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Tecnología administración pública y regulación
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Tecnología administración pública y regulación

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Esta obra colectiva tiene tres partes claramente
diferenciadas. La primera aborda la regulación de las nuevas tecnologías, un
fenómeno de este tiempo de la postmodernidad que requiere de ser entendido y
comprendido desde el derecho, pues estas nuevas realidades deben realizarse con
pleno respeto al ordenamiento jurídico y, por ello, protegiendo, defendiendo y
promoviendo la dignidad humana y los derechos fundamenta-les de las personas.
En la segunda parte se pasa revista a la interacción entre nuevas tecnologías,
prácticas de mejora regulatoria y Administración pública, poniéndose de relieve
la importancia de estudiar casos de buenas prácticas regulatorias en la
Administración pública realizadas a través de las nuevas tecnologías.
Finalmente se abordan las condiciones, las dificultades y los problemas que
existen para garantizar la institucionalidad y el control de los procesos
regulatorios a través de las nuevas tecnologías.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 ene 2021
ISBN9789587906929
Tecnología administración pública y regulación

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    Tecnología administración pública y regulación - Luis Ferney Moreno Castillo

    PARTE I

    DE LA REGULACIÓN DE LAS NUEVAS TECNOLOGÍAS A LA IMPLEMENTACIÓN DE LAS NUEVAS TECNOLOGÍAS EN LA REGULACIÓN

    ÍÑIGO DEL GUAYO CASTIELLA

    Constitución económica y Estado regulador

    Bases conceptuales para el acometimiento de las disrupciones tecnológicas

    Resumen: El término regulación se ha incorporado al ordenamiento jurídico de la Unión Europea y de España en los últimos treinta años. La palabra es igualmente habitual en el lenguaje de los medios de comunicación. El concepto de regulación nace en el ámbito económico, de ahí que la regulación sea normalmente una regulación económica. Desde cierta perspectiva, la regulación económica (de inspiración anglonorteamericana) es una alternativa al derecho administrativo económico (de corte europeo continental).

    Palabras clave: regulación, eficiencia, justicia, sistemas económicos, actividades administrativas, privatización, desregulación, nacionalización, liberalización.

    I. INTRODUCCIÓN

    Entendida la regulación como el conjunto de técnicas para conducir un sistema hacia determinados fines, constituye la aportación más significativa del Reino Unido a la Unión Europea. Con frecuencia se incluye la regulación en el campo semántico de lo limitativo, pero la regulación es también una técnica para crear competencia en determinados mercados y una manera de enviar señales gubernamentales a los operadores económicos. La regulación responde a unos presupuestos filosóficos distintos de la intervención administrativa. La irrupción del concepto regulación en el ordenamiento jurídico de muchos países europeos aconteció después de que sus constituciones llevasen varios años en vigor. Este es el caso español. La consecuencia es que hay que buscar a la regulación un acomodo constitucional, en un sistema institucional y económico que puede ser definido como una economía social de mercado. Ese acomodo ha de servir de sustento constitucional en un escenario de disrupción tecnológica.

    II. ECONOMÍA, EFICIENCIA, DERECHO Y JUSTICIA

    La comprensión de las relaciones entre la economía y el derecho exige el entendimiento de las relaciones entre sus respectivas finalidades, la eficiencia y la justicia. A este binomio conceptual pueden ser reconducidos la mayoría de los debates ideológicos de la edad contemporánea, no porque en tales debates se opongan necesariamente ambos conceptos entre sí, cuanto porque son variadas las formas de entender cuáles son las mutuas relaciones.

    El derecho es una técnica o arte (ars iuris) de carácter práctico (no especulativo, por tanto), cuya finalidad es la justicia. La justicia es una virtud moral consistente en dar a cada uno lo suyo, pero también es el resultado del ejercicio de esa virtud, la justicia en cuanto posición justa. Desde la axiología, la justicia es un valor superior del ordenamiento jurídico que ha de implantarse en la sociedad¹. A estos dos últimos sentidos se refieren las primeras palabras del preámbulo de la Constitución española (La Nación Española, deseando establecer la Justicia) y del primer apartado de su artículo primero. La justicia es efectiva solo cuando los llamados a ejercerla lo hagan atendiendo, no a las percepciones subjetivas del sedicente justo, sino a los títulos jurídicos derivados del ordenamiento jurídico-positivo vigente. El ordenamiento está compuesto por normas, sujetos y relaciones, en cuyo conocimiento radica la ciencia del derecho (scientia iuris), la cual, a diferencia del derecho mismo, sí es una ciencia especulativa, donde se ejercitan tanto el método deductivo (como, por ejemplo, mediante la derivación de reglas a partir de principios jurídicos), como el inductivo (la determinación de qué principios jurídicos rigen, a partir, precisamente, del derecho puesto) (Viehweg, 1986). La justicia tiene una vertiente conmutativa o correctiva, que se persigue en las relaciones que establecen los individuos entre sí —económicas o no—, y otra distributiva (o social o general), que contempla los mutuos deberes y derechos, económicos o de otra naturaleza, del individuo y de la comunidad política a la que pertenece. El fin del derecho no es otro que la equidad jurídica y la justicia en el reparto de privilegios y cargas dentro de la comunidad.

    La economía es la ciencia que estudia el comportamiento humano como una relación entre recursos escasos que pueden destinarse a usos alternativos². Esta es una de las definiciones de tipo positivo que más fortuna ha tenido y que ha de combinarse con otras de tipo normativo, como la que subraya que la economía es el estudio del modo óptimo de asignación de los recursos para que produzcan la mayor utilidad o satisfacción, es decir, el modo óptimo para alcanzar la eficiencia. En los economistas clásicos es la eficiencia asignativa, que mide la ratio entre recursos empleados y producción obtenida, pero que, para otros economistas, ha de ser también la eficiencia distributiva, que atiende al modo en que lo producido se distribuye entre todos los miembros de la sociedad, presentada, en ocasiones, como equidad³ (Stiglitz, 2002, p. 108).

    En ese sentido normativo es donde más se aproxima la economía al derecho, porque los dos prescriben cómo ha de ser el comportamiento humano, bien para que sea justo (derecho), bien para que sea eficiente (economía). Ambas tienen una cierta vocación predictiva en la medida en que determinan las consecuencias que se siguen de los comportamientos antijurídicos o antieconómicos. Existe una correlación entre las dos clases de justicia (conmutativa y social) y las dos clases de eficiencia (asignativa y distributiva). El concepto de eficiencia asignativa es problemático en cuanto objetivo normativo para el bienestar económico. Aunque existe una amplia aceptación de que la eficiencia se obtiene primariamente en el mercado, son diversas las posturas existentes para valorar cuándo se ha alcanzado: destacan el óptimo paretiano, conforme al cual la asignación de los recursos es eficiente cuando es imposible mejorar la situación de alguien sin, al mismo tiempo, empeorar la de otro, y el criterio de Kaldor-Hicks, para quienes una política es eficiente cuando produce suficientes beneficios como para que los que ganan estén en condiciones de compensar a los que pierden y, todavía, resultar beneficiados (para que haya eficiencia, sin embargo, no es necesario que los que han ganado compensen efectivamente a los que han perdido). Ambos criterios son insensibles a la justicia distributiva, de vital importancia en la sociedad actual⁴.

    Las discusiones ideológicas giran en torno a las relaciones entre la justicia y la eficiencia, conceptos que laten en la idea misma del derecho económico. Para determinadas corrientes ideológicas socialistas hay una cierta contraposición entre la justicia y la eficiencia, y el derecho existe para corregir las injusticias derivadas de la búsqueda de la eficiencia. Entre quienes mantienen esa postura está extendido el prejuicio de pensar que la búsqueda de la eficiencia está reñida con la búsqueda de la justicia. Se piensa que la mayor eficiencia se corresponderá normalmente con la mayor injusticia, al menos desde el punto de vista de la justicia distributiva. Para estas personas, la tendencia a la eficiencia económica conlleva normalmente la concentración de los resultados de la máxima utilidad obtenida en unos pocos miembros de la comunidad, a costa de la disminución de la satisfacción de la mayor parte de esa comunidad. Lógicamente, existen numerosos matices a esa contraposición, pues el socialismo tiene sus variantes.

    Desde posturas liberales hay quienes subrayan que la justicia radica en la eficiencia (todo lo eficiente es justo) y, consecuentemente, el ordenamiento jurídico tiene por finalidad su promoción y defensa. En esta postura podrían encuadrarse algunos de los miembros de la escuela de economía de Chicago, quienes, por lo general, no han desarrollado una teoría de la justicia, sino una teoría de la eficiencia. Pueden encuadrarse aquí también los pensadores de la escuela austriaca, para quienes la eficiencia solo es compatible con un sistema basado en el respeto a la propiedad privada y a la libertad de empresa. Para esta escuela de pensamiento, la oposición entre eficiencia y justicia es errónea: justicia y eficiencia siempre coinciden, pero no por igualdad, sino por interrelación, pues lo justo no puede ser ineficiente, ni lo eficiente injusto⁵.

    En medio de ambas posturas, con diversos orígenes doctrinales, hay quienes mantienen que si bien lo eficiente es normalmente lo justo desde un punto de vista tanto conmutativo, como distributivo (la consecución de la eficiencia es un imperativo de toda clase de justicia), puede que, en una determinada transacción o conjunto de transacciones, el resultado no sea justo y el derecho está llamado a corregir la injusticia. Tal injusticia puede ser de tipo conmutativo si la transacción no fue eficiente por algún fallo del mercado (si alguien pierde en la transacción, acontece una ineficiencia, pero también una injusticia) o de tipo distributivo, si la maximización de la eficiencia no tuvo resultados equitativos para la comunidad (de acuerdo, en cada caso, con los diversos conceptos de justicia existentes). Desde esta tercera postura, lo justo consiste en la obtención de la mayor utilidad posible de los recursos individuales en una determinada transacción, y también en la consecución de la mayor eficiencia en la asignación de los recursos colectivos. La optimización de la eficiencia asignativa no exige la consecución de los mayores rendimientos actuales a partir de esos recursos colectivos, sino que puede consistir también en su protección frente a una explotación abusiva, pues la eficiencia es referible igualmente a generaciones futuras. La eficiencia incluye objetivos distributivos porque una distribución no equitativa de la riqueza puede ser también fuente de ineficiencias asignativas. La doctrina social de la Iglesia católica no prescribe sistema alguno de organización económica, sino que proclama la existencia de varios principios que han de regir la vida económica, la que tiene una significación eminentemente moral, tanto individual como social⁶.

    Hay una última postura a considerar, que es la indiferencia de lo eficiente respecto de lo justo, y viceversa, de manera que si la transacción satisface a los intervinientes y no genera beneficios ni perjuicios a terceros, entonces el resultado será eficiente y justo al mismo tiempo, por razones distintas, pero si la transacción da lugar a alguna externalidad, el derecho deberá corregirla en búsqueda de la eficiencia o de la justicia perdidas.

    La generalización de la técnica de la regulación coincide en el tiempo con la formulación y consolidación del neoliberalismo. Frente a lo que suele pensarse, el neoliberalismo no es un liberalismo déjà vu, no significa su resurrección. Es un liberalismo nuevo, distinto al liberalismo clásico. La semejanza con el liberalismo que hunde sus raíces en Adam Smith es la primacía del mercado como fuente de libertad y la preeminencia de lo privado sobre lo público. A diferencia de los liberales clásicos, los neoliberales defienden que sin Estado no hay mercado, que el mercado no surge de modo espontáneo. El Estado no debe abstenerse de intervenir en la actividad económica, sino que debe adoptar una actitud activa para crear, mantener y promover el mercado (Beltrán Flórez, 1982; Escalante Gonzalbo, 2016). En la constatación de la última idea está la raíz de la nueva regulación.

    La primacía del mercado sobre la iniciativa pública económica no es solamente un postulado ideológico del (neo)liberalismo, sino que pertenece a la esencia del constitucionalismo occidental. La Constitución española recoge entre los derechos y libertades constitucionales, la libertad de empresa en un el marco de una economía de mercado (artículo 38), que no está en pie de igualdad con el reconocimiento de una iniciativa pública en la economía (artículo 128). Aquella libertad recoge un derecho público subjetivo, mientras que la iniciativa pública es una posibilidad de actuación que se confiere al Estado, que puede usarla o no. La primacía del mercado es una sobre la iniciativa pública económica, no sobre la intervención pública en la economía. La relación que media entre el mercado y la intervención pública en la economía no es jerárquica, ni de primacía del primero sobre la segunda, sino de dependencia. El mantenimiento de las condiciones de mercado en una actividad depende de un determinado grado de intervención, de eso que desde hace treinta años llamamos regulación. Por eso el Estado debe promover y defender el disfrute de varios derechos, como el derecho a la libertad de empresa (artículo 53 de la Constitución española). Entre el liberalismo y el neoliberalismo media la aparición y consolidación del Estado providente. La impronta de ese acontecimiento es el carácter inevitable de la intervención pública, no como limitación, sino como regulación que fomenta y mantiene unos mercados que, de otra manera, decaen o devienen ineficientes.

    En cuanto a la primacía de lo privado sobre lo público, pueden ofrecerse reflexiones similares. La cláusula del Estado social debe anudarse a la idea de Estado providente, pero también al rechazo del Estado totalizante. El Estado está al servicio de la sociedad, no al revés. En una de las acepciones más antiguas, lo público se identifica con las instituciones públicas, frente a lo privado, representado por los ciudadanos y sus asociaciones, fundaciones o empresas. La Constitución española se refiere en quince ocasiones al interés general o social, mientras que solo menciona en dos ocasiones el interés público. Esas dos referencias fueron un desliz del constituyente. Cuando el artículo 76 de la Constitución española establece que se podrán crear comisiones parlamentarias sobre cualquier asunto de interés público, el adjetivo público es equivalente a social. Y cuando el artículo 124 de la Constitución española dice que el Ministerio Fiscal debe defender el interés público tutelado por la ley, el adjetivo público tampoco puede identificarse con el interés de las Administraciones públicas. La Constitución se decanta así a favor del interés general sobre el interés público al interés general.

    III. LA REGULACIÓN Y LA CLASIFICACIÓN DE LAS ACTIVIDADES ADMINISTRATIVAS ECONÓMICAS

    El siglo XX fue testigo de un crecimiento espectacular de la intervención del poder público en la economía. Los científicos trataron de simplificar lo complejo mediante la elaboración de dos clasificaciones: una de las formas de intervención de las Administraciones públicas en la economía y otra clasificación de las actividades económicas privadas, en función del grado de presencia pública en su desarrollo.

    Bajo el primer criterio hizo fortuna una clasificación tripartita elaborada a mediados de siglo y que distinguía entre la policía administrativa, el fomento público de actividades privadas de interés general y la prestación de servicios públicos (Jordana de Pozas, 1949, pp. 41-54; 1951, pp. 11-28). La llamada policía no tenía que ver con un tipo de fuerzas de seguridad (las fuerzas policiales), sino que el término conectaba con su etimología griega, la politeia (ciudad), y todo cuanto tiene que ver con su ornato y seguridad. Bajo la policía, las Administraciones públicas intervienen con mayor o menor intensidad en las actividades económicas de los ciudadanos, con la finalidad de impedir que el desarrollo de esas actividades perjudique otros valores, como la integridad física de las personas o las cosas. Una de las manifestaciones más conocidas de esta actividad de policía fue el Reglamento de Actividades Molestas, Insalubres, Nocivas y Peligrosas, aprobado por Decreto número 2414/1961, del 30 de noviembre (Boletín Oficial del Estado, n.º 292, 7 de diciembre de 1961).

    Aquellas actividades que el Estado reputaba de interés general, merecedoras de apoyo, caían bajo la acción de fomento. Se encuadraban aquí las obras públicas promocionadas por el Ministerio de Fomento, cuyas denominaciones variaron y durante mucho tiempo conocido como Ministerio de Obras Públicas. La extensión y mejora de los medios de transporte terrestre, marítimo y aéreo fomentaba las actividades privadas en la medida en que facilitaba el comercio nacional e internacional. El fomento tenía variadas manifestaciones, en forma de exenciones arancelarias, subvenciones o préstamos financieros otorgados por entidades públicas, con intereses bonificados. Constituía un elemento esencial del Estado providente, cuyos beneficiarios pertenecían a todos los sectores económicos productivos.

    Las Administraciones públicas deben también responsabilizarse de que todos los ciudadanos tengan acceso a un mínimo vital. Cuando en el cumplimiento de esa responsabilidad las Administraciones prestan servicios de naturaleza económica, surge el servicio público económico. En el momento en que se teoriza en España acerca de la actividad de servicio público, como algo distinto del fomento y la policía, la lógica es una lógica pública. En ese momento histórico, el servicio es público porque un ente público garantiza que el servicio se presta, normalmente con carácter monopólico (por ejemplo, la Compañía Telefónica Nacional de España). El carácter económico de un servicio público, en contraste con otros servicios públicos no económicos, como la sanidad o la educación, no deriva de la existencia de un coste económico de la actividad prestada. Todos los servicios públicos tienen un coste económico. El carácter económico deriva de la existencia de un cierto riesgo empresarial en la prestación del servicio y en la posibilidad de cuantificar individualmente el coste y el precio de la actividad recibida. Sin perjuicio de que el Estado interviniese las tarifas de los servicios públicos y obligase al ente público prestador a cobrar unas tarifas inferiores al coste. Los presupuestos generales del Estado enjuagarían ese déficit.

    La evolución social empujó a algunos estudiosos a enriquecer o a ampliar esa clasificación tripartita. Hay quien propuso que se añadiese la actividad de producción de bienes y su dación al mercado, pues la injerencia pública en la economía convirtió al Estado en un empresario, prestador no solo de servicios públicos, sino fabricante de bienes, como ropa o vehículos. Otros sugirieron la actividad de planificación, otros la de arbitraje entre intereses privados enfrentados, etc.

    Junto a la clasificación tripartita de las formas de intervención de las Administraciones públicas en la economía, se clasificaron las actividades económicas de acuerdo con el principio de gradualidad, en función de la intensidad de la intervención administrativa, de menor a mayor. Se llegó así a establecer una clasificación cuadripartita: actividades privadas, actividades intensamente reglamentadas, servicios públicos virtuales (o servicios públicos impropios) y servicios públicos. Esta clasificación era sufragánea del grado máximo de intervención, que era la declaración de que la actividad era un servicio público (como la telefonía). En un Estado intervencionista, las actividades económicas privadas, o actividades libres, se definían de modo negativo: eran aquellas cuya responsabilidad o ejercicio no habían sido objeto de reserva por el Estado o los municipios. Su condición de actividades privadas libres no significaba que su desarrollo estuviese exento de sujeción a reglas. Existían esas reglas, pero operaban desde fuera del sector económico mismo, con una finalidad protectora de otros intereses, como la salubridad. La existencia de intereses generales valiosos en el desarrollo de la actividad económica hizo que surgiera la categoría de las actividades privadas intensamente reglamentadas. A diferencia de las actividades privadas, igualmente sujetas a reglamentos, la reglamentación a que se sujetaba estas actividades trataba de imponer a las empresas la consecución de determinados objetivos de interés general (por ejemplo, la fabricación de coches). En el último estadio de la intervención se encontraban las actividades económicas que habían sido declaradas como servicios públicos, es decir, que habían sido objeto de publicatio, una expresión latina que trataba de expresar que la actividad había ingresado en el ámbito de lo público y la libertad de empresa en ese sector había desaparecido.

    Una categoría doctrinal, intermedia entre las actividades intensamente reglamentadas y el servicio público, era la de los servicios públicos virtuales o impropios. En ellos no había publicatio, se trataba de actividades privadas, donde estaba presente acusadamente el interés general. Eran actividades prestadas al público (en general) y estaban desarrolladas en régimen de autorización (un tanto distinta esta autorización, sin embargo, de la autorización tradicional). Se escogían como ejemplos el servicio de taxis, las farmacias, los centros privados de enseñanza o las centrales lecheras. Amén de tratarse de una clasificación doctrinal, no legislativa, era difícil en ocasiones pronunciarse sobre la naturaleza de una determinada actividad: ¿servicio público virtual o actividad reglamentada? Se ideó la categoría de los servicios públicos virtuales o impropios para referirse a aquellas actividades donde no existía una declaración legal que erigiera la actividad en servicio público (publicatio), pero donde la Administración ejercitaba potestades extraordinarias, propias de los servicios públicos (taxis, centrales lecheras, etc.). Para algunos, estas actividades no son sino un ejemplo más de actividades de naturaleza privada, pero sujetas a una intensa reglamentación.

    Resultaba perentoria la necesidad de determinar si una actividad era un servicio público en sentido impropio o propio, dadas las consecuencias que se derivaban de la configuración de un servicio público en sentido estricto. Las empresas gestoras de servicios públicos estaban sujetas a unos poderes más intensos que las empresas operadoras en servicios público virtuales. La doctrina más prestigiosa postuló el abandono de la categoría de los servicios públicos virtuales (o impropios u objetivos) y el encuadramiento de tales actividades entre las actividades reglamentadas, disciplinadas o programadas (Ariño Ortiz, 1993, pp. 306-311). De esa forma se alejaba el riesgo —que pendía sobre las empresas que actuaban en esos llamados servicios públicos virtuales— de quedar sujetas a unos poderes exorbitantes de los poderes normales de la administración pública sobre las empresas.

    Tanto en los servicios públicos como en las actividades intensamente reglamentadas (llamadas, a veces, servicios públicos virtuales o impropios) había un deber de prestación, pero el origen de tal deber era distinto. En las segundas, la obtención de la autorización pertinente ponía a la empresa autorizada en la posición jurídica determinada por la norma, que definía sus deberes. No se reconocía a favor de la Administración pública la potestad de variar singularmente los deberes de la empresa autorizada.

    En los servicios públicos se reconocía (y todavía se reconoce) a favor de la Administración pública unas potestades de dirección sobre las empresas concesionarias (que incluye la potestas variandi del contrato), inexistentes sobre empresas operadoras en sectores no declarados como servicios públicos. Esta potestad de modalización tiene su origen y justificación en la titularidad administrativa sobre el servicio, en las prerrogativas que tal titularidad conlleva y en la concesión conferida a la empresa gestora del servicio. La potestad de modalización opera cuando la empresa privada gestiona el servicio público mediante una concesión o mediante cualquier otra modalidad del contrato de gestión de servicios públicos. Configura un poder interno de dirección mediante instrucciones, circulares y órdenes concretas. Implica que la Administración pública puede variar unilateralmente los derechos y deberes de la empresa gestora del servicio público. La potestad de modalización de las condiciones de prestación están establecidas por las normas específicas de cada servicio público, como expresión en cada servicio público particular del principio general de mutabilidad del contrato por parte de la Administración, recogido expresamente en el artículo 282 del Real Decreto Legislativo número 3/2011, del 14 de noviembre, por el cual se aprueba el texto refundido de la Ley de Contratos del Sector Público (en adelante, designada Ley de Contratos del Sector Público de 2011 o texto refundido de la ley de contratos del sector público de 2011, Boletín Oficial del Estado, n.º 276, 16 de noviembre de 2011). Esta potestad supera en intensidad a los poderes de policía existentes en todo contrato de gestión de los servicios públicos, reconocidos por el artículo 279 de la Ley de Contratos del Sector Público: en todo caso, la Administración conservará los poderes de policía necesarios para asegurar la buena marcha de los servicios de que se trate (Ariño Ortiz, 1993, p. 324). Los poderes de modalización dan cobertura a decisiones administrativas de acentuada intensidad sobre las empresas gestoras. Algunas de esas decisiones deben conllevar consecuencias indemnizatorias a favor de la empresa gestora, en los términos del artículo 282 del texto refundido de la Ley de Contratos del Sector Público. Este precepto lleva por encabezamiento, el siguiente: Modificación del contrato y mantenimiento de su equilibrio económico. De acuerdo con ese artículo, la Administración podrá modificar por razones de interés público, si concurren determinadas circunstancias, las características del servicio contratado y las tarifas que han de ser abonadas por los usuarios. Cuando las modificaciones afectan al régimen financiero del contrato, la Administración debe compensar al contratista de manera que se mantenga el equilibrio de los supuestos económicos que fueron considerados básicos en la adjudicación del contrato. La Administración debe restablecer el equilibrio económico del contrato, en beneficio de la parte que corresponda, en los casos y por los métodos establecidos en ese artículo 282.

    Esa potestad modalizadora no operaba sobre aquellas actividades económicas sujetas a un régimen jurídico próximo al propio de los servicios públicos, ya fuesen denominadas actividades disciplinadas o reglamentadas, o como servicios públicos virtuales. En este caso había una norma y un acto aplicativo de la norma, sin que cupiese modificar el contenido de la prestación sino por norma posterior del mismo rango (Ariño Ortiz, 1993, p. 312).

    La aparición de la institución jurídico-pública de la regulación en el ordenamiento jurídico español hace treinta años ha sido beneficiosa para el derecho administrativo. Ha contribuido a redefinir los contenidos de la disciplina y ha abierto nuevos horizontes metodológicos. Muchos de los contenidos de la llamada parte especial del derecho administrativo y la mayoría de los cubiertos por el derecho administrativo económico caen ahora dentro de la regulación. Si la regulación constituye una actividad administrativa, ¿se trata de una actividad nueva o de una que vienen a sustituir a actividades pretéritas? ¿Qué lugar ocupa la regulación en la clasificación de las actividades administrativas?

    En los países anglosajones (sobre todo en el Reino Unido) hay una cierta tendencia a considerar que el derecho administrativo tiene por objeto principal la revisión judicial de la actividad gubernamental (judicial review). Consideran asimismo que lo equivalente a su idea de economic regulation es el derecho público económico. Toda la amalgama de intervenciones públicas en la vida ciudadana, que en España puede englobarse en el derecho administrativo, quedaría cubierta en el mundo anglosajón por la idea de regulation. Vista las cosas así, la regulación no vendría a ser una actividad más que se añade a otras actividades ya identificadas, como la policía, el fomento y el servicio público, sino que las englobaría, en la misma medida en que esas tres actividades pueden ser englobadas dentro del derecho público económico.

    Existe una acepción más restringida de economic regulation, como aquella actividad pública dirigida a sujetar a una empresa que gestiona un monopolio natural a unas condiciones de operación similares a las que existirían si hubiese otras empresas competidoras: "The principal function of economic regulation is, then, to provide a substitute for competition in relation to natural monopolies" (Ogus, 1994, p. 5). En este sentido la regulation es una nueva función, con características específicas y que viene a reemplazar al establecimiento de servicios públicos. Resulta que los servicios públicos económicos lo son porque hay en ellos un componente de monopolio natural. Esta explicación económica de los servicios públicos es novedosa y extraña a la tradición española. En España hemos preferido explicar el servicio público desde la teoría del Estado providente. El Estado debe procurar que todos los ciudadanos disfruten de determinados servicios y con ese objeto limita o excluye la competencia económica en un sector mediante la creación de una empresa pública monopólica. Cabe otra explicación: hay actividades económicas en el ámbito de servicios esenciales para la comunidad, cuya prestación solo es racional en términos de eficiencia económica si hay un solo operador, que si hay dos o más. Esto ocurre cuando hay un monopolio natural. Somos más teóricos que prácticos, a diferencia de los ingleses. Dada la novedad de la regulación en derecho español, era necesario enfrentarla desde el principio con nuestras categorías más tradicionales. Esta es la finalidad del presente epígrafe, para determinar qué categorías españolas bien asentadas en la doctrina son removidas por la regulación. Actividades que antes eran constitutivas de servicio público son ahora reguladas.

    IV. REGULACIÓN Y SISTEMAS ECONÓMICOS

    El significado de la regulación se entiende mejor si se pone en relación con los dos grandes sistemas de organización económica, el sistema de mercado y el sistema colectivo, a cada uno de los cuales corresponde, grosso modo, una de las dos grandes divisiones del derecho, el privado y el público.

    La economía de mercado se fundamenta en la defensa de la propiedad, en la libertad de contratación y en la competencia, y persigue la generación de eficiencia, fundamentalmente mediante instituciones jurídico-privadas. Sin embargo, surgen fallos en el mercado que dificultan la consecución de ese propósito, como los costes de transacción, las externalidades (positivas y negativas, como los bienes públicos), los comportamientos irracionales, la falta de información o la información deficiente, y los monopolios naturales. El interés público y la inhabilidad de las técnicas jurídico-privadas justifican la regulación de los mercados, en aras de la recuperación de la eficiencia, con una finalidad eminentemente económica. No obstante, la regulación puede perseguir otros fines distintos a la eficiencia económica, como la justicia distributiva o el paternalismo, donde se percibe una mayor proximidad entre la regulación y el derecho público (Ogus, 1994, pp. 1-2, 15-23, 25-28 y 46-53)⁷.

    Esa es la doctrina ortodoxa de la regulación fundamentada en el interés público, pero la regulación puede generar más ineficiencias que las que trata de remediar, el regulador dispone siempre de insuficiente información y puede ser capturado por el regulado. Estas tres críticas han dado lugar en los Estados Unidos a la teoría reguladora fundamentada en el interés privado. Esta tesis reconoce escépticamente que, frente a los pretendidos fines de interés público del legislador, la regulación suele beneficiar a grupos particulares de la sociedad, no a aquellos a favor de los cuales se diseñó. Analizan la forma en que los procesos políticos y legislativos pueden ser utilizados por grupos de intereses privados para asegurarse beneficios reguladores. Cobran cada vez mayor predicamento las teorías que abogan por la previa institucionalización pública de mercados, que es más difícil que su corrección para afrontar los problemas antes de que surjan (Farber & Frickey, 1991; Barnes & Stout, 1992).

    Frente a una teórica identificación entre el sistema de mercado y el derecho privado, y los sistemas colectivos y el derecho público, la historia nos muestra que ambos sistemas y sus instituciones tienden a coexistir en el mismo ordenamiento, como es el caso de los países de la Unión Europea y de la Unión Europea misma. La regulación afecta a una vasta variedad de actividades, económicas o no, y adquiere diversas formas jurídicas. Además de la correlación entre las dos clases de justicia (conmutativa y social) y las dos clases de eficiencia (asignativa y distributiva), existe otra correlación entre la eficiencia asignativa y el sistema de mercado, y la eficiencia distributiva y el sistema colectivo (Wolf, 1993).

    Los logros alcanzados por ambos sistemas no son muy distintos. Las diversas formas de organización económica y sus correspondientes ordenamientos no son sino el resultado del ejercicio de opciones entre diversas posibilidades, determinadas por las propias características culturales, históricas, jurídicas, económicas, geográficas, políticas y sociales de cada país. En consecuencia, solo cabe juzgar acerca de la bondad o maldad de esas opciones en relación con los problemas que deben afrontarse en ese país y no con los problemas que se experimentan en otros. El desprecio a las características económicas peculiares de cada país es la principal crítica que se ha dirigido contra las políticas del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial en las tres últimas décadas (Stiglitz, 2002, pp. 49-80). En conclusión, los principios de la regulación económica angloamericana no son ni mejores ni peores, desde el punto de vista de la justicia, que los principios de nuestro derecho público económico, sino solo distintos (Brittan,

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