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Colmillo blanco
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Libro electrónico304 páginas4 horas

Colmillo blanco

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Información de este libro electrónico

«El instinto y la ley exigían obediencia. Pero crecer también implica desobedecer en algunas ocasiones. Así se aprende, poco a poco, a vivir.»

Entre los hielos de Klondike, en la frontera con Alaska, se desarrolla esta historia de superación. Colmillo blanco es un lobo valiente que vivirá innumerables aventuras, superará grandes dificultades y aprenderá cómo defenderse y luchar para sobrevivir en un entorno hostil y peligroso. Tendrá que enfrentarse a perros feroces o a hombres crueles y sin escrúpulos, pero también descubrirá el valor de la confianza, la calidez del cariño y la importancia de no darse nunca por vencido.

IdiomaEspañol
EditorialGribaudo
Fecha de lanzamiento15 jun 2022
ISBN9788412469653
Autor

Jack London

Jack London was born in San Francisco on January 12th 1876, the unwanted child of a spiritualist mother and astrologer father. He was raised by Virginia Prentiss, a former slave, before rejoining his mother and her new husband, John London. Largely self-educated, the teenage Jack made money stealing oysters and working on a schooner before briefly studying at the University of Berkeley in 1896. He left to join the Klondike Gold Rush a year later, a phenomenon that would go on to form the background of his literary masterpieces, The Call of the Wild (1903) and White Fang (1906). Alongside his novel writing London dabbled in war reportage, agriculture and politics. He was married twice and had two daughters from his first marriage. London died in 1916 from complications of numerous chronic illnesses.

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    Colmillo blanco - Jack London

    Cubierta

    COLMILLO BLANCO

    Título original: White Fang

    Texto: Jack London

    Ilustraciones de cubierta y de interior: Shutterstock Images

    Traducción española: David León (La Letra, S.L.)

    Realización: La Letra, S.L.

    Redazione Gribaudo

    Via Garofoli, 266

    37057 San Giovanni Lupatoto (VR)

    redazione@gribaudo.it

    Responsable de iniciativas especiales: Massimo Pellegrino

    Responsable de producción: Franco Busti

    Responsable de redacción: Laura Rapelli

    Responsable gráfico: Meri Salvadori

    Redacción: Daniela Albertini

    Fotolito y preimpresión: Federico Cavallon, Fabio Compri

    Secretaria de redacción: Emanuela Costantini

    © 2018, 2022 Gribaudo - IF - Idee editoriali Feltrinelli srl

    Socio Único Giangiacomo Feltrinelli Editore srl

    Via Andegari, 6 - 20121 Milán

    info@editorialgribaudo.com

    www.editorialgribaudo.com

    Primera edición: junio de 2022

    Edición en formato digital: junio de 2022

    ISBN: 978-84-12469-65-3

    Conversión a formato digital: Libresque

    Todos los derechos reservados en Italia y en el extranjero, para todos los países. Queda prohibida la reproducción, memorización o transmisión total o parcial de este libro mediante cualquier medio o en cualquier forma (fotomecánica, química, en disco o similares, incluidos cine, radio y televisión) sin autorización escrita por parte del editor. En caso de reproducción abusiva se procederá por vía legal según la ley.

    Capítulo 1. La senda de la carne

    El oscuro bosque de abetos se extendía ceñudo a uno y otro lado de la vía fluvial helada. Los árboles se habían visto despojados por un viento reciente de su blanca capa de escarcha y parecían querer apoyarse los unos en los otros, negros y ominosos a la luz mortecina. Un vasto silencio reinaba sobre la tierra, convertida toda ella en una desolación exánime, inmóvil, tan solitaria y fría que su espíritu no era siquiera el de la tristeza. Había en ella un atisbo de risa, pero de una risa más terrible que cualquier tristeza, una risa huérfana de alegría, como la sonrisa de una esfinge, una risa gélida que participaba de la austeridad de lo infalible. No era otra cosa que la sabiduría, imperiosa e incomunicable, de la eternidad que se reía de la insignificancia de la vida y de su empeño. No era otra cosa que el yermo, el yermo salvaje y de corazón helado de las tierras del norte.

    Sin embargo, sí que había vida, desafiante y repartida por todo el territorio. Por el río helado se afanaba un conjunto de perros de aspecto lobuno. Tenían el pelaje erizado y cubierto de escarcha. El aliento se les helaba en el aire al abandonar sus fauces, despedido en espumosas nubes de vapor que se posaban en su pelo para formar más cristales helados. Llevaban arneses de cuero unidos con tirantes del mismo material al trineo que arrastraban tras ellos. El vehículo no tenía esquíes. Estaba hecho de robusta madera de abedul y apoyaba toda su panza en la nieve. El frontal se elevaba como un pergamino a fin de poder abrirse paso aplastando la nieve que se erguía ante él como una ola. En el trineo, bien amarrada, había una caja rectangular muy larga y estrecha. También había otras cosas: mantas, un hacha, una cafetera y una sartén; pero la que más destacaba, la que ocupaba casi todo el espacio, era la caja rectangular larga y estrecha.

    Delante de los perros caminaba con esfuerzo, ayudado de unas anchas raquetas de nieve, un hombre. Tras el trineo, caminaba con esfuerzo otro hombre. Sobre el trineo, dentro de la caja, yacía un tercer hombre que ya no caminaba, un hombre a quien el yermo había dominado y había abatido hasta dejarlo para siempre incapaz de moverse o combatir. Al yermo no le gusta el movimiento. La vida lo ofende, porque la vida es movimiento, y el yermo pone gran empeño en destruir el movimiento. Congela el agua para impedir que corra hacia el mar y arranca la savia de los árboles hasta helar incluso su potente corazón; pero, sobre todas las cosas, el yermo hostiga y aplasta, con más ferocidad y más terriblemente que a ningún otro ser, al hombre hasta someterlo. El hombre, que es el más inquieto de los seres dotados de vida, siempre sublevado contra la máxima que afirma que todo cuanto se mueve debe, al final, suspender su movimiento.

    Sin embargo, delante y detrás del trineo, intrépidos e indomables, caminaban con esfuerzo los dos hombres que aún no estaban muertos. Iban envueltos en prendas de pieles y de cuero. Tenían las pestañas, las mejillas y los labios tan cubiertos de los cristales producidos por el vaho de su aliento al congelarse que no se les distinguía el rostro, lo que les otorgaba el aspecto de asistentes a una mascarada fantasmagórica, de enterradores de un mundo espectral en el funeral de un aparecido. Aun así, debajo de todo aquello no eran más que hombres que se internaban en aquella tierra de desolación, burla y silencio, aventureros enclenques embarcados en una empresa colosal, arrojados contra el poderío de un mundo tan remoto y ajeno y sin pulso como los abismos del espacio.

    Avanzaban mudos, ahorrando el aliento para el esfuerzo físico. Por todas partes se extendía el silencio, que los aplastaba con una presencia tangible y les afligía la mente como las muchas atmósferas de profundidad afectan al organismo del buzo. Les estrujaba incluso los recovecos más remotos de su propio entendimiento, de donde exprimía, como mosto de una uva, todo ardor y exaltación falsos, toda la errada autoestima del alma humana, hasta hacer que se supieran finitos y diminutos, manchitas o motas que se movían con débil astucia e insignificante prudencia en medio de la acción e interacción ciega de los grandes elementos y las fuerzas colosales.

    Pasó una hora y luego una hora más. La luz desvaída de aquel día breve y sin sol había empezado a disiparse cuando se elevó en el aire inmóvil un alarido leve y lejano, que se elevó con premura hasta alcanzar su nota más alta, donde insistió, tenso y palpitante, antes de extinguirse lentamente. Podría haber sido el gemido de un alma perdida de no haber estado infundido de cierta ferocidad triste y un ansia hambrienta. El hombre de delante volvió la cabeza hasta que sus ojos se encontraron con los ojos del hombre de detrás. Entonces, mirándose por encima de la estrecha caja rectangular, cruzaron un gesto de asentimiento.

    Se alzó en aquel momento un segundo grito, que punzó el silencio con la estridencia de una aguja. Los dos hombres localizaron el sonido detrás de ellos, en algún punto de la extensión de nieve que acababan de atravesar. Oyeron un tercer grito, también a sus espaldas, aunque más a la izquierda del segundo.

    —Vienen a por nosotros, Bill —dijo el hombre de delante. Su voz sonaba bronca e irreal, y saltaba a la vista que le había costado hablar.

    —Hay poca carne por aquí —respondió su camarada—. Llevo días sin ver huellas de liebre.

    Después de aquello no volvieron a pronunciar palabra, aunque seguían pendientes de los gritos de caza que no habían dejado de elevarse a sus espaldas.

    Cuando se hizo la oscuridad, dirigieron los perros hacia un abetal que crecía al borde del río y acamparon. El ataúd, dispuesto al lado del fuego, hacía las veces de asiento y de mesa. Los perros lobo, arracimados al otro extremo de la fogata, reñían entre ellos y lanzaban gruñidos, aunque no mostraban ninguna inclinación a internarse en la negrura.

    —Me da, Henry, que no quieren alejarse de nosotros —comentó Bill.

    Henry, en cuclillas ante la lumbre para colocar en ella la cafetera con un pedazo de hielo, asintió, aunque sin pronunciar palabra hasta haber tomado asiento sobre el ataúd y haber empezado a comer.

    —Porque saben dónde tienen el pellejo a salvo —dijo—. Prefieren estar cerca de la comida a alejarse y ser comida de otros. No son tontos estos perros.

    Bill meneó la cabeza.

    —No sé…

    Su camarada lo miró con aire curioso.

    —Es la primera vez que te oigo dudar de que sean listos.

    —Henry —dijo el otro, masticando con deliberación las judías que se había metido en la boca—, ¿has visto lo nerviosos que se han puesto cuando les he echado la comida?

    —Sí que parecían más inquietos que de costumbre —reconoció Henry.

    —¿Cuántos perros tenemos, Henry?

    —Seis.

    —Pues, Henry… —Bill se detuvo unos instantes para hacer que sus palabras cobrasen más relevancia—. Pues, como te decía, Henry, tenemos seis perros. He sacado seis peces del saco. Le he dado uno a cada perro y…, Henry, me ha faltado un pez.

    —Habrás contado mal.

    —Tenemos seis perros —repitió el otro sin revelar emoción alguna—. He sacado seis peces y Oreja Rota se ha quedado sin el suyo. He tenido que volver al saco para coger otro para él.

    —Pues solo tenemos seis perros —dijo Henry.

    —Henry —prosiguió Bill—, no te voy a decir que fueran todos perros, pero sí que hay siete que han comido pescado.

    Henry dejó de masticar para mirar al otro lado del fuego y contar a los perros.

    —Ahora hay solo seis.

    —Al otro lo he visto salir corriendo por la nieve —anunció Bill con frío convencimiento—. He visto siete.

    Henry lo miró con lástima y dijo:

    —No sabes lo que me voy a alegrar cuando acabe este viaje.

    —¿Qué quieres decir? —exigió saber Bill.

    —Pues que este cargamento que llevamos te está poniendo atacado de los nervios. Ya hasta ves cosas raras.

    —No te creas que no lo he pensado —respondió Bill con seriedad—. Por eso, cuando lo vi echar a correr por la nieve, miré al suelo y vi sus huellas. Entonces conté los perros y seguía habiendo seis. Las huellas siguen ahí, en la nieve. ¿Quieres verlas? Ven, que te las enseño.

    Henry no respondió. Se limitó a mascar en silencio hasta que, acabada la comida, la remató con una última taza de café, se limpió la boca con el dorso de la mano y dijo:

    —Entonces, ¿crees que era…

    Lo había interrumpido un largo aullido gemebundo, ferozmente triste, llegado de algún lugar de la oscuridad. Se detuvo a escucharlo y, a continuación, acabó la frase señalando con toda la mano en dirección a aquel sonido:

    —… uno de ellos?

    Bill asintió.

    —Que me cuelguen si es otra cosa. Ya has visto tú también el follón que han montado los perros.

    Aullido tras aullido, y tras ellos más aullidos en respuesta, estaban volviendo el silencio en una casa de locos. Se alzaban de todas partes y los perros delataban su miedo acurrucándose y arrimándose tanto a la lumbre que el calor les chamuscaba el pelaje. Bill echó más leña antes de encenderse la pipa.

    —Me da que andas con el ánimo por los suelos —dijo Henry.

    —Henry… —El otro dio varias caladas con aire meditabundo antes de seguir—. Henry, que me cuelguen si este no tiene mejor suerte que tú y que yo. —Subrayó aquel este bajando un pulgar hacia la caja que les servía de asiento—. Porque tú y yo, Henry, cuando muramos, podremos darnos con un canto en los dientes si cubren nuestro cadáver con las piedras necesarias para ahuyentar a los perros.

    —Pero tú y yo no tenemos familia, ni dinero, ni todo lo demás que tiene él —respondió Henry—. Desde luego, nosotros no podemos permitirnos un funeral lejos de donde caigamos.

    —Lo que me llama la atención, Henry, es que a un tío como este, que será todo un señorito o algo así en su pueblo y que nunca habrá tenido que preocuparse por ganarse las habichuelas ni por tener mantas suficientes, se le ocurra plantarse en esta punta del mundo dejada de la mano de Dios. Eso es lo que no acabo de entender.

    —Es verdad que podría haber llegado a viejo de haberse quedado en su casa —convino Henry.

    Bill abrió la boca para decir algo, pero se lo pensó mejor y, en vez de eso, señaló hacia el telón de oscuridad que los oprimía por los cuatro costados. Aquella negrura absoluta no permitía distinguir atisbo de forma alguna: solo se veían dos ojos que brillaban como ascuas encendidas. Henry indicó con la cabeza un segundo par de ojos y luego un tercero. Alrededor del campamento se había concentrado un círculo de aquellos ojos brillantes. De cuando en cuando se movía uno de ellos o desaparecía para volver a emerger segundos después.

    Los perros, que se habían mostrado cada vez más inquietos, corrieron, azuzados de pronto por el miedo, al otro extremo del fuego, donde se acurrucaron alrededor de las piernas de los dos hombres. En medio de la barahúnda, uno de ellos se había visto empujado al borde de la fogata y había lanzado un gañido de dolor y de miedo mientras se adueñaba del aire el olor de su pelo achicharrado. Aquella conmoción hizo que el círculo de ojos se moviera inquieto unos segundos y hasta se retirase un tanto; pero todos volvieron a ocupar su lugar a medida que los perros guardaban silencio.

    —¡Dichosa mala suerte, Henry, habernos quedado sin municiones! —Bill había acabado su pipa y estaba ayudando a su compañero a preparar el camastro de pieles y mantas tendidas sobre las ramas de abeto que había dispuesto encima de la nieve antes de cenar.

    Henry soltó un gruñido y empezó a desatarse los mocasines.

    —¿Cuántos cartuchos decías que te quedaban? —preguntó.

    —Tres —recibió por respuesta—. Ojalá fuesen trescientos. ¡Les iba a enseñar a esos hijos de perra lo que es bueno! —Agitó el puño con rabia en dirección a los ojos centelleantes y se puso a colocar sus mocasines de un modo seguro delante de la fogata—. Y ojalá este frío se fuera a hacer puñetas. Llevamos dos semanas ya a menos de cuarenta bajo cero. Ojalá no me hubiese metido nunca en este viaje, Henry. No me gusta nada la pinta que tiene. No sé qué es, pero no me da buena espina. Y, ya puestos a desear, ojalá hubiéramos acabado ya este viaje y estuviéramos los dos sentados junto a la candela en Fort McGurry jugando a las cartas. Ojalá.

    Henry gruñó de nuevo y se metió en la cama. Estaba cogiendo el sueño cuando lo despertó la voz de su camarada.

    —Digo yo, Henry. Si el otro se ha colado y se ha comido el pez, ¿por qué no le han dado lo suyo los perros? No hago más que darle vueltas.

    —Demasiadas vueltas le estás dando, Bill —fue la somnolienta respuesta que recibió—. Antes no eras así. Y, ahora, calla la boca y duérmete, que verás como mañana estás como nuevo. Tendrás ardor de estómago y por eso estás así.

    Los dos se echaron a dormir entre ronquidos, uno al lado del otro y bajo la misma manta. El fuego se fue apagando y los ojos brillantes fueron cerrando el círculo que habían dispuesto alrededor del campamento. Los perros se apiñaron asustados, gruñendo cuando veían que se acercaba algo más un par de aquellos ojos. En determinado momento, el alboroto se hizo tan sonoro que despertó a Bill, quien salió de la cama con cuidado para no perturbar el sueño de su camarada y lanzó más leña al fuego. Al avivarse las llamas, el círculo volvió a abrirse. Miró con desinterés a los perros arracimados y, a continuación, se frotó los ojos y aguzó la vista. Entonces volvió a gatas hasta las mantas.

    —Henry —dijo—. Oye, Henry.

    El interpelado rezongó al pasar del sueño a la vigilia y le espetó:

    —¿Qué te pasa ahora?

    —Nada —fue la respuesta—, solo que vuelve a haber siete. Acabo de contarlos.

    Henry acusó recibo de la información con un gruñido y, con un ronquido, volvió a abandonarse al sueño.

    Por la mañana, fue él quien se levantó primero y sacó de la cama a su compañero zarandeándolo. Todavía quedaban tres horas para que se hiciera de día, de modo que se puso a preparar el desayuno envuelto aún en la oscuridad mientras Bill enrollaba las mantas y aprestaba el correaje del trineo.

    —Dime una cosa, Henry —preguntó de sopetón—: ¿Cuántos perros decías que teníamos?

    —Seis.

    —Mal —proclamó triunfante Bill.

    —¿Otra vez siete? —quiso saber Henry.

    —No, cinco. Ha desaparecido uno.

    —¿Qué leche…? —exclamó airado el compañero, dejando de guisar para ir a contarlos—. Tienes razón, Bill —concluyó—. Falta Gordi.

    —Ha sido apartarse del resto y echar a correr como un rayo. Se ha esfumado delante de mis narices.

    —Pues no hay nada que hacer —sentenció Henry—. Se lo habrán tragado vivo. Apuesto a que todavía estaba dando gañidos mientras lo engullían. ¡Mala puñalada les den!

    —Siempre fue un poco estúpido.

    —Muy estúpido tenía que ser para irse porque sí y suicidarse de ese modo. —Miró al resto del equipo con ojo calculador, que le permitió percibir al instante los rasgos característicos de cada animal—. Seguro que a ninguno de los otros se le ocurriría hacer una cosa así.

    —Ni con un palo los habrías podido apartar del fuego —convino Bill—. Siempre he pensado que a Gordi le pasaba algo.

    Y ese fue el epitafio de un perro muerto en la senda de las tierras del norte, menos parco que el de otros muchos perros… y el de muchos hombres.

    Capítulo 2. La loba

    Acabado el desayuno y atados de nuevo al trineo los escasos pertrechos del campamento, los dos hombres dieron la espalda al fuego, aún animado, y se lanzaron hacia la oscuridad. Enseguida empezaron a alzarse los aullidos, aullidos intensamente tristes que se llamaban y se respondían por entre la oscuridad y el frío. Cesó toda conversación. Amaneció a las nueve. A mediodía, el cielo del sur se entibió y se tiñó de rosa marcando el punto en que la panza de la tierra se interponía entre el sol meridional y el mundo septentrional. Sin embargo, aquel color rosado tardó poco en desvanecerse y la luz gris del día que quedó en su lugar duró hasta las tres. Entonces, también ella desapareció para que descendiera el paño mortuorio de la noche del Ártico sobre la tierra solitaria y callada.

    Con la oscuridad se aproximaron los aullidos de caza a derecha, a izquierda y en la retaguardia, tanto que provocaron más de un brote de terror entre los perros de tiro y los lanzaron a fugaces ataques de pánico.

    Tras uno de estos, cuando los dos hombres habían conseguido hacer que regresaran los animales a su senda, dijo Bill:

    —Ojalá encuentren otra presa a la que hincarle el diente, se vayan y nos dejen en paz.

    —Es horrible: le ponen los nervios de punta a cualquiera —se solidarizó Henry.

    No volvieron a hablar hasta el momento de montar el campamento.

    Henry se había agachado para echar hielo al cazo burbujeante de alubias cuando lo sobresaltó el ruido de un golpe, un exabrupto de Bill y un gruñido agudo de dolor surgido de entre los perros. Se irguió justo a tiempo para ver una forma borrosa que desaparecía por la nieve hacia el amparo de la oscuridad. Entonces vio a su camarada, de pie entre los perros, medio triunfante y medio alicaído, con un palo grueso en una mano y, en la otra, la cola y parte del cuerpo de un salmón secado al sol.

    —Se ha llevado la mitad —anunció—, pero también se ha llevado un buen trancazo. ¿No lo has oído gañir?

    —¿Cómo era?

    —No lo he visto bien, pero tenía cuatro patas, hocico y pelo, y parecía un perro como los otros.

    —Será un lobo domesticado.

    —Desde luego, sea lo que sea el condenado, tiene que estar domesticado para plantarse aquí a la hora de comer y llevarse su ración de pescado.

    Aquella noche, cuando acabaron de cenar y, sentados sobre la caja rectangular, sacaron las pipas, el círculo de ojos brillantes se acercó aún más que antes.

    —Ojalá se encontraran con un montón de alces o lo que sea, se fueran de aquí y nos dejaran en paz —dijo Bill.

    Henry gruñó con un tono no del todo compasivo y los dos pasaron un cuarto de hora sentados en silencio, él mirando al fuego y Bill al círculo de ojos que ardían en la oscuridad poco más allá de la luz de la hoguera.

    —Ojalá estuviésemos entrando en este momento en Fort McGurry —regresó a su cantinela.

    —Déjate ya de ojalás y de protestas —le espetó furioso Henry—. Tienes ardor de estómago: eso es lo que te está fastidiando. Tómate una cucharada de bicarbonato, verás como te quedas de maravilla y te vuelves mejor compañía.

    Por la mañana, Henry se despertó al oír una blasfemia inflamada procedente de los labios de Bill. Se incorporó apoyándose en un codo y vio a su camarada de pie entre los perros al lado del fuego que acababa de alimentar, con los brazos levantados con gesto increpante y el rostro desencajado por la rabia.

    —Pero ¡bueno! ¿Qué pasa ahora?

    —Que falta Rana —fue la respuesta.

    —No.

    —Que sí.

    Henry salió de un salto de entre las mantas y se dirigió hacia los perros. Los contó con cuidado y luego se puso a maldecir con su compañero aquel poder del yermo que les había arrebatado otro perro.

    —Rana era el más fuerte de todos —sentenció Bill al fin.

    —Y no era ningún estúpido —añadió Henry.

    Con esto quedó grabado el segundo epitafio en cuestión de dos días.

    Tras desayunar abatidos, ataron al trineo a los cuatro perros restantes. Aquel día fue una repetición de los que lo habían precedido. Los hombres cruzaban afanosos y sin pronunciar palabra la faz del mundo helado. El silencio solo se veía roto por los gritos de sus perseguidores, que, invisibles, no se separaban de su retaguardia. Con la llegada de la noche a media tarde, los gritos empezaron a sonar más cerca a medida que sus perseguidores, fieles a su costumbre, acortaban la distancia, y a los perros les entraban los nervios y el miedo. Por culpa de sus ataques de pánico, se enredaban sus correas y se deprimía aún más el ánimo de los dos hombres.

    —¡Tomad, bichos inmundos, a ver si así aprendéis! —dijo Bill satisfecho aquella noche mientras, erguido, llevaba a cabo su labor cotidiana.

    Henry dejó el guiso para ir a ver. Su compañero, no contento con atar a los perros, los había amarrado con palos como hacían los indios. Había sujetado el cuello de cada uno con una correa de cuero. A esta, cerca del pescuezo para que no pudiesen morderla, había atado un palo grueso de poco menos de un metro y medio de largo antes de asegurar el otro extremo, con otro trozo de correa, a una estaca clavada al suelo. Así al animal le resultaba imposible roer el cuero que tenía a su lado del palo, mientras que el propio palo le impedía acceder al cuero con que estaba atado el otro extremo.

    Henry hizo un gesto de aprobación.

    —Es la única manera de sostener a Oreja Rota —dijo—, porque es capaz de cortar el cuero como un cuchillo ¡y en la mitad de tiempo! Que me maten si mañana no siguen todos aquí.

    —¡Ya te digo! —aseveró Bill—. Si cuando nos levantemos se ha escapado alguno, me quedo sin café en el desayuno.

    —Saben que no podemos matarlos a escopetazo limpio —comentó Henry cuando les llegó la hora de acostarse, mientras señalaba el círculo brillante que los ceñía—. Si pudiésemos pegarles un par de tiros, nos tratarían con más respeto. Cada noche están más cerca. Aparta los ojos de la lumbre y fíjate

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