    ***

    Una de las mayores sorpresas fue el atractivo internacional del libro. Es muy posible que haya sido más popular fuera que en el país. En Francia y Bélgica formó parte del animado debate en torno a la publicación del trabajo de la Comisión Sarkozy sobre la medición del avance social. En Alemania contribuyó a la formación de una Comisión Oficial para el Estudio del Crecimiento, el Bienestar y la Calidad de Vida [Study Commission on Growth, Well-Being and Quality of Life]. En 2011, el gobierno alemán volvió a publicar el libro para difundirlo más ampliamente con fines educativos.

    Ese interés no se limitó a las economías avanzadas. Entre las traducciones a 17 lenguas extranjeras hubo ediciones en chino, coreano, lituano y portugués brasileño.

    Un joven economista indonesio me preguntó si hablaría con un grupo de economistas del gobierno implicados en la formulación de un plan a 100 años para la provincia de Papúa. Tenía mis dudas sobre el cuestionamiento del crecimiento económico de un país con un ingreso promedio per cápita de menos de $3 500, y así lo dije.

    Pero la idea de participar en la discusión de un plan a 100 años era, en cierta forma, por demás atractiva, así que pasé medio día hablando con el grupo por Skype. Sus premisas eran sencillas. Somos ricos en recursos naturales, tenemos un reto de desarrollo enorme y el deseo de crear nuestra propia visión de prosperidad, más que adoptar el sueño fallido de Occidente. ¿Cómo le hacemos?

    En noviembre de 2013, en una reunión de la ONU, en Nueva York, ofrecí una charla inaugural sobre el dilema del crecimiento ante un público internacional. El debate duró cuatro horas. Después de mi provocación, el moderador se dirigió a un ministro de Ecuador. ¿El debate sobre el crecimiento es sólo un lujo para los países que ya crecieron?, preguntó. La respuesta fue un enfático no. Si crecimiento quiere decir llegar a un estado de la sociedad en que el egoísmo y el consumo son la base, entonces no queremos crecer, respondió mi compañero panelista. El modelo que proponemos no se basa en consumo, sino en solidaridad, en desarrollo sostenible, en un cambio del paradigma de crecimiento, nos dijo.

    El concepto de buen vivir de Ecuador es tan similar al concepto de prosperidad del informe original, que me atrajo de inmediato. Tal vez también lo contrario fuera válido. Cuatro horas después, en un momento posmoderno un tanto surrealista, el contingente completo de parlamentarios ecuatorianos se acercó a preguntarme si se podían tomar una fotografía conmigo para publicarla en Instagram.

    El gobierno del Reino Unido estaba muy disgustado con sus problemáticos asesores. La propia Comisión fue una de las primeras víctimas de la campaña de austeridad, pero lo que tomó el lugar de la aprobación oficial fue un apetito casi insaciable de la gente común del mundo entero, de casi cualquier clase social, por analizar el mito más pernicioso en que descansa la sociedad moderna: que es posible que la actividad humana siga expandiéndose sin límites en el planeta Tierra. A muchos de ellos les parece que esta ficción fácil es insuficiente.

    En última instancia, renuncié a tratar de explicar la intensidad de estos debates o las inesperadas características de las respuestas al libro; empecé a entender que se trataba, sencillamente, de una conversación cuyo momento había llegado. O tal vez, para ser más preciso, cuyo momento había vuelto.

    En una reunión en el lago Balatón, en Hungría, un estadunidense barbado me puso una cámara frente a la cara y oí el clic del obturador. Es para el tablero de anuncios, dijo, y se presentó como Dennis Meadows, coautor de Los límites del crecimiento, influyente informe del Club de Roma, publicado casi cuatro décadas antes. Al día siguiente, me obsequió un ejemplar firmado de la primera edición del libro y comentó que era el último que le quedaba.

    Los veteranos de esos primeros debates estaban eufóricos: por fin una comisión gubernamental había abordado el tema que llevaban media vida pidiendo. Pero este debate no tenía que ver con el pasado, ni mucho menos. A las salas de conferencias de toda Europa acudían cientos de jóvenes y viejos por igual, interesados en involucrarse con un informe oficial que se había atrevido a decir lo indecible. Me sentía honrado, y con frecuencia, un poco abrumado.

    Los estudiantes de economía eran muy conmovedores: muchos se sentaban pacientemente en las escaleras del auditorio, en ocasiones incluso detrás de mí, en el escenario, esperando su oportunidad de participar en la conversación. Después me confrontaban en los pasillos.

    ¿Dónde conseguimos este tipo de economía?, me preguntaban. Llevamos casi tres años estudiando y estos temas nunca se han tocado en las clases. Yo les recomendaba a los clásicos: Steady State Economics, de Herman Daly [Economía del estado estacionario] y Los límites sociales al crecimiento, de Fred Hirsch, el informe original de Los límites del crecimiento, textos que, sin duda, ya habían mencionado sus profesores.

    Algunos de esos estudiantes llevaron los argumentos a sus maestros, y había en ello tanto lógica como ironía. Después de todo, si hay algo que los profesores de economía deben entender es la ley de la oferta y la demanda, y si estos jóvenes empezaban a demandar una economía diferente, tarde o temprano tendrían que empezar a ofrecérselas.

    La mayor parte de estas discusiones era racional, inteligente y bien intencionada. Por supuesto, algo había también de locura, siempre lo hay cuando se habla con verdadera libertad. Y muy ocasionalmente había rabia. Las voces de los marginados y los desposeídos rara vez suenan sin un matiz de ira.

    Para ser honesto, parte de esa ira me atemoriza. Una mañana flotaba en las calles de Copenhague una sensación amenazante; fue el día de la gran manifestación pública sobre justicia climática, cuando unos jóvenes activistas enojados, vestidos de negro, enfrentaron a las formaciones de policías, en apariencia por el mero deseo de que la frágil mañana se disolviera en violencia sin sentido.

    Cinco años después, en Chile, cuando me invitaron a hablar en una conferencia sobre sostenibilidad en los negocios, unos jóvenes descontentos me asaltaron a punta de cuchillo en un parque público porque no veían que la floreciente economía chilena mejorara su calidad de vida y a cambio estaban dispuestos a recurrir a la violencia.

    Cuando en Grecia se vivía el punto culminante de la austeridad, hablé en un debate público repleto de hombres y mujeres enojados que se pronunciaban contra una odiosa deuda y hacían campaña por perdón o impago, un respiro que permitiría que Grecia volviera a ponerse en pie.

    Para mí, es ésta la razón de que las discusiones en torno al crecimiento importan tanto. Excluir de la mesa discusiones críticas y apretar los tornillos del statu quo no resolverá los retos ecológicos, sociales y financieros que enfrentamos. Es mucho más probable que se genere oposición y enojo, y a la postre, violencia.

    En la época en que estuve en Grecia, la palabra austeridad era la horrible consigna de un masivo endurecimiento de la política fiscal en Europa, en las postrimerías de la crisis financiera. Negocios cerrados, tiendas tapiadas; basura, cajas de cartón rotas, camas abandonadas por los indigentes y eslóganes políticos violentos desfiguraban las calles de las capitales de Europa.

    En el penúltimo día de mi viaje a Atenas, me fui del hotel al puerto del Pireo y tomé un transbordador a Hidra, isla que había visitado por corto tiempo, siendo estudiante, muchos años antes. Conforme nos acercábamos a la amplia curva de la bahía natural de la isla, por momentos pareció que, en realidad, nada había cambiado.

    Las mismas casas blancas enclavadas en la misma colina seca; los mismos botes de brillantes colores se balanceaban en el agua burbujeante. Al descender los pasajeros del transbordador, turistas y locales se mezclaban en el muelle. Una anciana menudita se acercó con un anuncio de cartón en el que se ofrecían cuartos para pasar la noche. Todo me pareció muy familiar.

    Pero observando con atención, las diferencias eran obvias. En la marina había más yates (y más grandes) de lo que recordaba, y prestando atención a la clientela de los cafés del frente de la bahía era evidente la ubicuidad casi total del teléfono móvil. No obstante, persistía el contraste entre el caos enfurecido de Atenas y la belleza surrealista de la vida en la isla.

    Desde un punto estratégico muy por encima de la bahía dirigí la mirada entre los techos de terracota hacia el azul brillante del mar Egeo y disfruté del cálido sol de noviembre en mis espaldas. Por un momento se sintió como prosperidad.

    Pero la sensación fue efímera, como la calidez invernal. La búsqueda de las verdaderas utopías está plagada de innumerables callejones sin salida, y no hay duda de que éste era uno de ellos. Como ícono de la belleza helénica, Hidra sigue teniendo cierta fascinación poética, pero como modelo de prosperidad es profundamente deficiente.

    En las áridas colinas que se yerguen sobre el puerto de Hidra, alguna vez abundó la vegetación alimentada por los manantiales naturales que dieron a la isla su nombre. La riqueza que fluía de su posición como baluarte marítimo también se secó.

    Hasta mi primera impresión de continuidad estaba equivocada. La población de Hidra se ha reducido casi una tercera parte desde la última vez que estuve ahí, y la continua existencia de la isla como algo más que un lugar de recreo para los ricos dependía en gran medida del deteriorado transbordador que poco más de una hora después me llevaría de regreso a Atenas por un mar frío, iluminado por la luz de la luna.

    ***

    El pasado es otro país. Allá hacen las cosas de otra manera. La confianza con que los líderes del mundo suponían que sería posible relanzar el crecimiento. La creencia de que la normalidad estaba a la vuelta de la esquina, esperando volver. Incluso el enojo justificado que enfrenté en el teléfono, aquella lluviosa noche de marzo, tiene hoy una curiosa cualidad, como de otro mundo.

    En el ínterin se ha hecho mucho más obvio el desequilibrio de nuestras economías en aquel momento. Tan agobiadas por las deudas. Tan dependientes de sueños de insolvencia. Tan en conflicto con la frágil ecología del planeta. Tan sumidas en la desigualdad. Y lo devastadoras que podrían ser las consecuencias políticas y sociales de esa desigualdad. En mi propio país, el voto por el Brexit fue un aullido de angustia de quienes se habían quedado atrás.

    No es que no se hicieran esfuerzos para arreglar las cosas. En un principio, mediante estímulos financieros y rescates, y luego, con austeridad y políticas monetarias. Pero recompensar a los arquitectos del caos y quitar inversión social a los más pobres y más vulnerables sólo había exacerbado los problemas. Donde buscamos prosperidad renovada, encontramos más fragilidad, más endeudamiento y desigualdad creciente.

    No todos esos esfuerzos eran para mantener el statu quo. Algunos llevaron al mundo hacia un rumbo más positivo. La inversión global en energía renovable se ha incrementado casi 60% desde la crisis y más que triplicado en la última década. Se negoció todo un nuevo conjunto de objetivos de desarrollo sostenible para medir los avances hacia un mundo mejor.

    Y contra todos los pronósticos, la cumbre de París de diciembre de 2015 reforzó la determinación política de hacer frente al cambio climático.¹⁰

    Algo de esto permite abrigar esperanzas. Algo de esto provoca miedos aún más profundos. Por una parte, nuestras conversaciones sobre el progreso se han hecho más abiertas y más trascendentes de lo que hubiéramos podido imaginar hace siete años; por la otra, las tensiones en la sociedad se han tornado más palpables. En ocasiones, parece que un nuevo barbarismo acecha a la vuelta de la esquina, ya royendo el núcleo de la sociedad y socavando nuestra humanidad.

    ¿Qué puede decir Prosperidad sin crecimiento en este mundo diferente y más incierto? ¿Sus retos son pertinentes para la política de hoy? ¿Algunas de sus fórmulas siguen siendo pertinentes? ¿O fue el informe gubernamental que causó tanta ansiedad en sus patrocinadores sólo un capricho de las circunstancias, una característica pasajera de otra tierra, ahora más lejana?

    Éstas fueron algunas de las preguntas que me hice cuando me senté a contemplar la posibilidad de esta revisión. Mi supuesto inicial fue que el libro podía más o menos sostenerse tal cual. Preví que sería una revisión sencilla, para actualizar algunas gráficas, ampliar ciertas referencias, pero el resto quedaría casi intacto. Después de todo, había ensayado los argumentos incontables veces. Sigo ensayándolos. Me los sabía de memoria.

    Pero estaba equivocado. Conforme leía el viejo texto, me daba cuenta de cuánto había cambiado. El sentido con el que había presentado los mismos argumentos en esos años transcurridos desde entonces, no era del todo acertado. Los había adaptado sobre la marcha. La hipótesis, en sí, había evolucionado y cambiado. Yo había cambiado. El mundo había cambiado. Una revisión somera no le hubiera hecho justicia a este nuevo panorama. Y entonces, me vi reescribiendo y volviendo a reescribir.

    Uno de los cambios más evidentes había sido el marco geográfico, habiendo sido el informe original para el gobierno del Reino Unido, nunca había esperado un gran público internacional y esta vez lo escribí para ese público. Las implicaciones todavía se refieren principalmente a las economías avanzadas de Occidente, pero los análisis y las anécdotas ahora son más internacionales.

    Volví a escribir el capítulo inicial porque sentí que necesitaba ahondar más en los argumentos sobre la cuestión de los límites. Había sostenido demasiadas conversaciones con personas que pensaban que había pasado por alto la importancia de los límites o con quienes rechazaban de plano el concepto de límites. Quería dejar bien claro dónde debemos tomar en serio los límites y dónde nuestras oportunidades residen en escapar de ellos.

    Me di cuenta de que tenía que reescribir casi por completo el capítulo II, sobre la crisis financiera. Mucha agua había corrido bajo ese puente. Extrañamente, mi conclusión original —que la causa última de la crisis residía en la búsqueda del crecimiento en sí— había resistido el paso del tiempo. Si acaso, la evidencia es aún más sólida que siete años antes, y sus implicaciones mucho más poderosas que nunca.

    Ciertas cosas no han cambiado. Poco a poco me fui dando cuenta de que casi todas las conversaciones sostenidas en los años transcurridos habían sido para explorar una característica constante del libro: eso que yo había llamado dilema del crecimiento. Aunque sea cierto que el crecimiento económico es insostenible, ¿no es a todas luces verdadero que su opuesto, o su ausencia, también dista mucho de ser deseable?

    ¿No fue ésta la historia del propio lanzamiento? ¿La historia de la crisis? ¿El temor visceral de los políticos? ¿La amenaza en las calles de Copenhague? ¿Mi experiencia en Chile? ¿El enojo en Grecia? Enojo que se iba a intensificar aún más desde esa corta visita. Ni Grecia ni yo pudimos haber previsto que lo peor estaba por venir.

    La marina de Hidra pronto formaría parte de la venta forzosa por 650 000 millones de euros acordada con la troika como condición del tercer rescate financiero, además del servicio postal y la red de fuentes termales de Grecia. Si éste fue el castigo impuesto a una nación por no crecer, ¿cómo dudar de que el crecimiento fuera una necesidad real y urgente?¹¹

    Por supuesto que, en realidad, el infeliz destino de Grecia era resultado de un conjunto de circunstancias mucho más complejas, de las cuales, la no menos importante es una red de dinero y deuda que sistemáticamente ha recompensado a una minoría y castigado a la mayoría. Pero es evidente que el dilema era para los atrapados en esa red, el botín, para el acreedor, y sálvese quien pueda.

    Nada de lo que vi en el camino, o en alguno de los innumerables debates en que participé, le ha restado poder a ese dilema, tampoco lo ha despojado de su importancia para nuestro futuro común. Si acaso, las diferentes circunstancias en que he visto que se plantea sólo han servido para intensificar su importancia en mi mente. Sigue siendo la base del análisis en esta segunda edición.

    Por otra parte, modifiqué por completo lo escrito sobre la disociación, en el capítulo V, pues, en sí, el consenso científico ha avanzado. Me llevó casi un mes actualizar los datos y rehacer los cálculos. Lo que surgió fue fascinante. La lógica era similar, pero el reto, mayor. A diferencia de quienes pensaban que le había dado demasiada importancia al grado de disociación necesario, el conocimiento de los años transcurridos sugería que no le había dado la suficiente. El crecimiento verde no va a ser más sencillo de lo que antes sugerí: va a ser más difícil de lo que nunca nadie imaginó.

    Esta nueva edición no sólo trata de recalibrar la escala y redefinir el reto: también tiene

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