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Las fisuras
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Libro electrónico259 páginas4 horas

Las fisuras

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Información de este libro electrónico

«De los autores jóvenes de hoy, fuera de la novela negra, recomendaría a Santiago Velázquez y a Sara Mesa.»
Lorenzo Silva, El Mundo

En la estela de una literatura exigente y sin contemplaciones (Thomas Bernhard, Rafael Chirbes), y siguiendo la tradición de las grandes novelas que se desarrollan obsesivamente como monólogos convulsos, como Cinco horas con Mario de Miguel Delibes o Mientras agonizo de Faulkner, esta novela es un relato duro y ambicioso, en la que el amor y la vida laten con turbulencia.

Ante el féretro de su mujer, Pablo Ferrand pasa toda la noche en el tanatorio haciendo un repaso de su relación en un largo y obsesivo monólogo consigo mismo, cargado de momentos felices, pero también de amargos reproches y duras palabras.

Amaia Suanzes y él llevan once años casados y veintiséis juntos, desde que se hicieron novios en el instituto. Han tenido dos hijos y llevado una vida normal, quizá algo anodina pero satisfactoria, hasta que un día Amaia decide reemprender su actividad laboral como abogada y su comportamiento comienza a cambiar misteriosamente. Pablo descubrirá el motivo de la crisis de su mujer y hará todo lo posible por evitar el drama.

Reseñas:
«Un autor de raza.»
Manuel Longares

«La extraña ilusión es una obra extraordinaria.»
Luis Mateo Díez

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento1 mar 2020
ISBN9788418104947
Las fisuras
Autor

Santiago Velázquez

Santiago Velázquez nació en Madrid en 1977. Ha publicado los libros de cuentos Huéspedes del olvido (1999) y Todoslos hombres que nunca seré (2016); las novelas La condena de Salomon Koninck (Premio Joven y Brillante de Novela Corta, 2000), La extraña ilusión (XIV Premio Tiflos de Novela, 2012) y Viaje de invierno (2014), y el libro de biografías Soñaré en tus manos (2018). Escribe en la edición española del Huffington Post, y colabora en el suplemento «El Viajero» del periódico El País.

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    Las fisuras - Santiago Velázquez

    Las fisuras

    Primera edición: 2020

    ISBN: 9788418104541

    ISBN eBook: 9788418104947

    © del texto:

    Santiago Velázquez

    © del diseño de esta edición:

    Penguin Random House Grupo Editorial

    (Caligrama, 2020

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com)

    © de la imagen de cubierta:

    Shutterstock

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    Paola

    Como Orfeo toco

    la muerte en las cuerdas de la vida.

    Ingeborg Bachmann

    El tiempo aplazado

    El cuerpo de Amaia Suanzes yace de medio lado, sobre la alfombra color antracita del salón. Lleva un vestido de poliéster crudo, más bien sonrosado, con el cuello en uve y la parte delantera cruzada, ceñido a la cintura. Medias nuevas y zapatos a juego, de Prada, de tacones altos y gruesos, sencillos, acabados en punta. Tiene una pierna estirada y la otra ligeramente encorvada, tercamente retorcida, como quebrada, una deformidad. Su cara se ha petrificado en una mueca tensa, de rigidez mortuoria, y la piel de su frente y de sus mejillas, aún con manchas oscuras de sus dos embarazos, destila ahora una suavidad cerúlea. Junto a ella, en el suelo, hay tabletas vacías de ansiolíticos y somníferos, y agujas y plumas de insulina y una botella de albariño y una copa volcada. Un álbum con fotos familiares y viejas cartas amarilleadas por el tiempo lucen desparramadas encima del sofá. Hay clínex arrugados lanzados como proyectiles.

    Cuando el comisario de policía entra, con un revuelo de hombres a sus espaldas, enseguida descubre una lucecita roja parpadeando en el mueble del salón. Es una pequeña cámara de vídeo. Está apoyada sobre un montón de libros. En la pantalla, el botón rojo sigue grabando la escena.

    hiciésemos nada, sí, me jode que no hiciésemos nada, como lo oyes. Ya sé que era el trato, que fue lo que pactamos. Te di mi palabra, sí. Pero escúchame, los niños. Yo no sé si lo van a entender. Que es la hostia que pierdan así a su madre, ¿es que no lo ves? Te quiero, sí, te quiero con locura, Amaia, y Natalia y el pequeño Rodrigo también, que yo creo que todavía no son conscientes de que ya no te verán más, de que no estarás con nosotros, sí, voy a protegerlos y voy a cuidarles mucho, claro, no te preocupes, te lo prometí. Pero, dime, ¿estás todavía convencida de que lo entenderán? Tuvimos que haberlo impedido, haber buscado otra forma, otro camino. Sí, ya lo sé, al final nadie se libra, todos acabaremos muertos como perros, eso te decía, ¿no? Era así como te decía, Amaia, muertos como perros, oliendo a perro muerto, al final todos acabaremos así, eso te decía,

    los últimos en irse tus padres, no lo han encajado todavía, cómo van a hacerlo, es antinatural que una hija muera antes que los padres. Yo no lo soportaría. Me pegaría un tiro si les pasara algo a los niños. Anda que no lo hemos hablado tú y yo, ¿te acuerdas? Cuántas noches en la cama, la televisión encendida, y nosotros dale que te pego hablando sin parar, y alertas, siempre alertas a lo que pudiera pasarles a los niños en la habitación de al lado. Sobre todo cuando eran unos bebés, y dormían en la misma habitación, qué tiempos, ¿verdad? Y no parábamos de asomarnos y mirarles, y de hasta ponerles la mano en la barriguita o a la altura de la nariz porque parecía que no respiraban. Sí, vale, ya sé lo que piensas. Era yo el exagerado, era yo el histérico. Qué le iba a hacer. Me preocupaba su fragilidad y su indefensión. ¿Y si de repente dejaban de respirar? Acuérdate, no paraban de hablarnos de la muerte súbita, que se daba sobre todo en el primer año, y que no podían dormir boca abajo, o de lado, mucho tiempo, ¿no?, y había quien nos contaba que tal niño o tal otro se había atragantado con sus vómitos y que había muerto o a punto había estado. ¡La gente es la hostia! Sí, ahora ríete tú, pero entonces, los huevos de corbata. Pues imagínate cómo deben sentirse tus padres, que han sido los últimos en marcharse del tanatorio. Ya les he dicho. Idos a dormir, llevamos todo el día aquí, tenéis que descansar. Mañana será un día muy largo. Id con los niños e intentad dormir un rato, algo, os va a dar algo si no descansáis. Mañana será el entierro y algo tenéis que dormir. Y se han ido, cabizbajos, abrazados, los ojos arrasados y secos, bajo la lluvia pertinaz que cae esta noche. Porque no te lo vas a creer, esto es de película mala, de telefilm barato. Lleva toda la tarde sin parar, y,

    el tanatorio está por fin en silencio, y la gente ha ido desapareciendo. Ha sido una tarde muy intensa. A veces dramática. La lluvia, como te digo, no ha parado de caer en todo el día. Y aún la oigo en los alerones del tejado, tac, tac, tac… ¿Dramática he dicho? Bueno, sí, ya sabes. Cuando han venido éstos. Sobre todo. ¿Que quiénes? Pues quiénes van a ser. Rafael y Pedro y Fran, y también Carmen y María, y sin hablar, ¿oyes?, en cuanto me han visto, todos llorando, ha sido un dramón. Y justo ha llegado Sara, y yo lloraba como una magdalena y no podía contenerme. En serio. La de pañuelos que he gastado en un momento. Y venga abrazos y venga lamentos, y de repente me he descubierto gritando, o medio gritando, no sé. Ha sido extraño verme por un momento desde fuera, o tener esa súbita percepción. Y me ha dado cierto pudor, lo reconozco, pero enseguida he pensado que ahí estabas tú, al otro lado, en la habitación contigua, detrás de ese cristal que ya tiene las huellas de mis manos y el rastro de mis lágrimas, y que tengo todo el derecho a llorar y a quejarme y a maldecir… Amaia, cuánto te voy a echar de menos, y ahora otra vez esa cosa se me agolpa en la garganta, un nudo que me asfixia, y que no me deja respirar. Voy a pasar la noche aquí contigo, sí, cariño, no pienso dejarte, ni pienso dormir. No te preocupes de si he comido algo o no. Olvídate, de verdad. No necesito comer nada, y menos ahora, que por fin se han ido todos y el tanatorio se ha ido quedando tranquilo, con este silencio fúnebre, y esta lluvia que sigo escuchando contra los aleros, tac, tac, tac,

    de película mala, de telefilm barato. Lleva toda la tarde sin parar de llover, y no tiene pinta de que vaya a escampar. Me dan pena tus padres, claro. No es que ahora quiera decir que los soporto, ya sabes que no los trago mucho. La familia, mejor lejos. Sí, sí, te lo he dicho millones de veces, ¿que tu madre es una santa y tu padre un ejemplo para ti?, ya pero insisto, mejor lejos, que yo los aprecio, que no han sido justos nunca que digamos, y tú lo sabes. Ya, ya, hostia, qué sé yo, es una cosa que me saca de quicio. Siempre han tirado más por tus hermanos, y eso lo sabes, pero ahora no quiero hablar de esto, no toca, joder. ¿Que no me ponga así? Eres tú la que lo saca. A la mínima estabas con el tema de la familia. Que si decía cualquier cosa, el mínimo comentario, enseguida te ponías a la defensiva. Amaia, es que es un tema tabú, ya lo sabes. No podemos hablar de esto, porque saltan chispas y yo me enciendo, y prefiero dejarlo estar,

    de que no te verán por casa, ni a la salida del colegio ni en el parque ni los fines de semana podrán jugar contigo en la pista de básquet ni en los columpios ni ya les acompañarás más a montar en bicicleta ni irás con ellos a las actividades extraescolares. ¡Cuánto te quejaste! Sí, ahora me dirás que no. Venga. Hubo una época, no sé, hace tres o cuatro años, ¿lo recuerdas?,

    Natalia debía de tener seis y Rodrigo cinco, o algo así, cuando no trabajabas todavía, ¿te acuerdas o no? Qué época, con el coche de aquí para allá, corre que te corre, cógelos al salir de clase, y Natalia a gimnasia rítmica, en la otra punta del pueblo, y vistiéndola de camino, quítate el uniforme y ponte las mallas y el tutú, y luego Rodrigo al campo de fútbol, y lo mismo, venga niño, corre que no llegamos, y lo dejabas con el entrenador y de vuelta a por Natalia, qué estrés, qué tiempo, ahora me dirás que no te acuerdas,

    a contarles, cómo voy a contarles, cómo a decirles que ya has dejado de ser, que ya tu cuerpo será engullido por la tierra templada y devorado por los malditos gusanos, en un agujero del cementerio, a la sombra tétrica de los cipreses, y que tus huesos reposarán en el mullido ataúd y ya no volverás a caminar erguida ni siquiera a emitir sonidos, ni a cantar ni a besar nunca más. ¿Cómo decirles que cuando quieran verte habrá que ir hasta allí, arrasados por la tristeza, a ponerte flores sobre la tumba y a cambiar de vez en cuando la foto vapuleada por las inclemencias de la meteorología que tu madre ya me ha dicho va a colocar en la lápida, joder, como si fueras la evocación de un fantasma, allí, tu sola, olvidada del mundo y en proceso de descomposición por los siglos de los siglos? ¿Y qué haremos pasados los años? ¿Abrir la tapilla del ataúd y remover los huesos, y ver la calavera con las cuencas vacías de los ojos y el pelo crecido, encrespado y mucho más largo, y las uñas retorcidas sobre unas falanges apolilladas y grisáceas, y recolocarte en tu tumba para ir dejando hueco a los que iremos definitivamente detrás de ti? Así se hacía antiguamente, ¿no? Así lo hacían nuestros abuelos. Dime, ¿cómo voy a evitar decirle esto a los niños, que ahora no comprenden ni siquiera que se puedan morir las tortugas que tienen en ese ridículo terrario que les compramos en Wallapop? En algún momento tendré que decírselo. Niños, se mueren hasta los animales más estúpidos como esas tortugas. Estamos todos condenados a la nada, esto no tiene misterio, la vida carece de sentido, y si no, mírate, ahí. No, no, de verdad que no te preocupes. Suavizaré todo, qué remedio. Te prometo que buscaré las palabras adecuadas, que las diré con un atisbo de piedad, que pondré una emoción contenida y difusa en mi tono, y en la máscara de mármol de mi rostro cincelaré un rictus de piedad, y los calmaré con palabras de consuelo, qué si no voy a hacer, hasta que por sí mismos vayan entendiendo, que no es fácil, que su madre es tierra y es nada, Amaia, que mañana ya no estarás aquí y dejaré de verte, y habré de consolarme viendo tus fotos y los vídeos que hemos ido acumulando en los discos duros, y dime, qué voy a hacer yo sin ti,

    cloasma, te dijeron, era ese el palabro que pronunció el médico, ¿te acuerdas? O algo así. Sí, sí, cloasma, estoy seguro. No, no me apetece buscarlo en el móvil. No sé si quiera dónde lo tengo, ahora que lo dices. Estará en el abrigo por ahí tirado. Llevo aquí tantas horas y ha pasado tanta gente que no sé ni dónde tengo la cabeza. Las mismas palabras, los mismos gestos, idénticos lugares comunes. Sí, estoy mareado y confuso. Pero en verdad qué va a decir la gente. Tú y yo siempre hemos odiado estos protocolos sociales, las cortesías vacuas y forzadas. Te acompaño en el sentimiento. Cuánto lo lamento. Lo siento profundamente. Siempre se van los mejores. Qué tragedia, hijo, qué tragedia. Acuérdate cuando se murió el hermano de Rafael, tan joven. ¿Qué tenía? ¿Veinticinco, veintiséis? No creo que más. Inesperado, ya lo creo, un dramón. Las putas motos. Mira que Rafa se lo decía una y otra vez, vende esa moto, a las motos no las respeta nadie en la carretera, y además sois unos cafres, os metéis entre los coches, os colocáis en las zonas muertas y nadie os ve. Y toma, el camión que va a cambiar de carril y se lo lleva por delante, qué puta mala suerte. Tieso en el acto. Eso también es duro, tan joven, con toda la vida por delante. No, no fue en éste, sino en el tanatorio sur, el que está junto a la Caja Mágica, sí, ése, y vaya tela, ver a tanto chaval destrozado llorando, y aun así, tú y yo algo incómodos, desubicados, sin saber qué decir. No hay derecho. Qué injusticia. Es que aún no doy crédito. Pero cómo ha podido ser. ¡Malditas motos!. Te acompaño en el sentimiento. Cuánto lo lamento. Lo siento muchísimo,

    tratabas de descifrar aquella palabra, cloasma, y no parabas de mirarte en el espejo del baño a la cruda luz de los fluorescentes, que resaltaban aún más las manchas y las hacían más y más virulentas, como esos charcos de grasa o de combustible que hay en los suelos de las gasolineras. No me lo puedo creer, decías, me están invadiendo, cada vez son más numerosas, y era cierto, fue quedarte embarazada y aparecer esos islotes de pigmentos por tu frente y tus mejillas, y luego en la barbilla y en el labio superior de la boca, y al principio eran amarronados y luego se fueron oscureciendo, de forma notable, sobre todo a raíz del embarazo de Rodrigo. Fue después de dar a luz, a los meses, en el momento en que la leche dejó de subirte y le retiraste el pecho, cuando empezaste con los tratamientos faciales. Yo no sé. ¿A cuántas clínicas fuiste? ¿Cuántos dermatólogos visitaste? ¿Ocho, nueve, diez? Y ninguno conseguía nada. Todo era insuficiente. Lo único que te explicaban eran cosas que ya sabías, que las manchas aparecían en la gestación (no me diga, doctor) por las variaciones hormonales, lo que provocaba una mayor concentración de melanina en la piel (siga, doctor, siga ilustrándome, no tenía ni idea), y que a las personas como tú, de tez más bien morena, les afectaba en mayor medida pues estaban predispuestas genéticamente por un sistema melanocitario excesivamente estimulado (qué interesante, querido doctor), así que lo conveniente era untarse bien la cara con cremas de protección y tener un especial cuidado con el sol (así lo haré, doctor, pero dígame, ¿no hay nada que pueda hacer para quitarme estas puñeteras manchas de la cara?). Las cremas, que al principio eran más bien inanes, fueron dando paso a tratamientos de peeling y después a aplicaciones de ácido que te abrasaban el rostro y te lo despellejaban. Quemaduras controladas que te lo dejaban en carne viva y luego se te pelaba y se te caía la piel a tiras, como las mudas de los reptiles, y luego vinieron las dermoabrasiones con láser y ondas de radio, que no conseguían tampoco despegarte las manchas de la piel, y entró en nuestras vidas todo un elenco de palabras y de vocabulario que jamás antes habíamos escuchado: tratamientos con alfahidroxiácidos (ácido glicólico), que favorecían la renovación celular; aplicaciones con ácido tricloroacético, que prometían eliminar la capa de melanina de la epidermis; enjuagues con ácido kójico y ácido azelaico, que bloqueaban la actividad de la tirosinasa, la enzima que estimula el proceso de melanogénesis; y vino la ingesta de litros y litros de vitamina C, que presuntamente blanqueaba la piel, y toda una morralla que no sirvió para nada, jerga y más jerga, y pasta y más pasta,

    y esta lluvia que sigo escuchando contra los aleros, como una percusión monocorde, amortiguada, hipnótica, tac, tac, tac,

    aprovecho que se han ido todos. Tus padres, los últimos. Me acerco un instante a la puerta y salgo. El tanatorio se ha ido quedando tranquilo, inundado en un silencio luctuoso, lúgubre, triste. Avanzo por los pasillos oliendo a flores y coronas frescas, y oigo lamentos contenidos y alguna conversación en voz baja, sí, también alguna risita, es inevitable, supongo. Pero ya no es ese alboroto y ese jaleo de la tarde. Cuando alcanzo el exterior hay un fuerte olor agreste en el aire, a tierra mojada y a chapa metálica y a máquina de café. Hace mucho frío. Una neblina densa desrealiza los contornos y la lluvia cae monótona, a ráfagas, como una tupida e insistente cortina de agua. Mientras enciendo el cigarrillo he oído el sonido lejano de unas campanas. ¿De dónde vendrán? Miro el reloj. Son las doce de la noche. Pego unas chupadas al cigarro, sin ninguna prisa. Llevo las solapas del abrigo levantadas para cubrirme el cuello. Hace un frío de cojones. Unos minutos. Sólo unos minutos en los que intento no pensar en nada. Deshago el camino y vuelvo a la sala número ocho. Me doy cuenta de que hay un hilo musical de piano en el ambiente, muy bajo, sutil. Me parece reconocer las notas. No estoy seguro. La bisagra de la puerta chirría ligeramente y eso me produce un escalofrío. Una gilipollez. Creo que ha sido más bien el contraste del frío al calor. Me quito el abrigo y vuelvo a mi silla, junto al cristal que nos separa. He pedido que no cierren las cortinas y que te dejen bajo esa luz bermeja, cálida, un tanto irreal, que te dejen bajo ese temblor sobrecogedor de las llamitas de las velas y los hachones. Te miro, Amaia, y me pareces más guapa que nunca. No tenemos prisa. Quiero despedirme y aprovechar hasta el último minuto, antes de que te lleven mañana al cementerio y te sepulten bajo paladas de tierra. Tranquila, no llores,

    tac, tac-tac, tac…,

    y toda esa morralla que no sirvió para nada, jerga y más jerga, y pasta y más pasta. ¿Cuánto nos gastamos? ¡Hala! ¡Tampoco exageres! Pero sí, por ahí puede ir, ¿cuatro, cinco mil euros? Yo qué sé. Ya no importa. Aquí la cosa es que no servían para nada esos tratamientos. Tu rostro se fue marchitando, ajando como una fruta echada a perder, como esos melocotones que se ponen pochos y feos en verano. Aunque también te digo. No era para tanto. Yo ya te lo decía: sólo lo ves tú, sólo tú te fijas en que te ha aparecido otra manchita en la nariz o que el mapa de Australia que tienes en la frente se ha extendido un poco más y ganado terreno y afeado tu rostro. Pero, insisto (acuérdate, te insistía), Amaia, sólo tú lo aprecias. Nadie se da cuenta ni aun observa tu rostro con tanto detalle. Esa obsesión, ese escrutarse ante el espejo, a la luz blanca del fluorescente, horas y horas, y venga a untarte crema, ¿adónde te llevaba?,

    tus padres, los últimos. Se han ido abatidos, cabizbajos, abrazados, la cabeza de tu madre sobre el hombro de tu padre. Nunca les había visto un gesto de ternura, ni entre ellos ni hacia ti ni siquiera hacia los niños. Me han conmovido. Sí, créeme, no soy tan cínico. No es que los odie, pero me son indiferentes, como yo lo he sido para ellos. ¡Ahora no me vengas con que no ha sido así! Acuérdate. Íbamos a su casa por Navidad o por cualquier celebración y apenas me saludaban cuando llegábamos. Unos besos al aire tu madre y un lánguido apretón de manos tu padre, y luego nada. Ni me preguntaban cómo me iba en el trabajo o cómo andaba con lo del azúcar o si tenía estrés o cómo era eso de ganarse la vida escribiendo noticias en una agencia. Al principio, cuando éramos jóvenes, me daba igual. Luego ya vinieron los niños y eso me dolía. ¡Coño, son sus nietos! Un poco más de amor, unas carantoñas, algo de voluntad, ¿no? Que de verdad creo que les daban los besos casi por obligación. ¡No me jodas que no era así! En cada visita que les hacíamos era una sensación amarga de invisibilidad, de absoluta indiferencia. Pero ya te he dicho miles de veces que es una cosa patológica mía. Que quizá no fuera así. Que soy yo quien siempre se siente fuera de lugar, como despojado de todo significado para los demás, que soy proclive a aislarme de los demás, que,

    fijado, ¿verdad? Tú también te has fijado, ¿a qué sí? Nada de coronas ostentosas, prefería unos discretos ramos de flores. Tú tampoco has sido nunca de flores. Muy pocas te he regalado, eso es cierto, pero es que te daban igual. Espera. Sí, de eso seguro que te acuerdas. La última vez fue… ya, ya sabes. No quiero sacar el tema, pero es que ha venido al pelo. Sí, no pasa nada. Ya sé que entonces no pasabas por tu mejor momento y que estabas rara. ¿En crisis? No, no, no. Eso lo decías tú, no yo,

    pero con todo y con eso me han dado pena. Que no deja de ser natural que el hijo se muera antes que los padres, que eso ya lo hemos hablado. Y nada. No sé si hiciste bien en no decirles nada, supongo que sí. Esa fue tu decisión y yo la respeté. Pero seguramente se olieron algo aquel día, cuando te despediste tan claramente de ellos, aunque pareció que no se percataron del asunto, y hoy el golpe ha sido durísimo. Tenían ese gesto de incomprensión, de ver que todo ha sido arrasado súbitamente: un tsunami inesperado, un aplastamiento inmisericorde, un dolor demasiado real, una tragedia horrible… No hay palabras, me han dicho. ¿Cómo dices? ¿Que quién les ha avisado? No estoy seguro. Creo que ha sido tu hermano. Álvaro, sí, claro, perdona. No, no. Alejandro se ha enterado el último, a eso del mediodía. Estaba enfrascado en sus reuniones y no ha habido forma de localizarlo antes, que es un obseso del trabajo, ya lo sabes. Desde que llegó a ese puesto, ¿cómo lo llaman?,

    que por qué te cuento todo esto. No lo sé. Tengo necesidad de hablar. Ahora que estamos solos y que tenemos toda la noche por delante. Aprovechemos. Vale, vale, no te tenses. Hay tanto de lo que hablar, ¿no lo crees así?,

    Amaia,

    tampoco has sido nunca de flores. Muy pocas te he regalado, eso es cierto, pero es que te daban igual. La última vez fue… No quiero sacar el tema, pero es que ha venido ni que pintado. Sí, no pasa nada. Ya sé que no estabas en tu mejor momento y que estabas rara. Puede ser que en crisis, sí. No, no, no. Eso lo decías tú, no yo, pero no quiero hablar de esto ahora, Amaia,

    necesitabas tu tiempo, ya, de eso hablaremos luego. Ahora no. No te pongas así, no te calles tan de golpe. Joder, Amaia, déjame hablar, hay tiempo por delante,

    mmm…,

    dime, no te parece increíble que llevemos más de veinticinco años juntos. ¿Qué? ¿Veintiséis para ser exactos? ¿Tanto? ¿Qué año fue? Sí, claro, perdona, cómo he podido olvidarlo. Bueno, ha sido un lapsus momentáneo, nada grave. A veces te pones intratable, cariño,

    estar sola también tiene sus ventajas, dijiste. ¿Estábamos en segundo o en tercero? Ahora no soy capaz de precisar.

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