El árbol de la ciencia
Por Henry James
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Henry James
«No había nada que James hiciera como un inglés, ni tampoco como un norteamericano –ha escrito Gore Vidal -. Él mismo era su gran realidad, un nuevo mundo, una tierra incógnita cuyo mapa tardaría el resto de sus días en trazar para todos nosotros.» Henry James nació en Nueva York en 1843, en el seno de una rica y culta familia de origen irlandés. Recibió una educación ecléctica y cosmopolita, que se desarrolló en gran parte en Europa¬. En 1875, se estableció en Inglaterra, después de publicar en Estados Unidos sus primeros relatos. El conflicto entre la cultura europea y la norteamericana está en el centro de muchas de sus obras, desde sus primera novelas, Roderick Hudson (1875), Washington Square (1880; ALBA CLÁSICA núm. CXII) o El americano (1876-1877; ALBA CLÁSICA núm. XXXIII; ALBA MINUS núm.), hasta El Eco (1888; ALBA CLÁSICA núm. LI; ALBA MINUS núm.) o La otra casa (1896; ALBA CLÁSICA núm. LXIV) y la trilogía que culmina su carrera: Las alas de la paloma (1902), Los embajadores (1903) y La copa dorada (1904; ALBA CLÁSICA MAIOR núm. II). Maestro de la novela breve y el relato, algunos de sus logros más celebrados se cuentan entre este género: Los papeles de Aspern (1888; ALBA CLÁSICA núm. CVII; ALBA MINUS núm. ), Otra vuelta de tuerca (1898), En la jaula (1898; ALBA CLÁSICA núm. III; ALBA MINUS núm. 40), Los periódicos (1903; ALBA CLÁSICA núm. XVIII) o las narraciones reunidas en Lo más selecto (ALBA CLÁSICA MAIOR núm. XXVII). Fue asimismo un brillante crítico y teórico, como atestiguan los textos reunidos en La imaginación literaria (ALBA PENSAMIENTO/CLÁSICOS núm. 8). Nacionalizado británico, murió en Londres en 1916.
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El árbol de la ciencia - Henry James
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I
Entre otras convicciones secretas como las que todos tenemos, Peter Brench creía que el logro más grande de su vida era no haber opinado jamás sobre la obra (así la denominaban), de su amigo Morgan Mallow. Referido a esto, él pensaba honradamente que nadie podía, con autenticidad, citar una sola opinión suya, y no había constancia alguna de que, en ninguna ocasión ni tesitura, hubiera mentido o proclamado la verdad. Semejante triunfo tenía su valor, aun para alguien que había logrado otros triunfos: había llegado a los cincuenta años eludiendo el matrimonio, había forjado una buena situación económica, había vivido secretamente enamorado de la señora Mallow sin decir una sola palabra, y, lo último en orden pero no en importancia, se había puesto a prueba a sí mismo hasta lo más íntimo. De hecho, se había puesto a prueba a tal punto que terminó decidiendo instalar en sí mismo una actitud de humildad extrema y general, y, sin embargo, estaba orgulloso por el recto rumbo que había logrado seguir a pesar de varios obstáculos. Por lo tanto, era una verdadera maravilla que precisamente frente a sus amigos de mayor confianza guardara la mayor reserva. Él no podía —al menos eso creía el excelente hombre— decirle a la señora Mallow que era la adorable causa de su soltería; como tampoco podía decirle al marido que los innumerables mármoles que poblaban su taller le causaban un sufrimiento tan intenso que ni el paso del tiempo había conseguido siquiera amainar. Sin embargo, como ya he insinuado, su victoria con respecto a las esculturas, no consistía sólo en haber