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El reloj del Apocalipsis. Cómo sobrevivir a los últimos tiempos
El reloj del Apocalipsis. Cómo sobrevivir a los últimos tiempos
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Libro electrónico348 páginas7 horas

El reloj del Apocalipsis. Cómo sobrevivir a los últimos tiempos

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El reloj del fin del mundo, también llamado del apocalipsis, es un indicador científico sobre el riesgo de una hecatombe generalizada y las potenciales amenazas y riesgos catastróficos que pongan en peligro la existencia de la humanidad: guerra nuclear, pandemias, armas de destrucción masiva, fenómenos de la naturaleza como terremotos o erupciones volcánicas...
Todo ello se encuentra profetizado en las Sagradas Escrituras, en las apariciones marianas, en revelaciones privadas a distintos místicos o en las predicciones de Nostradamus.
¿Está en marcha el reloj del apocalipsis?
¿Qué signos existen de que ya ha empezado la cuenta atrás?
¿Qué profecías se han cumplido a lo largo de la historia y cuáles restan aún por manifestarse?
¿Qué puede hacer el ser humano para afrontar los peligros que se ciernen sobre su existencia sin perder la esperanza?
José María Zavala da respuesta a todos estos interrogantes y vuelve a demostrarnos su maestría con documentos y testimonios desconocidos hasta la fecha.
Una obra definitiva y de palpitante actualidad que no dejará a nadie indiferente.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento2 nov 2022
ISBN9788491398455
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    El reloj del Apocalipsis. Cómo sobrevivir a los últimos tiempos - José María Zavala

    Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

    Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.

    Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

    28036 Madrid

    El reloj del apocalipsis. Cómo sobrevivir a los últimos tiempos

    © 2022, José María Zavala

    © 2022, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.

    Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

    Diseño de cubierta: CalderónSTUDIO®

    Imagen de cubierta: Shutterstock

    ISBN: 978-84-9139-844-8

    Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

    Índice

    Créditos

    Cita

    Antes de nada

    1. Las sandalias del pescador

    2. Rusia sí, pero…

    3. La sombra del KGB

    4. El zar rojo

    5. Homo sovieticus

    6. Escrito está

    7. El anticristo

    8. El ángel del apocalipsis

    9. Los tres anticristos de Nostradamus

    10. Los últimos tiempos

    11. El fin del mundo

    12. De Colmar a Medjugorje

    13. Ucrania, 1987

    14. El reloj del apocalipsis

    Epílogo

    Bibliografía

    Agradecimientos

    El futuro no pertenece a quienes saben esperar, sino a quienes saben prepararse.

    ELEUTERIO MANERO

    Antes de nada

    El mundo ya no es igual que antes. Parece como si alguien o algo, una mano misteriosa, cruel o justiciera hubiese adelantado el reloj del apocalipsis y la cuenta atrás de la humanidad ya hubiese empezado.

    Desde la declaración de la pandemia de la COVID-19, otro virus tal vez más peligroso aún se ha propagado en el interior de las conciencias. Vivimos tiempos convulsos, premonitorios, inciertos, como también lo fueron aquellos que precedieron a las dos primeras guerras mundiales en el siglo XX.

    Parece como si la tormenta perfecta amenazase con estallar en cualquier momento sobre el planeta para devorarlo entero. De hecho, desde la televisión estatal rusa hasta el papa Francisco están convencidos de que la Tercera Guerra Mundial ya ha comenzado.

    La historia, como el tiempo o la economía, es cíclica y se repite. Pero esta vez puede ser mucho peor que antes. Un auténtico armagedón profetizado en las Sagradas Escrituras y reiterado en las apariciones marianas, en revelaciones privadas a santos como Vicente Ferrer y hasta en las célebres Centurias del profeta Nostradamus.

    Desde que Rusia invadió Ucrania, el 24 de febrero de 2022, una palabra ha resonado con insistencia entre los hombres de Iglesia: Fátima. El Vaticano ha asegurado que María de Nazaret se apareció en aquella localidad portuguesa a tres pastorcitos en 1917 para intentar evitar, según les dijo, que «Rusia propagara sus errores por el mundo». Para impedirlo, la Virgen pidió que el papa consagrase el mundo entero a su Corazón Inmaculado haciendo mención expresa de Rusia. Y eso mismo hizo Francisco el viernes 25 de marzo, un mes después de la invasión de Ucrania. ¿Casualidad…?

    En Fátima, precisamente, la Virgen advirtió que la Primera Guerra Mundial se acortaría, como así fue, pero también alertó a la humanidad de que si se obstinaba en cerrar su corazón a Dios se desencadenaría otra conflagración más devastadora aún que la anterior, como también sucedió: la Segunda Guerra Mundial.

    Al margen del credo religioso o político, otras voces autorizadas han clamado también en el desierto sobre el peligro cierto que se cierne sobre la humanidad si no reacciona a tiempo. El cosmólogo y matemático Stephen Hawking advirtió ya en su día «de los riesgos que prevemos si los Gobiernos y sociedades no toman medidas ahora para volver obsoleto el armamento nuclear y evitar mayores cambios climáticos».

    Y qué decir sobre el llamado reloj del apocalipsis. Jamás en sus setenta y cinco años de historia, desde que se puso en marcha diseñado por la artista Martyl Langdorf en 1947 para la portada del Bulletin of the Atomic Scientists Boletín de los Científicos Atómicos— ha estado tan cerca del terrible armagedón.

    La posición exacta de las agujas de esta siniestra esfera la decide el consejo de directores del Boletín, tras consultar con su consejo de patrocinadores integrado por quince premios Nobel, que se reúne dos veces al año para analizar las potenciales amenazas que afectan al mundo.

    No se trata así de una decisión tomada al azar, sino de una resolución premeditada y firme que sitúa las manecillas más cerca o más lejos de las doce de la noche, considerada la hora del apocalipsis para la humanidad. Cien segundos simbólicos separan así hoy al mundo entero del abismo nuclear, climático y epidemiológico.

    Entre los grandes impulsores de este cronómetro vital figuran Albert Einstein, uno de los hombres más inteligentes de la historia, descubridor de la teoría de la relatividad y Premio Nobel de Física, y el filósofo y matemático Bertrand Russell, Premio Nobel de Literatura, preocupados ya entonces por el peligro cierto de una guerra nuclear tras la destrucción causada por las bombas atómicas arrojadas sobre Hiroshima y Nagasaki.

    Más recientemente, la presidenta del Boletín de los Científicos Atómicos, Rachel Bronson, aseguraba que el mundo se halla inmerso en una «tormenta perfecta», en medio de la cual «el peligro es elevado» y quienes deberían adoptar decisiones «no reaccionan».

    Llegados a este punto, muchos se preguntarán qué puede hacerse ante la afluencia de mensajes tan desalentadores. Haruki Murakami, convertido hoy en el escritor japonés de referencia en todo el mundo tras su nominación en siete ocasiones al Premio Nobel de Literatura, advierte que aceptar la realidad de los hechos, sin engañarse ni mirar hacia otro lado tratando de ignorar lo que está escrito, resulta imprescindible para no perder la paz ni la esperanza.

    —Cerrar los ojos… no va a cambiar nada… Cerrar los ojos y taparse los oídos no va a hacer que el tiempo se detenga —cavila.

    ¿Acaso sería capaz alguien de seguir hoy tocando, como los músicos del Titanic, en un mundo que se está hundiendo? Como el violinista británico Wallace Hartley, que no dejó de mover su arco tras percatarse de la inevitable colisión del transatlántico con el iceberg el 14 de abril de 1912, la joven Etty Hillesum, fallecida en Auschwitz el 30 de noviembre de 1943 a los veintiocho años, supo descubrir también en su interior una felicidad indescriptible que nadie absolutamente, ni los más feroces funcionarios del lager, pudo arrebatarle jamás.

    ¿Cuál fue su fórmula secreta para mantenerse con una libertad interior inexpugnable, aun en los momentos de mayor sufrimiento? Ella misma la reveló en su diario póstumo: «Procurar no añadir al peso de hoy el de la angustia que nos inspira el futuro», anotó.

    Lo que tenga que suceder, sucederá, se quiera o no. Conocer, pues, lo que está escrito sobre el futuro, ya sea en los libros sagrados, profecías o apariciones marianas, no debería privar de paz ni de esperanza a ningún ser humano. Es mejor informarse que mirar hacia otro lado o cerrar los ojos, al decir de Murakami.

    Conoceremos así ahora los signos de los últimos tiempos, empezando por la irrupción del anticristo, para saber distinguir también las señales del fin del mundo.

    1

    Las sandalias del pescador

    ¡Hemos encontrado la tumba de san Pedro!

    PÍO XII

    De producirse antes, el escritor australiano Morris West hubiese podido incluir tal vez la escena en su celebérrima obra Las sandalias del pescador, la cual sirvió de inspiración al cineasta canadiense Michael Anderson para rodar cinco años después su película homónima, estrenada en 1968.

    Pocas veces en la historia, si acaso durante el fallido atentado del turco Alí Agca contra Juan Pablo II en mayo de 1981, y por supuesto a raíz de la maldita pandemia de la COVID-19 desatada en marzo de 2020, la basílica romana de San Pedro y sus aledaños se habían convertido en un improvisado plató cinematográfico donde la realidad superaba con creces a la ficción.

    Alzada con majestuosidad sobre la colina vaticana, costaba imaginar que la iglesia cristiana más grande del mundo con su imponente cúpula ocupase siglos después el mismo lugar que el Circo de Nerón, donde tantísimos cristianos, entre ellos san Pedro, perdieron la vida en defensa de la fe.

    Crucificado de cabeza, pues no se sentía digno de morir igual que Jesús, san Pedro fue inhumado en las afueras del Circo, a escasos metros del lugar de su martirio. En los primeros años, su tumba quedó marcada por un muro de color rojo y fue venerada por los cristianos a espaldas del emperador.

    No fue sino hasta la conversión al cristianismo del Imperio romano cuando se levantó el primer templo sobre el túmulo de san Pedro. La llamada basílica constantiniana permaneció así en pie cerca de mil doscientos años, hasta que finalmente el papa Julio II optó por derribarla, dado su grave estado de deterioro, para construir en su lugar otra nueva.

    Fue así como el 18 de abril de 1506 se celebró la ceremonia que supuso el inicio de los trabajos de la actual basílica de San Pedro, donde resonaban aquella tarde del viernes 25 de marzo de 2022 los renqueantes pasos del papa Francisco en dirección a la hermosa talla de la Virgen de Fátima que presidía a propósito el templo. El rostro cabizbajo y circunspecto del pontífice al detenerse finalmente ante ella reflejaba su tremenda desolación.

    ¿Qué mejor lugar que aquel, situado sobre el mismo sepulcro del apóstol san Pedro y frente a la imagen de la Virgen de Fátima, para consagrar Rusia al Inmaculado Corazón de María, tal y como ella misma había pedido a los tres pastorcitos, Lucía, Francisco y Jacinta, en su tercera aparición en la humilde y remota Cova da Iria, en Portugal, para impedir los profetizados castigos contra el mundo y contra la Iglesia?

    Francisco, precisamente, había mostrado ya en noviembre de 2013 el pequeño cofre con las reliquias de san Pedro, en un gesto interpretado entonces como una intención firme del Vaticano de dar por resuelto el presunto misterio. Pero ¿qué misterio…?

    La tumba vacía

    El romano pontífice sabía muy bien que no debió ser fácil para el recién electo Pío XII ordenar, en 1939, el inicio de las excavaciones bajo el Altar de la Confesión, donde la tradición situaba la primitiva sepultura del apóstol Pedro, en las mismas entrañas del Vaticano donde él ahora se encontraba para impetrar la intervención del cielo.

    Ningún papa hasta entonces había osado emprender algo semejante. Pero el mundo convulso del siglo XX reclamaba a gritos ese tipo de evidencias y el nuevo obispo de Roma vislumbró el momento propicio al descubrir, durante la inhumación de su antecesor Pío XI, un enigmático mosaico.

    Comenzó entonces una búsqueda incesante para el orbe católico, dado que en torno a la historia de aquel pescador judío de Betsaida se cimentaban nada menos que los orígenes de la Iglesia y la historia de los papas. De ahí el hallazgo tan crucial efectuado durante el pontificado de Pío XII.

    Aun así, el trabajo no resultó sencillo. Las investigaciones arqueológicas se prolongaron durante diez años, dirigidas por monseñor Ludovico Kaas, quien descubrió bajo la basílica de San Pedro una enorme necrópolis con sepulturas de influyentes familias romanas en muy mal estado. La razón del gran deterioro debió ser la propia construcción de la basílica en tiempos del emperador Constantino, así como la del baldaquino de San Pedro, obra barroca del maestro Bernini.

    Fue entonces cuando se produjo el sensacional descubrimiento: una tumba cristiana abierta… ¡y vacía! Poco después, el papa Pío XII proclamó alborozado en su mensaje radiado de Navidad:

    —¡Hemos encontrado la tumba de san Pedro!

    La investigación se cerró, sin embargo, con cierto poso de decepción al no hallarse restos y alguna que otra pregunta sin responder. Hasta que la doctora Margherita Guarducci, toda una autoridad en epigrafía griega y paleocristiana, tras dedicar seis largos años de su vida a examinar los grafitos descubiertos en los muros adyacentes de la tumba, logró descifrar por fin las distintas inscripciones hechas con punzón en las paredes del mausoleo.

    Tan reveladores como enigmáticos eran los mensajes que poco a poco iban saliendo a la luz: «Pedro, ruega por los cristianos que estamos sepultados junto a tu cuerpo», se imploraba en uno de ellos. Y otro era aún más rotundo y esclarecedor: «Pedro está aquí», sentenciaba.

    Por si fuera poco, la doctora Guarducci fue capaz de distinguir también una letra P con varias líneas horizontales que simbolizaban la llave del reino de los cielos.

    Pero lo mejor estaba aún por llegar. Junto a esos grafitos aparecieron algunos restos mortales que Venerato Correnti, catedrático de Antropología por la Universidad de Palermo, estudió con la meticulosidad y paciencia de un entomólogo. Hasta concluir que algunos huesos eran humanos, pero otros correspondían a un roedor atrapado en aquel remoto lugar.

    Sus conclusiones resultaron ser fascinantes. Por un lado, se trataba de un varón setentón de complexión robusta, que vivió en el siglo primero. El catedrático Correnti localizó, además, algunos restos de hilo de oro y cierto tizne rojo que le hicieron pensar que al difunto Pedro se le envolvió en un manto de oro y púrpura para proteger mejor el cadáver.

    El mundo recibió con gran júbilo la noticia en 1962, por boca de Pablo VI:

    —Hemos llegado al final. Hemos encontrado los huesos de san Pedro identificados científicamente por especialistas —concluyó.

    Los dos papas

    Parapetado ante los restos mortales de san Pedro y la presencia simbólica de la Virgen de Fátima, el papa Francisco se disponía a saldar aquella tarde una inexcusable deuda pendiente con María de Nazaret desde el 13 de junio de 1929.

    La Iglesia había aprobado las apariciones de Fátima mediante la carta pastoral A divina Providencia, escrita y rubricada por el obispo de Leiria, monseñor José Alves Correia da Silva, y proclamada con toda solemnidad en la Cova da Iria el 13 de octubre de 1930 ante más de cien mil fieles, trece años justos después de la última aparición.

    Creían así a pies juntillas muchos miembros de la Iglesia, pese a que ninguna aparición mariana fuese dogma de fe, que los sucesos de Fátima constituían un hito único e irrepetible en la historia del que no solo dependía el pasado del hombre, sino sobre todo el presente y el futuro de la propia institución y del mundo entero. La consagración de Rusia al Inmaculado Corazón de María era de este modo el último recurso del pontífice para intentar poner fin a la guerra en Ucrania y evitar así su extensión a otros lugares del planeta.

    Francisco ya estaba sobre aviso. Dos meses antes de la invasión rusa se había reunido con un jefe de Estado que le previno del estallido de la Tercera Guerra Mundial, tal y como reveló él mismo durante un encuentro a puerta cerrada con los directores de las revistas culturales de la Compañía de Jesús en Europa, celebrado en la biblioteca privada del palacio apostólico en mayo de 2022.

    El pontífice aguardó así tres meses, desde el inicio de la invasión de Ucrania, para desvelar aquel encuentro secreto con el máximo mandatario de una nación, cuyo nombre también omitió, el cual le alertó sobre el alto riesgo de una gran conflagración mundial.

    Todos y cada uno de los asistentes escucharon entonces estupefactos las palabras del pontífice, desde Stefan Kiechle, de la revista alemana Stimmen der Zeit, hasta Lucienne Bittar, de la suiza Choisir, pasando por Ulf Jonsson, de la sueca Signum, o Jaime Tatay, de la publicación española Razón y fe.

    El papa se mostró convencido de que había estallado ya la Tercera Guerra Mundial y denunció que esta había sido «provocada o no evitada», con el sucio negocio de la venta de armas como trasfondo. Durísimo alegato del pontífice, como para quitarle el hipo a cualquiera:

    Aquí no hay buenos y malos metafísicos, de forma abstracta —advirtió Francisco, sin remilgos—. Está surgiendo algo global, con elementos muy entrelazados. Un par de meses antes de que empezara la guerra, conocí a un jefe de Estado, un hombre sabio, que habla muy poco. Y después de hablar de las cosas que quería hablar, me dijo que estaba muy preocupado por la forma en que se movía la OTAN. Le pregunté por qué, y me respondió: «Están ladrando a las puertas de Rusia. Y no entienden que los rusos son imperiales y no permiten que ninguna potencia extranjera se acerque a ellos». Concluyó: «La situación podría llevar a la guerra». Esa era su opinión. El 24 de febrero comenzó la guerra. Ese jefe de Estado supo leer las señales de lo que estaba ocurriendo.

    Lo que estamos viendo es la brutalidad y la ferocidad con la que esta guerra está siendo librada por las tropas, generalmente mercenarias, utilizadas por los rusos. Y los rusos prefieren enviar chechenos, sirios, mercenarios.

    Pero el peligro es que veamos solo esto, que es monstruoso, y no veamos todo el drama que se está desarrollando detrás de esta guerra, que quizás fue de alguna manera provocada o no evitada. Noten el interés en el testeo y venta de armas. Es muy triste, pero al final es lo que está en juego.

    Alguien podría decirme en este punto: «¡Pero usted está a favor de Putin!». No, no lo estoy. Sería simplista y erróneo decir tal cosa. Simplemente estoy en contra de reducir la complejidad a la distinción entre buenos y malos, sin razonar sobre las raíces e intereses, que son muy complejos. Mientras vemos la ferocidad, la crueldad de las tropas rusas, no debemos olvidar los problemas para tratar de resolverlos.

    También es cierto que los rusos pensaron que todo acabaría en una semana. Pero calcularon mal. Encontraron un pueblo valiente, un pueblo que lucha por sobrevivir y que tiene una historia de lucha.

    Para mí hoy se ha declarado la Tercera Guerra Mundial. Esto es algo que debería hacernos reflexionar. ¿Qué le pasa a la humanidad, que ha tenido tres guerras mundiales en un siglo? […] Hay que pensar que en un siglo ha habido tres guerras mundiales, ¡con todo el comercio de armas detrás! […] Lo que tenemos ante nuestros ojos es una situación de guerra de intereses globales, venta de armas y apropiación geopolítica que está martirizando a un pueblo heroico.

    Al día siguiente de la invasión rusa, el 25 de febrero, el papa ya se había apresurado a reunirse con el embajador de la Federación Rusa ante la Santa Sede, Alexandr Avdeev, para expresarle su gran preocupación por el incierto futuro.

    Francisco podía, por qué no, compararse de algún modo en la realidad con el obispo ucraniano Kirill Lakota en la ficción, interpretado por el actor Anthony Quinn en Las sandalias del pescador, la película que tantas veces había disfrutado el pontífice argentino desde su ordenación sacerdotal, en 1969.

    Condenado a trabajos forzados en una prisión soviética hasta su inesperada liberación por decisión del presidente Piotr Ilych Kamenev —Laurence Olivier—, Kirill Lakota fue enviado al Vaticano como asesor y recibió luego el capelo cardenalicio de manos del también imaginario papa Pío XIII —John Gielgud—, quien poco después falleció de modo repentino. Kirill Lakota se convirtió así finalmente en papa, tras un disputado cónclave, asumiendo el nombre de Cirilo I.

    Avatares del destino: Cirilo I, más conocido como Kirill, se hacía llamar también el decimosexto patriarca de Moscú con quien Francisco había mantenido una extensa conversación por videoconferencia el 16 de marzo anterior, ante el recrudecimiento de la guerra en Ucrania y el creciente peligro de su propagación al resto del mundo.

    De nombre secular Vladímir Mijáilovich Gundiáyev, la cabeza visible de la Iglesia ortodoxa rusa estuvo acompañada entonces por el metropolita Hilarión de Volokolamsk, responsable del Departamento de Relaciones Exteriores del Patriarcado de Moscú. A Francisco, por su parte, le secundó el cardenal Kurt Koch, presidente del Consejo Pontificio para la Unidad de los Cristianos.

    Poco antes, el patriarca Kirill había justificado la invasión de Ucrania por tratarse de un modo de salvaguardar a Rusia de la falta de valores en Occidente, sobre todo en lo relativo a moral sexual. La charla entre ambos dignatarios eclesiásticos no sirvió para atenuar la guerra, ni mucho menos para propiciar un alto el fuego. Y ello, pese a que en enero el patriarca de Moscú había pronunciado la palabra «paz» tras celebrar la Navidad ortodoxa en la catedral de Cristo Salvador, en Moscú:

    Quiero dar las gracias a nuestros invitados —dijo entonces Kirill—, incluido el arzobispo católico Paolo Pezzi, que está aquí en Moscú. Le agradezco el mensaje del papa Francisco que me ha transmitido. Aprecio mucho las buenas relaciones que se han desarrollado entre nosotros, cuyos resultados pueden verse en muchas acciones comunes, incluido el logro de la paz donde no la hay.

    Pero cuando las tropas rusas invadieron poco después Ucrania, Kirill ya no condenó la guerra, sino que se limitó a enviar un mensaje a todos los pastores y fieles de la Iglesia ortodoxa rusa, «cuyo rebaño —así lo definió él— se encuentra en Rusia, Ucrania y otros Estados». Kirill hizo un llamamiento, eso sí, a las partes en conflicto:

    —Hagan todo lo posible para evitar víctimas entre la población pacífica —y pidió ayuda para los refugiados.

    El patriarca compartía la tesis del presidente ruso Vladímir Putin, según la cual «los pueblos ruso y ucraniano —agregó Kirill— comparten una historia de muchos siglos que se remonta al bautismo de la Rus [pueblo] por el santo príncipe Vladímir». Esta unidad otorgada por Dios, «podrá superar las divisiones que han surgido y las contradicciones que han llevado a la guerra actual», concluyó.

    Entre tanto, el patriarca latino de Jerusalén, Pierbattista Pizzaballa, había denunciado que la Iglesia ortodoxa rusa no permanecía al margen de la guerra, sino que, por el contrario, se había puesto «del lado de Putin».

    Francisco y Kirill habían protagonizado también un encuentro histórico el viernes 12 de febrero de 2016. Fue la primera vez que los líderes de las dos principales Iglesias del cristianismo se reunían desde su separación, en el lejano año de 1054.

    El pontífice y el patriarca conversaron durante dos largas horas en una sala del aeropuerto internacional José Martí de La Habana, tras lo cual rubricaron una declaración conjunta por la paz mundial. Pero, en vista de lo sucedido seis años después, aquel documento no era más que papel mojado.

    El último reducto

    Igual que el papa Cirilo I en la ficción, Francisco asistía también anonadado al riesgo cierto de una gran conflagración nuclear de terribles consecuencias para la humanidad. Invitado por el primer ministro Kamenev, el nuevo pontífice encarnado por Anthony Quinn viajó en su caso a la Unión Soviética para intentar solucionar allí el conflicto in extremis.

    Resultaba obvio que a Francisco no se le había invitado aún a Moscú para invocar la paz mundial, por más que él pudiese anhelarlo. Sintiéndose así entre la espada y la pared, el papa real recurrió al último reducto que aún le quedaba: la consagración de Rusia al Inmaculado Corazón de María, para lo cual cursó una invitación a todos los obispos del mundo pidiéndoles que se uniesen a él durante el acto, tal y como había solicitado también la Señora de Fátima para que la oración litúrgica surtiese el efecto indispensable.

    Abandonado en sus brazos virginales, el pontífice efectuó la consagración «con la plena confianza de los hijos que, en la tribulación de esta guerra cruel e insensata que amenaza al mundo, recurren a la madre entregándose totalmente a ella», manifestó él ante la talla mariana con gesto afligido y suplicante.

    A escasa distancia de la basílica de San Pedro, en los mismos jardines del Vaticano desde donde podía divisarse su enorme cúpula, el papa emérito Benedicto XVI se sumó también a la consagración. Lo hizo en el interior de su capilla privada del monasterio Mater Ecclesiae, donde reside desde mayo de 2013, cuando renunció al solio de Pedro. Allí vive retirado junto con su secretario personal, Georg Ganswein, cuatro laicas consagradas de la comunidad Memores Domini, que le ayudan con las labores domésticas, y un diácono belga.

    La celebración de aquel acto sagrado resultaba decisiva para la Iglesia. No en vano, los desastres profetizados en Fátima estaban condicionados precisamente a que se efectuase la consagración de Rusia al Inmaculado Corazón de María.

    El 13 de julio de 1917, en la tercera aparición de la Virgen en la Cova da Iria, «ella ya manifestó» a los tres pastorcitos que para impedir los castigos contra el mundo y contra la Iglesia «vendré a pedir la consagración de Rusia a mi Inmaculado Corazón, y la comunión reparadora de los primeros sábados».

    Y como tantas otras veces en la legendaria historia de las apariciones marianas, la Virgen cumplió su palabra doce años después, el 13 de junio de 1929. La propia vidente Lucía relataba, en el apéndice segundo de su Cuarta Memoria, aquel nuevo encuentro trascendental:

    Después Nuestra Señora me dijo: «Ha llegado el momento en que Dios pide al santo padre que haga en unión con todos los obispos del mundo la consagración de Rusia a mi Inmaculado Corazón, prometiendo salvarla por este medio. Son tantas las almas que la justicia de Dios condena por pecados cometidos contra mí, que vengo a pedir reparación: sacrifícate por esta intención y reza».

    La primera petición de la Virgen, formulada en julio de 1917, se completó así con la de junio de 1929, cuando Lucía supo ya las condiciones concretas para que la consagración de Rusia fuese válida: que la realizase el papa en unión con todos los obispos del mundo y con mención expresa de Rusia.

    Fátima y Rusia estaban así históricamente relacionadas. Sin ir más lejos, el mismo año de las apariciones marianas, 1917, fue también el de la revolución bolchevique. Y 1929 coincidió también con la manifestación de la Virgen sobre las condiciones de la consagración, mientras Stalin se hacía con el poder omnímodo en Rusia inaugurando su régimen de terror con el asesinato indiscriminado de seres humanos inocentes.

    El horror bolchevique

    Por nada del mundo deseaba la Virgen de Fátima que volvieran a repetirse los terribles desmanes cometidos durante la revolución bolchevique y la guerra civil en Rusia, donde, en diciembre de 1918, los cadáveres se amontonaban frente a los cementerios de todas las ciudades importantes. Con el primaveral deshielo, llegaron las epidemias. El régimen se planteó entonces la incineración como sistema para hacer desaparecer los cuerpos y evitar las enfermedades.

    El primer crematorio

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