El silencio de los árboles
Por Eduard Márquez
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El silencio de los árboles - Eduard Márquez
El silencio de los árboles
Original title: El silenci dels arbres
Original language: Catalan
Copyright © 2004, 2022 Eduard Márquez and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788728026984
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
www.sagaegmont.com
Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.
A Javier y Toni
«El arte de perder no es difícil de aprender.»
Elizabeth Bishop
Por primera vez en mucho tiempo, Andreas Hymer llora.
El avión despega entre colinas calcinadas. Los árboles, como estacas ennegrecidas, sin apenas ramas, aguantan un tendal de niebla que oculta la ciudad sitiada.
Las hélices del Hércules zumban.
Andreas Hymer apoya la frente en el cristal de la ventanilla. Un escalofrío le recorre la espalda.
Su compañero de asiento le ofrece un paquete de chicles.
—¿Te apetece uno?
Andreas Hymer se seca disimuladamente las lágrimas.
—No, no gracias.
—Si no mastico algo, se me taponan los oídos.
Andreas Hymer asiente con la cabeza y vuelve a mirar por la ventanilla. No puede contener las lágrimas al pensar en las palabras de Amela Jensen poco antes de partir hacia el aeropuerto. Su voz colmando la oscuridad del rellano de la escalera...
—No me olvides.
...siguiéndole por los escalones que la llama trémula del encendedor apenas consigue iluminar...
—No me olvides.
...mezclándose con el tableteo de las ametralladoras en las calles llenas de escombros y de coches devorados por el fuego.
—No me olvides.
Las alas del avión desgarran la niebla.
Andreas Hymer cierra los ojos y reclina la cabeza en el asiento. Los recuerdos se amontonan. Se arremolinan como las pavesas que se desprenden de una hoguera. Liberan las horas y los días vividos al borde de la muerte.
El tiempo retrocede hasta la primera tarde en la ciudad.
Andreas Hymer llega a una esquina y se encuentra con un grupo de gente esperando bajo una pintada que alerta, con letras desmañadas, del peligro de los francotiradores.
Antes de la mediana que divide la avenida, yace el cuerpo de una mujer con los ojos abiertos. La sangre se cuela por las juntas de los adoquines.
—Las balas son más rápidas que los párpados.
La voz del hombre estremece a Andreas Hymer.
Durante un rato, nadie se atreve a moverse. El miedo ocupa el escaso espacio que separa la vida de la muerte.
Minutos más tarde, al reanudarse las carreras, Andreas Hymer espera su turno con el pulso a punto de estallar. Todas las veces que ha cruzado la calle de camino al conservatorio se convierten en plomo en los bolsillos del abrigo, en los zapatos, en los huesos.
—Ahora tú. Te toca.
La misma voz de antes, teñida ahora por la impaciencia.
Andreas Hymer empuña con fuerza el asa del estuche del violín y echa a correr. Al pasar junto a la mujer, tiene la sensación de que sus ojos le siguen y le devuelven la imagen de un niño cruzando la calle con las manos sudorosas a causa de los nervios y el estuche del primer violín colgado del hombro.
Ahora piensa que no olvidará nunca esta mirada. Que va a perseguirle siempre.
Cuando alcanza la otra acera, se vuelve y permanece quieto durante mucho rato con los ojos fijos en el rastro de pisadas rojas que le une como un cordón umbilical a la mujer muerta.
El director del conservatorio le recibe en un despacho sin ventanas. Se abrazan en silencio.
—Bienvenido a lo que queda de tu casa.
Andreas Hymer observa el rostro enjuto del director.
—Nunca mejor dicho. Lo que queda...
Se abrazan de nuevo.
—¿Qué tal el viaje?
—Algo complicado.
—¿Qué te parece el hotel?
—Bien, muy bien.
—¿Es bastante seguro?
—Sí, claro que sí.
—Si no, ya sabes que puedes instalarte en mi apartamento. Es pequeño, pero...
—No te preocupes. Sólo alquilan las habitaciones que dan al patio interior.
—Ayer lo comentaba con alguien. ¿Cuánto hacía que no venías por aquí?
—Demasiado... Desde la muerte de mi padre.
El director le da una palmada en la espalda y cambia de tema.
—Pues aquí todo está a punto. Es un honor que te hayas atrevido a visitarnos. Casi todo el mundo se ha olvidado de nosotros.
—Supongo que no se le puede reprochar nada a nadie... No es su ciudad.
—Tal vez tengas razón.
—¿Has conseguido hablar con Amela Jensen?
—Sí, pero no quiere saber nada.
Al ver la expresión de desengaño de Andreas Hymer, el director abre una carpeta y le muestra una lista.
—Pero no temas. Hay muchos pianistas dispuestos a tocar contigo. Sólo tienes que elegir.
—No quiero elegir. Quiero a Amela Jensen.
—Me parece que no va a ser posible.
—¿Ni en una situación como ésta cambia de opinión?
—Amela...
—¿Qué te ha dicho?
El director deja pasar unos segundos antes de responder.
—Amela no quiere verte. Trata de entenderlo. Es un mal momento...
—Sí, ya lo sé, es un mal momento para todos, por eso he venido, pero quizá logre convencerla, ¿no?
—No, no lo creo, de verdad.
El rostro de Andreas Hymer se endurece.
—¿Dónde vive?
El director duda, pero hojea una agenda y anota una dirección en un papel.
—No le digas que te la he dado, ¿de acuerdo?
—Gracias. ¿Cuándo tocamos?
—El sábado por la noche. En el auditorio del colegio de abogados. No tiene muy buena acústica, pero es el único local en condiciones que nos queda.
Andreas Hymer fuerza una sonrisa...
—No se puede tener todo.
...y se saca un sobre del bolsillo.
—Aparte del concierto, hay algo más. Esta carta me llegó poco después del inicio de la guerra. Es de Ernest Bolsi, el luthier. Dice que tiene un violín para mí. No lo entiendo, la verdad, porque sólo le conozco de nombre. ¿Sabes dónde puedo encontrarle?
—Supongo que en su taller o en el museo de música. Hace de guía...
—Pero, ¿no está cerrado?
—Sí, y vacío, como los demás museos, pero aun así hace de guía. Eso es lo que dicen...
—Me pasaré por ahí cuando tenga un rato.
De regreso hacia el hotel, Andreas Hymer se desvía para acercarse a la casa de sus padres.
Las calles están desiertas. De vez en cuando, se cruza con gente que trajina bidones de agua o haces de leña en cochecitos de niños, remolques caseros para bicicletas o carretillas robadas de alguna obra. Los edificios, con los escaparates hechos añicos y las fachadas desfiguradas por el fuego o la metralla, le parecen irreconocibles.
De la ventana de su cuarto, en el segundo piso de una casa abandonada, sólo sale una lengua de hollín.
Andreas Hymer pasea por las habitaciones con el corazón encogido. Sitúa mentalmente los muebles y los cuadros de las paredes. Abre y cierra puertas desaparecidas. Atraído por el sonido de un violín, sube por la escalera y entra en su cuarto. Se encuentra, con siete u ocho años, delante de un atril. De pie. Con los ojos fijos en la partitura.
Su madre le tararea la melodía marcando el compás con la mano.
—Pon atención. Pierdes el tempo.
Andreas Hymer se detiene. Resopla. Mueve la cabeza para desentumecer el cuello. La decepción dibuja una arruga en su frente.
—No me sale. Por más que lo intento, no me sale.