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La decisión de Brandes
La decisión de Brandes
La decisión de Brandes
Libro electrónico109 páginas1 hora

La decisión de Brandes

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Brandes es un pintor que reflexiona sobre su vida ahora que esta está llegando a su final. Consciente de que todo se acaba, nos muestra sus mejores momentos y los peores, en una existencia marcada por la Segunda Guerra Mundial, la desaparición de su madre y el dolor de perder un hijo. En La decisión de Brandes, Márquez nos habla de sentimientos y vivencias, de colores y de la esencia de las cosas. Escribe sobre los pequeños gestos de resistencia contra la opresión y de lo que significa ser humano. Con la fuerza de los recuerdos vividos y la nostalgia de la vejez, el autor escribe una novela intensa, potente y muy íntima.-
IdiomaEspañol
EditorialSAGA Egmont
Fecha de lanzamiento27 may 2022
ISBN9788728026977

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    La decisión de Brandes - Eduard Márquez

    La decisión de Brandes

    Copyright © 2006, 2022 Eduard Márquez and SAGA Egmont

    All rights reserved

    ISBN: 9788728026977

    1st ebook edition

    Format: EPUB 3.0

    No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

    www.sagaegmont.com

    Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

    A Montse Ingla

    «Sólo nos queda lo que no nos arrebatan, y es lo mejor de nosotros mismos.»

    Georges Braque

    «Tú decides», me dijo. Por aquel entonces, no sabía casi nada de aquel hombre. Apenas que se llamaba Hofer, Walter Andreas Hofer; que recorría París en busca de obras para la colección particular de Goering, y que, cuando era necesario, podía ser muy persuasivo. «Tú decides.» Una voz segura, acostumbrada a imponer condiciones, a hacer trizas la capacidad de elegir. «Si quieres recuperar tus cuadros, sólo tienes que darme el Cranach.» Me lo sé de memoria. Cierro los ojos y lo veo. Sin sombras. Con la nitidez de los sueños: las tres figuras, el paisaje escarpado, las nubes amenazadoras. «Tú decides. Pero no te lo pienses demasiado, porque no dispongo de todo el tiempo del mundo.» Palabras que ciegan las últimas rendijas de aire respirable, que pesan como una losa. Después, cerró la puerta despacio, como si aún no hubiera llegado el momento de meter ruido para intimidarme. Cuando bastaba con su mirada para estremecerse. Aún ahora, veintidós años después, si doy con alguna fotografía de Hofer, vuelvo a sentir su mirada vagando por el estudio y clavándose en mis ojos. Hosca. Incisiva como un ídolo esculpido a hachazos.

    Al principio, me costó entender su propuesta. Sabía que habían vaciado la galería de mi marchante con la excusa de que era judío y que se habían llevado todos mis cuadros, pero nunca me habría imaginado que, por un capricho de Goering, estuvieran dispuestos a canjearlos por mi Cranach. «Tiene muchos, pero, siempre que puede, aprovecha la oportunidad de ampliar su colección», añadió. Aún conservo la lista con los títulos y las medidas de mis pinturas bajo el encabezamiento del Einsatzstab Reichsleiter Rosenberg. Todo muy oficial y con apariencia de negocio limpio. También el pillaje y el robo. «Puede que esto te ayude a decidir», me dijo Hofer. Y dejó un par de hojas en uno de los caballetes. Ni una palabra más. Desde la ventana le vi subir al asiento trasero de un coche aparcado en la entrada del callejón. Recuerdo el nudo en la garganta, la hierba húmeda de lluvia entre los adoquines, los latidos en el pecho, en el cuello, en las sienes. Como si todo el silencio de la tarde se hubiera transformado en un corazón aturdido por el temor. O por la rabia.

    Durante mucho rato, no supe qué hacer. Sólo ir de un lado a otro con la lista en la mano. Sesenta y ocho cuadros numerados. Títulos y medidas. Incluso llegué a leer algunos en voz alta. Tal vez para compartir el desconcierto con las figuras mudas de los caballetes: «Desnudo sentado, 53 × 47,5; Naturaleza muerta con dados, 46,5 × 36; Bosque, 94 × 113; Casa roja, 98 × 76; Mujer junto al agua, 53,2 × 48,3». De un lado a otro, con la madera crujiendo bajo los pies y los ojos empañados por las lágrimas. Nunca me he sentido tan atrapado entre estas cuatro paredes.

    El taller apenas ha cambiado. Me gusta ser fiel a los objetos que me acompañan desde hace tantos años. Aunque sólo los necesarios, porque no se trata de una simple acumulación de estratos, sino de mantener vivos los vínculos imprescindibles con el pasado: el balancín de mi abuela Johanna; el costurero de mi madre, donde guardo los pinceles; las reproducciones de Giotto, Vermeer, Velázquez, Van Gogh y Matisse clavadas en la pared; los viejos caballetes, embadurnados de pintura; el zoótropo que de pequeño me regaló mi padre, en el que el mismo cordero de mi infancia continúa saltando, incansable, la misma valla de madera; los libros; las fotografías; la ilustración, sacada de un bestiario medieval, de un dragón aferrado al cuello de un elefante... Durante la ocupación, también lo utilicé como vivienda. Entre abandonar la ciudad o toparme en todas partes con soldados y cruces gamadas y hacer como si nada, la posibilidad de salir menos a la calle me pareció una buena idea. Puede que no fuera la opción más valerosa ni comprometida, sobre todo cuando oía hablar de los actos de sabotaje de la Resistencia, pero siempre había creído que mi único territorio, con la lealtad que eso comporta, era la pintura. Hasta la visita de Hofer. Pese a tardar en advertir la trascendencia de su chantaje. «Tú decides.» Sólo dos palabras, pero suficientes para transformar cualquier certeza en una pesadilla. Nada era lo bastante razonable ni convincente para ayudarme a decidir. Además, el toque de queda y la oscuridad, la soledad y el silencio lo volvían todo más difícil, sobre todo durante las interminables noches con los ojos escudriñando el vacío. Desalentado.

    Como ahora. Desde que la muerte me ronda, el abatimiento corroe los escasos momentos de serenidad que me concede el desconcierto. Me abandono al paso de las horas pendiente de las agujas del reloj, de los rumores que todavía me conectan a una rutina a la que ya no pertenezco, de los trazos de fragilidad que, día tras día, se suman a los surcos de mi cuerpo. Entonces, me pregunto a menudo por el instante que, como la clave de una bóveda, da sentido a mi vida. Quizá no el más feliz ni el más intenso, pero sí, al menos, el que debería servirme para no guardarme rencor por todo lo que podría haber hecho, por todos los caminos equivocados, por todas las palabras no dichas. Y busco en el pasado, hurgo en la memoria para rehacer el trayecto que me ha traído hasta aquí y localizarlo. Inconfundible y definitivo. Luminoso como los ojos de la Virgen del Cranach. O como el verde de la hierba húmeda brillando entre los adoquines del callejón tras la visita de Hofer.

    Mi padre hablaba a menudo del alma de los colores, de su capacidad para influir sobre nuestros sentimientos. Era químico, pero su afición a la pintura le empujó a dedicarse al estudio de los pigmentos. Y podía convertir términos tan asépticos como «lazulita», «silicato de aluminio» o «azufre» en historias fascinantes, como el viaje de Marco Polo a las canteras de lapislázuli de Badaksán, en la cabecera del río Amú Daria, o en cuentos mágicos, como la leyenda de la sangre de dragón transformada en cinabrio. De tanto oírlas, una y otra vez durante semanas, echados en la cama de mi habitación en penumbra, todavía recuerdo las palabras de Marco Polo: «En la tierra hay vetas de piedras con las que se fabrica este azul, y montañas con minas de plata, cobre y plomo. Y la llanura es muy fría». Otras noches, gracias a la destreza fabuladora de mi padre, podía imaginarme la paciente espera del dragón, encaramado en un árbol, para saltar sobre su eterno enemigo; la lucha feroz con el elefante, sobre todo al arrancarle los ojos; la agonía del dragón atrapado bajo el elefante moribundo, y la arena teñida de rojo. Supongo que pinto para recuperar mi infancia. Ya desde pequeño, sentado entre las láminas que reproducían las estrellas cromáticas de Laugel o de Blanc y que colgaban de las paredes de su despacho, jugaba con los colores mientras me repetía las historias de mi padre. Y puede que siempre haya sido así. De hecho, uno de los cuadros de la lista de Hofer, Paisaje azul, está inspirado en el frío de la llanura afgana que visitó Marco Polo. Si cierro los ojos y pienso en él, puedo recuperar la cadencia acogedora, casi hipnótica, de la voz de mi padre leyendo, poco antes de dormirme, el Libro de las maravillas del mundo: «En la tierra hay vetas de piedras con las que se fabrica este azul, y montañas con minas de plata, cobre y plomo. Y la llanura es muy fría».

    También yo tengo frío. Siempre. Es como si el tumor fuera capaz de absorber el calor y de transformarlo en una membrana de escarcha que me recubre el cuerpo por dentro. A veces, cuando tiemblo de pies a cabeza, me imagino que soy Marco Polo paseando por las canteras de Badaksán y me dejo consolar por el azul intenso del río, por el vuelo de los halcones, por los gritos de los jinetes que montan caballos sin herrar, por el olor a almizcle de las mujeres vestidas de seda. Y lo daría todo por ascender a las montañas que envuelven la llanura helada, donde el aire es tan puro y vivificante que cura cualquier enfermedad. Pero la muerte no me concederá esta oportunidad. Según el médico, no hay por qué preocuparse. Aunque no se atreve a confesármelo, sé que me queda poco tiempo. Le traicionan los ojos, los gestos, la voz. Es curioso, porque a los moribundos, igual que a los niños, se les habla de una manera especial. Como si la proximidad de la muerte sólo se pudiera afrontar con

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