La información es poder, y en la guerra resulta a menudo más decisiva que los cañones. Conocer los planes del enemigo con antelación permite contrarrestarlos y vencer. Esto ha ocurrido desde que vivíamos en las cavernas y nos atacábamos con piedras y palos, pero el nivel de sofisticación y la velocidad con la que se transmiten los informes en los últimos tiempos lo ha complicado todo endiabladamente.
Para empezar, conviene situarnos en el plano tecnológico en el que se desarrolló la Gran Guerra. En 1918, aún no era posible la grabación portátil de sonido ni existía la radio como medio de comunicación masivo, pero sí como sistema de transmisión rudimentario. Tan solo ese año se descubrió el superheterodino, que significó un salto adelante en los receptores. Lo que se utilizaba generalmente era la telegrafía sin hilos, que exigía el conocimiento del sistema morse por parte del emisor y del receptor. Para las comunicaciones en el frente lo ideal era el teléfono de campaña, pero requería hilos y los hilos se rompían demasiado a menudo por los pisotones de los soldados y de las acémilas, el tráfago de la vida de trinchera, la humedad