Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Las aves de mi mente
Las aves de mi mente
Las aves de mi mente
Libro electrónico301 páginas4 horas

Las aves de mi mente

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

En el túnel interminable de tu conciencia se refleja lo que
has perdido, las aves de tu mente atraviesan el lúgubre laberinto de esa mente
que te devolverá lo que debías haber olvidado en el vacío de la inconsciencia.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento31 ene 2022
ISBN9786074107326
Las aves de mi mente

Relacionado con Las aves de mi mente

Libros electrónicos relacionados

Ficción psicológica para usted

Ver más

Artículos relacionados

Categorías relacionadas

Comentarios para Las aves de mi mente

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Las aves de mi mente - Ana Elvira Martin

    Primera Parte: Colonia Guerrero

    Capítulo I

    Son lugares extraños, visiones incomprensibles dentro de su cabeza. Ahí, en donde ya no existe cordura, cree que imagina, a veces siente que es real, espera siempre que suceda lo inexplicable. En su interior sabe que de repente viene Simona, con ese aire de engreimiento que tanto miedo le produce y tanta rabia descarga en su hígado. Otras veces es la pequeña y hermosa Ana María, con una dulzura recia y soberbia que no deja abrazarla. Todas las veces parece que están enojadas con él.

    De repente aparece un hombre, como si saliera de los muros, como si se extrajera de las recónditas paredes de su escasa memoria. Él, quien un día fue su amigo, el hombre sobre quien sabe perfectamente que algo importante representa en su vida, y lo sabe su corazón, pero su mente no lo recuerda. Luego exclama:

    ―¡Pero claro, es él! ¡Es el Francés!

    Ahora lo recuerda, pero no sabe por qué lo ignora. No le queda claro, ¿es que está enojado? Quizás le hizo algo. Luego siente que se revuelve su estómago:

    ―¡Ay! Pero ese maldito amaneramiento tan grotesco no se le quita, maricón de mierda.

    En un instante se encuentra invadido de rabia. Le da igual lo que le diga, no entiende lo que le dice, no tuvo nada que ver, eso no es posible. Él es un maldito marica que, cuando se dio cuenta la que se venía, le abandonó. Ahora lo veía claro, huyó dejándole a la deriva, sabía que Batista no duraría, tenía buenas conexiones en Europa y ya le habían dicho que el dictador tenía los días contados.

    Todo da vueltas en su mente. Ahí están los convoyes militares, Batista estaba celebrando su última noche en La Habana, pues huyó en medio de la noche vieja, mientras el comunista de Castro entraba y la negrada le vitoreaba. Parece que lo vuelve a ver, hasta él mismo se sentía emocionado cuando dio su discurso… Sí, ahora recuerda que él, adorador del Tío Sam, también admiraba al tal Castro.

    Voltea de entre sus recuerdos, mientras siente ganas de salir corriendo. No encuentra la salida. ¿Qué pasa? No hay salida, los pies ya no quieren caminar, sus piernas no le sostienen, se doblan, ya no gobierna su cuerpo, ellos le persiguen. Hay otras mujeres, unos hombres que no sabe cómo se llaman, su cabeza se inflama mientras todos le insultan.

    ―¡Puta madre! ―dice él temblando de miedo y gimiendo de rabia―. ¡Ahí está Mauricio!

    A ese sí que lo reconoce de inmediato, le mira con un odio encomiable y se ríe de él, tiene un enorme látigo en su mano que tira hacia él.

    ―Pero, ¿quién es ese mal nacido? ¿Por qué me pega? ―se pregunta desconcertado, mientras en cuclillas, derrotado en el piso, se cubre con sus enflaquecidos brazos cuando Mauricio echa una y otra vez el látigo al aire. Está realmente impresionado al sentir cómo el golpe implacable desgarra su piel de anciano, esa piel completamente adelgazada por los años.

    Sin darse cuenta en qué momento ha sucedido, sale una fiera del maldito látigo. Es un enorme gato montés, negro azuloso, divino, hermoso, felino, sensual, que con un solo salto se le viene encima y termina por derribarlo en el piso helado, cuando intentaba estúpidamente incorporarse. Cae en el suelo como un grotesco saco de huesos. Al ver el piso manchado de múltiples gotas de sangre se da cuenta cómo su cabeza sangra, el mareo le entorpece. Una vez más el gato montés le acosa con su mirada felina, con sus garras le abraza el cuello. Él, ahí indefenso, tendido en ese piso frío, sigue sangrando. Cuando lo ve tan cerca, siente el calor de su respiración, cómo entra en su boca entreabierta por la fatiga de la lucha. Ve que el gato montés es Berenice, quien le toma del sexo salvajemente. Siente como si quisiera arrancarlo de su cuerpo, grita desesperado por el dolor que le provoca. Ella ríe como poseída, sigue tan bella como aún la recordaba, con esos ojos negros inmensos que lo devoraban y sus formas terriblemente sensuales que se contorneaban sobre su pusilánime osamenta. No puede confundirse, a ella sí que la recuerda perfectamente. Se incorpora, tiene pavor, se arrastra como reptil y se agarra de las paredes, desgarra las cortinas, desbarata las sábanas y cuanto objeto encuentra a su paso en la estrepitosa huida. Todo da vueltas en su cabeza, los ojos no le permiten sentirse equilibrado. Ve en ese torbellino cómo ella sangra del vientre, le grita que abortó a su hijo y se lo muestra: es una masa asquerosa de carne envuelta en sangre que llora y se ríe cuando lo mira. Berenice asegura que es su culpa y el asqueroso feto le reclama por haberlo matado.

    Siente que se desvanece, no entiende nada, otra vez el maldito Mauricio está ahí. Semiinconsciente ve cómo le propina un latigazo escalofriante a Berenice. Entonces cierra los ojos ante el sonido espeluznante, pero al abrirlos de nuevo por la curiosidad, sus ancianos ojos están por salirse de sus órbitas y exclama en silencio:

    ―La ha desaparecido. ¡Lárguense, lárguense! ―les grita desesperado, con un extraño valor acobardado que se nutre de su pavor.

    Pero es cuando llega Simona, con esa mirada que lo traspasa y lo regaña con sus gritos estridentes, con su voz de loca. Le reclama el dinero de su chaleco, lo acusa de haberle robado, de haber huido y no haber vuelto ni a verla morir. Él no entiende nada, no quiere entenderla.

    ―¿De qué habla esta vieja loca que me ve con tanto odio? ¡Cuándo carajos te vas a largar! ―le grita como energúmeno.

    De repente quiere levantarlo, le tiende la mano con verdadera ternura. No tiene fuerzas para derribarla, para azotarla con el odio que ha guardado toda la vida, un odio inmenso, eso sí es realmente verdadero. Lo que sí puede hacer es insultarla hasta que su odio se desgarre en su garganta reseca. Todo ha sido culpa de ella, ahora siente un recuerdo dentro de sus entrañas que le incita a acabarla, a matarla, a tomar venganza de todas sus vejaciones, a azotarla por todas sus humillaciones.

    ―¡Maldita loca! ¡Lárgate! ¡Infeliz!

    La corre con la misma mirada de odio que ella tenía minutos antes sobre él. Entonces Simona llora y se desvanece, alejándose lentamente. Siente felicidad, sonríe en su irónica miseria y se dice a sí mismo:

    ―Por fin la he vencido, ahora sí he ganado.

    No sabe por qué tiene esos pensamientos incoherentes que parecen explicar su ira. Por otra parte, Ana María no se acerca, la llama, pero ella se aleja extendiéndole una mano que cada minuto se torna más inalcanzable… Sin poder asirla, la ve vestida de blanco, sabe que todavía necesita su consuelo, como cuando le dejó a sus doce años, cómo la odió ese día que le abandonó a su suerte, que le dejó solo en el mundo con la maldita loca de Simona.

    De pronto Mauricio lo persigue, no le da un segundo de tregua, lo golpea una y otra vez hasta que logra esconderse en el otro cuarto. Llega José Luis como caído del cielo y le extiende la mano, con esa angelical bondad que detesta tanto. Pero él lo insulta despiadadamente, sabe en ese instante cuánto lo odia, cuánto se deberían odiar mutuamente.

    ―¿Por qué me ayuda? Seguramente se quiere vengar de cuando le estrellé la botella en la cabeza, me quiere cobrar la muerte de sus hijos, la suya propia tal vez, o la de su puta esposa ―piensa lentamente. Aun así le pide que lo acompañe, él se niega rotundamente, sabe perfectamente lo que pretende… No se quiere morir, y lo maldice hasta el cansancio.

    Ahí viene Mauricio de nuevo con su mirada sarcástica, se burla de su estado actual, el sonido hueco de sus carcajadas se confunde con un sonido que le parece real, un sonido que se confunde con las aves que habitan su cabeza. Abre los ojos, está solo en aquel cuarto, de repente ve cómo se mueve la perilla de la puerta. Aterrado esconde entre sus delgadas y arrugadas manos su descompuesta cara, espera aparecer el látigo y azotarse de nuevo en su espalda desnuda, en su cabeza sangrante o en sus manos entumidas. Es entonces que entra Alina y, con una mirada de ternura confundida con lástima, le dice asombrada:

    ―¡Nico, Nico! Soy yo, Alina. ¿Qué te pasa?

    Parpadea atemorizado y ve que todo volvió a la normalidad. Está casi desnudo, con la cabeza sangrando y los calzones llenos de mierda. Viene ella, y como todos los días le da de comer y lo asea, aunque ahora llegó con Lorena. Sí que las recuerda, las dos lo quieren, todos los demás se fueron:

    ―¡Qué bueno que llegaron cuando ya se han ido todos! ¿Los habrán visto?

    Toma las vitaminas que le entregan, aunque sabe que no son vitaminas, pero las toma con un sorbo de un líquido que le dicen que es cerveza, pero no sabe a cerveza, sabe a refresco dulce y feo. Él sabe que no es, pero les hace creer que lo han engañado, no quiere que se vayan, si no van a volver todos los demás, no le dejarán en paz hasta que ellas regresen. Ellas no los ven, él ya se dio cuenta, así que les debes proteger. Ellos tampoco quieren a Alina. No las quieren porque lo protegen, porque lo quieren, ellas solo lo tienen a él, por eso todas las noches debe luchar contra ellos, y que José Luis no le salga con sus sermones de que tiene que perdonarlos a todos y pedir perdón:

    ―Pero ¿cómo se le ocurre, si ellos vienen y se burlan de mí? Además me golpean, me obligan a golpearme. ¡Dónde cree que cabe el maldito perdón! ¡Ellos me están matando y este con sus pendejadas!―se dice mientras toma la mano de Alina y la besa con verdadero agradecimiento―. Ella debe ser mi mamá, siempre me da de comer y es vieja, porque mi novia debe ser Lorena, es tan bonita ―se explica sin poder recordar quiénes son en realidad.

    Nunca se da cuenta cuando ya se han ido, parece como si en sueños las tuviera, pero siempre le abandonan.

    ―¿Por qué son tan malas conmigo? ¿Por qué no me quieren? ―se pregunta al verse solo otra vez en esa casa, sabe que esa casa es de Lorena, que se la ha dado para que viva, así que sabe que lo ama, pero entonces, ¿por qué no vive con él? Debe ser porque aún no se han casado ―se responde ilusionado.

    Abre la cómoda que está junto a su cama, apenas logra hacerlo con trabajos sobrehumanos. Entre bolsas y trozos de periódicos encuentra una foto y exclama asustado con un periódico antiguo entre sus temblorosas manos:

    ―¡Pero es este maldito Mauricio otra vez!

    Con un enorme esfuerzo se rueda en la cama, alcanza sus gafas, les falta una pata, pero no recuerda cuándo se rompieron. Lee con gran dificultad Sandoval Travessi, no puede ser, la destroza con rabia infinita.

    ―¿Soy yo? ¡No, eso no puede ser! Es el infeliz que viene a diario con el látigo, ¡estoy seguro! ―se contesta aterrado.

    Luego encuentra fotos de mujeres que apenas recuerda y otras fotos que no entiende, ve la foto de una mujer de mirada recia, con los ojos hundidos. Con vértigo la reconoce: es Simona. Él blasfema sobre su recuerdo, y cuando está a punto de romper la foto, Simona aparece en la puerta de la habitación y le grita con dolor:

    ―¡Rosendo! ¿Qué haces ahí? ¿Dónde está mi dinero? Maldito bastardo, ¿por qué me robaste? ¡Por irte con esas mujerzuelas! ¡Por andar de borracho con el desgraciado de Joaquín!

    De repente llora y la maldice a la vez. Quiere asirse de su falda, pero desaparece instantáneamente. Cuando se da cuenta, está tirado otra vez, como un despojo humano en medio de la habitación, como un maldito viejo inútil.

    Cuántos días, cuántas noches han pasado, no lo recuerda. Todos los días, como una bendición, llega Alina a darle de comer, a lavar sus desechos, a rezar sus oraciones que le enloquecen. No sabe por qué lo llena de furia verla tan noble, sabe que no lo merece, pero la necesita. Su cuerpo cada instante se vuelve más inútil, pero no menos miserable de lo que es más allá de sus entrañas. Aun así la odia cada día más, es un sentimiento que no puede reprimir, cuántas veces tuvo ganas de matarla. ¡Ahora lo recuerda! Lo que no puede recordar es por qué la odia, por qué necesitaba que ella no existiera. Lo que se ha borrado de su libro de recuerdos es por qué lo abandonó, porque ella fue la que lo abandonó, no es que lo recuerde, es que lo sabe tácitamente, su corazón se lo recuerda en cada latido.

    Cuando aparece Lorena la desea con vehemencia. Ella le dice que es su hija, pero él no lo acepta, está mintiendo, ella es su mujer, pero la maldita se ha ido con otro, incluso se lo presentó, qué blasfemia, qué cinismo. La mira con amor, su cuerpo sigue firme, mientras el suyo es una porquería detestable. Sabe que Berenice la odia, pero lo bueno es que Berenice no la ha visto. Aún mantiene el miedo que le causa escalofríos cuando escucha a la loca de Berenice susurrando en su oído:

    ―La perra de tu mujer va a morir, si a ti te falta el valor, a mí no me ha de fallar el tino.

    De repente se mira en el espejo y enloquece por su fealdad, por su vejez. Las bolsas de los ojos ya no dejan ver el brillo de su antiquísima mirada. Su boca, de labios delgados, se ha arrugado. Los dientes falsos que le ayudaban a masticar ahora se resbalan de las enjutas encías de anciano decrépito. ¿Para qué quieren que coma? Él solo se quiere morir, ellos no lo dejan morir, lo han salvado miles de veces.

    ―¿Qué caso tiene? ―se repite a cada instante―. ¿Qué he hecho con mi vida? ¡Todo ha sido una desolación de ingratitud, de maldad! Pero ellos insisten en arroparme, en alimentarme, seguro es para burlarse de mi estado deprimente. Mira en lo que me he convertido, en un viejo inservible, repulsivo. Ahora que no me puedo defender se estarán riendo de mi inutilidad y esa maldita de Lorena restregándose con cualquier tipo, mientras yo la amo tanto, yo solo la he querido a ella. ¡Berenice nunca me importó! ―se recrimina por enternecerse ante sus cuidados.

    ―¿Qué has ganado con odiar tanto? ―escucha repentinamente una voz dulce y melodiosa que le habla dentro de su cabeza―. Dime, ¿por qué no aceptas simplemente que te quieren de verdad? Ellos ahora son tu familia, ha sido una nueva oportunidad que te han otorgado para reconciliarte, para perdonarte, recuerda que ya una vez fallaste. Rosendo, entiéndelo, hoy no has sido el mismo.

    Se despierta como poseído por la ira.

    ―¡Ese maldito nombre otra vez! ―grita en la soledad de ese apartamento que parece una cárcel, donde se va muriendo lentamente como un pusilánime gusano, mientras la mezquindad de su espíritu sigue flotando en el ambiente, lacerando con ese odio que no puede controlar la ingrata ternura que su familia a ratos le entrega.

    ―¡Yo no soy Rosendo! ¡Yo soy Nicolás Sandoval Travessi! ¡Nicolás Sandoval Travessi! ―continúa gritando, como si pronunciando ese maldito nombre por fin desaparecería el otro, junto con sus recuerdos y sus rencores.

    Como emanada de las paredes se acerca flotando hacia él una diminuta mujer de cabello negro ondulado. Rozando el lóbulo de sus oídos, siente su espíritu tierno acariciando sus miedos, su figura es menuda y adecuada. Se sienta junto a su cama, le arropa en su regazo tiernamente, con un cariño profundo, con una mirada muy dulce. Es su olor, que nunca ha olvidado, ese aroma que le ha sido tan necesario. ¡Por Dios, han sido años sin haberla visto!

    ―¡Oh, Dios mío! ¡Eres mi madre! ¡Has venido a consolarme! ―dice mientras llora con la cabeza entre sus manos, llora como hacía años lo había necesitado y, como un niño desolado, balbucea desesperado―: ¡Mamá, mamá! ¿Por qué me dejaste? ¡Te extraño! ―y sigue llorando por horas, hasta que se queda completamente dormido.

    ―Ella se quedó toda la noche ―le dice emocionado a Alina cuando llega temprano, como todos los días. Abre los ojos, desconcertado, y replica―. ¡Pero si eras tú!

    Ella sonríe consecuente, con esa ternura que le confunde.

    ―¡Claro, tú eres mi mamá! ―entonces le besa la mano, ansioso y sumamente emocionado―. ¿Hoy también vendrás a dormir conmigo, mamá?

    Alina sonríe con gratitud y un poco de resignación tierna, mientras le responde:

    ―Sí, Nico, llegaré en la noche, por mientras pórtate bien. No vayas a tirarte en el suelo, ni te golpees, no te quites la ropa, por favor, yo vengo al rato, duerme mientras regreso ―y le persigna maternalmente, besándole en la frente, desprendiendo suavemente sus manos de las de él, que intentan siempre retenerla.

    Ella se va junto a Luis y Lorena, quienes sonríen divertidos cuando la llama mamá. Ellos también le dicen mamá, ¿será que entonces son hermanos? Todo es tan borroso, todo es tan incomprensible, todo es tan parecido y diferente.

    No sabe cuántos días o meses han pasado, no recuerda absolutamente nada de lo que ha sucedido desde que no recuerda, aunque parece un pleonasmo, es verdad, no tiene idea cuándo dejó de recordar. Es una situación terrible, parecen familiares las caras de Lorena, de Luis, de Alina. Siempre le cuentan historias que no entiende, a veces no quiere que vengan, a veces quiere que lo abracen. Siempre le parece que lo más congruente en toda esta historia es que ellos son sus hermanos y Alina es la mamá de todos, pero a pesar de que no recuerda, sabe que nunca ha tenido hermanos. Así que sabe aún en su olvido que están conectados por alguna familiaridad que desconoce. Mientras elucubra quiénes son y qué conexión tienen, ellos sonríen divertidos, le dicen que sí con una dulzura a todo lo que les dice, un sí que suena un poco a mentira, pero si no dicen que no, entonces quizá así deba ser.

    Aunque él intenta concentrarse, recordar algo de su vida y de las caras que sabe que conoce y que recuerda con otras vestiduras, hace tiempo que las aves comenzaron a estar en su cabeza. Parece como si se elevara por instantes, siente que levita simplemente. Es cuando se siente bondadoso y calmado, hasta piensa que puede ser una gran persona, pero de repente la ira lo posee, va invadiendo lentamente su cuerpo, comienza en su estómago, se apodera de todo su pecho, lentamente lo va confundiendo hasta que llega a su cabeza como una ola de calor incandescente. Es entonces cuando todo le molesta, todo se convierte en odio y rencor, cuando se pone así se sabe odioso e iracundo, se sabe monstruoso, se reconoce malvado. Es entonces que ellos le regañan, que todos le desprecian, que las voces se confunden y tiene ganas de matarlos. Es entonces que todos se enojan con él. Si tan solo le dijeran que sí, si no le dieran la contraria, si tan solo no le discutieran cuando lo ven así, ¿es tan difícil?

    A veces cree recordar en lejanos pensamientos que ha comido e incluso que hasta ha sonreído, pero todo parece un sueño. Siente que la realidad es que vive en una eterna pesadilla, con esos enloquecidos ruidos dentro de su cabeza, y en medio de ese estruendo vienen los recuerdos que se entrelazan con las terribles batallas que libra a diario con esos demonios que no se ausentan de su vida. A veces se piensa muerto viviendo en un infierno incierto, a veces se sabe vivo, muriendo en un infierno real.

    Alina, Lorena y Luis deben ser su familia porque siempre están ahí, lo alientan, lo abrazan, lo cuidan y lo bañan. Sabe que Ramón debe ser parte de la familia también, pero no tiene muy claro quién es, casi nunca viene y cuando está, no le habla, lo ve desde lejos y omite tocarlo. ¿Quién será? Le parece tan familiar, a veces incluso le da temor verlo a los ojos, es como si supiera que lo desprecia, es como si sintiera que él también lo ha reconocido.

    Pero hoy es un día diferente, sabe que algo ha sucedido, está mucho más liviano, parece que se ha dejado llevar. Observa que han llegado repentinamente unos doctores que lo separan de Luis, que lo sostenía en sus brazos, más bien lo llevaba en vilo, y lo suben a una camilla. Luis se ve muy preocupado, tiene el rostro desencajado, está pálido y al parecer le han dicho algo que no debe ser bueno, él asiente y toma el teléfono.

    ―¿Qué ocurrirá? ―se pregunta―. ¿Por qué todos están llorando? Se ven tan nerviosos, lástima que no me escuchen, les trato de decir que estoy más sano que nunca, creo que ni siquiera ven que intento preguntarles qué es lo que sucede.

    Muy desesperado se acerca infructuosamente a sus osamentas. La realidad es que su cerebro no le ayuda, hoy poco recuerda de ciertos lapsos de eso que llaman vida. Es una sensación extraña en que no está seguro cómo cambia de un lugar a otro, simplemente está de repente en la camilla y luego, como en un suspiro, está junto a Lorena y Luis en una sala de espera. Hay un recuerdo que sí permanece vivo en su mente, y es la terrible sensación de desvanecimiento total en brazos de Luis. Tiene completamente vivo el recuerdo del terrible dolor que colapsó su pecho, el calambre en su brazo izquierdo. Fue tan intenso que borró sus miedos, vio una luz inmensa, entró en un torbellino hacia un profundo abismo. Esa fue la verdadera razón de que se cayera, todo daba vueltas y no sabía cómo sostenerse, no había nada de qué asirse.

    No puede respirar, el aire no llega a sus pulmones. Hace un esfuerzo sobrehumano cuando ve ahí sonriendo a Simona, la anciana que a veces lo llora y otras lo odia, la anciana que un día fue su abuela. Luego aparece Ana María y a su lado José Luis, ese hombre espigado que siempre le llama, ese hombre que él odia, mientras le sonríe con una cordialidad que detesta. Es muy parecido a su hijo Luis. Le llaman por ese nombre odioso de Rosendo, que él recuerda como enterrado. Obstinado como siempre ha sido, se da la vuelta, camina hacia el otro lado donde no había nada, siente miedo, pero no se detiene.

    Pero qué horror, hay un precipicio, justo en la punta de sus anhelos cae, resbala o ha sido empujado, no lo sabe, solo siente cómo se hunde en ese agujero a una velocidad estrepitosa. Entonces cuando escucha un grito ahogado en la lejanía de sus pensamientos, envuelto entre las voces de sus visiones y las aves de su mente, una voz sofocada de una mujer asustada, que parecía la voz de Alina, de su Alina:

    ―¡Luis, corre! ¡Tu papá se muere! ¡Háblale a Ramón para que nos ayude! ¡Hijo, debemos llevar a tu papá al hospital, se está asfixiando!

    Lo suben súbitamente al auto de Luis. Ellos lo ven inconsciente, pero él sí los ve, los oye lejos, no alcanza a escuchar sus gritos. Su cuerpo está extraño, no lo siente, no se puede mover con ese cuerpo viejo y arcaico, pero parece que hoy es más ligero, está tan relajado, tan sereno, mientras ellos se encuentran inmensamente preocupados.

    Luis grita, está muy exaltado, con la desesperación en sus ojos está pidiendo ayuda, prácticamente lo lleva en brazos. Seguramente se encuentra terriblemente grave, porque de forma precipitada llegan varios doctores. Cuando se abren esas puertas que desconoce, ingresa a esos sitios recónditos que parecen cercanos a la muerte, lo llevan en una camilla estrecha a lugares repletos de batas blancas. Una luz intensa sobre su faz le deja ver a Ana María, la menuda mujer que hoy sabe que es su madre, toma su mano tiernamente y susurra en su oído:

    ―Hijo, deja de sufrir, ven conmigo, aquí no duele ni el alma, ni el cuerpo, ni siquiera debes temer por nada… Ven, hijo.

    En esos sublimes instantes en que él está a punto de sucumbir a sus deseos, persigue su mano, pero siente que se pierde el contacto. Percibe una dolorosa descarga eléctrica

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1