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Queridas bestias pardas
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Libro electrónico478 páginas8 horas

Queridas bestias pardas

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Albe vuelve a Meravel buscando sus raíces y asentarse definitivamente. Pero el destino y los seres humanos y no humanos con lo que se va cruzando, algunos tan entrañables como Tomy o Lena, otros no tanto, harán que su mundo cambie profundamente.

Esta es su historia, llena de alegrías, decepciones, casualidades, decisiones difíciles, emociones inesperadas y un intenso sentimiento de amor por los animales. Una historia sencilla sobre la vida, eso que va sucediendo realmente mientras hacemos planes, y los compañeros de viaje que nos ayudan a afrontarla.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento2 jun 2022
ISBN9781005637873
Queridas bestias pardas

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    Queridas bestias pardas - Fernando Giloz

    1

    Lena murió. Era increíblemente vital, una luchadora admirable, pero ya no pudo más. Desde los primeros síntomas hasta el final, tratamos de alargar su vida en las mejores condiciones posibles, disfrutando y sufriendo nuestros últimos días juntos. Cuando se fue nos sentimos emocionalmente rotos y agotados por el esfuerzo, pero completamente en paz por todo lo hecho o no hecho, con la certeza de haber peleado con todas nuestras fuerzas, igual que lo hizo ella, y siempre la mejor voluntad.

    Me había acompañado en los mejores y peores momentos de mi vida hasta entonces, dándome siempre su amor incondicional y una ternura infinita. Su amistad y eterna alegría me ayudaron a soportar la traición, la humillación, el abandono, y a mantener la calma para encontrar el camino. Juntos fuimos felices, y aunque sus últimos días fueron horribles, se fue de forma dulce y tranquila acompañada por quienes la quisimos tanto. En aquel último trance la atendió con extrema profesionalidad y cariño, como siempre, mi buen amigo el Dr. Miguel Moliner, más todo su equipo. Fue el 3 de mayo de 2011, una fecha muy triste, dolorosa e inolvidable. La vida mata, y mi querida Lena se la ventiló en apenas nueve años, pero era su hora y así lo aceptamos. Desde entonces la llevo en el corazón. Nunca la olvidaré.

    No creo en Dios ni en el cielo y la vida eterna, y mira que lo siento, porque envidio a los que lo hacen. Debe ser muy gratificante creer de verdad que después de morir vas a un sitio tan maravilloso a reunirte para siempre con tus seres queridos. Porque, lo acepten o no, los creyentes buscan en Dios consuelo y una alternativa a la muerte, a la nada, y por eso amenazar con el infierno y ofrecer el cielo si uno es bueno y hace lo que le dicen funciona de maravilla con tanta gente. Conmigo no, porque, como digo, no me creo una palabra. Y eso que a veces me ha dado por pensar si esos sueños que todos tenemos con seres amados que ya murieron, tan vívidos y conmovedores que cuando despiertas y comprendes que solo estabas soñando te echas a llorar de pura frustración, no serán sino retazos de la vida que nos espera en el cielo junto a ellos, una especie de flashforwards a los que nuestro cerebro tiene acceso de forma ocasional vete a saber por qué. O que las pesadillas, siempre crueles, incomprensibles e inquietantes, son solo admonitorios de lo que nos espera en el infierno.

    Divagaciones, lo sé. Pero es una pena.

    Si en algún momento deseé con todas mis fuerzas creer en el cielo y la vida eterna, fue cuando murió Lena. Me habría hecho inmensamente feliz, pese a todo, pensar que, tras mi propia muerte, algún día, me reuniría de nuevo con ella para disfrutar de su maravillosa amistad, jugando y riendo para siempre.

    Esta es una historia sencilla. No hay complejidades argumentales ni giros inesperados o un desenlace sorprendente. Los personajes son ordinarios, buenos y no tan buenos, con vidas normales, felices a ratos, dramáticas a veces, rutinarias casi siempre. Es una de esas historias en las que apenas pasa nada, o al menos nada muy retorcido, llamativo o especial. Trata de amor y desamor, de alegrías y penas, de esperanzas, decepciones, bienvenidas y despedidas, de pequeños éxitos y frustraciones difíciles de expresar, de amistad y sentimientos, de buenos y malos momentos, de sorpresas, casualidades y desenlaces temidos. De la vida. Y también de la muerte.

    No sé muy bien porqué la he escrito ni de dónde he sacado fuerzas para hacerlo, simplemente sentí la necesidad de ponerme a escribir y comencé casi sin darme cuenta. Y aunque soy bastante inconsistente y pocas veces termino lo que me propongo, esta vez lo he conseguido. Y digo escribir cuando debiera decir transcribir, porque, sin saberlo, llevaba años registrando esta historia en mi cabeza. Aun así, me ha resultado imposible hacer una narración lineal, he sido incapaz de poner del todo en orden fechas y recuerdos, y, por eso, a veces, el relato salta en el tiempo y los días bailan. Escribo estas primeras líneas el 20 de septiembre del 2013, justo después de recoger la urna con las cenizas de Nica, mi querida Nica, cuando aún me parece verla tumbada tranquilamente en el sofá o asomando su cabezota por la cocina para ver si le damos algo de comer.

    Y como es una historia sencilla y me ha parecido lo más honesto, he empezado por el final.

    Pero ahora volvamos al principio...

    Tomy

    2

    Lena apareció en mi vida el 4 de mayo de 2002. No fue algo imprevisto, pero tampoco una decisión completamente libre, antes tuvieron que pasar algunas cosas que yo no decidí. Se suele decir que la vida es eso que va sucediendo realmente mientras nosotros hacemos planes, y es una gran verdad. Todo lo que nos pasa es una simple y a la vez muy compleja sucesión de decisiones propias y ajenas mezcladas con casualidades, accidentes y consecuencias, a menudo imprevisibles. Y para que algo suceda, bueno o malo, antes tienen que concatenarse otras muchas cosas, también subjetivamente buenas o malas, aleatorias o no, pero justo en el orden preciso. Realmente nada es porque sí, siempre pasa algo antes que lo permite o lo provoca, aunque esté fuera de nuestras previsiones o sea de una inesperada e inmerecida crueldad. En lo que a esta historia concierne, ese algo fue la muerte de Tomy, un gato precioso, tranquilo y bueno a más no poder que sí apareció en mi vida por sorpresa.

    Por cierto, me llamo Alberto, pero desde bien pequeño todo el mundo me ha llamado Albe, incluidos mis padres, de los que soy hijo único, y ya no respondo a otro nombre. Quizá no es un diminutivo muy común, pero a mí me gusta, o simplemente estoy acostumbrado, no lo sé.

    Vivía entonces en una casita baja de Meravel, el pueblecito en que nací y crecí y al que había vuelto tras salir de allí con apenas diecinueve años, por culpa, o gracias, a un buen trabajo en la Administración de Justicia que conseguí en unas oposiciones. A pesar de lo que su nombre pudiera sugerir, Meravel es un pueblo vulgar, casi inerte y sin nada especial, ni siquiera unas pocas calles pintorescas o un monumento distintivo que sacar en las fotos, a excepción de una vieja iglesia bastante fea y medio ruinosa que no tiene mayor interés. Está acomodado al pie de un cerro en las estribaciones de una sierra a unos treinta y cinco kilómetros de Valencia, a caballo entre la huerta y el monte y rodeado a partes iguales de almendros, olivos, vides y naranjos. La panorámica del pueblo es su única estampa reconocible y medianamente atractiva, no hay más, pero, aunque sus escasos cinco mil habitantes no están especialmente orgullosos, se conforman con vivir tranquilos.

    Compré aquella casa a mi vuelta tras demasiados años viviendo en muchos sitios alejados cientos de kilómetros de allí. Cuando el trabajo me permitió regresar a mi tierra me habría resultado más sencillo y barato volver también a casa de mis padres, pero, después de tantos años por ahí y ya con más de treinta a mis espaldas, me había acostumbrado a hacer lo que me daba la gana sin dar explicaciones a nadie, y no me pareció muy tentador. Y aunque en principio me planteé comprar un piso cerca de mi trabajo en Valencia, con mil veces más atractivos, al fin decidí vivir de nuevo en mi aburrido pero cómodo Meravel, cerca de ellos y algunos buenos amigos. Y compré esa casita.

    No era muy grande, pero tampoco pequeña. Tenía un salón grande y cómodo con ventanas a una calle anodina, una cocina amplia y luminosa, un cuarto de baño y tres habitaciones espaciosas, más un soleado patio en la parte de atrás. No era nada del otro mundo, una casa vieja de una sola planta embutida entre otras similares en una calle sin importancia, pero era confortable y asequible, y más que suficiente para mí en aquel momento, soltero y sin novia siquiera.

    Un domingo por la noche, ya muy tarde, estaba tumbado tranquilamente en mi sofá viendo la tele o algo así, cuando alguien llamó a mi puerta. Me asomé por la ventana extrañado de recibir visita a esas horas, y vi a mi buen amigo Juan cargando algo al brazo. Cuando le abrí la puerta, intrigado, me espetó con una sonrisa, ¿hola Albe, quieres este gato que me acabo de encontrar? Me quedé un momento mirando el bulto que llevaba en brazos, sorprendido por el ofrecimiento, tentado de decir no, sin más, y volver a mi sofá. Pero en vez de eso hice entrar a Juan por pura cortesía y algo de curiosidad. Y así entró Tomy en mi casa y en mi vida.

    Era un gato gris de pelo casi largo, bastante grande, cruce de gato común y alguna raza indeterminada, precioso, muy confiado y tranquilo, con unos ojos espectaculares y una mansedumbre que me agradó al instante. Estaba sucio, pero no mucho, apenas algo de barro y algunos enredos en un pelo aun así muy lustroso. Juan se lo había encontrado en la calle, por ahí, dijo, o más bien lo había encontrado el gato a él, de esa forma en que algunos gatos abandonados o perdidos se abalanzan maullando sobre quien encuentran pidiendo cariño o algo de comer. Y lo cogió en un impulso, sin saber muy bien por qué ni qué hacer con él. Juan tenía perro, así que, para evitar líos, me dijo, en vez de llevarlo a su casa pensó en dejárselo a alguien. Como estaba cerca probó conmigo, y ya no tuvo que seguir buscando.

    Yo nunca había convivido con gatos más allá de jugar alguna vez con los que alimentaban mi abuela y mis padres en su vieja casa, y que solo aparecían cuando les oían llevarles comida. Tampoco me había planteado nunca tener un animal, simplemente ni lo había pensado. Pero desde que vi a Tomy me pareció que tenía algo, algo especial, y decidí quedármelo al instante, para mi propia sorpresa. Lo cogí en brazos, lo acaricié un poco, le miré a los ojos, lo dejé de nuevo en el suelo admirando su elegante estampa y dije sonriendo, vale, me lo quedo. Mi amigo Juan se fue enseguida, contento por haber hecho su buena obra del día y quizá antes de que me arrepintiera, y yo me quedé con aquella cosa que me miraba de forma intensa mientras se refregaba contra mis piernas esforzándose por hacerse querer. Le limpié un poco el pelo, le di de comer lo que encontré por la nevera, le puse agua en un cacharro y comió y bebió con ganas. Cuando estuvo satisfecho curioseó un poco por casa casi como para quedar bien, después se subió a una silla y allí se enroscó dispuesto a dormir tranquilamente. Tras un rato observándolo, viendo que no se movía, me fui yo también a la cama. Cuando me levanté por la mañana seguía durmiendo en la misma silla, tan profundamente que ni se despertó, y allí seguía cuando volví de trabajar sobre las cuatro. Aquella tarde compré una gatera en la que entró sin rechistar nada más abrirle la puerta y lo llevé a una clínica veterinaria de un pueblo cercano, porque entonces no había ninguna en Meravel. Tras auscultarlo, desparasitarlo y hacerle las pruebas que creyó pertinentes, el veterinario concluyó que tendría aproximadamente un año, parecía un gato casero perdido y estaba perfectamente sano.

    Aunque no llevaba chip, ni collar ni nada parecido, era un gato ya adulto tan manso y bonito que estuve seguro de que alguien lo estaría echando de menos, y me pareció egoísta quedármelo sin intentar devolverlo a su dueño. Así que pasé unos días poniendo carteles por Meravel y algunos pueblos de alrededor, intentando encontrarlo y devolver a ambos a su vida anterior. Pero no hubo suerte, o sí la hubo, porque nadie respondió a los avisos. Y no puedo decir que me apenara porque en solo una semana ya me había encariñado mucho con él. Así que le puse nombre y se quedó definitivamente conmigo. En principio le llamé Timoteo, no sé porqué, supongo que me pareció simpático y original, pero le duró muy poco, lo fui acortando y cambiando hasta que comencé a llamarlo Tomy, y así se quedó.

    Nos acostumbramos pronto a vivir juntos. Tomy era una compañía serena y nada agobiante ni exigente. Apenas daba trabajo, yo solo le ponía de comer, limpiaba regularmente la caja de arena donde hacía sus necesidades, lo atendía lo mejor que sabía y le acariciaba de vez en cuando aún a su pesar, contento de tener alguien a quien cuidar. Él, una vez tranquilo en un hogar acogedor y calentito, hacía lo que suelen hacer los gatos, dormir, comer con cierta desgana y ronronear de vez en cuando para conseguir atención y asegurarse de que estaba al mando. Dormía mucho, a todas horas, en una silla, en el sofá o donde fuera, y por la noche a mis pies en la cama, aunque solo a ratos, porque era cuando le gustaba explorar la casa en busca de algo que cazar, lo que nunca encontraba, claro. Debía pensar que su nuevo territorio era muy aburrido.

    No era de esos gatos falderos que siempre están sobre su dueño echando la siesta, al contrario, era orgulloso e independiente, y raramente buscaba el contacto. Sin embargo, estaba siempre a poca distancia dondequiera que yo estuviera, observándome, atento a mis movimientos, cerca de mí, pero casi nunca conmigo. Aun así era muy manso, no sacaba jamás las uñas y se dejaba coger y sobar con estoica resignación y una mirada gatuna que transmitía claramente lo mucho que le habría gustado que le dejara en paz.

    ¿He dicho ya que era precioso? Sí, creo que sí, pero por mucho que lo repita no le haré justicia. Era grande, unos siete kilos de puro músculo con un exquisito, aterciopelado y suavísimo pelo gris en diferentes tonos que daba gusto acariciar, especialmente una especie de bufanda de color más claro que lucía en el cuello y le daba un aire regio y elegante, y también su rabo frondoso como un plumero que movía constantemente haciendo alarde de su belleza. Tenía una mirada arrogante pero familiar, y sus ojos eran puro espectáculo. Solía cogerlo en brazos y mostrarle el mundo desde la ventana del salón. No es que el paisaje fuera gran cosa, una calle estrecha y con poco movimiento, pero a él le parecía fascinante y observaba embelesado cualquier persona o vehículo que pasara por allí, o abría mucho los ojos sorprendido al descubrir un movimiento imperceptible para mí, tanto que a menudo me reía pensando que solo se estaba haciendo el interesante. Y mientras él miraba la calle yo miraba sus ojos, dentro de sus ojos. Jamás he vuelto a ver algo parecido, no he visto persona, animal o cosa con unos ojos tan increíbles como los de Tomy. Eran muy grandes y redondos, de un color naranja brillante intenso y absolutamente espectacular. Y dentro de aquel naranja había todo un pequeño universo de detalles, relieves, puntos de color, una maravilla de firmamento estrellado que no me cansaba nunca de admirar. Un universo que, mientras él abría o cerraba las pupilas fijándose en lo que veía o creía ver, cambiaba de forma continuamente, tanto los cientos de estrellas que se arracimaban en él como su color, variando en una paleta de diferentes tonos naranja siempre impactantes. Eran unos ojos preciosos, impresionantes, sorprendentes, los más bonitos que he visto nunca, algo realmente inolvidable.

    No era muy zalamero, pero adornaba mucho, esa es la verdad. Se subía a cualquier sitio un poco alto, el respaldo de un sofá, una mesa, un estante o un armario, y adoptaba una de sus poses de adornar mucho, tumbado con las patas traseras de lado, la cabeza bien alta y la mirada al infinito, o sentado mirándome de forma altanera y seguro de sí mismo. Parecía consciente de ser un bello ornamento y se dejaba admirar sabiendo que al espectador se le caía la baba. Yo al principio pasé mucho tiempo haciéndolo, aunque con el tiempo dejó de impresionarme tanto. Pero cuando alguien venía a casa, Tomy no perdía ocasión de adoptar sus poses de adornar mucho, y el visitante, fuera quien fuera, se quedaba mirándolo embobado, cayendo en su hechizo sin remedio. Y él lo sabía, y por eso lo hacía, o eso me gustaba pensar. Era precioso. Sí, ya lo he dicho.

    Tampoco era muy inquieto o aventurero, pero era un gato, y los gatos antes o después tienen un arrebato de curiosidad. Tuve buen cuidado en que no pudiera escapar por el patio, que lindaba con otros de las casas vecinas y un solar tapiado en que a menudo escuchaba maullidos. Puse todo lo que pude para impedirlo, pero, aun así, no sé muy bien cómo, alguna vez lo hizo. Varias veces de hecho. Y tras descubrir su ausencia lo buscaba inmediatamente por los alrededores, muy preocupado y echándolo ya de menos, temiendo que hubiera decidido irse a adornar a otro sitio. Normalmente aparecía enseguida en casa de algún vecino, pero otras veces estuve días sin saber de él. Y cuando ya me resignaba a no volver a verlo y le deseaba mucha suerte donde quiera que acabara, aparecía de pronto en el patio, no sé cómo, lleno de cortes, magulladuras y sangre seca, sucio, desarrapado y muerto de hambre. Tras la alegría del reencuentro lo tenía que llevar al veterinario para que le curara y revisara, pero afortunadamente siempre fueron heridas superficiales que sanaron bien y nunca le contagiaron nada. El pobre, un gato casero bien alimentado entre gatos callejeros resabiados y acostumbrados a defender con uñas y dientes, nunca mejor dicho, su territorio y su poca comida, debía pasarlo fatal en aquellas escapadas, pero sus esporádicas ansias de aventura le hicieron repetir.

    No jugábamos mucho, y me arrepiento de no haberlo hecho más, porque se aburría bastante, de hecho, creo que Tomy dormía y se aburría demasiado. Nuestro único juego frecuente era la persecución alternativa. Cuando le apetecía jugar, de pronto, se ponía como al acecho, emboscado tras una esquina o bajo un mueble, mirándome como un cazador, como si me fuera a caer encima de un momento otro. Entonces yo salía corriendo en su dirección de forma muy ostentosa, y él, haciéndose el sorprendido, echaba a correr para esconderse en algún otro sitio. Como el suelo resbalaba le costaba un poco arrancar, y hacía como los dibujos animados que corren sin moverse del sitio. Era muy gracioso. Después lo acosaba para que saliera de donde se hubiera metido y continuaba la persecución. Y en algún momento los roles cambiaban, él corría tras de mí y era yo el que huía a esconderme. No sé muy bien cuándo cambiábamos el papel de perseguidor a perseguido, lo decidía él en base a unas normas que yo no terminaba de entender. Y ya está, era lo único a lo que jugábamos. Bueno, a veces yo movía una mano bajo las sábanas y él la perseguía con alegría creyendo que era algo que cazar, aunque sin sacar las uñas, supongo que de alguna forma entendía que no era más que un juego. Poco más. Nunca le compré juguetes de gatos ni ningún entretenimiento. No entiendo cómo pude ser tan insensible. Menos mal que al menos tenía siempre un rascador de cartón que era su pasión. El primero se lo compré para evitar que se afilara las uñas en los sofás y los muebles, pero estuvo durante meses por el suelo sin que le hiciera el menor caso, incluso saltaba para esquivarlo. Y cuando ya pensaba tirarlo, viendo que no servía de nada, de pronto comenzó a usarlo. Descubrió que era muy divertido hacerse la manicura en el rascador y desde entonces se pasaba la vida haciéndolo, tanto que cada mes tiraba el viejo, destrozado, y le compraba uno nuevo. Y eso fue lo más parecido a un juguete que tuvo, pobre.

    Le quería mucho, y él a mí, a su manera, aunque a veces se enfadaba conmigo. Las pocas veces que me iba de casa unos días a algún sitio al que no me lo podía llevar, normalmente por turismo o trabajo, pedía a mi padre que fuera a diario a ponerle comida y agua, limpiar su caja y hacerle un poco de compañía. Y entonces descubrí que los gatos saben hablar, y muy bien. Al volver a casa Tomy me recibía siempre muy enfadado, indignado, resentido por mi desaparición. Me endosaba unas reprimendas impresionantes echándome en cara que me hubiera ido por ahí olvidándome de él, que le hubiera dejado solo tantos días, y lo hacía maullando furiosamente para afear mi egoísta actitud. Una bronca en toda regla, un recibimiento realmente colérico. Hablaba, hablaba de verdad y se le entendía perfectamente, era increíble lo bien que se explicaba. Yo le pedía perdón humildemente pero no servía de nada, Tomy se veía cargado de razones y mis disculpas no le valían. Tras el desabrido recibimiento estaba un par de días evitándome, ofendido, castigándome con su indiferencia. Yo intentaba acercarme, pero él no quería saber nada de mí, y al final le dejaba en paz, reconociéndole el derecho a estar enfadado, entendiendo que se sintiera dolido y esperando que se le pasara. Y al tiempo las cosas volvían a su cauce, Tomy olvidaba la ofensa y me perdonaba, y volvía a mirarme de lejos entrecerrando un poco los ojos en un gesto de complicidad y reconocimiento, siempre a cierta distancia, siempre cerca de mí, pero no conmigo. Y volvíamos a ser amigos, y venía corriendo cuando le llamaba para comer o darle alguna chuchería. La vida normal, vaya. Tomy tenía carácter, pero sabía perdonar.

    Estuvimos así unos años. Yo no tenía novia más allá de algún ligue esporádico y pasajero, me relacionaba casi exclusivamente con mi poca familia y los amigos de siempre, así que Tomy y yo vivíamos solos como buenos compañeros de piso sin echar nada en falta. Y entonces apareció Sonia.

    3

    Era del pueblo, y aunque la conocía de vista era también unos años más joven que yo y nunca me había fijado realmente en ella. Pero sin apenas pretenderlo empezamos a tratarnos. La veía a casi diario en un bar cercano a casa que yo visitaba muchísimas tardes para tomar algo y charlar un rato con los dueños, amigos desde siempre, y alguna vez para comer o cenar. Sonia también iba por allí, supongo que por algo similar, una clienta habitual a la que había visto a menudo, aunque nunca habíamos cruzado una palabra. Pero sin saber cómo un día nos pusimos a charlar y a partir de entonces se convirtió en algo habitual. De nada en concreto, de trivialidades, de mi trabajo, de sus estudios de informática o de amigos comunes. Y poco a poco fuimos cogiendo confianza y fui interesándome en ella, y ella en mí, o de eso estaba convencido.

    No era alta ni baja, tampoco especialmente llamativa por algo en concreto, pero yo la veía muy guapa. Me encantaba su bonita sonrisa y su distintivo pelo rubio, largo y ensortijado. Además, tenía muy buen tipo y estaba bien proporcionada. Pero, por encima de todo, era simpática, expansiva y bastante risueña, lo que en conjunto la hacía muy atractiva. No sé por qué no me había fijado antes en ella, porque desde luego lo merecía.

    Nos llevábamos bien. Nos acostumbramos tanto el uno al otro que nos buscábamos nada más llegar al bar y casi a diario nos sentábamos en la misma mesa a charlar de forma siempre divertida y estimulante. Ella se reía con aparente placer de mis bromas y ocurrencias, aunque algunas veces parecía no entenderlas ni esforzarse demasiado en hacerlo, una actitud algo distante que me desconcertaba. Pero tampoco le di mucha importancia, lo cierto es que me encantaba su compañía, Sonia me gustaba mucho y parecía que yo a ella, y comencé pensar que quizá tenía posibilidades más allá de la amistad.

    Cuando más interesado estaba, pensando ya cómo avanzar y dar el siguiente paso, dejé de verla por el bar, simplemente desapareció. Desconcertado, varias veces pregunté si iba a otra hora o algo así, pero nadie supo decirme nada. Y me dolió, comprendí que la echaba de menos. Me preocupaba que pudiera haberle pasado cualquier cosa, pero sobre todo me sentí defraudado. Había hecho bastantes avances y temí que hubiera dejado de ir por allí precisamente para cortar de cuajo mi evidente interés. Por aquel entonces aún no teníamos todos un móvil en el bolsillo, así que en vez de mandarle un mensaje tuve que mantener la calma esperando que volviera a aparecer. Pero no lo hizo. Y cuando pasaron más de tres semanas sin verla no pude esperar más y me las ingenié para conseguir el teléfono de su casa a través de no sé quién. En realidad, era de casa de sus padres, lo que me restó ánimos para llamarla. No soy un Don Juan ni mucho menos, sino más bien tímido y retraído con las mujeres, y dudé bastante. Pero al fin saqué arrestos de donde estuvieran y me decidí a marcar el número. Cuando descolgaron al otro lado respondió una voz masculina, su padre, pensé. Pregunté por ella algo nervioso y con voz levemente entrecortada, pero cuando oí que gritaba su nombre me entró una especie de subidón de adrenalina. Transcurrido un momento la voz de Sonia preguntó, ¿quién es? Hola, soy Albe, respondí con falsa decisión, y continué diciéndole que estaba preocupado por no verla y blablablá. Mi llamada le sorprendió menos de lo esperado, más bien pareció alegrarse sinceramente. Me contó que estaba pasando una temporada complicada por los estudios o no sé qué y no podía salir mucho de casa. No me parecieron excusas, o no muy obvias, y acepté la explicación sin más. Tras expresarle algunas palabras de ánimo, ya lanzado, le pregunté si le apetecía quedar una noche para vernos, cenar por ahí y tomar algo después. Y aceptó.

    La primera noche que salimos juntos fuimos a cenar a un restaurante sin pretensiones y tomar luego un par de copas y charlar en un pub tranquilo de un pueblo cercano. Lo pasamos bastante bien, fue muy estimulante, diferente a nuestros encuentros en el bar, y nos sentimos muy cercanos el uno al otro. Ya bastante tarde, cuando la dejé en la puerta de casa de sus padres, nos despedimos con cariño y un solo beso fugaz en los labios. Pero me fui a casa casi eufórico, orgulloso de mí mismo, sintiéndome poco menos que un seductor, dudando si debía haber intentado un acercamiento más audaz, pero creyendo que esa era, probablemente, la mejor forma de encarar una relación que me ilusionaba.

    Tras aquella primera noche hubo una segunda, pocos días después. Lo pasamos igual de bien y seguimos intimando ya sin disimular la atracción, besándonos con pasión cuando nos despedimos de nuevo en la puerta de casa de sus padres. A la tercera cita, después de cenar, comprendí que era el momento, que ya no aguantábamos más, y la invité a tomar algo directamente en mi casa. Aceptó sin remilgos. Ambos habíamos puesto ya las cartas boca arriba, nos gustábamos, nos deseábamos, y sucedió lo lógico. Disfrutamos mucho aquella primera noche en la que apenas salimos de mi habitación y acabamos rendidos pero exultantes. Desde entonces empezamos a pasar juntos todas las horas posibles, casi siempre en mi casa, felices el uno con el otro, enamorados, o algo muy parecido, una sensación muy agradable y placentera.

    Sonia comenzó a pasar las noches de los fines de semana en casa, aunque al principio, por la mañana, la llevaba de vuelta a la de sus padres para que no tuviera que dar muchas explicaciones y no supieran nada de lo nuestro por el momento. Puede que mi reputación no fuera muy buena por aquel entonces, lo cierto es que salía mucho, llevaba una vida desordenada y tenía cierta mala fama de esa que se gesta en conversaciones entre personas mayores a las que ya pocas cosas divierten más que enterarse de la vida de sus vecinos y chafardear. Me daba igual, nunca me ha importado mucho lo que digan de mí y a mis padres tampoco, afortunadamente, pero Sonia estaba segura de que los suyos no pensarían lo mismo. Sin embargo, todos los amigos conocían lo nuestro, por tanto, casi todo el pueblo, y cuando al fin se lo contó ya estaban enterados. Y un día nos conocimos oficialmente.

    Meravel celebraba las fiestas patronales con música, pasacalles y verbenas, y en una de esas noches, por la calle y sin mayor ceremonia, me los presentó. Eran gente del pueblo normal y corriente, mayores, pero no mucho, se conservaban bien. Yo apenas los conocía de vista, sin embargo, ellos sí conocían a mis padres, y a mí. Muy diplomáticos y con forzada simpatía nos mostramos todos encantados de saludarnos, charlando un rato de forma amable. Sonia también me presentó aquella noche a su hermano mayor, Eduardo, más o menos de mi edad, al que sí conocía aunque no éramos amigos, ni mucho menos, de hecho, siempre le había evitado. Era uno de los personajes del pueblo, un tipo odioso y pendenciero que se creía más listo que nadie y lo hacía notar hablando siempre en voz muy alta con gesto arrogante, buscando la aprobación a su alrededor y sonriendo con estúpida suficiencia. En realidad, era solo un pobre ignorante que intentaba esconder un gran complejo de inferioridad bajo aquella capa de arrogancia, o eso pensaba casi todo el mundo, y todos se daban cuenta menos él mismo. Pero también era fuerte, suspicaz y violento, lo que hacía que la mayoría prefiriera reírse de sus bravuconadas a sus espaldas. Era cazador, algo de lo que se pavoneaba constantemente hablando siempre con orgullo de sus escopetas, sus partidas de caza y los animales que mataba. Capaz de asegurar que los cazadores tienen la obligación de cazar conejos porque son una plaga, y después reírse con chulería confesando que también mataban zorros porque son depredadores naturales de los conejos y les quitaban la diversión. O jurar que, si alguien se la jugaba, sacaba la escopeta, le metía dos tiros y después se iba a la cárcel tan a gusto. Y era el tipo de energúmeno que parecía decirlo en serio. Un cínico, un idiota engreído y demasiado chulo, un payaso violento y agresivo, ese era el hermano de Sonia. Nunca lo tragué, ni él a mí tampoco, y la noche que Sonia nos presentó oficialmente ambos lo reafirmamos con una mirada que intentaba aparentar todo lo contrario.

    Aquello fue el comienzo de nuestra verdadera relación. Los padres de Sonia me aceptaron un poco a regañadientes al principio, manteniendo ciertas distancias, pero luego vieron que no era tan cabra loca como seguramente habían oído y ya me trataron con más familiaridad. A su hermano no lo soportaba, solo lo aceptaba como un mal necesario, pero ellos no me caían mal, eran del tipo habitual en el pueblo, gente sencilla, algo bruta por decirlo así, no demasiado sutil ni mucho menos refinada, con algo de malicia pero sin especial maldad, y en su caso no demasiado simpáticos, aunque tampoco se esforzaban en pretenderlo, lo que al menos me parecía honesto. Y en el fondo pensaba que su inicial prevención hacia mí era un comprensible temor a que su hija diera con malos hombres o presuntos desaprensivos, sin pensar, o puede que sin querer hacerlo, que quizá la desaprensiva fuera ella.

    Por aquellos días también presenté a Sonia a mis propios padres, a los que encantó que su hijo tuviera al fin novia formal. Y desde entonces casi todos los fines de semana comíamos en casa de unos u otros haciendo de nuestra relación algo cotidiano y aceptado por todos. Sonia comenzó a pasar ya tanto tiempo en mi casa que prácticamente vivía conmigo, y así pasaron un par de años, lo que ahora me parece un periodo sorprendentemente largo.

    Cuando Sonia vino por primera vez a casa se asustó al ver a Tomy. No exagero, se asustó mucho. Me costó hacerle entender que no había porqué, que era un trozo de pan completamente manso e inofensivo y no le iba a hacer nada. Poco a poco fue perdiéndole el miedo, pero le costó encariñarse con él. Sonia y toda su familia eran del tipo de gente que solo ve a los animales como un recurso a explotar si sirven de algo o pueden sacar algún provecho de ellos, y los que tenemos animales de compañía les parecemos gente rara, preocupados por si el animal ha comido o no, o de si está bien o mal de salud, ya ves tú, un gato. No entienden que se puedan tener porque sí, o que tienen sentimientos y pueden sentir miedo, desconfianza o estar alegres o aburridos como cualquiera de nosotros. Así que Sonia perdió pronto el miedo a Tomy, pero tampoco le hacía ningún caso, para ella era como invisible. Sin embargo, con el tiempo, empezó a apreciar su carácter tranquilo e independiente, su gran belleza, su compañía serena, su bondad, su mirada confiada y orgullosa. Y como, en efecto, era completamente inofensivo, para su propia sorpresa le cogió cariño. Y del cariño pasó a quererle mucho, y a subirlo a su regazo para acariciarlo hablándole con dulzura mientras Tomy se dejaba hacer con su resignación habitual. Para ella era como a un peluche viviente que le gustaba tener siempre cerca, y yo estaba encantado de verlos llevarse tan bien.

    Por aquel entonces nuestra relación era ya muy estable, así que, en algún momento, no recuerdo muy bien cómo ni si yo insistí mucho en ello, decidimos casarnos. Por principios me negué a una boda tradicional en la iglesia y Sonia aceptó una simple ceremonia civil, aunque se empeñó en casarse de blanco y con toda la parafernalia habitual, lo que a mi vez tuve que aceptar. Como primer y necesario paso fuimos al Registro Civil para que nos dieran cita, el día que fuera, sin más historias. Y tuvimos suerte, había un hueco el 10 de noviembre de 2001, solo unos pocos meses después, por una anulación o algo así, que aceptamos sin más. Lo anunciamos a nuestras familias con alegría y comenzamos los preparativos para la boda, los invitados, el banquete y todo eso. En realidad, de casi todo lo referente al evento se ocupó Sonia. Pero decidimos también comprarnos un piso y vivir en Valencia, y de eso sí me ocupé yo. Fue ella la que se empeñó en vivir en la ciudad. Yo, acostumbrado a mi casita, la tranquilidad del pueblo y a estar cerca de mis padres, que se iban haciendo mayores, prefería seguir en Meravel. Por aquel entonces mi padre estaba malucho, tenía una afonía que no terminaba de curar y había adelgazado un poco, pero tanto mis padres como los de Sonia se las arreglaban perfectamente por sí mismos. Y, siendo justos, irnos a Valencia tampoco era buscar nuevos horizontes ni mucho menos, de hecho yo ya trabajaba allí y ella estudiaba en la Universidad. Así que, como Sonia estaba tan ilusionada, acepté sin demasiados reparos. Tuve que reconocer que nos venía mucho mejor que desplazarnos a diario desde el pueblo, aunque me entristeció pensar que tendría que vender mi casita, a la que había cogido mucho apego y en la que me sentía muy a gusto.

    Tuvimos suerte, o eso pensé en aquel momento. Empecé a buscar piso, y, cuando solo había visitado dos o tres que no me gustaron, vi un anuncio en internet que me pareció interesante de inmediato. Un piso de solo dos habitaciones, pero con un salón amplio con balcón a la calle, más una cocina holgada, un generoso cuarto de baño y otro más pequeño en la habitación más grande, varios armarios empotrados por toda la casa, una terracita acristalada de unos veinticinco metros cuadrados y garaje en el mismo sótano. En las fotos parecía perfecto, bonito y bien cuidado, aunque era un séptimo piso, demasiado alto para mi gusto, un detalle menor en todo caso. Estaba en una zona de la ciudad poco conocida para mí, pero muy bien comunicado, y se ajustaba muy bien a nuestras pretensiones. El precio era en realidad su mayor atractivo, muy barato por lo que aparentemente ofrecía, una muy buena oportunidad. Llamé al propietario, me confirmó el precio y decidí ir a verlo aquella misma tarde. Tuve que ir solo, Sonia no pudo venir por alguna razón que no recuerdo, pero quise ir a verlo cuanto antes. Y me gustó mucho, era tal cual se anunciaba y no necesitaba reforma alguna, estaba impecable, como nuevo, aunque no lo era. Por más que busqué y pregunté al propietario, que me lo enseñó en persona, no encontré razón alguna para un precio tan asequible, muy por debajo del de otros pisos similares.

    Me despedí asegurando que estaba muy interesado y volvería a llamarle, ilusionado pero un tanto escamado. Al salir del ascensor me encontré con un vecino abriendo su buzón y me las ingenié para comentarle, como de pasada, que probablemente iba a comprar el piso, solo por ver si me contaba algo que el dueño no querría que supiera. Pero se mostró cordial y me habló muy bien de todo. Llamé a Sonia y le conté, bastante emocionado, que el piso era perfecto y me parecía una muy buena oportunidad, aunque había que asegurarse. Al día siguiente, en el Registro de la Propiedad, averigüé que no tenía hipotecas ni cargas de ningún tipo. Y también llamé al administrador para preguntarle si había deudas comunitarias o algo raro. Pero no, todo estaba al corriente y sin problemas.

    Dos días después volví con Sonia, y se mostró también encantada. El propietario nos dijo casi divertido y de pasada que había más gente interesada, y le creí, porque por aquel precio era un chollo. Estuvimos mucho rato allí preguntando todo lo que se nos ocurrió, fijándonos en cada detalle, tomando algunas medidas, viéndolo como nuestro probable futuro hogar e intentando a la vez encontrar la trampa por algún sitio. Pero no la hallamos, el piso nos gustaba a ambos y era sin duda una muy buena oportunidad. Sonia y yo nos pusimos de acuerdo solo con la mirada, y decidimos lanzarnos. Al fin anunciamos al dueño, algo sorprendidos y bastante nerviosos pero muy contentos, que nos gustaba y nos lo quedábamos. Y nos dimos la mano para sellar el acuerdo de palabra, a la espera de firmar el contrato de arras y pagar una señal en metálico ya vinculante. Al día siguiente estaba de nuevo allí, firmando con él los papeles que ya llevé preparados. Le pagué unos 3.000€ en un talón bancario como señal hasta la compra en el notario.

    Yo tenía trabajo estable desde hacía bastantes años. El sueldo no me permitía vivir a lo grande pero no pasaba apreturas, y sabía que podía conseguir una hipoteca sin muchos problemas. Además, aunque tenía gastos y había llevado una vida un tanto desordenada, de alguna manera había conseguido ahorrar algún dinero con el paso de los años. No era mucho, pero nos iba a venir muy bien. Y también tenía, claro, mi pequeña casita en el pueblo, aún sin pagar del todo, pero que podía vender sin dificultad si no me pasaba en el precio. De hecho, tras dar la señal para el piso y llegar a casa, puse carteles de ‘Se Vende’ simplemente escritos con rotulador, y los tuve que quitar ese mismo día. Apenas dos horas después se presentaron unos vecinos que vivían unas casas más allá y se mostraron muy interesados. Eran un matrimonio algo mayor que conocía poco aunque saludaba a diario, junto a su hijo, un chico más joven que yo al que no veía mucho por el pueblo pero también conocía, gente sencilla y agradable. Me explicaron que estaban buscando casa para el chaval cerca de ellos, y, aunque en Meravel todo estaba muy cerca, la mía les parecía perfecta. Y llegamos pronto a un acuerdo, tanto en precio como para acomodar las respectivas operaciones de

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