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Cuándo fue la última vez que hiciste algo por primera vez
Cuándo fue la última vez que hiciste algo por primera vez
Cuándo fue la última vez que hiciste algo por primera vez
Libro electrónico185 páginas2 horas

Cuándo fue la última vez que hiciste algo por primera vez

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¿Cuándo fue la última vez que hiciste algo por
primera vez? Es esa pregunta que, cuando la
escuchas, se te agarra bien fuerte como la típica
canción pegadiza del verano. Quizás hayas llegado
hasta esta línea y estés tratando de concentrarte para
seguir leyendo, pero no paras de darle vueltas a la
cabeza intentando encontrar una respuesta a cuándo
fue esa última vez que hiciste algo por primera vez.
A Billy, el protagonista de esta novela, se le activó como
un resorte para tratar de buscarla entre los escombros
que dejó el 11S. Su vida, que era un solar como el que
ocuparon las Torres Gemelas, cambia en el momento
en el que decide afrontar 20 años después la muerte
de su padre en el atentado terrorista. Con las piezas
que va encontrando por las calles de Nueva York trata
de reconstruir, junto a Jackie, un puzle emocional que
le llevará a inesperados reencuentros, sorprendentes
revelaciones familiares y algunas primeras veces que
no podía imaginar que viviría. Billy y Jackie, como los
personajes de la canción "New York City Serenade"
de Bruce Springsteen, te transportarán a la Gran
Manzana a través de las canciones que suenan a esa
ciudad. Y harán que te plantees cuándo fue la última
vez que hiciste algo por primera vez...
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento17 jun 2022
ISBN9788419084071
Cuándo fue la última vez que hiciste algo por primera vez

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    Cuándo fue la última vez que hiciste algo por primera vez - Rafa Vega

    01   Aeropuerto JFK

    La «primera vez» es una turbina que mueve nuestro motor hacia adelante. Eso es lo que me trae de vuelta a Nueva York. Después de veinte años lejos, mis amigos ya no me llaman Billy. Ahora lo hacen por mi apellido, Halley, como el cometa. El trayecto desde Los Ángeles está siendo tranquilo, sin más sobresaltos que los emocionales. Hace dos décadas había huido de la Gran Manzana intentando dejar atrás mis miedos. Ahora, es la primera vez que me enfrento a ellos.

    Lo que me impulsó definitivamente a tomar esta decisión es que nos hacen creer que el fracaso es nuestro mayor enemigo. Lo recalcan todas las mañanas con las típicas frases presuntuosamente inspiracionales pintadas en tazas de café. Últimamente he aumentado mi colección. De fracasos. Y de tazas. Tengo varias en una estantería de la cocina. Entre ellas, la típica del «I love NY» con letras negras y un corazón bien rojo. La recuerdo ahora que estoy a punto de volver a aterrizar en Nueva York. Donde «fracaso» es una palabra tabú. Pero eso ya no me importa. Porque si viajas mucho en avión, tienes más posibilidades de morir volando. Pero si te quedas en casa, habrá más posibilidades de hacerlo tirado en el sofá. Prefiero pasar a mejor vida a diez mil pies de altura.

    No he tenido a nadie sentado a mi lado en las cinco horas en las que el avión ha estado esquilando nubes mientras atravesaba el país de costa a costa. La suerte de tener tanto espacio en la cabina me ha tocado en esa especie de lotería que es el check-in. La azafata introdujo los datos de mi pasaporte y, justo cuando esbozó una media sonrisa sin apartar la vista de la pantalla, ya sabía que era afortunado. En mi cabeza sonó una fanfarria imaginaria celebrando los dos asientos mientras me devolvía la documentación.

    Desde la ventanilla no he dejado de observar cómo las luces del aeropuerto se van haciendo más grandes conforme nos acercamos a la pista. A medida que descendemos voy tomando conciencia de que por fin regreso. El tren de aterrizaje se despereza después de su largo letargo y emite un gruñido seco mientras se va separando del fuselaje. No puedo creer que estemos llegando. En los últimos meses, por culpa de las restricciones de la COVID, había tenido que aplazar varias veces este viaje. Y por fin noto cómo las ruedas contactan con el suelo amortiguando el impacto. El del avión. Y el mío. Aún no me hago a la idea de que esté aquí.

    Enciendo el móvil justo cuando suena por megafonía la voz de la azafata diciendo que, por favor, no encendamos el móvil. Han sido demasiadas horas en «modo avión». Hago el ademán de guardar el mío en la mochila, ruborizado al sonar el tono del teléfono. Es el «New York City Serenade» de Bruce Springsteen. Era la canción favorita de mi padre. Tanto, que me llamó Billy por el chico del que habla la letra.

    No pisaba esta ciudad desde el triste final de aquel verano de 2001. Me fui para no hacerme preguntas que me dieran respuestas que no quería escuchar. El 11S «cambió-nuestras-vidas-para-siempre». Suena a uno de esos titulares grandilocuentes que pusieron mis colegas cuando yo no era más que un aspirante a periodista. A algunos, más allá de aumentar la seguridad en los aeropuertos, sí que «cambió-nuestras-vidas-para-siempre».

    La aduana del JFK es una sórdida y fría sala en la que los policías sellan pasaportes como si marcaran el ganado. De fondo escuchas a una oficial gritando next con frecuencia británica. Venzo al aburrimiento comprobando la exactitud con que va dando los turnos. Entre cada pasajero recita de memoria y desganada las instrucciones sobre cómo rellenar una documentación que se ha hecho aún más complicada por culpa de la pandemia.

    Hay otro sonido que se suma a esta sinfonía. La chica de delante lleva a todo volumen unos auriculares de color rosa, a juego con sus largas uñas. Mueve discretamente el cuerpo, al compás de la música. Me gustaría saber qué oye, pero no me atrevo a preguntarle. Trato de adivinarlo por el ritmo al que traquetea los dedos con sus muslos. Apuesto a que es Taylor Swift, por cómo se mueve.

    Parece latina. Lo confirmo al ver su nombre en el pasaporte: Paula Gonçalves. En un ejercicio de voyerismo, mis ojos han hecho zoom por encima de su hombro cuando estaba revisando la documentación. Ya sé cómo se llama. Me falta saber lo que escucha. Pero no quiero interrumpirla. Su cuello es largo. El pelo recogido lo estiliza aún más. Cuando finalmente decido entablar conversación, la policía que daba los turnos grita next. Le toca a Paula, que se separa de mí dejando el hilo musical como único rastro.

    Después de casi una hora en la fila, yo soy el siguiente. El agente que me recibe se llama Castillo, como anuncia su placa. Ceño fruncido, barba hipster y pocas ganas de conversación. Está lleno de tatuajes. En su brazo izquierdo, unas calacas. En el derecho, el Joker. No contribuyen demasiado a atemperar ese aspecto malote en el que parece sentirse tan cómodo. De su boca salen palabras sueltas en imperativo. Más que hablar, ordena: documentación, huellas, dedo derecho, dedo izquierdo, mire a cámara, motivo de su viaje… Este último requerimiento me hace dudar, porque es complicado explicárselo. Y no creo que le interese. Así que resumo contestándole que vengo a ver a unos familiares. Sella sin ganas el pasaporte y me desea buena suerte. Una pequeña concesión a la frialdad con la que me ha recibido Nueva York.

    02   Brooklyn

    Como no avisé de que volvía, nadie me espera a la salida de la terminal. A diferencia de antes de la pandemia, cuando al aeropuerto llegaban miles de turistas extranjeros, encuentro un taxi muy rápido. Conduce un pakistaní que busca conversación, pero no la encuentra. Soy de pocas palabras. Habla del coronavirus como si fuera un analista de la CNN.

    «Yo aún no hubiera permitido que nos quitáramos la mascarilla», me suelta con ese deje hindú que tienen de serie prácticamente todos los conductores de la ciudad.

    «La verdad es que no estoy muy enterado», le respondo seco, intentando parar el conato de charla con este epidemiólogo de pega.

    «Hombre, pero algo habrás escuchado, ¿no? ¿O es que en la Costa Oeste no tenéis televisión?», pregunta haciéndose el gracioso.

    Risa forzada por respuesta. Me pongo a mirar el móvil, como si tuviera algo más importante que hacer, para evitarle. A lo máximo que llego es a asentir cada vez que él hace alguna pausa y me observa por el retrovisor esperando una mirada cómplice. No la encuentra. Aprendí a esquivar el contacto visual con las señoras que buscan conversación para matar sus horas muertas en las colas de supermercado. He conseguido bajar el volumen al discurso pseudocientífico del taxista pensando en mis cosas. Me concentro en el ruido que hacen mis vaqueros al rozarse con el cuero del asiento.

    Absorto, con la vista proyectada en el infinito, lo único que busco es la silueta del skyline neoyorkino. A pesar de que la niebla me impide atisbarla, la intuyo. Dibujo mentalmente los rascacielos de Manhattan. Como lo he hecho todos estos años cuando la evocaba desde la nostalgia del otro extremo del país. Trazo perfectamente, porque los he imaginado todos los días, cada uno de los edificios. Se van haciendo visibles conforme nos acercamos a la isla. Los recuerdo como si los hubiera visto ayer. Y, finalmente, se levanta el telón de un gran teatro y aparece la Ciudad. Con mayúsculas. Más que acercarme a ella, ella se va acercando a mí. Un momento de conexión que interrumpe el taxista poniendo en la radio el «New York, New York» de Frank Sinatra. Me revuelvo molesto. No soy un turista como para que ande poniéndome canciones grandilocuentes.

    Billy y Nueva York. Nueva York y Billy. Es una fuerza magnética que va empujando estas dos placas tectónicas a punto de colisionar. Y el terremoto puede ser de magnitudes colosales. El pasaporte da fe de que vuelve Billy Halley. Pero ya no soy la misma persona que hace veinte años. El mero hecho de estar aquí lo corrobora. Ni el más optimista, que apostó por la victoria de Biden el año pasado, hubiera vaticinado mi regreso.

    «Hemos llegado». Vuelve al primer plano la voz del taxista, que prácticamente había desaparecido mientras andaba buceando en mis pensamientos.

    «¿Le puedo pagar con tarjeta?».

    «Por supuesto, aquí todo se puede pagar con tarjeta. Recuerde que está en Nueva York». Ahora ya no me mira a través del retrovisor, sino que ha girado el cuello para mostrarme su sonrisa Profidén.

    Afortunadamente, en la calle 14 se acaba esta hora de castigo montado en el taxi. No le dejo propina y se le cambia la cara. Me bajo rápido sin dejar que me ayude a sacar el equipaje. Tampoco es que me haga mucha falta, vengo prácticamente con lo puesto. ¿Cuántos «por-si-acasos» metemos en la maleta cuando nos vamos de viaje? Pienso en la de cosas innecesarias que llevamos. Y el peso que cargamos. Tanto el físico como el mental. Por eso, he decidido venir lo más ligero posible.

    03   Chelsea

    La Nacional es un edificio sobrio, sin demasiadas concesiones, situado en la calle 14, en pleno Chelsea, con un restaurante en el sótano, una sala para eventos en la planta baja y apartamentos en los tres pisos restantes. Sus escaleras están gastadas de los más de ciento cincuenta años viendo a tantas personas subirlas y bajarlas. La mayoría españoles que venían buscando un porvenir. Un siglo y medio de sueños, de ilusiones, de frustraciones, de esperanza… Fue el punto de encuentro para los emigrantes que empezaron a llegar en la segunda mitad del XIX.

    Me percato de que este lugar conserva ese olor a madera gastada tan característico de la ciudad, mientras voy subiendo el equipaje. Uno de sus estrechos escalones sigue crujiendo. El cuarto empezando desde abajo. Me gustaba pisarlo cada vez que pasaba. Era la señal con la que avisaba de mi regreso del colegio a la encargada del edificio, que siempre me reñía por hacerlo. Parece que nada ha cambiado, pero todo es diferente.

    Aquí fue donde vivimos mi padre y yo hasta que murió. La relación con él se había deteriorado poco antes de perderle. Su obsesión era que su hijo estudiara en una buena universidad, y eso costaba mucho dinero. Así que no dejó de trabajar para conseguirlo. Pero, cegado en su empeño, dejó de tener tiempo para darme afecto. Recibía pocos gestos de cariño por su parte, ya que estaba abstraído con su profesión. No le culpo. Es más, agradezco su esfuerzo. Pero sí que echo en falta que hubiera dejado algo para ser más cálido conmigo. Así que, cuando desperté aquella mañana del 11 de septiembre de 2001, le respondí de forma rutinaria y seca al despedirse camino del restaurante. No volví a verle.

    Nunca he dejado de lamentarme por ello. Es esa página del libro de tu vida que has marcado, pero por más que intentas pasarla vuelves a ella porque el doblez sigue sobre la hoja. Si solo me hubiera parado un segundo a abrazarle antes de que se marchara. Y si le hubiera dado la importancia que realmente tenía el esfuerzo que estaba realizando. Y si me hubiera tragado el orgullo y, en lugar de ser tan distante, lo hubiese hablado con él. Y si… Y si… Demasiados condicionales y demasiados puntos suspensivos...

    A las pocas semanas me fui a Los Ángeles. Más que irme de Nueva York, hui. Con aquella pérdida, mi mapa afectivo era una partida de Risk en la que lo importante no era conquistar territorios, sino comprensión. Recurrí a mi familia paterna, porque no sabía nada de la materna. Aunque ya había cumplido la mayoría de edad y tenía suficiente madurez para independizarme, me mudé a casa de mi abuela.

    Estudié periodismo en la University of Southern California, la mejor universidad para aprender mi oficio. No se me dio mal. Siempre fui responsable, aunque no demasiado brillante. Estaba muy disperso. En primer lugar, tenía que adaptarme a una nueva vida en una nueva ciudad con una nueva familia. Pero, sobre todo, porque no podía quitarme de la cabeza la pérdida de mi padre. Me martilleaba la culpa porque sentía que murió con la pena de que no me hubiera reconciliado con él. Aunque también es verdad que, cuando se lanzó desde aquel rascacielos, yo no estaba ahí para haberlo evitado.

    La culpa es una piedra con la que, aparentemente, puedes cargar. Pero muchas piedras juntas son difíciles de transportar. Sin quererlo, mi mochila se hacía cada vez más pesada. Y, en lugar de descargarla, ocurría lo contrario. Pasan los años y vas dejando jirones por todas las esquinas con las que te has ido enganchando. Te acostumbras e, incluso, haces por rozarte con ellas porque ya es algo familiar. Conforme iba forjando mi carrera profesional como periodista, lo que pasó aquel 11 de septiembre

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