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Fuego de medianoche
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Fuego de medianoche

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Un período de tiempo de apenas 90 días, que va desde el primer intento de derrocar a Juan Perón, el 16 de junio de 1955, hasta el golpe definitivo, 22 de septiembre de ese mismo año, es el recurso del que se vale el autor para enmascarar un asesinato.
Si el golpe civicomilitar en esos días de invierno en la Ciudad de Buenos Aires, es una excusa para un crimen, también es un buen motivo para jugar literariamente con las tribulaciones de los golpistas, que ejercen actos de espionaje propios de países de la Europa de posguerra. Pero aquí no hay "espías" extranjeros, sino un abanico de civiles y militares que juegan, dentro y fuera del Gobierno, a "espiarse" entre ellos, cómo para aventar el aburrimiento de una "ciudad prostibularia" –cómo dice el autor de esta novela– donde un hecho policial muta permanentemente a una conspiración, sin dejar de involucrar a los protagonistas con la mirada política del momento.
Fuego de medianoche" transcurre durante tres meses de invierno de 1955, que cambiaron en muchos sentidos la matriz republicana de la Argentina. Pero, si el motivo central del relato es descubrir al autor de un asesinato, ello le da al autor la posibilidad de hilvanar el texto con el tiempo político que les tocó vivir a los personajes. "Los hechos son los hechos", parece que quiere decir el protagonista, empecinado en descubrir al criminal, que a esa altura de los acontecimientos ya no le interesa a nadie saber quién es, pues la ciudad de Buenos Aires y el país todo tienen otras prioridades. El relator es un joven periodista que trabaja en el Diario Crítica, que hace una investigación "paralela" a la de la policía: unos creen que hay un complot para dar el golpe definitivo contra Juan Perón; otros en cambio piensan que solo se trata de un crimen pasional. Sin embargo, tanto unos como otros sospechan del mismo personaje. Después de todo, parece ser que el problema no es quién es el asesino, sino los móviles del crimen. Sólo la inminencia del golpe de estado ayudará a confirmar la cuestión central.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento11 ago 2022
ISBN9789878727554
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    Fuego de medianoche - Roberto Belmonte

    PRÓLOGO

    Esta novela sirve de excusa para ficcionar dentro de un momento histórico. No hay ficción solamente en el nudo del relato, cuál es la investigación de un homicidio que se produce en Buenos Aires el mismo día y a la misma hora que ametrallan y bombardean la ciudad, matando a más de trescientas personas. También allí, los actos de guerra y los personajes parecen ser ficticios. Pero, algunos actos son reales, pertenecen a la memoria histórica de un país, acaecidos en una circunstancia bisagra de la historia, por la cual la Argentina ya no volverá a ser la misma. Es como si, además de ficcionar en el texto, también pretendamos aprovecharnos de él para deslizar alguna línea de pensamiento político.

    Después de todo, los recursos que tiene a mano un escritor para deslizarse dentro de un texto de ficción, son válidos si se utilizan para completar los huecos de la historia de un país. Según Mario Vargas Llosa, quien a propósito de su novela El sueño del celta, dijo en la entrevista en la Feria del Libro, hace unos años: Cuando faltan los datos históricos, allí aparece el escritor de ficción.

    Los hechos son relatados como si fueran todos reales, pero, a la vez con cierta prolijidad en los detalles, ahorrando algunas descripciones de hechos ocurridos en una Ciudad que se preserva a sí misma.

    El asesinato que se investiga en esta novela podía haber ocurrido en cualquier otra gran ciudad del mundo y en cualquier época, pero, Buenos Aires y ése tiempo es la escenografía justa que buscamos. Este recurso, mezclar ficción y realismo histórico, obligará a más de algún lector a investigar los actos que allí adquieren la complejidad del revisionismo histórico. Aunque no está aquí la cuestión de fondo, antes bien, solo se trata de poner a disposición de todos nosotros, autor y lectores, los recursos literarios que están al alcance de la mano para que el juego entre ambos pueda llevarse a cabo.

    Solamente hemos pretendido hacer de Fuego de medianoche un relato fluido y entretenido. Por supuesto, que hay ensayos históricos, muchos y muy buenos sobre el mismo tema, sin embargo, son escasas las ficciones sobre la historia argentina. En todo caso, nuestra única pretensión ha sido participar al lector con otra mirada sobre acontecimientos conocidos.

    R.B.

    Primera Parte

    Morir por morir

    Jueves, 16 de junio de 1955. En Buenos Aires hace frío, el aire húmedo que viene desde el río te parte al medio y ese ruido en el cielo, que no sé si serán truenos o los aviones que vuelven para matarnos.

    Los teléfonos no paran de sonar. Desde hace quince minutos, cuando cayó la primera bomba a pocas cuadras de allí, las líneas telefónicas policiales quedaron saturadas. Eran llamadas de variada índole, desde funcionarios hasta comunes ciudadanos que querían saber qué estaba pasando. La mayoría de esas personas llamaba desde sitios cercanos a la Casa de Gobierno y Plaza de Mayo, informando a la policía sobre los edificios que habían sido bombardeados o ametrallados por los aviones.

    La sala de comunicaciones del Departamento Central se encuentra atestada de oficiales que dan instrucciones a los operadores. En el momento de la primera explosión, el comisario Goyena, además de otro oficial que le acababa de traer unas carpetas, y yo, que desde hacía más de una hora aguardaba junto a la ventana, fuimos sacudidos por el estruendo. Enseguida, se escuchó otro más, y otro; todos venían de la zona de Plaza de Mayo. Goyena nos gritaba sin darnos la oportunidad a preguntarle nada: ¡Todos al suelo! ¡Métanse debajo de los escritorios! –ordenaba, como si fuera un estratega en el campo de batalla. Inmediatamente, la sirena instalada en los techos del edificio nos perforó los oídos con su agudo ulular metálico. Por pura necesidad de distraerme del miedo –creo que fue eso– traté de calcular a cuantos metros sobre mi cabeza estaría el infernal aparato sonoro, pensando que tal vez ese podría ser el próximo objetivo de las bombas.

    No tuve tiempo de elaborar ninguna hipótesis; con una fuerza desconocida para mí, Goyena me tomó de un brazo y me arrastró escaleras abajo. El hall central se había convertido en una casamata asediada, según me pareció, por invasores de algún país detrás de la Cortina de Hierro, que tratarían de establecer una cabeza de playa.

    Las pesadas puertas de las entradas y los grandes ventanales, todo fue cerrado rápidamente por varios policías, mientras otros distribuían armas largas entre el resto de los uniformados. Fue entonces cuando alguien a viva voz ordenó: ¡Nadie entra nadie sale! A paso vivo, en un segundo, cada uno de los presentes estaba portando un fusil, la mayoría de ellos eran unos Máuser que no habían sido disparados desde hacía bastante tiempo, según me enteré después; a otros les entregaban unos FAL un poco más modernos, todo en un reparto muy desordenado, como si nadie en aquel lugar de expertos hombres de armas hubiese esperado ningún tipo de ataque aéreo. En el hall, a unos diez metros de la puerta principal sobre la avenida Belgrano, un grupo de policías con cascos grises pertrechaban dos fusiles ametralladoras pesados (FAP) sobre un piso ajedrezado de baldosas blancas y negras; mientras unos cargaban las armas, otros los asistían arrimando los cajones con munición. Alguien, al pasar me puso un Máuser en la mano, sin darme tiempo siquiera a decirle que yo no era policía y que, además, jamás en mi vida había disparado un arma de fuego. Cuando Goyena vio que tenía el Máuser tomado por el extremo del cañón, apoyado en el suelo como si fuera una caña de pescar, casi le da un infarto. Pero, ¿quién fue el pelotudo que te dio esto? –dijo, desencajado y con ganas de matar a alguien– ¿Cómo le explico a tu madre que te agujereaste la cabeza porque se te escapó un tiro, ¿eh? –Gritó–, mientras otra vez me tomaba de un brazo, suavemente, y los dos entramos a una sala dónde varios oficiales hablaban por teléfono y anotaban en unas planillas las informaciones que recibían desde distintos lugares de la ciudad. Allí, oficiales de alto rango daban órdenes a suboficiales que entraban y salían continuamente de un sitio que parecía la oficina de operaciones de defensa de aquel ataque. Uno de los oficiales que daba las órdenes, vestido con impecable traje gris de civil, parecía ser el personaje más importante de la habitación porque todo el mundo le preguntaba algo y él le daba órdenes a todo el mundo, y todo el mundo le hacía saludo uno cada vez que alguien se le acercaba a la voz de permiso, jefe".

    Cuando el sujeto de traje lo vio entrar a Goyena, con una mano tomándome del brazo y con la otra sosteniendo el Máuser como quien marcha en un desfile militar, no pudo evitar una sonrisa.

    —¿Qué pasa, Goyena, ni hoy dejás de trabajar? La Marina nos está bombardeando y vos, como si nada ocurriera, te la pasás agarrando carteristas…

    —¡Tomá, carterista! –le dijo Goyena cuando le cruzó el Máuser sobre el pecho al hombre de traje gris. Te presento a mi hijo Alfredo. Hijo, él es el Jefe.

    El jefe de Policía me dio la mano cortésmente.

    —Disculpá la broma, muchacho, –me dijo con tono fraternal– lo que ocurre es que tu padre y yo somos viejos amigos…

    En ese momento, un nuevo estruendo se escuchó tan lejos y tan cerca como para que todos se conmovieran. Una nueva bomba había caído a pocas cuadras de allí. Estaba claro que por muy expertos y veteranos que fueran aquellos policías, a ninguno de ellos lo habían preparado para soportar un ataque aéreo.

    —Goyena, –dijo el jefe de traje gris– vos y tu hijo se van al subsuelo. Por favor, encargate de organizar un poco a los civiles, a las mujeres y los pibes conscriptos que están abajo. Hasta que todo pase, que no debe faltar mucho…

    Descender por esas escaleras me produjo una sensación extraña, era como descender a un lugar del que podríamos no volver a salir vivos.

    —Sabíamos que algo de esto podía pasar –Goyena trataba de tranquilizarme–, pero no exactamente cuándo. Hace bastante tiempo que se vienen escuchando los rumores de un golpe militar. Quiero que no te muevas de aquí abajo –me dijo con cierta firmeza–, este bochinche no va a durar mucho. Además, el asunto no es con la policía…

    Que el asunto no fuera con la policía, en realidad no sé si me tranquilizaba o me preocupaba más aún; mi imaginación, con cierta lógica, me decía que si el problema era con la policía bastaba con poner un tanque frente al Departamento, y al instante tendríamos que salir todos a rendirnos ante los invasores y ahí terminaría todo. Pero en cambio, si el conflicto era con el resto de las Fuerzas Armadas podrían destruir la mitad de la ciudad hasta que un bando se rindiera, produciendo la muerte de gran cantidad de civiles.

    El subsuelo tiene casi la dimensión de todo el perímetro del edificio; parecía que allí hubiese más gente que en todo el resto del Departamento Central.

    En el momento en que comenzó el bombardeo, cerca del mediodía, como suele ocurrir en días normales de semana, en el edificio había gran cantidad de civiles haciendo trámites variados y un grupo importante de policías muy jóvenes, casi de mi edad, que hacían el servicio militar optativo en la Policía Federal. El resto de los civiles se repartía entre abogados penalistas, funcionarios judiciales y varias mujeres, empleadas administrativas, que con rostros desencajados se desesperaban por poder comunicarse con sus familias. Recién en ese momento Goyena reparó en que mi madre a esa hora estaría dando clases en la escuela. Una mueca de preocupación se dibujó en su rostro. Espero –dijo– que no se le haya ocurrido venirse para este lado. Con mi madre nunca se sabe –pensé en silencio–, portadora de la genética familiar abonada con los relatos de mi abuelo, que desde siempre le había contado sobre su huida de Polonia en tiempos de la guerra y todo eso. Lo que a una persona normal ya debería haberla convertido en alguien que tomaba sus recaudos, sin embargo, esa clase de lógica humana no funcionaba con Sarita. Ella era de esas mujeres a las cuales la sola idea de que alguna cosa mala pudiera ocurrirle a su marido o a su hijo, podría llevarla a correr por las calles bajo el fuego de las bombas, sin importarle absolutamente nada de su propia vida. Aunque se suponía que en todos estos años debía haberse acostumbrado, una cosa era estar casada con un policía que, vuelta a vuelta andaba tiroteándose por ahí con los marginales, y otra muy distinta era salir a la calle justo cuando un avión arrojaba una bomba. Aunque debo reconocer que mi padre tuvo el mérito de calmarle esa ansiedad constante que le producía tanto miedo a que él pudiera morir en cumplimiento del deber. Goyena le decía a mi madre frases un poco prefabricadas cómo mirá, Sarita; en las estadísticas dicen que mueren más pilotos de aviones que policías…. O, también, aquel clásico "vos, Sarita, te quedaste a mitad de camino: nunca te decidiste a ser una idish mame de verdad, como tu madre, o una gallega remendona como mi vieja; ¿y todo por qué?, por haberte casado con un policía hijo de un gallego zapatero".

    Un nuevo cimbronazo se escuchó en la lejanía. Algunas de aquellas personas tenían rostros de preocupación y miedo, otras trataban de mantener una compostura de apariencia normal hasta que todo pasara.

    Por un momento, la lectura de hacía unos días de El diario de Ana Frank vino a mi memoria. Recordé con cierto recogimiento el relato de aquella niña, recomendado muy especialmente por el profesor de física en sus habituales sermones sobre cómo superar las adversidades de la vida. Las palabras del profesor Gutman sonaron por primera vez con una fuerza nunca antes sentidas con tanta fuerza: Cuando lo lean –había dicho– verán cómo en las circunstancias más dramáticas que a veces nos toca vivir, siempre hay un lugar para pequeños momentos de alegría. Pues este parecía ser uno de esos momentos, aunque no podía imaginarme dónde encontrarlo; sólo bastaba mirar los rostros preocupados de aquellas personas, más bien rostros de miedo antes que cualquier otra cosa; pero también pensé en aquella muchacha indefensa, escondida con su familia en el trasfondo del edificio en que vivían, tratando hasta el fin de sus días de hacer una vida normal, como si el afuera no existiera y los nazis no los estuvieran buscando y como si todo aquello no fuera más que un mal sueño y que finalmente todo acabaría y la vida volvería a ser cotidiana y previsible, como antes…, con mi madre Sara tocando el piano y mi padre el saxo en la trastienda de la calle Pasteur.

    Lo observaba a Goyena, que ya se había encargado de la situación tal cual se lo había pedido el Jefe. En cinco minutos, con la mejor cara de tranquilidad que podía ofrecer dada las circunstancias, con palabras amables y persuasivas el veterano policía se ocupó de pedir un minuto de atención a todo el mundo, pasando a explicar a las casi setenta personas que estaban allí cómo debían moverse dentro de la próxima hora que él calculaba –decía– duraría el ataque de la Marina. No se privó Goyena de hacer un poco de política: Ustedes saben –explicó– que esto es un intento de derrocar al presidente Perón por parte de un sector de las Fuerzas Armadas, y, hasta dónde Policía tiene información, el objetivo del ataque aéreo sólo está centrado en la Casa de Gobierno. Yo lo observaba, lo veía actuar, escuchaba cómo con prácticamente nada de información real y fidedigna, en segundos apenas había armado un discurso para tranquilizar a la gente. En realidad, me confesó después, nadie en la Jefatura de la Policía tenía la más remota idea de qué era exactamente lo que estaba ocurriendo. Lo único cierto era que los aviones pertenecían a la Armada y que ese bombardeo, en palabras de mi padre, era el debut de la aviación naval en la historia del país. Además, parando la oreja entre los que estaban allí se podían escuchar las cosas más disímiles sobre la suerte corrida en esas horas por el presidente Perón. Las versiones que desgranaban los atrincherados en el enorme subsuelo, decían cosas como que el presidente Perón se habría refugiado en alguna embajada de un país amigo hasta otras que aseguraban que aún estaba en la Casa Rosada resistiendo arma en mano junto a su gente o también, que él mismo estaba dirigiendo la resistencia desde el Comando en Jefe del Ejército, lo cual, este sólo dato, indicaba al menos que había dos facciones en pugna de las FF. AA. Me resultaba difícil entender la circunstancia, al menos porque nada de esto figuraba en los manuales militares y libros de historia: no nos atacaba ninguna potencia extranjera, ni tampoco era lo que formalmente se describiría como una guerra civil. Goyena sonreía campechanamente a algunas de las mujeres vestidas con impecables tailleurs de color gris, que estrujaban en sus manos humedecidas los pañuelitos bordados, que de tanto en tanto absorbían furtivas lágrimas temerosas que rodaban por los rostros empolvados. En particular, se había acercado a una de ellas con palabras tranquilizadoras: Quédese tranquila, Anita, no pasará gran cosa. No es con nosotros el asunto; lo quieren voltear al General…. De las personas que estaban allí, prestando atención a las palabras del comisario Goyena, sólo tres o cuatro mujeres empleadas civiles del Departamento podrían conocerlo, el resto, juraría que quién estaba tratando de organizar a aquel grupo variado –a juzgar por sus palabras– era un peronista de la primera hora, como solía decirse para identificar a los que apoyaban al General desde el comienzo, a diferencia de los otros que se hicieron peronistas por conveniencia. Pero Goyena no era ninguna de las dos cosas, sencillamente porque no comulgaba con las ideas del régimen, aunque tampoco era estúpido y sabía muy bien cómo manejarse en su ambiente policial.

    Por una de las puertas de la inmensa sala fría, se accedía a una amplia cocina donde unos jóvenes policías, recientemente incorporados al servicio, tomaban café, exceptuados por el jefe de toda tarea de defensa del edificio, en atención a su –todavía– escasa instrucción y falta de orden cerrado, cómo para saber qué hacer ante un enemigo real que disparaba de verdad. Pensé, entonces, que nada se ganaba quedándonos muertos de miedo, esperando a que la Marina bajara por esas escaleras a sangre y fuego y nos matara a todos: me sumé a los jóvenes de la cocina, saludé y comencé a servir café en las tazas y repartirlas entre los demás. Todos agradecían con deferencia, mostrando una pequeña alegría al acercarles el pocillo humeante. Al darle su taza a la tal Anita, ella me agradeció con una preocupada sonrisa. Después de todo –pensé en aquel momento– es probable que el profesor Gutman hubiese tenido razón. Cuando le ofrecí a Goyena el café se sorprendió gratamente por mi intento de sobreponerme a la situación, haciendo vida normal. Conociéndolo como conocía a mí padre, era probable que él en ese momento hubiese sentido alguna culpa por el hecho de que yo estuviera ese día a esa hora en ese lugar; después de todo había sido por su expreso pedido que me incorporara a la policía. Es que debía hacerlo por propia voluntad, antes del sorteo para el servicio militar y correr el riesgo de que fuera a parar durante dos años a la Marina de Guerra. Así que yo estaba allí para conformar la solicitud de incorporación como voluntario a la Policía Federal Argentina. Por supuesto, todo esto era contrariamente a la opinión de Sara, que en el fondo abrigaba la secreta esperanza de que en el sorteo me tocara un número muy bajo, por lo que quedaría exceptuado de hacer el servicio militar obligatorio. Pero Goyena, que del tema sabía mucho más que mi madre, tenía otra opinión sobre el asunto: Claro que le puede tocar número bajo y salvarse de hacer la milicia –decía cada vez que el tema aparecía sobre la mesa familiar–, pero, ¿qué pasa si le sale un número superior al novecientos y tiene hacer dos años de servicio en la Marina, limpiando la cubierta de un barco en la Antártida?, ¿eh? ¿Qué me decís Sarita? No, no; mejor es asegurarse un año en la policía, y yo me encargo de que se quede por acá; y, si puedo, en el Departamento Central.

    Cuando salimos a la calle, después de escuchar la sirena que avisaba que el peligro había pasado, Buenos Aires, en un santiamén, tuvo el

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