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Pactos rotos: El billar mágico
Pactos rotos: El billar mágico
Pactos rotos: El billar mágico
Libro electrónico669 páginas10 horas

Pactos rotos: El billar mágico

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Información de este libro electrónico

¿Se entregará el afgano para rescatar a la rusa, pareja de su amigo el chino?

Vemos en el comienzo tres personajes: una francesa, una rusa y un chino que comparten la misma casa, pero después viven aventuras trepidantes entre el desierto africano y el territorio alemán.

Luego, vemos de nuevo tres personajes: un español, un chino y un musulmán que entrecruzan sus vidas con destinos que pueden ser trágicos; y la acción discurre en ese año en una Barcelona en la que se atisba ya el nacionalismo, un pueblo imaginario llamado Castillejuelos, la isla de La Palma y París.

Al final, una voz femenina concluye, entre gran tensión y dudas, un desenlace muy peculiar. La novela abre las puertas al mundo del programa universitario Erasmus.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento18 feb 2019
ISBN9788417669478
Pactos rotos: El billar mágico
Autor

Luis Vicente Barceló

Luis Vicente Barceló nació en Alcira, en una familia campesina. Estudió las carreras universitarias de Ingeniería Agronómica y Ciencias Económicas, doctorándose en la primera. Ganó por oposición plaza en el Cuerpo Especial de Técnicos Comerciales y Economistas del Estado y la Cátedra de Economía y Política Agraria de la Universidad Politécnica de Valencia (UPV). Ha sido también consejero económico y comercial de la embajada de España en París. Ha colaborado como consultor para el Banco Mundial y para la Comisión Europea en muchos países de América Latina, Asia y África. Ha publicado numerosos libros y artículos de sus materias. Pactos rotos es su primera novela.

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    Pactos rotos - Luis Vicente Barceló

    Pactos rotos

    El billar mágico

    Primera edición: 2019

    ISBN: 9788417637873

    ISBN eBook: 9788417669478

    © del texto:

    Luis Vicente Barceló

    © de esta edición:

    CALIGRAMA, 2019

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    Mi agradecimiento a Guillermo Quintás Alonso, a quien debo muchas sugerencias muy valiosas, incluido el propio título; a mi mujer, Eliane, quien me ayudó con su gran sensibilidad e inteligencia en tantas y tantas lecturas del manuscrito; a Eduardo Sorribes Manzana, igualmente por sus valiosas sugerencias incorporadas al texto; a mi hermana, Pepa, por su atenta lectura y por su asesoramiento en bibliografía selecta del mundo clásico; a Laura Mutto Vázquez, por sus acertadas correcciones de algunas frases del texto escritas en español argentino; a Manuel Sanchis Marco, por sus valiosos comentarios sobre el miedo y el resentimiento; a mi amigo Luis Ángel Bolsa Remón, por las recomendaciones sobre manuales y teorías relevantes de psicología muy actualizadas; a Adelina Gomis Noguera y a Salvador Sáchez. Y un largo etcétera que omitiré.

    Prólogo

    Querido lector, recibe estas letras de un escritor que desearía tener el placer de que te guste esta historia. He estado mucho tiempo pensando en esta novela y también en el prólogo que escribiría. Un buen amigo me sugirió que volviera a leer el prólogo del Quijote para inspirarme. Al hacerlo, recordé que Cervantes no se tenía por un intelectual erudito y docto de los de entonces, y que la primera parte del libro tenía un precio de venta de doscientos noventa maravedíes y medio cuando un kilo de carnero valía veintiocho. ¡Era muchísimo más caro que ahora! Poco a poco, la cultura se hizo más barata. Se burlaba, además, de los eruditos de su época por la abundancia de citas, y un amigo le recomendaba que él lo hiciera también, y si no conocía tanto como los doctos, pues que citara inventando. ¿Quién iba a comprobar tanta cita? Al final lo hizo, ¡ya lo creo que lo hizo! ¡Y no solamente en el prólogo! Así es como han hecho muchos doctos eruditos de tiempos recientes para estar en el altar de la cultura oficial, con disciplinas que han inventado palabras con unos significados que solo los que son admitidos en esas sectas pueden conocer, y luego ellos se reproducen con sus estructuras de poder y jerarquía. Pero yo tengo que dirigirme a ti, querido lector, sabiendo cuánto ha cambiado el mundo desde aquellos tiempos de caballeros andantes, pero a caballo, cuyo mantenimiento lo suyo les costaba. Mucho más que a nosotros el coche.

    Yo también quería incorporar citas en el texto. Se debía a buenas razones, como la búsqueda de la honestidad creativa en esta era digital. Subyacía en ese deseo la importante cuestión de los hurtos intelectuales en esta época donde la información y el conocimiento parece que deben dejar de tener propietarios. Es el caso de las descargas de la red de contenidos culturales como cine, música, literatura y cualquier otro. Se cuestiona si acaso el conocimiento que procede de las redes sociales y los blogs es o no un valioso elemento cultural de un nuevo mundo, donde la cultura, encerrada entre jerarquías, deje de ser un elemento que estratifique a los hombres y mujeres, haciendo que unos sean más que otros, y pase a ser algo que unifique de forma solidaria o, al menos, con igualdad de oportunidades. Esa cultura oficial que estratifica y genera privilegios, no siempre justificados por lo que a la sociedad aportan los que la poseen, junto al dinero y junto al reconocimiento que uno obtiene a través de simbolismos, determina su lugar en esta sociedad, ahora sacudida por la red.

    Esta cuestión, aquí planteada, se relaciona con los complejos temas del poder y de la equidad, tan cuestionados con esta gran crisis. Para insinuar algún defecto a la rojiza alba de este nuevo futuro, conviene indicar que algunos de los grandes aplanadores digitales de la cultura se han situado en el vértice de la pirámide actual. Hasta las redes sociales acaban por cotizar en Wall Street. No obstante, hay contribuciones sobre la sociedad en red que resultan claramente optimistas desde planteamientos izquierdistas. Al final, decido no dar alrededor de cien citas de tipo académico que tenía en otra versión del texto. Precisamente por la facilidad que supone la consulta por medio de Internet, las citas de la novela se encuentran, en su gran mayoría, integradas en el texto de forma indirecta y coloquial, no académica, como cada personaje lo haría según su contexto. Y, además, se reconoce enseguida, con ayuda de Google, al autor aludido. Las citas que han sobrevivido en medio de la novela tienen su razón de ser: un motivo no falto, en general, de notable intriga.

    Ahora me toca ofrecer el argumento. Cervantes no quiso ofrecerlo; tampoco a mí me dan ganas.

    Parte primera

    Caprichos del jazminero

    Capítulo 1

    Secuestro

    Marzo de 2011

    1. Juliette

    Me gusta este día, a pesar de sus nubes negras y grises. Ayer, cuando el sol se escondía, los colores eran mágicos. Nunca podría yo pintarlos tal como los vi. Escucho en mi buhardilla una ópera en la que un norteamericano se portó muy mal con una quinceañera japonesa, basada, al parecer, en hechos reales ocurridos a finales del siglo

    xix.

    Qué tristeza siento desde que Santiago me dejó.

    Miro a mi alrededor esta estancia de techo inclinado y que deja en el centro un gran hueco en el que, a través de la claraboya con doble persiana que yo casi siempre tengo corrida, contemplo ese cielo tan azul y que me da la paz que preciso en mi alma, muy herida por todo lo ocurrido en este año transcurrido.

    En ella, Santiago pasaba horas sentado en una silla con terciopelo azul y estructura de madera, leyendo con sus ojos miopes y medio arrugados tras unas gafas de lentes orgánicas. No se preocupaba de que apenas se le vieran esos ojos, que a mí se dirigían con dulzura, pero estoy segura de que a otros lo hicieron con la dureza que fuera necesaria. Yo subía desde la primera planta, donde pintaba mis cuadros, para reunirme con él. Lo interrumpía a veces y, aun así, no parecía molestarle. Levantaba la cabeza y me miraba siempre con cariño, si es que lo hacía. Otras veces seguía con su lectura o machacando letras con sus dedos, tratando de componer relatos que dieran luz partiendo de la oscuridad del momento que nos tocaba vivir.

    Tras acabar esta ópera, me quedo ahora pensando en lo que un día nos contaba Suc, mientras tiraba de sus cabellos blancos hacia atrás con sus uñas corvas, a Santiago y a mí sobre su teoría de la sociedad en este capitalismo maduro, con una evidente crisis. Voy a leerlo en uno de los textos que se pasaban ambos y que Santiago guardaba impreso en una carpeta dedicada a esta cuestión. Ahora recuerdo a Suc, con sus ojos globosos, dirigiéndolos hacia su amigo, con esa mirada lejana en el infinito de un horizonte redondo y planetario; y a Santiago, con unos ojos inquietos, incrustados en una cara de preocupación y pegados al suelo. Ambos en debate intenso y apasionado, pero amistoso y sin asperezas.

    Cambio el recuerdo romántico, que nace de mi corazón, por la lectura de este texto del profesor Suc escrito en el ordenador. En él se comprende cómo él explicaba sus teorías a sus alumnos, construyendo alegorías un tanto barrocas, pero muy interesantes. Al leerlo, de nuevo me viene al recuerdo Suc, ahora con sus pupilas brillantes y saltando entre el espacio y el tiempo, y con tantas contradicciones.

    Leo.

    Esa ascensión en el bienestar material hacia los cielos de una Gran Pirámide Global la logra el flaco Quijote, con su casco, que llamaban morrión, de simple arcabucero y apañado, y no dotado de visera y gola en la cabeza, como los de los verdaderos caballeros. Iba montado sobre su gordo escudero, Sancho, haciendo este de asno y peldaño, por ser pobre, y teniendo por ello que soportar la presión de su amo sobre sus costados, con la greba y el escarpe de su bota de hierro. Y si Sancho aceptaba las dádivas que venían de la manopla férrea de su amo porque este le prometía una isla imaginaria, pues era labrador de origen y con sueños se conformaba, así se conformará la clase media mundial: con bienes de consumo masificado y sueños de llegar a rico y ascender por un Gran Rombo de ángulos agudos muy moderados en sociedades ricas y sin grandes desigualdades, pero en plena caída, para transformarse en pirámide de cuello alargado que toca al cielo, donde solo las élites pueden morar.

    «Pero ¿qué pasará si ese sueño muere?», me digo a mí misma mientras lo evoco. Debo cerrar el ordenador. Tengo cosas que hacer. Me marcho para comprar.

    Ya me acerco al supermercado.

    Un hombre parece que me sigue.

    —Corrías carretera abajo desde un centro comercial situado al lado de la urbanización. —Eran las siete de la tarde, y en esa época del año ya anochecía a esa hora—. Un hombre te seguía escondiéndose entre casas bonitas, generalmente de dos plantas con buhardilla. Llegaste a la altura de un edificio de pisos aún sin terminar.

    Su silueta era cadavérica, siendo las vigas y columnas la osamenta de esa fiera del pasado, cuando el imperio del ladrillo brilló por esta península, ahora triste y humillada. Al llegar a un punto de la carretera muy despoblado, con pocos coches y un solar a la izquierda que parecía un terreno de árboles reclamando su identidad no urbana, el hombre me agarró y me tapó la boca.

    —Parecía que te iba a violar, pero no fue así. Primero te gritó algo. Después, tras un forcejeo y unas frases tuyos, el hombre te soltó y corrió hacia arriba por un pequeño y corto sendero que se introducía en ese edificio, cuyos huesos se mostraban cubiertos de yeso.

    Así me ha estado contando mi vecina lo que esta tarde me ha ocurrido mientras yo pienso en ello, aterrada.

    —¡Dios mío! No puedo respirar con la boca tapada. ¿Por qué me ha traído hasta aquí? ¿Qué quiere?

    Le he contado a mi vecina que le dije esto a ese hombre, y también que pensé que quería, tal vez, violarme.

    —¡No abra la boca o la mato! —le repito ahora a ella, en voz alta, algunas de las cosas que me dijo el hombre—. Mmmmm —le digo que hice ese ruido con la boca, señalando con mi mano la cartera y mostrando sumisión por si acaso era un robo.

    —Pero, Juliette, siéntate a mi lado, pobrecita.

    Noto que esta vecina me aprecia mucho y que tiene muy buen corazón.

    Ahora le digo que aprecié que esa voz no poseía un español muy bueno, sino un acento muy marcado.

    —¿De verdad? —Mi vecina abre mucho los ojos, y ahora caigo en que tiene mucho miedo de algunos inmigrantes.

    «No es dinero lo que quiero. ¿Dónde está Aziz? Ese joven alemán de origen afgano, muy amigo de los chicos que viven con usted en su casa», dijo ese hombre. Pero eso no se lo cuento a mi vecina.

    Me despido de ella, a pesar de que insiste en que entre en su casa para ofrecerme una infusión tranquilizante. Y sigo pensando en lo que me ha pasado mientras abro la puerta de mi casa sin apenas darme cuenta de que mi vecina me sigue con la mirada, muy apenada y también asustada.

    La mano fuerte y dura me impedía respirar, y aún más hablar. Por fin me dejó la boca libre.

    —¡No sé quién es usted ni quién es ese tal Aziz! Tampoco cómo se lo puedo demostrar, a menos que me deje hablar. ¿Me va a matar? ¡Dios mío! —le respondí con estas frases u otras parecidas.

    Se marchó corriendo. Me dolía todo. Ha mencionado a un tal Aziz, amigo de los chicos que tengo en casa.

    Tengo que contarles esto a Sophie y a Kong.

    Subiré a la buhardilla para reflexionar y relajarme.

    Desde aquí miro las nubes, menos negras que antes. Lo logro contemplando mi lucha interior entre el amor y el miedo. Todo lo que yo hacía le parecía a él lo mejor. Cuando me encuentro triste o con temores, me acuerdo de ese amor y lo introduzco en mis cuadros. No poseen la belleza deslumbrante del poder, sino tan solo gotitas de cariño en cada pincelada corta y en cada pincelada larga.

    La vida discurre a través del tiempo; este es como el agua que se desliza por la piel. ¿Qué me pasa? Me he vuelto melancólica. Aquí, en mi casa, tengo un tesoro escondido que no es para cambiarlo por objetos de consumo, sino que me regala recuerdos del tiempo que quedó atrás. Aquí está, en esta caja de zapatos. ¡Las fotos de aquel año en que nos conocimos! Ni Santiago ni yo teníamos aún una cámara digital. Son fotos obtenidas con nuestras cámaras fotográficas de entonces, tan distintas de las de hoy, asomando su morro para lograr una forma de inmortalidad. Luego venía el revelado, tras la espera de unos días, mientras que hoy las puedes ver un instante después y enviarlas por todo el mundo, lo que parece asemejarnos a un dios del Olimpo con poderes sobrenaturales. Y nos amábamos y éramos felices bebiendo una buena cerveza, ilusionados con los planes que hacíamos. Luchábamos para lograr hacerlos reales. Pero ambos éramos ignorantes de lo que ocurriría un tiempo después. Algo que nos separó para siempre y que no le puedo reprochar aun queriendo hacerlo.

    Les tendré que contar a estos chicos lo que me ha pasado esta tarde.

    ¡Dios mío! Esta lágrima que siempre se me escapa. Él me decía todos los días cosas bonitas. ¿Por qué me dejó? Este nudo en la garganta otra vez. ¡No es posible que esto esté pasando! Me quiero despertar de este sueño. Cara al espejo, me abofeteo para comprobar que estoy viva y que no es una pesadilla lo que he vivido.

    Tendré que preparar la cena y lo haré a mi manera, que por ahora no suscita ningún problema con esta pareja que vive conmigo. Haré una sopa de verduras. Luego esta pareja me dirá que está deliciosa, como me lo decía Santiago, y ella me preguntará cómo la he hecho, y yo les diré que he puesto un poco de poudre de perlimpinpin. Los dos me comprenderán porque ambos son franceses. La chica me dirá que quiere que yo le enseñe a cocinar mis guisos, y el chico tal vez me diga que no conoce eso de perlimpinpin. Si así ocurre, le diré que se lo cuente ella, y la chica me dirá que mejor lo haga yo. Al final, le diré que era una expresión de charlatanes que vendían productos curativos sin que curaran de verdad, o polvos que se convertían en oro sin que el metal precioso apareciera, y les diré que era un padre, de origen militar, quien inventó la historia de los polvos, y que eso aparece en la novela de la Saint Glinglin. ¿Y si me preguntan qué es la Saint Glinglin? Les diré que significa ‘cuando las gallinas tengan dientes’. Kong dirá que quiere cocinar tan bien como Sophie, y yo me aliaré con ella y le contestaré que eso será para la Saint Glinglin. Me preguntarán de nuevo por lo de perlimpinpin, porque no lo oían desde hacía muchos años, cuando leían cuentos; yo les diré que eso se lo contaba a los niños cuando estaba de educadora en las guarderías de París, y muchos niños tuve ante mí, deseosos de la magia de estas historias y de canciones que les adormecían de dulzura: Elles font, font, font, les petites marionnettes.

    Oigo la puerta. Voy a abrir. Ya no tengo tanto miedo, a pesar de lo que me ha ocurrido esta tarde.

    2. Sophie

    Mirando por este microscopio, me entran dudas sobre mi vida. Las células ahí están, se mueven, no cesan de dividirse y luego mueren; no parece que nada guíe sus destinos; no parece que estos se puedan cambiar. ¿Podré cambiar la suerte de esta pobre Tierra tan amenazada? Envidio a mi casera, Juliette, quien nos cobra un alquiler modesto. Qué buena idea tuvo mi madre, Irina, con el consejo que nos dio. Después de estar un rato con ella, no tuve duda de que debíamos ser nosotros sus inquilinos. Me encanta esa mujer. Pinta cuadros y con sus pinceles crea mundos nuevos que reproduce y conforma cuantas veces quiere. Los colorea con su paleta y acaba amando lo más pequeño e insignificante. Ella no observa como yo, sino que crea. Sé que yo no puedo ser pintora. Debo ser madre, tanto si Kong quiere como si no.

    Las horas han pasado y casi no me he dado cuenta de ello. Siempre de cara al microscopio, porque la observación debe ser muy atenta y minuciosa. La hora de salir ha llegado, y mi preparación hace media hora que me permitía ausentarme, si bien yo aproveché esos treinta minutos para preparar el próximo cultivo de células, para que se dejen investigar y observar. ¡Listo todo!

    —¡Hasta mañana a todos! —digo a mis cuatro compañeras.

    —¡Adiós, Sophie! —me contestan las cuatro casi a la vez.

    Tomaré el autobús que me deja al lado de esta urbanización en las afueras de Barcelona, donde vivo con mi compañero, Kong, y con mi casera, Juliette. Tiene mucha vegetación. También me gustó que tuviera piscina. Ahora la elegiría por Juliette, aunque estuviera en el desierto. ¡Dios quiera que nunca tenga que encontrarme en un lugar sin árboles, animales ni vida celular! El cambio climático me asusta, y en gran parte es por si desertiza parte de la Tierra. También los desastres de frío e inundaciones me inquietan, pero el mayor es la desertización. Creo que odio los desiertos.

    Ya está aquí el autobús. Si yo fuera Kong, en menos de cinco minutos estaría en casa y corriendo, pero yo no soy él, y él me quiere como soy. Lo que sí debo hacer es controlar estos kilos que peso de más.

    —Hola, Juliette, ¿cómo se encuentra? —le digo al entrar, con ánimo de hablar con ella de cualquier cosa.

    —Me encuentro ya bien del resfriado. ¿Qué tal sus clases y sus investigaciones?

    —Muy bien, Juliette. Gracias.

    No sé qué más decirle. No sé si decirle que la envidio con su pintura y su amabilidad, con esa cara de persona feliz. Tengo que decirle a Kong que quiero un niño; ya no quiero esperar más. Tengo trabajo en la universidad de ayudante de laboratorio. Mi doble nacionalidad, rusa y francesa, y mis estudios me han ayudado a ello. Quizás, todavía más, el dinero de mi madre, Irina, y el de mis padres españoles adoptivos, ya jubilados, pero que han decidido financiar un proyecto de investigación. Los he vuelto a ver y hablar con ellos con regularidad después de los consejos que un día me dio Kong en una playa en la que, además… Bueno, no sigo.

    Aziz me ayudó mucho con el alemán. Kong ha conseguido un trabajo en el Instituto Chino. Un compañero suyo le ha contado que un joven profesor de Madrid ha comenzado un programa de televisión digital, allá por noviembre del año pasado, justo cuando estábamos inmersos en todos aquellos líos, y que es muy seguido y muy revolucionario. A Kong le interesa mucho. Pero a mí me interesa otra cosa ahora.

    Su padrastro, René, también es un gran pilar para que esté ahí trabajando de forma estable. Nada impide que asumamos ser padres. Si tenemos un hijo, tendremos que dejar la casa de Juliette. Ese es el único inconveniente que me preocupa. Sé que esa mujer fue educadora en París. Primero en una escuela privada, donde ganaba menos, pero donde ella se entregó también en alma, que la tiene de oro, y cuerpo, que lo cuida, al parecer, desde siempre. Lo que más me conmueve de ella es ver cómo trata a los niños cuando han venido a verla. La adoran. Quisiera estar con ella y con el niño y con Kong. Le pagaríamos lo que nos pidiera por dejarnos vivir aquí. La casa es grande. Yo podría trabajar, el niño podría ir a un colegio cercano. Y podríamos seguir compartiendo su compañía. Para mí eso es fundamental. Esa mujer, Juliette, no es mi madre Irina ni mi madre adoptiva, Carmen, pero es casi algo más. Es como si fuera el espejo del alma que quiero tener cuando sea mayor.

    3. Juliette

    —Hola, Juliette. ¡Dios mío! ¿Le ha pasado algo? —me pregunta Sophie con un tono tan amable como siempre, poco antes de la hora de cenar; sin duda se ha percatado de que me pasa algo. Mi estado es aún algo confuso.

    —Bueno, sí. Me ha asaltado un hombre no lejos de aquí; pensé que quería robarme. Al final, me soltó —le respondo con la verdad a medias.

    —¡Asaltado! ¿Cómo? ¡Menos mal que está bien! —exclama ella con un tono que me acaricia.

    La siento como una hija. Se le nota que me aprecia. Y yo a ella, como también a su compañero Kong. Este chico me recuerda a Santiago, a pesar de la diferencia de edad y de sus rasgos faciales tan diferentes. A Santiago y a mí no se nos pasó siquiera por la cabeza tener un hijo. Si lo hubiéramos tenido, ahora me sentiría menos sola y más acompañada. Lo nuestro se planteó como una relación efímera, con final marcado desde el comienzo. Aun así, quizás por eso, cada día nos dábamos lo mejor, como si fuera el último.

    No sé cómo decirles que esa agresión que he tenido se relaciona con ese Aziz. Yo ya no tengo miedo a morir después de todo lo que he pasado. Si he de vivir, será porque el destino lo quiere. Debo hablarles de ese hombre y de que busca a su amigo. Lo haré esta noche, antes de marcharnos para dormir.

    —Juliette, ¿se encuentra bien? La veo un poco aturdida. Déjeme que le ayude a poner la mesa —me pregunta Sophie, inquieta porque le dije que me asaltaron para pedirme dinero, pero sin saber todavía la historia verdadera que más tarde le voy a contar.

    —Muy bien. ¿Tenéis ya hambre? La cena está lista.

    —Sí. Estamos hambrientos. Yo, antes de coger el tranvía para venir, he corrido quince kilómetros —dice Kong, tratando los temas de corredor con pasión.

    —¿Y dónde te duchas? —le pregunto y espero el momento adecuado para contarles toda la verdad.

    —En el mismo Instituto Chino hay algunas instalaciones. Son poco adecuadas, pero me arreglo.

    Ha llegado el momento de contarles lo ocurrido.

    Ya se lo he contado y los dos se han quedado pálidos.

    —No tenéis por qué decirme nada si no queréis.

    Me quedo escuchando la historia completa de lo que ocurrió hace unos pocos meses, tanto a Kong como a ese Aziz, su amigo y compañero de piso en Barcelona. Me parece todo increíble. Una historia más en esta vida mía que se complica y se enreda como ese jazminero de ahí afuera, junto al rosal con espinas. Comprendo que no soy yo el objetivo, aunque sí podría afectarme estar cerca de ellos. El peligro acecha a estos chicos y me acecha a mí al estar con los dos. No puedo escaparme de mi baile entre el amor y el miedo.

    —Nos vamos a marchar de aquí para no comprometer su seguridad. —Noto en Sophie su determinación.

    —No. No deseo que os marchéis. Si estoy viva y ese hombre me ha dejado escapar es porque a mí no me quieren matar —le respondo con la misma actitud.

    Acabada la cena y la larga conversación que hemos mantenido sobre toda esa historia tan dura con la que se relaciona ese tal Aziz, nos hemos instalado en el salón. He comprendido que han querido hacerme compañía, especialmente al saber lo que me ha ocurrido y por qué. Seguro que han escondido lo que piensan y sienten, y casi lo han logrado. Pero no me pueden engañar.

    Son las ocho de la mañana ya. Me ha despertado el canto de una paloma. He mirado hacia la ventana y entre los espacios del postigo he visto cómo una ardilla saltaba entre los pinos. El invierno huye de aquí, empujado por una primavera ansiosa de aparecer para quedarse con buen tiempo en esta ciudad, como lo ha hecho estos cinco años en que aquí he vivido.

    Con la música clásica de la buhardilla, ayer se quedaron los dos hasta casi las doce de la noche leyendo, o quizás deliberando entre cuchicheos para que no los oyera. Yo me retiré a las diez, como siempre, y, a pesar de su sigilo, los escuché bajar y miré la hora. Luego me dormí hasta las cuatro de la madrugada. Nada me despertó.

    Tengo que levantarme para preparar el desayuno. Es curioso que esto de ser una casera que se ocupa de todo para estos dos chicos no me suponga una carga dura de llevar. ¡Me hacen tanta compañía! Justo ahora que tanto la necesito.

    4. Sophie

    La conversación de ayer por la noche con Kong, casi susurrando para que Juliette no nos oyera, me ha dejado dudando. No sé qué vamos a hacer. Kong dice que hará lo que yo diga. ¡Qué responsabilidad! Si nos marchamos, tal vez disminuyamos su inseguridad, pero le haremos perder los ingresos que obtiene con nosotros y que tan a gusto le pagamos. Está claro que debemos contactar con Aziz de forma inmediata para que nos diga su opinión.

    —Trata de obtener una cita con Aziz lo más urgente que puedas —le digo a Kong nada más despertarme hoy. No he dejado pasar un solo día desde el percance de Juliette.

    —Hoy mismo lo haré, Sophie. —De él me puedo fiar—. Además, quiero que sepas que yo conocí personalmente a su marido y me pidió que nunca se lo dijéramos a ella, porque lo que pretendía al conocerme a mí y a Aziz era tomar una decisión crucial.

    Me he quedado extrañada de que Kong conociera a su marido.

    —Ya conoces el secreto de su marido, Sophie. Pero no se lo cuentes tú tampoco a ella. Tan solo lo conoce René.

    Ahora lo que más me importa es que Kong prepare la entrevista con Aziz. Sé que es lo primero que hará. Hoy mismo dará a este asunto la más alta prioridad.

    —Buenos días, Juliette —decimos casi a la vez al bajar del primer piso, donde está nuestra habitación, hasta la gran cocina, desde cuyas ventanas se aprecia el bosque de pinos, zarandeados por el viento, en este final de invierno, que va cediendo el paso a la primavera.

    —Buenos días —responde ella con su tono amable y alegre, casi completamente repuesta.

    —Esta noche no vendremos para cenar. Hemos de hablar con nuestro amigo Aziz. Según lo que él nos diga, nos quedaremos o nos marcharemos. Lo que no queremos, de ninguna manera, es comprometer su seguridad —le digo, tratando de mostrarle todo el afecto que sentimos por ella.

    —No seáis tontos. Haced lo que creáis oportuno. Yo me encuentro muy bien con vosotros y lo que os conté era por vuestra seguridad.

    Nos hemos despedido de ella hasta el día siguiente, pues es posible que duerma ya esta noche cuando estemos de regreso.

    He pasado el día mirando el microscopio. Durante la preparación del cultivo, la bureta casi se desparrama por el suelo. La maestra de laboratorio, la jefa, me ha puesto mala cara. Al parecer, en los tiempos que corren, no se pueden permitir que los gastos aumenten demasiado. Por eso a los profesores y funcionarios les han rebajado el sueldo. Todos están un poco tensos y asustados a la vez.

    En cuanto a mí, como ciudadana comprometida con la causa de la defensa de la Tierra madre, eso me alegra, pues cuanto menor es la actividad económica, menor es la contaminación. Lo que pasa es que no me siento indiferente ante los problemas económicos de este país, que lo es de mis padres adoptivos, y del que me voy encariñando, a pesar de sus debilidades. Mis padres adoptivos son muy ricos, tienen ahorros importantes y viven de ellos. Tienen su gran apartamento en la Avenue Foch de París, y un château cerca de Honfleur, desde donde, en menos de media hora en coche, pueden ver el Atlántico, con sus brumas grises y sus mareas intensas que cubren la tierra y la anegan para luego retirarse de ella y dejarla a solas, esperando el nuevo asalto, que se producirá cuando el deseo oceánico la empuje otra vez a esa tierra madre, que resiste al varonil océano y a sus inmensos y espumosos líquidos procedentes de olas blancas, que rizan su superficie y simulan que hay valles y montes en una cubierta azul que parece, a veces, jalonada por el relieve de inmensas olas.

    También sé que mis padres adoptivos poseen acciones en la bolsa y que intentan que les den rendimiento. Por eso veo una contradicción entre los que ahorran para obtener un rendimiento futuro y los que ofrecen dinero para que todo el mundo se endeude. Estas cosas las estudiaba cuando hice mi primera carrera y comprendí que de eso trataría el resto de mi vida: de ganar y hacer ganar el máximo dinero. Cuando los derechos que se han generado sobre la tarta total entran en contradicción, que es lo que parece que ha pasado en esta crisis, la pugna es mortal, y las contradicciones son tremendas. El ahorro reclama su parte, los trabajadores, endeudados o no, reclaman la suya, y las empresas de los diferentes continentes y zonas económicas reclaman su necesidad de mercados y rentabilidad para mantener a los empleados y los beneficios de los propietarios ahorradores.

    Ya no sé si lo que pienso me viene de lo que Kong dice que escucha de ese joven y exaltado profesor.

    Las cuerdas se tensan y han estado a punto de provocar la ruptura; el asunto adquiere tonalidades enloquecedoras. Y los fantasmas de las mentes trastornadas despliegan sus sábanas, y los monstruos abren sus fauces para mostrar bocas de dientes afilados, con pupilas de un cocodrilo hambriento de sangre humana. Si a los especuladores no se les dejara hacer tantas trampas y se redujeran las desigualdades sociales, se relajarían las conductas de todos y el crecimiento menguaría. La Tierra entraría en relajación, que bien la merece, agotada de tanto recurso extraído, exangüe de tanto esfuerzo en el suministro de energías que se le arrancan de sus entrañas, y con la atmósfera sobrecargada de tanto humo, que le ciega y le marea. Llora cuando se desencadenan inundaciones que provocan muertos; se retuerce cuando los movimientos sísmicos sacuden a quienes menos lo merecen y vomita su lava de náusea climática cuando los volcanes entran en erupción.

    ¡Dios mío! Otra bureta a punto de caerse al suelo. Me he sobresaltado y, al parecer, se me ha notado esa exclamación que he hecho casi solamente para mí, como un susurro apagado.

    —¿Qué te pasa, Sophie? —me dice la jefa con tono amable, pero rostro contrariado.

    —Nada —le respondo con una mentira de la que no me avergüenzo, porque esconde mi preocupación de lo que ayer le pasó a Juliette.

    La tarde se hace eterna. ¿Qué nos dirá Aziz? Sin duda, habrá que tomar alguna decisión para proteger a Juliette. Me quedaría sin ella, y luego estos dos valientes, mi hombre francés de origen chino y su amigo alemán de origen afgano, tendrían que emprender investigaciones como las que ya vivimos hace ahora tres meses. Bueno, me he perdido en mi pensamiento porque este microscopio requiere una atención de la que hoy carezco. Ahí tengo a las células de nuevo y les sigo el camino, serpenteante, en la inadvertida inmensidad del cultivo que he preparado. ¡Ah! Sí, pensaba en la pobre Tierra y en la necesidad de protegerla en estos tiempos de tantas desgracias. La vida es lo que me interesa. Es cierto que los animales ejercen gran violencia los unos sobre los otros y que eso a mí no me altera; incluso me apasiona. Lo que no soporto es la violencia de los humanos. Y entre todas esas violencias, la del hombre sobre el planeta que le cobija y le da asiento. Y entre todas esas agresiones, la desertización de la Tierra. ¡Dios quiera que nunca me quede sin agua!

    Parece que ya pronto acabará el día y veremos lo que nos cuenta Aziz. Dios quiera que nos diga algo positivo que nos permita seguir al lado de esta mujer, que hubiera elegido como madre, amiga o como lo que ella quisiera.

    5. Juliette

    Me quedo pensando en mis finanzas por si acaso se marchan. Por ahora me basta y me sobra para vivir. La conclusión es que no pasa nada si me quedo sin esos ingresos. Viviré con menos. Pero lo que sí pasa es que les he tomado mucho cariño y me hacen mucha compañía. Sin ellos, tendré que plantearme si acaso debo marcharme a París o donde sea para trabajar. ¡Cuánto me acuerdo de Santiago! ¿Dónde está mi pañuelo? ¿Qué he hecho con él? Mi vida es un tobogán que arrancó en enero del año pasado. ¡Dios quiera que no les pase nada a estos dos chicos! Ya casi los quiero como a dos hijos.

    —¿Qué te pasa, Juliette? ¿Lloras?

    —No, no. No es nada —respondo a la amiga vecina, junto al jazminero, mientras mi paleta y mi lienzo reposan un rato, hasta que trabaje más esas nubes del cielo pintado y esas sombras de la arquitectura medieval de ese pueblo francés que pinto con la torre gótica.

    El ilustre y gran amigo de Santiago, Suc, me hubiera dicho que en la creación de los artistas o artesanos está la mano de Dios. En realidad, Suc no creía lo de Dios. Ahora recuerdo lo que me decía a propósito de esto. Me explicaba que, tras la creación de los artistas, se esconde la creación de la cultura o, si se prefiere, de la ideología. Y recuerdo que discutía mucho con Santiago de su tema recurrente: la ruptura de pactos, como en un drama wagneriano. Y recuerdo cuando se lo dijo de forma muy solemne en el mes de mayo del año pasado, cuando el Gobierno español claudicó ante las exigencias de Bruselas.

    He quedado con una amiga para ir a una exposición de pintura. Me dice la profesora que en esta región hay muchos pintores y, aunque el ambiente parece distendido, adivino competencia entre muchos de ellos. ¿Qué nos pasa a los humanos, que deseamos tanto el reconocimiento? En realidad, eso pasa cuando ya están cubiertas las primeras necesidades. Y mucha gente ya quisiera tenerlas cubiertas.

    Al acabar la exposición, salí con dos de mis compañeras de la escuela, ambas ya en los sesenta años cumplidos, y nos sentamos esperando el autobús en el que yo debía regresar a casa, hoy más tarde si quiero, en vista de que los chicos no vienen a cenar. Una le decía a la otra que no podía seguir pagando sus cursos de pintura y que su exmarido no quería seguir pagándole la pensión. La otra ha dicho que tenía una pensión mínima y con eso ayudaba a sus hijos. La divorciada parecía abatida. Me he quedado entre las dos, mirándolas y sobrecogida. Les hubiera dado amparo. ¡Qué pena me han dado!

    6. Sophie

    —Date prisa, Kong. No llegamos a tiempo a la cita con Aziz. Me has dicho que es a las nueve de la noche en el piso que comparte con su pareja, Dris. ¡Estás tardando mucho!

    —Estás nerviosa. Tú sabes que mis carreras de fondo forman parte de mí. Primero, porque huía de mi pasado, y ahora, porque lucho por un futuro mejor en este mundo agitado.

    —Tienes razón. Estoy nerviosa. No me creerás, pero lo que más miedo me da no es lo que nos pueda pasar a ti o a mí, sino a Juliette. Y si nos hemos de marchar, me dará mucha pena despedirme de ella.

    ¡Qué buen chico es Kong! ¡Qué suerte he tenido! Me acuerdo de la primera vez que se duchó y le resbalaba el agua por todo su musculoso cuerpo; y cómo bromeó e hicimos el amor con una pasión de locos. Ahora se puede decir que nuestra sexualidad está reposada, más tranquila. Comprendo que haya personas para las que la pasión esa de los comienzos sea una droga que les hace perder luego a su pareja. Y vuelta a empezar. Así son las drogas. Mi inquietud es la de tener un hijo. No puedo esperar más. Tenemos que resolver este problema que se ha presentado con esos islamistas que se relacionan con Aziz.

    —¡Hola, chicos! —nos dicen Aziz y Dris casi a la vez, notándose que se alegran mucho de vernos.

    —Hola. ¿Cómo estáis? —dice Kong, dirigiéndose a ambos por cortesía, aunque es mucho más amigo de Aziz.

    Por mi parte, enseguida me he dirigido a Aziz para manifestarle mi simpatía. Dris y él se enamoraron en cuanto se vieron, allá por el mes de octubre del año pasado. Lo de salir del armario les costó más.

    —La cena está lista —dice Dris, haciendo un gesto con su mano derecha.

    —No os hemos preparado nada de nuestra cultura árabe, tampoco ruso ni chino. Hemos comprado una buena carne. —¡Cómo ha cambiado Aziz!—. ¿Os acordáis de cuando nos conocimos y los líos en que nos metimos todos? Tan solo hace medio año.

    —Lamento entrar tan rápidamente en materia. —Muy fuerte es mi ansia de averiguar por dónde debíamos enfocar nuestras vidas de forma inmediata.

    —¡Por favor, Sophie! La noche es larga. Deja que nos cuenten primero cómo llevan sus vidas —me interrumpe Kong con su serenidad oriental, de la que ya hizo gala tantas veces en el año transcurrido.

    Parece que Aziz se dispone a ofrecer un relato de mucho interés, que trato de retener con mucha atención.

    El islam ha perdido en España una de sus voces de mayor prestigio. Falleció hace algún tiempo. Lo sustituye provisionalmente el vicepresidente de la Junta Islámica. Murió de forma un tanto extraña. El rasgo principal de su trayectoria fue la tolerancia en todos los sentidos: religiosa, moral, personal y espiritual. Ha sido un defensor de los derechos de las minorías, no solo de los musulmanes. Y ha sido un hombre alejado de cualquier dogmatismo, que ha luchado por una visión integradora de las religiones. Decía que la expresión «terrorismo islámico» es una aberración y que el islam es, por definición, contrario a la violencia.

    —Tiene un sucesor momentáneo. La única diferencia entre él y yo es que, aunque tenemos los mismos ideales, yo creo que hay que pelear activamente y, desde luego, dentro del Estado de derecho, para desarticularlo. Me sirvo de mi condición de hacker y colaboro con el Ministerio del Interior. Dris está conmigo en esto. Fue él quien me introdujo.

    —No puedo esperar más, Aziz. —Estoy tan angustiada.

    Entonces le cuento lo que le ha sucedido a Juliette, esperando su valoración.

    —No creo que corráis ningún peligro. Ni Juliette ni vosotros dos. Las células terroristas nunca tienen como fin matar a nadie en concreto. ¿Os acordáis de aquel relato de una especialista en guerrilleros colombianos? Los terroristas viven muriendo activamente, por una causa. Matar es un accidente cuando es inevitable. Ellos planean una acción en un lugar dado, pero no son carniceros que maten a nadie por placer.

    »A quien buscan es a mí, pues me estoy convirtiendo en un hacker de mucha eficacia. En los últimos meses, he entrado en circuitos encriptados por sus mejores hackers. Colaboro con la universidad, además, como profesor de árabe, que es mi tapadera social.

    —Entonces, ¿piensas que estamos seguros y que Juliette no corre peligro?

    —Desde luego. La batalla entre mi padre, Namir, su compañero, Zemar, y yo se ha convertido en algo de carácter estratégico. Él me había ofrecido para ser mártir e inmolarme. Ahora se encuentra entre dos pendientes severas que son casi abismos. Por un lado, la gloria de lo que podría lograr conmigo. Por el otro, cada día yo les desbarato más planes y más atentados.

    »En el mito occidental, que tú me contaste un día, Kong, es Edipo quien mata a su padre, y encima sin pretenderlo. Yo trato de no ser Edipo. Y no quiero matarlo, sino redimirlo, como dice la cultura cristiana. Pretendo que cambie. Sin matarlo, pero también tratando de desbaratar sus planes.

    —¿Y cómo has pasado, en tan poco tiempo, de odiar a Occidente a defenderlo con tanta abnegación? —La pregunta de Kong me parece muy acertada.

    —Porque he llegado a una conclusión. Todo sistema lleva el germen de la dominación y hasta de la injusticia. Pero el ejercicio de esa dominación, Occidente lo realiza a través de la seducción y las libertades, en tanto que los sistemas que más detesto ahora, y ya para siempre, son los que ejercen la dominación por medio de la violencia.

    Me viene a la cabeza que anoche me marché tranquila con ese alegato de Aziz sobre los terroristas. Pero para asegurarme aún más, me dirigí a Dris, quien había callado todo el tiempo, y le pregunté:

    —¿Tú crees lo mismo?

    —Completamente. Cada palabra de las que ha dicho Aziz —respondió.

    Y aún añadí:

    —¿Incluida la cuestión de nuestra seguridad y la de Juliette?

    —Desde luego, Sophie.

    Y me quedé del todo tranquila.

    Recuerdo que la noche terminó pasando a temas de ese pasado que tanto nos une. Pero ha sonado el despertador.

    —Te quiero, Kong.

    —Yo también.

    —¡Tenemos que levantarnos!

    —Sí, sí, sí.

    —¡Qué contenta estoy! No vamos a marcharnos de la casa de Juliette.

    —No, Sophie.

    ¡Ay! ¡Qué ganas tengo de bajar para ver a Juliette! Nos hemos duchado sin tiempo de notar el agua sobre nuestros cuerpos jóvenes, con la húmeda caricia de un despertar que enfrenta el día y la batalla. Preparados para asaltos y defensas cerradas. Me he hecho un lío con la cortina de la bañera, y el jabón me ha hecho resbalar hasta que mis nalgas se encontraron contra la fría porcelana.

    Se me están haciendo eternos estos instantes, los que empleo cada día, casi iguales, pero que hoy son los testigos de mi ansiedad por bajar y hablar con Juliette.

    7. Juliette

    —Hola, Juliette, ¿te quieres venir a nuestro apartamento de la playa este fin de semana? —me preguntan la amiga vecina y su marido, ya casi de noche, al regresar de esa exposición.

    —No puedo, estoy arreglando unas cosas de la casa para que mis huéspedes se encuentren bien —les contesto, mintiendo.

    No deseo ir con parejas. A las parejas no les importa que los solteros los acompañen. Pero al revés no ocurre eso. Un soltero, a menudo, no está a gusto con una pareja. Por muy amigos que sean, te sientes como un extraño. En estas tierras dicen «ir de farola». Se decía, sobre todo, de hermanos o familiares acompañando a novios. ¡Curioso! Es cierto que la farola está sola. Pero también da luz. No sé qué luz da a una pareja la presencia de un soltero. ¡Ya sé! Es una luz que adquiere dos colores o tres, como las de los semáforos. Si se pone verde, significa la esperanza de llegar a ser como el soltero porque te encuentras mal, siempre acompañado por el ser que es cada vez más carga para una o uno. Si se pone rojo, es para indicar que, si no cuidas a tu pareja, te puedes quedar sola o solo, como el soltero o soltera que te acompaña. El naranja significaría… No sé.

    ¿Qué averiguarán esta noche en esa cena a la que han ido con Aziz?

    No quiero ver el mundo como es. Lo quiero reinventar. Lo crearé con mis pinceles. Los rostros serán alegres, las aldeas bonitas y las ciudades rebosantes de vida. Las guerras desaparecerán por la magia de mis pinceles. Me gusta el baile. Siempre me gustó. Santiago me decía que era la mujer más graciosa que había conocido. Seguro que no es verdad.

    Me marcho a la cama, que ya tengo sueño. Esperaré a mañana para que me cuenten. Me está entrando sueño.

    He soñado con atentados. ¡Qué horrible!

    Me voy a duchar.

    8. Sophie

    —Buenos días, Juliette.

    —Buenos días, Sophie. Te veo muy contenta.

    —Lo estoy, Juliette. ¡Nos quedamos!

    —¡Cuánto me alegro!

    Se lo contamos todo.

    Ahora ha quedado claro que lo que quería ese hombre que la asaltó no era nada de ella. Era un pobre francotirador, sin consignas claras, salvo una: acercarse a Aziz y lograr que se entregara a ellos vivo o muerto, pues se había convertido en su pesadilla como hacker competente que desbarataba sus planes. Por lo demás, nunca esos terroristas mataban a una persona. No era su forma de proceder. Querían a Aziz, pero no se le podían acercar porque era demasiado importante y contaba con protección policial.

    —Todo eso que le cuenta Sophie es verdad —le dice Kong al concluir yo mi relato.

    —Me alegro mucho por mí, pero también por vosotros. —Esta mujer siempre tan encantadora.

    —Juliette, ¿por qué no vamos un día juntas al cine o de compras?

    —Me gustaría mucho, aunque no puedo gastar mucho dinero.

    —Pero yo sí. Y no sabe el gusto que me dará que me aconseje en la elección de mis cosas.

    —Me tengo que marchar, pues llego tarde para entrar en el Instituto Chino —dijo Kong, con los ojos casi cerrados y la boca trazando una sonrisa de satisfacción.

    —Voy contigo. Haremos juntos el trayecto hasta mi universidad.

    Salgo junto a él por la avenida de casitas adosadas, en cuyo pasillo central se pueden ver tantos jardines cuidados, de estilos tan diversos. Casi todo el año con niños jugando. Así me lo ha contado Juliette. Sin darse cuenta, ha atizado en mí el deseo maternal, aún más fuerte que el que ya tenía antes de venir aquí.

    Veo unas nubes grises, de poco espesor, que se desplazan de derecha a izquierda, dejando atrás otras espesas nubes blancas que se quedan clavadas sobre una pared azul: el lienzo infinito del cosmos.

    —Sophie, tenemos que tener listos esos cultivos para mañana. No te entretengas. —La voz de la jefa hace que espabile de mi ensoñación—. Te apreciamos mucho. Si quieres, te cambiamos a otro departamento.

    —No, por favor. Quiero estar cerca de la vida.

    9. Juliette

    Hoy he quedado con Sophie para ir de compras, ya que comienza el fin de semana.

    —Hola, Juliette. ¿Llego con retraso?

    —No, Sophie. Tenemos toda la tarde.

    Hemos comido los espaguetis que he preparado con un poco de ajo, pimienta de cayena y con gambitas. Espero que la tarta de manzana me haya salido buena.

    —Deliciosa, Juliette.

    —¿De verdad?

    —Se lo prometo por mis dos madres.

    Hemos reído las dos, pues ella ha dicho una frase graciosa y muy rara para quien no conozca su historia. Tras la primera risa por lo de sus dos madres, hubo una súbita interrupción en la alegría y mi espinazo advirtió el fogonazo de la historia de la chica en mi memoria. Hacía poco tiempo que conocía los hechos y me habían dejado impactada. En cuanto a Sophie, el relámpago flash era probable que le hubiera hecho el mismo efecto, a juzgar por la cara que puso al terminar la risita nerviosa del final, tras la carcajada inicial. Trato de recomponer la calma y le hablo de que me gusta ir de compras y de que hace mucho tiempo que no lo hago. Le pregunto si ella iba a menudo en París. Ella me responde que, en los últimos años, desde hacía cinco aproximadamente, sí acostumbraba a acompañar a su madre, ojeando las novedades, y que pasaba largas horas con ella, y que su madre le contaba mil historias del mundo de la moda femenina.

    Después de comer, nos hemos marchado las dos a la ciudad.

    Ya estamos en la plaza de Cataluña.

    Esta chica está un poco llenita. Debería buscar camisas que tengan vuelo y no sean ajustadas.

    —Juliette, le quiero confesar algo.

    —Sí, Sophie, cuéntame.

    —Quiero ser madre a toda costa. Estoy obsesionada con ello. No sé cómo decírselo a Kong.

    —¡Qué bonito es lo que me dices, Sophie! Yo, en tu lugar, no tendría miedo de decírselo. Me consta que es un buen chico y que te quiere. Estoy segura de que lo aceptará. Si bien…

    —¿Si bien…? ¿Qué?

    —No, nada. Bueno, sí. Te cuento. A ver.

    Le he explicado que ser madre no debería ser un instinto tan imperativo, que a veces pasa pronto; que podrían pensarlo por un tiempo más, en vista de que aún tienen mucho tiempo por delante. No parece que la haya convencido en esto último. Esa chica tiene algo adentro, como si quisiera dar vida a una Tierra que muere. Eso es lo que me dice ella.

    —¡Me ha encantado salir de compras con usted, Juliette!

    —Perdona que me canse tan pronto de ir de una tienda a otra. Vamos a casa.

    —Sí, vamos. Kong estará terminando su entrenamiento.

    Han salido los dos de casa. Me ha gustado verlos salir tan alegres y haciéndose arrumacos. Estoy aquí, en su cuarto, haciendo la limpieza ligera. Estas telas azules de la cortina de la ventana de ellos las elegí junto a Santiago. Se pliegan hacia los lados con humildad para dejarme ver el espectáculo borrascoso. Abro de par en par la ventana y me siento en el alféizar. Las nubes grises y ligeras de antes, que vi desde mi habitación, mirando al este, se han disipado.

    Me vienen a la cabeza los mártires musulmanes que se inmolan tras procesos mentales que ya no sé si la literatura actual y occidental, la única disponible para mí, los describe bien. He comprado algunos de los mejores libros para enterarme de este tema tan trascendente.

    El terrorismo y los terroristas me preocupan mucho. No me faltan razones para ello.

    10. Sophie

    Kong aceptó por fin que tengamos un hijo. Hace ya tres semanas que lo intentamos. Es un hombre muy bueno. Sé que será un buen padre, aunque tuvo que vivir sin el suyo propio desde tan pequeño. Tengo la sensación de que ya estoy embarazada. Hoy iré a la farmacia para comprobarlo.

    A la salida de mi trabajo en la universidad, con los ojos aún llenos de células vivas y la vida que sentía en el interior de mis entrañas, vi un coche todoterreno con tres hombres dentro. Al llegar a la esquina de la carretera, donde tomaba cada día el tranvía que me dejaba junto a la casa de Juliette, dos de los tres hombres bajaron y me agarraron por el brazo. Uno de ellos me apuntó con una pistola y mucho disimulo. Me dijo que si no armaba lío no dispararía. El hombre parecía actuar con un rigor profesional. Apenas tuve tiempo de reaccionar. Me encontré dentro del todoterreno y perdí el conocimiento hasta al menos tres horas después. Entonces me explicaron que íbamos camino del estrecho. Que se trataba de un secuestro y que lo que querían era a Aziz. Que esto lo hacían para que él se entregara.

    —Así fue como pasó, señorita —me dice un hombre educado que va junto a mí en la parte posterior del vehículo, tras haber hecho él su propio relato al tiempo que yo lo recordaba. Otros dos hombres van delante.

    ¡Dios mío! Si mi niño vive ya, debo hacer todo para que él no se vea afectado. Aprecio mucho a Aziz. Sé que él y Kong resolverán este embrollo. No puedo pensar más que en el niño que creo que llevo dentro, aunque no lo pude comprobar porque el tiempo me faltó.

    —Les aseguro que estaré tranquila. No necesitan volver a drogarme, les prometo que no voy a gritar ni a intentar escaparme —les imploro y no me arrepiento de hacerlo.

    Lo que he hecho es lo mejor; por nada en el mundo quiero que se malogre esta criatura que ya noto en lo más profundo de mi ser.

    De los dos de delante, uno es el chófer y parece que conduce muy bien este cacharro y, al parecer, su vida económica, con unos viajes en esta especie de taxi; y el otro es Ahmed, quien es el verdadero islamista, posiblemente nacido en Argelia, pues habla muy bien español, y debe de ser de la emigración ladrillera a España, no de la parisina de banlieu. El que está a mi lado es un hombre más mayor, de unos cincuenta años, y se llama Ali. Es de origen marroquí; a este sí le noto el acento de su país.

    —Señorita, nos alegra mucho su actitud. Nosotros no somos seres sanguinarios, sino entregados a una causa muy noble.

    Mientras así ha hablado Ali, percibo la mirada de Ahmed, quien se ha girado con su cuello de hombre aún joven, de no más de treinta años de edad, y un bigote del que debe de imaginar que le chorrea su semen de semental macho, como debe ser un hombre. Su

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