Me gustaba ponerme su bata
Por Lola Millás
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Me gustaba ponerme su bata - Lola Millás
Me gustaba ponerme su bata
Copyright © 2007, 2022 Lola Millás and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788728374450
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
www.sagaegmont.com
Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.
A Manuel Valcárcel
ME GUSTABA PONERME SU BATA
UNO
Cada mañana, a punto de salir camino de su trabajo, Abelardo me despertaba con un zumo de frutas que constituía mi primer contacto con la realidad. Después de apurarlo hasta el final, me ponía su bata, todavía caliente, y nos despedíamos con unos cuantos besos mientras esperaba que el ascensor alcanzara la décima planta.
Este hecho se hizo costumbre desde que abandoné mi trabajo en la oficina de seguros para dedicarme por completo al cuidado de la casa y de mi marido. Antes, durante los primeros años de nuestro matrimonio, los dos salíamos de casa juntos para tomar un autobús que yo abandonaba unas cuantas paradas antes que él. En ese punto nos despedíamos y en ese mismo lugar, cada tarde, a las cinco, Abelardo me estaba esperando tan repeinado y con un aire tan pulcro, que nadie hubiera sospechado que se encontraba al final de su jornada laboral. Yo, en cambio, siempre estaba un poco sudada, o al menos así me sentía, porque como soy nerviosa, al menor contratiempo me pongo a transpirar y lo paso mal sólo con pensar que otros puedan percibirlo. Pero a partir de esa hora en la que regresábamos a casa dando un paseo, una paz a la que me entregaba sin resistencia invadía mi cuerpo hasta convertirlo en algo etéreo. Era, sin duda, el mejor momento del día.
Ignoro si nuestra forma de vida podía considerarse normal, pero lo cierto es que carecía de sobresaltos y de manera suave, fuimos acoplándonos en la convivencia como dos piezas de puzzle que en su momento fueron diseñadas para encontrarse. Cuando pasado algún tiempo surgió la idea de ser padres, lo hablamos una y otra vez hasta que tras largas batallas verbales, el deseo se fue imponiendo al temor. Sentados frente al televisor, hablábamos de algunos aspectos de lo que suponíamos iba a ser nuestro futuro, mientras daban una serie americana en la que aparecía una familia rica y sin embargo feliz. Desconozco la influencia que este hecho pudo tener en nuestras decisiones, sobre todo teniendo en cuenta que siempre le quitábamos el sonido, pero lo cierto es que apenas había pasado un año desde el comienzo de aquellas conversaciones, cuando vino al mundo nuestro hijo Honorio. Me pregunto por qué este dato me ha venido ahora a la memoria, pues desde que nació el niño ya no volví a ver aquella serie.
A pesar de que tuvimos que prescindir de mi sueldo antes de haber terminado con la hipoteca del piso, supimos adaptarnos a la nueva situación sin que el aspecto económico ensombreciera nuestra felicidad. Además, cuando Honorio cumplió cinco meses y tuve que empezar a darle papillas, que siempre son más caras que el alimento materno y todo hay que decirlo menos buenas, Abelardo encontró una colaboración para trabajar, en una revista relacionada con su profesión, que nos alivió el presupuesto.
El tiempo se me pasaba sin sentir dedicada al cuidado del niño y cuando quería darme cuenta, Abelardo estaba de vuelta de su trabajo y aunque venía cansado, íbamos los tres a dar un paseo por el parque del Oeste. Después, mientras él se afanaba en la preparación de algún nuevo artículo para la revista o daba un repaso al periódico, yo bañaba a Honorio y preparaba nuestra cena que casi coincidía con la hora de la papilla del niño. Cuando nuestro hijo se quedaba dormido y regresaba al salón dispuesta a comentarle a mi marido los sucesos del día, me lo encontraba roncando con la cabeza apoyada en el respaldo del sofá. Acababa los días agotado, sobre todo desde que tuvo que aceptar el trabajo complementario en la revista. Asi es que pensando en todo lo que tenía que trabajar para sacar la familia adelante y también porque cada mañana me seguía despertando con un zumo de frutas, procuraba restarle importancia a estos hechos y me seguía despidiendo de él, envuelta en su bata, con unos cuantos besos mientras el ascensor alcanzaba nuestra planta.
Así transcurrieron tres años durante los cuales Abelardo ascendió en su trabajo, al que se dedicaba en cuerpo y alma. Esto nos permitió cambiar de vivienda, pues la que teníamos entonces era pequeña para albergar a una familia en crecimiento. Aprovechamos el verano para llevar a cabo la mudanza y aquel año, aunque no salimos de vacaciones apenas si lo advertimos, ya que la nueva casa, un chalet a doce kilómetros de Madrid, tenía jardín, piscina y un entorno tan tranquilo que tuvimos la sensación de haber transformado nuestras vidas en una vacación permanente.
Lo de la casa fue una de esas oportunidades que solo se dan de ciento a viento. Ignacio, compañero de Abelardo, necesitaba venderla con cierta urgencia para adquirir un pequeño rancho que le habían ofrecido en la ciudad mexicana de Colima, a donde había sido destinado por la Compañía en la que ambos trabajaban. A nosotros nos favoreció su prisa y a él encontrarse con alguien que le diera en mano, la cantidad que precisaba para cerrar el trato, ya iniciado, en lo que iba a ser su nuevo lugar de residencia a pesar de que, con menos premura de tiempo, habría obtenido como poco, dos o tres millones más.
A mediados de septiembre, Honorio empezó a ir a una guardería cercana, sólo por las mañanas, para que gradualmente se fuera acostumbrando al cambio de vida y tuviera más autonomía cuando naciera su hermano. Fue dura para los dos esta primera separación. Al salir de casa siempre le daba un montoncito de galletas que él iba comiendo por el camino y si se le acababan antes de llegar al colegio, me apretaba la mano con fuerza y se ponía a llorar en silencio, sin decir palabra. Por eso adquirí la costumbre de llevar en el bolso una reserva de galletas que generalmente acababan por deshacerse en polvillo granuloso, que ahora recuerdo como un elemento incorporado a buena parte de mis enseres personales y a los forros de los bolsillos.
Cuando nació nuestra hija, a la que llamamos Evangelina Luna, en recuerdo de la protagonista de la película que Abelardo y yo vimos el día que nos juramos que nada ni nadie nos separaría en esta vida, nuestra situación económica había mejorado. Entonces, decidimos contratar los servicios de una empleada de hogar a fin de que yo pudiera dedicar más tiempo a mis hijos, sin dejar de lado algunos compromisos sociales de Abelardo que nos obligaban a trasnochar, de vez en cuando, y seguir poniendo en marcha una vivienda de dimensiones considerables repartida en tres plantas y sótano.
Me dediqué a coser visillos con tal aplicación como si en ello me jugara algo importante, pues bien podría haber encargado su confección a otra persona, sin que se desequilibrara notablemente nuestro presupuesto, y ocupar ese tiempo en cosas más amenas, pero mi educación economicista de niña de posguerra me privaba de algunos disfrutes si no era a cambio de un alto grado de culpa. Cuando terminé de colocar las cortinas en la zona del sótano que estábamos habilitando para reuniones en las que el salón no tenía capacidad suficiente, Evangelina Luna empezó a ir a la guardería a la misma edad que lo hiciera Honorio. Al llegar a la puerta del colegio, se soltaba de mi mano para cambiarla por la de su hermano y después, me miraba apretando los labios. Ahora, que ya es adulta, sigue repitiendo este gesto cuando se emociona.
Tan pronto como los dejaba en el colegio, me afanaba en acondicionar ese espacio todavía deshabitado del sótano, imaginando que en unos años, mis hijos podrían disfrutarlo organizando fiestas con los amigos. De esta forma conseguía ahuyentar buena parte del remordimiento que, por entonces, sentía al separarme de ellos.
Siempre estaba muy ocupada. Mis manos iban de un lado a otro descubriéndome habilidades que hasta entonces supuse irrealizables. El hallazgo de cada una de ellas me llevaba a la realización de otra tan desconocida como la anterior, en una especie de reto permanente conmigo misma. Abelardo estaba asombrado ante tal despliegue de energías. Lo de hacer cortinas, se convirtió en un arte menor del que pasé a tapizar y restaurar sillas viejas que al amparo de la noche, recogía en el vertedero de basuras del vecindario.
—Párate un poco, me decía Abelardo. Las cosas para saborearlas conviene hacerlas con calma. Además, me gustaría saber por qué andas recogiendo los muebles viejos de la calle cuando podrías elegirlos cómodamente en cualquier tienda de la ciudad. ¿Qué pensarías si te encontraras a la mujer de cualquiera de nuestros vecinos comportándose como una trapera? Tal vez solo sea una hipótesis mía, pero tengo la impresión de que te has asustado con el tamaño de esta casa y eso te ha hecho entrar en este estado de hiperactividad. Deberías intentar relajarte; corre, haz un poco de gimnasia o alguna terapia que te ayude a ir frenando esa necesidad de permanecer en movimiento continuo.
Sin embargo, algo me impedía parar a pesar del cansancio producido por tanto ir y venir de un lado a otro, complicando algunos trabajos como único medio de hacerlos interminables, porque si me paraba, algo sin nombre, como una masa informe se instalaba en mi interior al cesar la actividad. Aquella especie de sombra que podía reconocer de inmediato, podía instalarse por sorpresa en cualquier lugar del cuerpo e invariablemente, acababa por traducirse en dolores de cabeza o de estómago y en ocasiones, en extraños mareos que amenazaban con hacerme perder el equilibrio. Era difícil explicarle a Abelardo que desde hacía un tiempo, vivía con el miedo de quedar atrapada para siempre en aquellos estados que me trasladaban a un mundo desconocido por cuyos recovecos y profundidades me iba deslizando a falta de algo sólido donde agarrarme. Disimulaba los dolores de cabeza que cada vez eran más frecuentes, porque enseguida, él me recomendaba quietud sin saber que era precisamente en la inactividad cuando el mal me atacaba. Siempre andaba de un lado para otro tratando de esquivar el nubarrón agazapado en mi interior. Tampoco quería preocupar a Abelardo con mis supuestos males que antes o después acabarían por desaparecer, mientras que él estaba cada vez más sumergido en su trabajo. Sin embargo ese trabajo que tanto nos hizo prosperar, a medida que le exigía más dedicación, iba mermando nuestros encuentros.
Así, entre los viajes que Abelardo inició a consecuencia de su ascenso y la aparición de aquella cosa innombrable, me fui haciendo más reservada. También, para combatir los estados de desazón que aumentaban paralelamente a los crecientes viajes de mi marido, empecé a ingerir algunos ansiolíticos suaves que me proporcionaba una vecina casada con un médico. Celeste, experta consumidora de fármacos desde hacía años, padecía el síndrome de la prisa circular del que yo no había oido hablar hasta entonces y que por lo visto, se da de manera especial en mujeres cuya menstruación es imposible regular, siendo muy frecuente entre ellas, el hecho de que alumbren un número elevado de hijos en pocos años, lo que por otro lado, agudiza los síntomas de esta patología que seguramente por eso, se llama circular o sin fin.
Mi amistad con Celeste empezó durante el curso de restauración en el que me había matriculado para obligarme a salir un poco de casa, donde además de sentirme cada día más sola, los trabajos parecían interminables, especialmente los del sótano. Allí, mientras nos esmerábamos en sacar a la luz una pintura camuflada con otra, o tratábamos de recomponer el desconchón de un mueble, comenzamos a contarnos nuestras vidas, a pesar de que las dos éramos de carácter reservado y nos manteníamos un poco al margen de la convivencia con el resto de la gente de clase, o quien sabe, si precisamente por eso. Así es como supe que su marido era médico y que nuestras respectivas viviendas, estaban situadas en la misma urbanización. También de esta forma me enteré de la disfunción hormonal que padecía desde los catorce años y a causa de la cual y de su temprana boda, había traído al mundo ocho hijos. En medio de todo, me comentó el día que cuatro de ellos amanecieron con paperas, tengo la suerte de que mi marido es pediatra además