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La flota de las especias: Magallanes y Elcano. La Epopeya de la primera vuelta al mundo
La flota de las especias: Magallanes y Elcano. La Epopeya de la primera vuelta al mundo
La flota de las especias: Magallanes y Elcano. La Epopeya de la primera vuelta al mundo
Libro electrónico393 páginas6 horas

La flota de las especias: Magallanes y Elcano. La Epopeya de la primera vuelta al mundo

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El seis de septiembre de 1522 una nao desvencijada y medio hundida arribaba al puerto de Sanlúcar de Barrameda con 18 espectros famélicos a bordo. Pocos acertaron a comprender que aquel buque era la “Victoria”, una de las cinco embarcaciones que habían zarpado de aquel mismo muelle cerca de tres años antes y menos aún que los miserables que componían su tripulación acababan de dar la primera vuelta al mundo, certificando de una manera práctica la redondez de la tierra.
Tras desembarcar entre patéticas demostraciones de emoción, los marinos besaron el suelo de la tierra que los había visto partir tres años antes y se abrazaron jubilosos entre ellos; atrás quedaban tres años de sufrimientos, hambre, escorbuto, enfrentamientos con todo tipo de salvajes y 16 prisioneros de los portugueses, que a todo trance habían intentado evitar el buen fin de su periplo.
Una historia de valor y obstinación en la que un grupo de hombres se enfrentaron en todos los mares del mundo a los peores elementos y calamidades, para dar cumplimiento a una epopeya que señala uno de los hitos principales en la historia de la humanidad.
IdiomaEspañol
EditorialLid Editorial
Fecha de lanzamiento27 jun 2017
ISBN9788417044664
La flota de las especias: Magallanes y Elcano. La Epopeya de la primera vuelta al mundo

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    La flota de las especias - Luis Mollá Ayuso

    Cuaderno de Bitácora

    10 de agosto de 1519. Sale del muelle de las Mulas de Sevilla la expedición compuesta por las naos Trinidad (capitana al mando de Magallanes), Concepción, San Antonio, Victoria y Santiago.

    20 de septiembre de 1519. Después de aprovisionarse y pertrecharse, la expedición sale de Sanlúcar de Barrameda. Por imperativo real el rol queda compuesto por 234 hombres.

    26 de septiembre de 1519. Tocan en Tenerife para cargar víveres frescos. Alejados de la vigilancia de la Casa de la Contratación el rol aumenta hasta los 365 hombres.

    13 de diciembre de 1519. Llegan a la bahía de Río de Janeiro, que bautizan con el nombre de Santa Lucía. Permanecen dos semanas.

    10 de enero de 1520. Alcanzan el estuario del río de la Plata, conocido como río de Solís. Constatan que allí no está el paso al Pacifico.

    31 de marzo de 1520. En vista de que el mal tiempo no acaba nunca, Magallanes decide pasar el invierno austral en la bahía de San Julián, en los 49º de latitud Sur. Permanecen allí cinco meses. Entran en contacto con los indígenas del lugar a los que bautizan como patagones.

    1 de abril de 1520. Conato de motín que Magallanes consigue sofocar. Se produce un número alto de condenas, algunas a muerte que son ejecutadas, como la de Luis de Mendoza, capitán de la Victoria (a quien ya habían dado muerte durante el motín) y Gaspar de Quesada, capitán de la Concepción.

    22 de abril de 1520 Se pierde la nao Santiago en un viaje de exploración del río de Santa Cruz. La expedición queda reducida a cuatro naos.

    24 de agosto de 1520. La expedición zarpa de San Julián para dejar pasar otros dos meses en el estuario del río Santa Cruz a la espera de que mejore el tiempo.

    18 de octubre de 1520. Encuentran un cabo que denominan de las Once Mil Vírgenes; este promontorio señalará el paso al estrecho que buscaban con tanto ahínco.

    21 de octubre de 1520 La Victoria encuentra el paso al deseado mar del Sur. Estévão Gomes deserta a bordo de la San Antonio y regresa a España. Quedan tres naos.

    28 de noviembre de 1520. Cruzan el estrecho al que bautizan como de Todos los Santos, rebautizado años después como de Magallanes.

    6 de marzo de 1521. Tras incontables penalidades llegan a las islas de los Ladrones (hoy Marianas). Para entonces sufrían la falta de agua y de víveres y comenzaban a darse los primeros casos de escorbuto.

    7 de abril de 1521. Llegan a la isla de Cebú, donde son acogidos favorablemente por el rajah Kulambú, que se convierte al cristianismo y les pide ayuda para someter a las islas vecinas.

    24 de abril de 1521. En apoyo de Kulambú Magallanes navega a Mactán para someter a la isla, pero encuentra mayor resistencia de lo esperado y muere en combate. Por falta de tripulación suficiente queman la Concepción. Ya sólo quedan dos naos.

    6 de noviembre de 1521. Llegan a las islas Molucas, la anhelada Especiería. Cargan las naos de clavo, pero la Trinidad está a punto de zozobrar y debe permanecer reparando en Tidore.

    21 de diciembre de 1521. Al mando de Juan Sebastián Elcano, la Victoria parte de Tidore cargada de clavo. Durante cinco meses navegan el océano Índico haciendo víveres en varias islas. Más allá de la soledad y la debilidad, su miedo es encontrarse con los portugueses, que los buscan por todos los mares.

    6 de mayo de 1522. Tras una durísima navegación en la que se pierden varias vidas por el agotamiento, el escorbuto y los temporales, consiguen doblar el cabo de Buena Esperanza.

    9 de julio de 1522. A pesar del riesgo de ser hechos prisioneros por los portugueses, el hambre empuja a Elcano a entrar en una de las islas de Cabo Verde, de donde saldrán a uña de caballo dejando trece hombres en la isla.

    6 de septiembre de 1522. Después de tres penosos años de navegación, la Victoria regresa a Sanlúcar de Barrameda con 18 espíritus famélicos a bordo. Han dado la vuelta al mundo por primera vez en la historia. La tierra, efectivamente, es redonda.

    1. Adiós a Sevilla

    Sevilla. Muelle de las Mulas. 10 de agosto de 1519.

    Obedeciendo las órdenes impartidas por el silbato del nostramo, la Trinidad largó las últimas amarras y comenzó a separarse del muelle, disparando festivamente salvas de saludo. Si hasta entonces los sevillanos que presenciaban la partida de la expedición se habían mostrado agitados, en el momento en que el comandante Fernando de Magallanes alzó el brazo en señal de despedida, la emoción se disparó hasta el éxtasis. Los hombres agitaban sus sombreros mientras que, más recatadas y a cubierto de sus parasoles de papel de aceite traídos por los portugueses desde la lejana Catay, la mayoría de las mujeres se veían incapaces de ocultar las lágrimas que denunciaban su estado emocional, a caballo entre la agitación y la angustia. A pesar de estar acostumbrados a despedir todo tipo de expediciones, los funcionarios y trabajadores del sevillano muelle de las Mulas permanecían en pie electrizados por la tensión del momento. Para ellos no era un secreto el hecho de que sólo la mitad de los exploradores y marinos que habían despedido en los últimos años desde aquel mismo muelle consiguieron regresar a sus casas. La otra mitad solían caer abatidos por las flechas de los indios o se veían incapaces de superar las penalidades de la azarosa vida al otro lado del océano Atlántico, si es que conseguían sobreponerse a un modelo de viaje en los que el escorbuto o los naufragios acostumbraban a exigir un alto tributo.

    A bordo de la Trinidad, apoyado indolentemente sobre la madera de la batayola, Juan Mollá asistía a su propia despedida con un nudo en la garganta. Si alguien le hubiera dicho una semana atrás que formaría parte de esa expedición se habría echado a reír a mandíbula batiente. Juan era uno de los estudiantes más brillantes de la universidad de Alcalá de Henares y, a pesar de sus escasos diecisiete años, sus conocimientos algebraicos y cosmográficos no tenían nada que envidiar a los de los principales sabios de la época, sin embargo, la entrada en su vida de Ana Carrasco había dinamitado su existencia en el transcurso de unas pocas semanas.

    Su amigo Diego González de la Riva, hijo del duque de Inca, se lo había advertido con vehemencia.

    —Juan, en Alcalá y Guadalajara podremos encontrar cuantas mujeres queramos gozar sin ataduras ni problemas. Son jóvenes y hermosas, y nadie nos pedirá cuentas, pero aléjate de Ana Carrasco; es una chiquilla caprichosa y su padre uno de los nobles más poderosos y temidos de toda Castilla.

    Juan no veía ningún peligro en sus inocentes juegos con Ana. A falta de un curso para terminar la carrera, se hablaba de él como uno de los matemáticos más prometedores del país y alguno de sus profesores le había insinuado que su nombre comenzaba a sonar en la corte.

    —Vamos, Diego —solía responder Juan, burlón—. Mi relación con Ana Carrasco no es asunto de Cupido. Su madre fue camarera de la Reina Isabel, y si el rey viviera más cerca estoy seguro de que aún se movería en las alturas. Es una mujer inteligente. Y muy bella.

    —Y también muy ambiciosa, Juan. Créeme, conozco bien a ese tipo de gente y dudo mucho que tú estés hecho para moverte entre ellos. Te sobra inocencia y te falta maldad.

    —Lo que me falta es gente de alcurnia a mi lado, Diego. Bien sabes que mi ambición es viajar a las plazas del norte de Europa, donde se dice que el joven rey muestra gran interés por el mundo científico y geográfico. De convertirse en emperador, tal vez quiera rodearse de una camarilla de científicos españoles. Al parecer, Pedro Mártir de Anglería, su cronista, le está abriendo los ojos al nuevo mapa del globo que empieza a dibujarse con cada expedición al Nuevo Mundo, pero el cronista se muere, algunos dicen que podría tener ya más de ochenta años, y la condesa de Motril, madre de Ana, es prima carnal suya; ella podría abrirme esos caminos en Flandes que tanto me gustaría recorrer. ¿Has leído las Décadas de Anglería?

    —No. No tengo tus facultades y tampoco me llama eso que han dado en llamar humanismo. Mis padres me educaron en la religión de Nuestro Señor y el culto al rey a través de las sociedades feudales. Hazme caso, Juan, eso no cambiará nunca.

    —Yo sí las he leído. Y no es sólo humanismo, Diego. Las Décadas hablan de medicina, de biología, del nuevo naturalismo que han abierto los viajes a América. Además, el propio Anglería dice que a pesar de su juventud el rey encuentra en la cosmografía y en la cartografía dos poderosas herramientas con las que servir a la corona. Los españoles incorporamos el conocimiento del Nuevo Mundo, pero las cartas salen de Lovaina, de las manos de Frisius, de Deventer y de Mercator. También ellos buscan jóvenes talentos españoles que quieran aprender a su lado. Lo único que necesito es alguien que me ayude a situarme en el radio de sus conocimientos, y esa persona podría ser la condesa de Motril.

    —Deberías pensar lo que haces. Tienes un talento extraordinario y mis padres estarían encantados de ponerte en la órbita de los Medina Sidonia. Pedro de Medina los visita de continuo, y como bien has de saber es el tutor del VI duque, don Alfonso Pérez de Guzmán. El futuro de la ciencia está en Sevilla, Juan; se lo he oído decir docenas de veces a mi padre. Lo de los flamencos es sólo una excentricidad. No habrán de pasar muchos años para que la nobleza de Castilla siente sus reales en Sevilla, donde el mundo nuevo y el viejo se están dando la mano…

    Un rebencazo sobrevoló la cabeza de Juan y la voz del nostramo tronó como la de un profeta irritado.

    —Despierta, grumete, quiero esa amarra en cubierta antes de que vuelvas a respirar.

    Juan apuró la maniobra. Las cinco naos que formaban la expedición flotaban sobre las dulces aguas del río con la única ayuda de un estay en el palo mayor, esperando que la capitana ocupara la vanguardia de la formación. A bordo todos guardaban un respetuoso silencio mientras el comandante saludaba a su paso a los capitanes de cada bajel.

    Debí haber hecho caso a Diego, pensó Juan adujando la maroma sobre la cubierta de pino. Las semanas pasaron sin que su interés en la corte del joven rey llegara a cristalizar y la compañía de la irascible Ana Carrasco terminó por hacérsele insoportable, por lo que dejó de visitarla. Sin embargo, resultó que tal y como había pronosticado su amigo, un sentimiento había ido anidando en el corazón de la muchacha y al verse rechazada reaccionó como la niña malcriada que era, hasta que, viendo que nadie hacía caso a sus rabietas, acusó a Juan ante sus padres de haber yacido juntos.

    Entre pucheros, las mentiras de la niña escandalizaron a los condes de Motril, que pusieron todo su empeño en localizar al autor de la infamia para conducirlo ante el Justicia de Guadalajara. No había tiempo que perder. Luis Mollá, padre de Juan, era un cristiano nuevo y aunque gozaba de reputada fama su pasado jugaba en su contra, sobre todo ante una figura de la talla del conde de Motril. Un alguacil al servicio del Justicia con el que tiempo atrás había tenido tratos comerciales que derivaron en una sólida amistad, le avisó con el tiempo justo de montar en un carruaje con el que se comió las leguas hasta llegar a Sevilla. Sabía que allí se armaba la enésima expedición a América y que en ella tenía previsto viajar en calidad de comandante Fernando de Magallanes, y el portugués le debía un favor. El pasado judío de Luis Mollá no era ningún secreto, sin embargo Magallanes prefería que el suyo se mantuviera rodeado por la bruma que lo hacía invisible desde algunas generaciones atrás. Verse envuelto en una disputa que pusiera en evidencia sus orígenes no le resultaba conveniente cuando estaba a punto de echarse al mar con una tripulación de las más dispares procedencias, pero hacer del conde de Motril un enemigo era sentenciarse a sí mismo a desaparecer del selecto grupo de navegantes de la corte del rey Carlos. La elección no era sencilla y Magallanes pidió a Luis Mollá un tiempo para pensarlo, aunque no lo necesitó cuando el cristiano nuevo le mostró los documentos que señalaban fehacientemente el origen judío de su madre, Alda Mesquita. Magallanes lo miró directamente a los ojos. Junto a los documentos que Luis Mollá se ofrecía a dejar en sus manos y olvidar para siempre figuraba el rol de la tripulación en el que, señalado con una brillante marca roja, aparecía, embarcado en la Trinidad, un tal Álvaro de Mesquita, hijo de un hermano de su madre y por tanto primo suyo, otro judío converso cuyos orígenes no habían sido declarados conforme a las exigentes normas de la corona. Si se demostraba el origen judío de los Mesquita, el suyo propio quedaría patente de acuerdo con la ley mosaica. De nada iban a servirle las largas horas de oración diaria ni las pías donaciones hechas a las instituciones cristianas más señaladas. Aquellos papeles que Luis Mollá le tendía con gesto circunspecto podían costarle la expedición.

    —Está bien, maese Mollá. Pero no gozará de ningún privilegio a bordo. Más allá de su condición de sobresaliente, lo que le garantizará que su espalda quede libre de rebencazos y su cuerpo de otros castigos físicos, embarcará en calidad de grumete y llevará la vida de cualquier marinero.

    —No sólo eso, excelencia; es importante que nadie llegue a conocer los orígenes de mi hijo y no sólo en lo concerniente a su ascendencia judía, oficialmente reconocida en nuestra familia, sino también en lo tocante al apellido. El conde de Motril es un enemigo enconado y peligroso, y su largo brazo puede atravesar el Atlántico y llegar al más alejado rincón de América o de cualquier otra tierra por descubrir. En lo que se refiere a la virtud de mi hijo y para vuestra tranquilidad de espíritu, os juro que las acusaciones de la niña son tan falsas como la plata de Buridián.

    —Os creo maese Mollá. El carácter veleidoso de la condesa es sobradamente conocido, pero decidme, ¿incorpora vuestro hijo algún conocimiento especial que pueda hacerlo útil en alguna labor a bordo más allá de las puramente marineras?

    —Eso lo dejo a vuestro tino. No será su padre el que hable por él de sus cualidades, antes bien, las que atesore serán aquellas que vuestra excelencia descubra en él, y en vuestra virtud podréis disponer de su mejor disposición a bordo.

    —Está bien, maese Mollá, entonces será lo que dicte la providencia. Ahora tengo que dejaros, la labor del comandante de una flota de Indias es ardua y poco dada a la relajación. Id con Dios, lleváis con vos mi más íntimo secreto.

    —No os preocupéis, excelencia, sólo lo compartiré con Nuestro Señor. En cuanto a la expedición, también vos os lleváis lo mejor que tengo. Que Dios os acompañe a ambos.

    De nuevo el látigo volvió a chasquear próximo a su cuerpo y la voz grave del nostramo a tronar junto a sus oídos.

    —Grumete, corre a ocupar tu sitio en la barra del timón. Espero no tener que volver a advertirte. Recuerda que a partir de este instante no tienes nada propio, pues hasta tu misma vida pertenece al rey. Todo lo que tenías, incluidos tus pensamientos, han quedado en tierra; desde este momento tu única preocupación debe ser el océano.

    Juan regresó de sus reflexiones. Dando un brinco se dirigió a la popa siguiendo las órdenes del nostramo y agarró el largo brazo del timón junto a otros dos marineros. Sabía por su padre que el látigo no habría de tocarle y en cuanto a los gritos y amonestaciones del nostramo, no le era desconocido que se trataba de la forma natural de dirigirse a los grumetes nuevos o con poca experiencia. Si quería respeto tendría que ganárselo con sus actos, pues a bordo de la Trinidad su apellido no tenía peso alguno. De hecho, en el rol aparecía consignado como Juan de Santandrés y sus orígenes habían quedado documentados en un pequeño y lejano pueblo de Santander.

    Agradeciendo las caricias de la suave brisa de poniente en los estays, las cinco naos descendían el río una tras otra como una bandada de dóciles patos que se desplazaran por la marisma. Los marineros viejos aseguraban que el serpenteante trecho fluvial de veinte leguas de largo podía hacerse en no más de tres o cuatro singladuras, siempre que los vientos se mantuvieran favorables y las mareas no resultaran excesivamente vivas, pero era orden del comandante embarcar pilotos expertos en la difícil navegación fluvial para completarla a lo largo de una semana. La previsión era que las naos fondearan diariamente con la caída de la tarde para evitar los bancos de arena ocultos, barcos hundidos o tramos de poco calado disimulados bajos las turbias aguas del río. Si alguna de las naos quedara inutilizada antes de llegar a mar abierto, podría ser reemplazada, aunque tanto su capitán como el jefe de la expedición serían relevados de sus cargos.

    Fascinado, Juan veía desfilar por una y otra orilla a los campesinos que, azada al hombro, se secaban las frentes perladas de sudor y saludaban a las naos en las que el flamear de banderas y pabellones, entre los que sobresalía el gallardete real, señalaba la augusta calidad de la embajada. Tras los primeros meandros la ciudad quedó oculta por los recodos del río y las naos no tardaron en alcanzar las estribaciones de un lugar llamado Gioan de Farax, donde subsistía uno de los últimos reductos moriscos. Allí, medio centenar de personas de aspecto aceitunado aguardaban el paso de la comitiva para saludarlos agitando brazos y pañuelos. Junto a los dos marineros con los que compartía la responsabilidad de la barra del timón, Juan permaneció hipnotizado contemplando el espectáculo que ofrecía aquel grupo compacto de hombres y mujeres obligado a saludar el paso de los bajeles reales, cuando un aullido en el alcázar les llenó el corazón de congoja.

    —¡Atenção!

    Nacido en la garganta del piloto mayor, Estévão Gomes, el grito tuvo la virtud de hacerles enmendar el rumbo de la nave cuando esta se dirigía directamente a embarrancar en un recodo del río. De un salto el nostramo se plantó junto a los tres jóvenes y su rebenque cruzó el aire para impactar en la espalda de uno de ellos, el cual exhaló un agudo grito de dolor justo antes de que el cuero remachado se estrellara en el cuerpo del segundo marinero, que apretó los dientes al sentir el doloroso contacto del látigo. A continuación, Juan vio al nostramo levantar el rebenque presto a lanzarlo sobre su espalda, aunque un movimiento de muñeca en el último momento hizo que el cuero restallase a escasos centímetros de su cabeza, respetando de ese modo su piel.

    A pesar del dolor y sin dejar de aportar su esfuerzo al rumbo de la nave, los marineros se miraron entre sí antes de fijar la mirada en la del aprendiz con el que compartían la faena. Llevaban suficientes años en la mar como para conocer que además de a los oficiales y equiparados, el látigo únicamente respetaba la piel de los sobresalientes, generalmente gente de alcurnia que embarcaba con responsabilidades ajenas a la marinería y solían ocupar puestos alejados de sus fatigosas faenas.

    —¿Quién eres? —Preguntó uno de ellos con insolencia.

    —Me llamo Juan de Santandrés —mintió Juan tras unos segundos de vacilación.

    —¿Por qué te respeta el látigo? —insistió el marinero en un susurro.

    —Será mejor que cumplamos la guardia en silencio —le reconvino su compañero—. Puede que el rebenque respete su piel, pero si no mantenemos la atención terminará desollando la nuestra.

    —Yo me llamo Diego Carmena —susurró el que acababa de hablar—. Soy nacido en Bayona Mayor. Tenía diez años cuando la Pinta arribó del nuevo continente a las órdenes de Martín Alonso Pinzón. En aquel momento decidí que quería formar parte de este mundo. Ahora lo que quiero es reunir suficientes riquezas en el Maluco para comprarme una casa en Galicia y poder vivir el resto de mis días como un holgazán.

    —¿El Maluco?

    —Fíjate. Ni siquiera sabe a dónde nos dirigimos. Me pregunto de dónde habrá salido.

    —No le hagas caso —terció de nuevo Diego Carmena—. Se llama Fernando Carabias y es sevillano, de Gelves. Resulta mejor persona cuando nos acercamos a su tierra que cuando la dejamos por la popa. En cuanto al Maluco, así llamamos a las Molucas, las Islas de las Especias. Nuestro destino.

    Juan permaneció expectante de las explicaciones de Diego Carmena, pero en ese momento todos los rostros volvieron a girarse en dirección a las marismas que circulaban por estribor, donde una balandra aparecía varada como si acabara de sufrir un atropello.

    Desde que la Casa de la Contratación se estableciera en Sevilla en 1503, era privilegio de los buques de la corona la prioridad de paso en el río Guadalquivir. El asunto era simple: debido a la escala velocidad y maniobrabilidad fluvial de los barcos, a las mareas y los vientos, y a los bancos de arena que inopinadamente formaban las corrientes, la navegación por el río solía presentar un sinfín de dificultades, y a menudo las naves debían detenerse en la orilla hasta que se dieran las circunstancias que les permitieran mantener una navegación segura. Desde que el puerto sevillano se convirtiera en sede principal de la marina castellana y más tarde Fernando III ampliara las atarazanas y mejorara la navegación fluvial del Guadalquivir, Castilla exportaba al mundo metales y aceites principalmente, pero también grano, vino, queso, frutos secos, cuero, lino, tintes y algunos productos manufacturados como aperos, paños o vidrio. De ese modo la actividad del río comenzó a crecer y atrajo la atención de los piratas berberiscos, que de vez en cuando se atrevían a remontarlo con idea de atacar a los buques más indefensos. Con el paso de los años la navegación se fue haciendo peligrosa y cada vez era más habitual encontrar balandras y queches desvalijados o quemados cuyos marineros solían aparecer asesinados en las inmediaciones de sus barcos. De ese modo comenzaron a verse en las orillas picas de las que pendían los cuerpos ahorcados de los berberiscos y otros bandidos sorprendidos por las zabras reales que patrullaban el río, quedando las cabezas expuestas para ejemplo ante el resto de ladrones y asesinos.

    Y ahora, ante sus atónitos ojos, una balandra descansaba sobre el blanco lecho de arena de la marisma y por los destrozos que mostraba parecía haber sido blanco de los berberiscos. Con independencia de algún otro tipo de carga que los bandidos hubieran podido llevarse, resultaba evidente que la pequeña embarcación transportaba grano, pues a su alrededor se concentraban cientos de aves que graznaban nerviosas ante la inesperada fuente de sustento. Somormujos, patos y cormoranes, tradicionalmente aves pescadoras, entremezclaban sus graznidos con los de otras de mayor tamaño como los flamencos, las cigüeñelas o las avocetas, disputándose entre todas el inopinado festín. Una mirada del comandante bastó para que el piloto mayor dictase una serie de órdenes que el nostramo no tardó en hacer llegar a la marinería, y pocos minutos después las naves quedaron al pairo, detenidas sobre las aguas del río. Inmediatamente, una chalupa besó las todavía dulces aguas fluviales y se dirigió a la orilla con un equipo de reconocimiento. La inspección fue breve y de la misma resultó el hallazgo de dos cadáveres, a los que los marineros desembarcados dieron tierra a la sombra de unos lentiscos.

    A bordo nunca trascendió si aquellos cuerpos pertenecían a los marineros de la barcaza o a sus asaltantes, pero, tras aquel incidente, los días de navegación hasta Sanlúcar transcurrieron tan en silencio que desde la popa podía escucharse el sonido de la proa cortando el agua como un cuchillo. El nombre del «gran río», Wadi-al-Kabir en el árabe original, no era el único recuerdo que los odiados musulmanes habían dejado en la comarca. Si a unas pocas leguas de Sevilla el justicia local se veía impotente para imponer las leyes, a bordo todos se preguntaban cómo habría de ser con cada legua de distancia a la patria, sobre todo en aquellos lugares lejanos donde la palabra ley carecía de significado y cuando lo tenía era impuesta por los portugueses, que en asuntos de navegación sólo había un tipo de personas a las que odiasen más que a los españoles: a los portugueses al servicio de estos.

    A la altura de San Juan de Aznalfarache la flota enfiló el difícil paso de un antiguo puente romano destruido por los musulmanes del que aún permanecían en pie dos grandes pilares surgiendo de las oscuras aguas del río que dificultaban extraordinariamente el paso. Conducidos sabiamente por el piloto que conocía los vericuetos del Guadalquivir como la palma de su mano, las naos se dirigieron a fondear junto a un recodo justo cuando el sol estaba a punto de esconderse al otro lado de las marismas, despidiendo a la expedición con sus brillantes rayos del atardecer quebrándose como lanzas doradas sobre el turbio lomo del río.

    2. Los días en Sanlúcar

    Sanlúcar. Pago de Barrameda.

    La muchedumbre se agolpaba a las puertas de la Iglesia Mayor de Nuestra Señora de la O. Aunque era orden del comandante que los 234 hombres que definitivamente habrían de conformar la expedición acudiesen a misa diariamente y comulgasen, la efeméride del día, la Natividad de la Santísima Virgen Madre de Dios, atrajo a la villa a los aldeanos de las poblaciones vecinas, incluyendo algunos centenares de amigos y familiares de los marineros que no querían perderse la partida de una flota de la que se decía que no sólo podía hacer inmensamente rico al rey y a sus financiadores y cortesanos más próximos, sino a cualquier cristiano que consiguiese traer de vuelta a casa un saco de pimienta, canela, clavo o cualquiera de aquellos pequeños frutos que se disimulaban bajo el fascinante nombre de especias, frutos que valían más que el oro que hasta la fecha se habían empeñado en buscar los exploradores en el continente nuevo y que, desde la caída de Constantinopla en manos de los otomanos, no quedaba otro remedio que ir a buscar al oriente atravesando el mar, aunque hasta entonces nadie se hubiera atrevido a hacerlo navegando en dirección al occidente. Y ahora que los españoles se habían decidido al fin, el trozo de tierra descubierto por Colón se mostraba como un obstáculo insalvable.

    —¿Majestuoso, verdad? —exclamó Francisco Albo.

    A su lado, sin dejar de contemplar la fastuosa belleza del pórtico de la Iglesia Mayor, Juan de Santandrés asintió con la cabeza.

    —He visto otras iglesias no menos deslumbrantes, sin embargo estremece pensar que en esta escucharon misa tantos marinos y exploradores que nos antecedieron.

    La Iglesia Mayor de Nuestra señora de la O había sido fundada más de cien años antes por Isabel de la Cerda Pérez de Guzmán, nieta de Guzmán el Bueno, en su intento de escapar de la persecución a que el rey Pedro I el Cruel había sometido a su familia.

    —Fíjate Francisco, el escudo de los Pérez de Guzmán aparece por todas partes.

    En la fachada monumental, lisa y sin adornos, destacaba sobremanera la portada, de estilo mudéjar como la mayoría de las construcciones de la región, consistente en una puerta de arco apuntado sobre la que aparecía una profusa decoración estructurada en tres pisos, destacando en el inferior los linajes de los Pérez de Guzmán y los de La Cerda, sostenidos ambos por leones rampantes.

    Desde la llegada de las naos a Sanlúcar, Juan había sido destinado al servicio de la navegación, donde se esperaba que sus conocimientos encontraran mejor acomodo que en las simples faenas de la mar. Nadie sabía dónde había nacido la orden, pero todos sospechaban que procedía de la más alta jerarquía. En realidad, su nueva función trasmitida de labios de Juan de Cartagena, capitán de la San Antonio, inspector general o veedor de la expedición y lugarteniente de la misma, consistía en ponerse al servicio de Antonio de Pigafetta, un erudito italiano recién llegado a España y embarcado como cronista oficial de la flota, a través de Francisco Albo, piloto griego afincado en España desde tiempo atrás. A pesar de sus vastos conocimientos, Pigafetta no fue aceptado a bordo hasta el último momento, pues aunque las plazas de sobresaliente solían asignarse a jóvenes de familia noble que acostumbraban a enrolarse como voluntarios en busca de aventuras o experiencia militar, Magallanes tenía muchos informantes y alguno de ellos le había aconsejado embarcar al italiano, de quien se decía que dominaba el uso del astrolabio y del imán, y que tenía suficientes conocimientos de astronomía, geografía y cartografía como para poder llevar los descubrimientos a un mapa, además de poder escribirlos en la mayoría de las lenguas conocidas, con la paradójica excepción del castellano, desconocida para él en el momento de la partida de Sevilla. Las expediciones previas habían dejado constancia de que la navegación al occidente los llevarían hasta lo que ya se sabía un continente nuevo que, de ninguna manera y a pesar de que Colón había muerto trece años antes en Valladolid convencido de ese delirio, se trataba de las Indias, las anheladas islas de las Especias, conocidas en el mundo de los marinos y exploradores como las Molucas o, más corrientemente, como el Maluco. Cuando seis años antes se supo que la expedición de Vasco Núñez de Balboa había encontrado un nuevo mar al otro lado del continente recién descubierto, Magallanes se puso a buscar el mecenazgo necesario para encontrar la ruta que le condujera a tal océano, antesala, así lo creía él, del ansiado camino a las Molucas, sin embargo, al sur de las tierras descubiertas por Colón que Juan de la Cosa llevara a la carta en 1500 en el Puerto de Santa María, todo resultaba ignoto. Cuanto allí les esperara estaba por descubrir y cartografiar, y sin desprecio de sus habilidades como cronista, era en esa faceta en la que esperaba que Pigafetta resultara de tanta utilidad como le habían susurrado sus informantes.

    Del mismo modo que le había sucedido a Cristóbal Colón con Juan II, tras intentar convencer sin éxito a Manuel I, Magallanes dio el salto a España, donde el joven rey Carlos aceptó el envite. Tras las pertinentes negociaciones el navegante portugués presentó finalmente su rol en el que, junto al número de españoles negociado, aparecía otro parejo de portugueses, además de, en menor cuantía, italianos, ingleses, alemanes y griegos. Con semejante Babel a bordo de las cinco naos que componían su flota, Magallanes era consciente de que en mar abierto las tripulaciones se agruparían según su procedencia, lo que podría terminar degenerando en un sistema de castas aisladas que en nada convenían a la empresa.

    Los griegos no le preocupaban, pues estaba convencido de que la mayoría terminaría uniéndose a los italianos. Procedían de Quíos, Corfú, Nauplia y sobre todo de Rodas. Las tres primeras islas pertenecían a otros tantos estados enclavados en la península itálica, y en cuanto a Rodas, estaba en poder de la Orden Hospitalaria de San Juan de Jerusalén por lo que sus naturales se expresaban correctamente en italiano y, de hecho, Pigafetta y Albo se entendían perfectamente en esta lengua que el piloto compartía con el castellano, aunque no sucedía lo mismo con el cronista nacido en Vicenza que apenas chapurreaba unas pocas palabras de castellano, de modo que alguien imaginó que, visto el dominio de las lenguas, de las matemáticas y de la cosmografía de que hacía gala el sobresaliente al que la mayoría conocía como Juan de Santander, el joven podía rendir mejor servicio a la expedición subordinado al cronista a través de Albo que como un simple grumete que, por otra parte, no había demostrado excesivo talento para las faenas marineras.

    —Hace un día radiante. ¿Te apetece que demos un paseo por la villa? —preguntó Francisco Albo.

    —Sí, claro. No tengo nada que hacer hasta la hora del almuerzo.

    Los principales de la expedición se alojaban en el palacio del duque de Medina-Sidonia, señor de la villa, en aquel momento un jovencísimo Juan Alonso Pérez de Guzmán y Pérez de

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