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La espiral esférica
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Libro electrónico138 páginas1 hora

La espiral esférica

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Novela de una sensibilidad y una profundidad inusuales, en la que el autor ahonda en uno de los temas estrellas de su obra: el regreso a las raíces después del exilio. Nuestro protagonista regresa a su hogar tras muchos años sumergido en otra cultura, en otra lengua y en otra vida. A través de conceptos tan líquidos como la patria, la identidad, la bandera, Pablo Medel nos narra en esta historia lo que Heráclito contó en su fábula: ningún hombre es capaz de nadar dos veces en el mismo río, porque ya no es el mismo río, como tampoco es el mismo hombre.-
IdiomaEspañol
EditorialSAGA Egmont
Fecha de lanzamiento18 mar 2022
ISBN9788728039786
La espiral esférica

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    La espiral esférica - Pablo López Medel

    La espiral esférica

    Copyright © 2019, 2022 Pablo Medel and SAGA Egmont

    All rights reserved

    ISBN: 9788728039786

    1st ebook edition

    Format: EPUB 3.0

    No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

    www.sagaegmont.com

    Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

    De aquí para K.

    1

    Mi tiempo avanza en espiral

    F. G. L

    Ser capaz de observar con detalle esta cinta cribadora que tritura y arrastra los montones de algas y sargazo, mientras el murmullo de las olas de espuma se acerca a la orilla y evita un peligro en tierra, porque justo al chocar con tus pies siempre da marcha atrás y el operario, que no mira, deja tras de sí un surco infinito de arena despejada y sigue avanzando de la única forma posible, sin volver la vista hacia atrás, y deja a sus espaldas el palo de madera donde ondea la bandera azul y la dorada con su castillo doblado, sus estrellas de ocho puntas y la corona real abierta ante la nada frente al cormorán que observa todo en silencio, como si únicamente él supiera cómo hay que mirar con más detalle o con la tranquilidad de esas gaviotas reidoras que cruzan de un lado a otro de la costa sobre el manto tranquilo de agua salada que oscila sin mucha fuerza y sin saber que alguien observa lo que pasa, en espera de que se haga de noche y llegue el frío.

    Quizá no sean los atardeceres atlánticos y pacíficos, pero esta vez comprendes que la fuerza no está en el mar, sino en el cielo mediterráneo donde ahora los tonos de naranjas y guayabas te ofrecen un cielo distinto al que recordabas y te hacen resoplar con fuerza, para que sientas una vez más el alivio de desechar una idea tonta que no sea la de pensar que el aroma fétido del salitre sea el que te invite a levantarte de esta roca, única testigo de la decisión de empezar de cero a más de nueve mil kilómetros de esta roca y ya han pasado tres años, pero podrían haber sido trescientos mil porque la roca insiste en que te sientes una vez más para recordar que eres capaz de olvidarlo todo porque todo sigue igual de firme en el mismo sitio.

    Las montañas de algas se amontonan en la arena y en el paseo marítimo la luz de las farolas se enciende e ilumina a las sombras de familias que desaparecen lentamente entre las columnas de palmeras y jacarandas bajo el murmullo de las olas, el chirrido lejano de los grillos y los golpes del llavero plateado, el mismo llavero de entonces, que vuelve a enroscarse sobre el dedo que señala y haces que dé vueltas sobre sí mismo.

    Anochece más pronto que la semana pasada; está claro que el verano por fin se acaba y llegará septiembre y vendrán las lluvias y soplará el poniente y las aves migrarán cuando ya no estés, si decides irte; unas, de norte a sur y otras irán de este a oeste, e imaginas las rutas de ida y de vuelta, y lo harán sin perderse porque nacen programadas genéticamente para saber cuándo y hacia dónde tiene que volar en las primeras migraciones, mucho antes del aprendizaje o las experiencias de vuelo, y es un misterio cómo localizan sus destinos, siempre los mismos, de ida y vuelta; la brújula está en las estrellas, dices, esas mismas que ahora se intuyen en el cielo, pero también en los vientos estacionales, en rocas como esta o incluso en los campos magnéticos de esta tierra que pisas tranquilo.

    Saber que hay vida más allá de las gaviotas, aunque no distingas bien entre un charrán y una golondrina y te cueste diferenciar a la cabecinegra que en invierno cambiará el color de su cabeza, porque todo este mundo que desconoces no es sino una excusa para recordar los viajes neotropicales que llenarán pronto las aguas caribeñas de zorzales y playeritos, tangaras y chorlitos, gavilanes y zopilotes, colibríes y especies tan lejanas y distintas a los cormoranes y pardelas, alcatraces y vuelvepiedras, correlimos o las gaviotas reidoras que en teoría ahora comparten destino contigo.

    No caigas en la trampa de comprender el regreso; uno se da cuenta de que no es fácil volver si no se sabe volver, porque los héroes llegaban y, salvo el elegido, fueron vueltas desastrosas y solitarias, quizá por pensar que todos tenían una aventura cíclica y masculina, ya fuese Troya o el exilio en este planeta que se viene abajo, como este horizonte de plata mediterránea que se apaga y languidece; no importa si hubo ambición y se cumplió el objetivo o fue algo mítico y se transformó tu pequeño mundo o quizá fue algo más inesperado; es el esquema nuevo que ahora no cuadra en esta línea que uno no sabe dónde termina, ni crees ya que sea un círculo.

    Recordar que uno no está solo y entender que el momento no te deja fuera de nada ni dentro, solo te enseña a comprender que uno ya no es ni de fuera ni de dentro cuando regresa temporalmente a una patria que dejó de tener sentido, si acaso alguna vez lo tuvo, pero eso ya no importa; tu preocupación es otra, es volver a un posible origen y creer que hubo un principio, aceptar una raíz y convivir con la extraña sensación de no pertenecer a ningún sitio, porque los sitios no le pertenecen a nadie, a pesar de las fronteras y del baile de banderas y escudos y lenguas que se enredan solas para ver quién es la más fuerte mientras una fuerza oculta te empuja hacia a la cuneta, que es una orilla como esta, en la que no pasa nada y te planteas si el planeta cambió o sigue igual y tú lo ves distinto.

    Cuando se pierde el lazo familiar con el hogar y con el mundo tras la experiencia de haber roto con un supuesto pasado, tú ya no eres el mismo y no estás solo, aunque pienses ahora en la opción de dar por terminada la posible aventura y que empecéis aquí una nueva vida, porque sabes que el problema ahora es otro; el problema estaría en el reajuste, en readaptarse; solo tú sabes qué has vivido y ya eres distinto, aunque luches a ciegas, como esos peces que imaginas, por volver a ser el mismo.

    La trampa es no aceptar que el regreso es otra salida, una segunda vuelta, acaso la segunda de muchas otras o quizá la última, y alocarte con preguntas que carecen de respuestas, mientras las gaviotas ríen en grupo, porque el tiempo ha pasado y las reglas también varían, aunque busques como un tesoro enterrado el vínculo entre lo propio y lo extraño y le des vueltas al llavero plateado y a la paradoja de no saber resolver la tensión indefinible que sospechas tener no con el mundo sino con la persona que eras antes de haberte ido.

    La playa se queda a oscuras y sabes que es momento de volver y cerrar el día junto al mar en busca de un consejo, de un consuelo, de otra roca donde sentarte, porque has vuelto a la misma roca, a la misma piedra en la que te despides otra vez de ti mismo mientras caminas por la orilla en busca de otras piedras y sonríes tranquilo, porque has tenido tiempo para comprender que lo único que te queda aquí, con o sin piedras, es este momento de lucidez presente donde uno se libera del apego y aprende a disfrutar del fragmento para observar el mundo de otra forma, con los mismos ojos que ahora miran los montones de algas y sargazo y las dos banderas revueltas que ondean para nadie con sus advertencias y sus peligros.

    Y volver a encontrarte con el grupo y confundir las llegadas y salidas porque hoy llegas tú, pero mañana uno vuelve a Portland y otro a Mozambique y darte cuenta de lo difícil que es mantener el contacto si ya habéis normalizado los encuentros temporales, porque todos somos residentes temporales en cualquier país del mundo, dice tu amiga de Cartagena y lo hace muy afectada desde que se fue a Mánchester y luego a Edimburgo y ya le fue imposible sostener la relación contigo, a pesar de los intentos digitales y los cruces de mensajes, porque ahora ya no os habláis, sois casi desconocidos y tú le preguntas que ya ni recuerdas cómo se apellida; fue imposible retener las amistades con tanto movimiento y tanto viaje, por eso la imagen recurrente y agridulce fue la de una pandilla dispersa, esparcida sobre treinta y ocho millones de kilómetros cuadrados.

    Porque todo está mezclado y por mucho que insistas en deshacer los nudos e inventarte líneas rectas, una vez que sales de la rueda no hay vuelta posible y tampoco tendría sentido; había que alejarse, cuidarse, tomarse la vida de otra forma y darse cuenta de que la solución no estaba en las hipotecas o en las pensiones del futuro, sino en aferrarse al instante, hacer otras preguntas, sacar la ilusión de otros lugares e inventarse una vida que pudiera ser posible ahora, a ser posible lejos de Europa, te dice otra amiga que vive en Buenos Aires y ahora discute apasionadamente sobre las revueltas sociales y el futuro incierto de la última generación de treintañeros indignados.

    Durante la noche alguien le pone nombre y tú hablas del choque cultural inverso y otro habla del síndrome de Ulises y alguien dice que no, que no es lo mismo, y tras leer alguien en un teléfono un fragmento de Homero, coincidís en lo difícil que es volver cuando no hay apego romántico de por medio a la tierra en la que naciste, aunque hoy que recorriste de día tu ciudad como quien la descubre de nuevas, se te acumularon las rutas y los monumentos emblemáticos y te diste cuenta de que sí que lo ves todo con un nuevo cariño, pero no tienes claro que sea hacia la ciudad, hacia este barrio, hacia la calle, hacia esta terraza o hacia la comida que tienes a la mesa, sino hacia los recuerdos fragmentados de una historia de errores y aciertos que, de golpe y sin aviso, te desvelan un posible pasado.

    Habláis mucho del desapego, y quizá tendríais que seguir hablando, y del contrasentido de saber que eso es lo que os une y define como colectivo en conversaciones como esta en las que acabáis consumidos por el fuego fatalista del nuevo encuentro esporádico; muchos sois excedentes voluntarios de países ricos y no eres consciente, te dice tu amigo inconformista, de la tragedia de las ciudades-campamento donde se busca lo imposible con la torpeza diplomática de buscar soluciones locales a problemas planetarios, y le das la razón porque descubriste no hace tanto que la tragedia del sistema neoliberal que os vio nacer, dicen, es más social que económica y, mientras unos se van y otros se quedan e intentan comprender lo que ocurre, hay lugares que perfilan el mundo como un vertedero de residuos; las cárceles ya no reciclan, escuchas, solo eliminan lo que sobra o lo trituran, como en los campos de refugiados; os obligaron a moveros y mirar hacia otro lado, mientras construyen más muros y clavan más banderas y suenan más altos los himnos, porque la última carta de los políticos fue aprovechar el clima de terror y asegurar la protección eterna frente a los que llegaban de fuera, los nuevos enemigos fantasmas de este mundo que no sabes cómo resiste ya tanto golpe y tanto daño.

    Es bonito saber que colgaron una pancarta gigante dándoles la bienvenida, pero aquí no llegaron ni dos mil de los diecisiete mil a los que se habían comprometido, te recuerda tu amigo y te dice que, por favor, dejes quietecita ya la moneda de dos euros, porque en Europa se cerraron otra vez las puertas y en Creta se marcó la entrada de un nuevo laberinto; prometieron reubicar, asentar y dar cobijo a casi

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