Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Periodo Especial: (El Corrientazo)
Periodo Especial: (El Corrientazo)
Periodo Especial: (El Corrientazo)
Libro electrónico390 páginas6 horas

Periodo Especial: (El Corrientazo)

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Conspiración en el paraíso de los sentimientos encontrados.

Las pesquisas de un doble asesinato en Madrid conducen al inspector Durán a Cuba, inmersa en la enorme crisis económica y social del año 1994 denominada como Período Especial por el régimen.

La investigación, que apunta a una trama conspirativa, se desarrolla en circunstancias inusuales, desenvolviéndose en un ambiente social extraño, para un burgués acomodado de clase media, que lo va atrapando y vinculando hasta sufrir el «corrientazo» que le hará cuestionar los principios más básicos de su vida y lo introducirá en el período especial de su propia existencia.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento14 jul 2020
ISBN9788418152733
Periodo Especial: (El Corrientazo)
Autor

Huberto García Muñoz

Huberto García Muñoz (Segovia, 1959) es médico especialista en Anatomía Patológica que desempeña su trabajo en el Hospital Universitario 12 de octubre de Madrid desde hace más de treinta años, profesión que ha desarrollado y simultaneado con la afición a la lectura y escritura de literatura de ficción. Periodo Especial es su opera prima.

Relacionado con Periodo Especial

Libros electrónicos relacionados

Misterio para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Periodo Especial

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Periodo Especial - Huberto García Muñoz

    Periodo-Especial-el-corrientazocubiertav14.pdf_1400.jpg

    Periodo Especial

    (El Corrientazo)

    Huberto García Muñoz

    Periodo Especial

    (El Corrientazo)

    Primera edición: 2020

    ISBN: 9788418152207

    ISBN eBook: 9788418152733

    © del texto:

    Huberto García Muñoz

    © del diseño de esta edición:

    Penguin Random House Grupo Editorial

    (Caligrama, 2020

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com)

    © de la imagen de cubierta:

    Shutterstock

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    En Memoria de mi buen amigo Richi cuyo espíritu, de alguna manera, sobrevuela esta obra.

    Nunca imaginé que algún día estaría tan confuso. El hombre perfecto, el trabajador incansable, el amigo infalible, el compañero animoso, el discrepante comprensivo, el simpático ingenioso, el que lo tiene todo claro, ése ya no soy yo, porque si lo fuese jamás estaría escribiendo estas líneas, que sólo intentan ser los cimientos más seguros para que el olvido no me impida revisar, cada uno de los hechos que ocasionaron la convulsión de mis convicciones más básicas, y que situaron mis parámetros personales en una posición emocional que no logro ubicar. Los remordimientos por mis errores me angustian hasta la náusea, me resulta imposible redimir mis pecados, ¿qué puedo hacer? Nada, estoy abotargado, no sé qué hacer para superarlo y si lo supiera, no sé si tendría fuerzas para conseguirlo. Me siento enormemente inseguro e incapaz, sólo el alcohol me imprime algún valor y me ayuda a olvidar, durante los instantes previos a la consecuente y descomunal resaca. Así no puedo seguir, tengo que salir de esta espiral de autodestrucción que a veces saboreo con gusto. Tengo que sobreponerme, tengo que sobreponerme...

    Quizá debiera pedir ayuda profesional, pero cómo va a ir al psiquiatra Víctor Durán, el inspector de policía más cuerdo de la Comisaría del Distrito Centro de Madrid, ¡ni que estuviese loco! A mis treinta y cinco años, bien aprovechados, reunía tanta ilusión y experiencia que todavía me consideran el paradigma de los detectives. Mis envidiosos se llevarían una agradable sorpresa si lo supieran, no puedo darles esa satisfacción, así que me lo tragaré como he hecho siempre, nunca he necesitado a nadie para superar los malos momentos.

    Pero soy consciente que tal vez esta independencia, este individualismo, esta soledad son el origen de mi mal. Siempre he pensado que esta actitud me ha perjudicado en las relaciones personales, me cuesta intimar demasiado y esta dificultad me parece más evidente con las mujeres. En las ocasiones en las que he intentado convivir con alguna, he fracasado en unas semanas porque enseguida descubrimos que no nos aguantamos. Sólo veo dificultades y pocas ventajas que no se puedan complacer esporádicamente, si no se es muy exigente. Para ligar no suelo tener problemas, tal vez por mi atractivo físico, aunque prefiero pensar que se debe a mi erudición y simpatía. Sin embargo, la convivencia diaria me resulta letal, no comprendo por qué enseguida me siento controlado por mi compañera y asumo el compromiso implícito de dar cuentas de mis actos a diario. Me agobia el compromiso porque siento que pierdo libertad. Quizá sea ése el motivo por el que ahora me encuentro... vacío, sin fuerzas, apenas puedo pensar ordenadamente. Espero que me quede algo de orgullo que me dé fuerzas para superar esta crisis, como en otras ocasiones, aunque creo que esta vez es diferente, no es el típico bajón porque entonces ya habría pasado, el problema parece más profundo y, aunque no quiero reconocerlo, en el fondo dudo que pueda superarlo solo.

    Siento que estoy atrapado en una especie de bruma, que confunde mi mente e inhibe mi voluntad. Nada me importa, cualquier esfuerzo por pequeño que sea es una dolorosa hazaña. Sólo quiero aislarme, enclaustrarme entre las cuatro paredes de mi casa, cada vez más descuidada. Cualquier interés por mí me molesta, cada vez soy más huraño y aunque quiero evitarlo, no puedo y me angustio. Sufro insomnio, creo que algún día me olvidaré de cómo dormir y permaneceré en la precaria vigilia que mantengo a duras penas, hasta alcanzar un estado semiconsciente entre la vigilia y el sueño, entre la vida y la muerte. Alterno anorexia con bulimia, me alimento cuando me apetece sin orden ni horario alguno, porque el tiempo para mí no es más que la dimensión que explica por qué las cosas ocurren una tras otra, una circunstancia más. Me da igual que sea de día o de noche, lo que me preocupa es que no consigo adaptarme al horario de trabajo, ni al de los demás mortales y cada día me cuesta más ocultar mi estado a mis amigos, y esto me agobia. Creo que si sigo así me volveré loco, o quizá lo esté ya, porque cada vez me obsesiona más la idea de la muerte, empiezo a considerarla como una meta natural, el final de todo sufrimiento y por tanto la máxima felicidad. Temo llegar a desearla.

    Pero todavía sé que este sentimiento no es normal, que estoy deprimido, hundido, y que no encuentro la salida de este laberinto aunque lo intento. Creo que tendré que reflexionar, hurgar en mi pasado, intentar ordenar y comprender todos los sentimientos y pasiones que se retuercen en mi cerebro, en mi corazón, en el alma. Creo que así encontraré el hilo de Ariadna que me saque de esta encerrona. Intentaré recordar con la mayor fidelidad, cada uno de los hechos que viví en el breve espacio de tiempo que ha marcado mi vida. Así evitaré olvidarlos, expiaré mis pecados, encontraré el origen de mi mal y la forma de superarlo. Y si no lo consigo, al menos saborearé de nuevo mi agridulce nostalgia, y habré redactado mi testamento.

    I

    Madrid estaba tan vacío el caluroso verano del noventa y cuatro que resultaba acogedor. Recuerdo que era jueves porque no pude ir al hipódromo con unos amigos, tenía guardia. Después de cenar en un bar de Atocha con mi compañero, el subinspector Ricardo Maldonado, fuimos a la comisaría resignados a pasar la noche en el despacho que compartíamos. Al atardecer, el cielo se puso gris y amenazaba tormenta, pero como estábamos acostumbrados a ver pasar las nubes sin descargar gota, no nos ilusionamos, sólo se produjo un insoportable bochorno. El sudor manaba al menor movimiento, casi nos apetecía pasar la noche en nuestro despacho que disponía de excelente aire acondicionado.

    Llegamos con el crepúsculo en el coche de Ricardo, ya que el mío estaba en el taller por un golpe trasero. Lo recuerdo porque su coche no tenía aire acondicionado y aquel día se notaba bastante. En el vestíbulo, un agente nos chafó la noche porque, de sopetón, nos dijo que había un aviso para la calle Barquillo donde se había ahorcado un tipo. Recibimos la noticia con frialdad, pero comprendimos que no era urgente y busqué una excusa para tomar un café con tranquilidad en el despacho. Solicité información de primera mano y pedí que localizasen a los agentes que habían acudido al lugar del siniestro para hablar personalmente con ellos. Esto nos permitió comenzar el ritual del café con hielo y disfrutar de unos minutos de tranquilidad, pero cuando Ricardo se ocupaba de la cafetera sonó el teléfono.

    —¿Inspector Durán?

    —Sí.

    —Tengo al teléfono al agente Rodríguez que está en Barquillo. ¿Se lo paso?

    —Venga.

    —¿Sí? ¿Quién es?

    —Soy el inspector Durán. ¿Y usted?

    —Soy el agente Rodríguez. Creo que quería hablar conmigo.

    —Sí, sí, quería saber de primera mano qué es lo que ha pasado.

    —Bueno verá, al parecer una señora acudió a este piso a buscar a un señor, pero como no contestaba nadie y tenía llaves de la casa, entró y lo encontró colgando de una viga. Inmediatamente nos llamó y le aseguramos que es cierto. Tenemos la situación controlada y esperamos sus órdenes.

    —Bien, bien,... Bueno, ahora mismo nos ponemos en marcha. ¿De acuerdo?

    —¡A sus órdenes!

    Mientras, Ricardo había preparado dos cafés con hielo que puso sobre la mesa.

    — ¿Qué? ¿Disponemos de algún tiempo?

    — Sí, porque creo que por mucha prisa que nos demos no salvaremos al cliente.

    —¿Otro que ha dejado de fumar?

    —No cabe la menor duda. A lo peor, no pudo soportar la angustia que le producía su creciente hipercolesterolemia y viéndose sin voluntad para seguir las dietas, decidió acabar de una vez por todas.

    Así consumimos unos minutos, el café y un sabroso cigarro. Después nos sacudimos la pereza y fuimos a la calle Barquillo, pasadas las once, en el coche de Ricardo. La ciudad despertaba de la pereza canicular y la gente se echaba a la calle, como vampiros, para disfrutar de la noche. El paseo de Recoletos tenía tantos coches como en horas punta y las terrazas comenzaban a poblarse al son del «bacalao». La gente guapa tomaba la calle como si ése fuera su único cometido del día. El contagioso ambiente nocturno se percibía por todas partes y, afectados, lo último que no deseábamos era trabajar. La envidia nos incitaba a evocar, bromeando, ideas sobre estar en uno de esos sillones de mimbre tomando una copa fresquita, dándonos aire entre los sedosos cabellos de cualquier tía buena de por allí. Tuvimos que esforzarnos para concentrarnos en el trabajo. En la plaza de las Salesas nos impedía el paso una retención de vehículos a consecuencia de un pequeño choque en la calle Fernando VI y, como no quisimos esperar a que ambos conductores alabasen a sus respectivas familias, atajamos por una calle pequeña que desembocaba en Barquillo. Buscábamos el número veinticuatro y no fue difícil porque en la puerta había dos coches patrulla aparcados sobre la acera. A continuación aparcó Ricardo.

    En el portal de la casa había dos agentes hablando con cuatro vecinos curiosos y nos dirigimos hacia ellos.

    —¡Hola, soy el inspector Durán! ¿Es usted el agente Rodríguez?

    —No señor. Soy el agente Hidalgo. El agente Rodríguez está arriba, en el séptimo.

    —Bien, vamos allá. Controlen a los curiosos y que no pase nadie que no deba pasar—. Le dije con discreción.

    Entramos en la casa y fuimos hacia el viejo ascensor del hueco de la escalera. Abrí las puertas y cedí el paso a Ricardo que sonreía.

    —Te veo muy contento. ¿De qué te ríes? — oprimí el botón del séptimo.

    —No, no me río. Sólo que me ha hecho gracia la orden que has dado al agente. Me has recordado a Bogart en «El Sueño Eterno».

    —Vaya, te refieres al «que no pase nadie que no deba pasar». Hombre, reconozco que la orden no es muy concreta, pero seguro que me ha entendido —repliqué.

    —Ya, ya. Si yo también lo entiendo, pero me has impresionado. Te tengo por más..., ¿cómo decirlo? Más estricto.

    —Ja, ja. Mira, te soy sincero, la frase me ha salido sin pensar y la he dicho porque me he sentido obligado a decir algo para demostrar que asumo la responsabilidad y, sin pensarlo demasiado, el inconsciente me ha echado una mano.

    En el rellano del séptimo piso esperaban dos agentes que abrieron la puerta externa del ascensor.

    —Soy el inspector Durán. Éste es el subinspector Maldonado. ¿Quién de ustedes es Rodríguez?

    —Soy yo, señor.

    Nos saludamos y accedimos al piso de la izquierda donde estaba el cliente. Cruzamos el vestíbulo que comunicaba con un pequeño cuarto de estar y seguimos por un largo pasillo que conducía primero a la cocina, después al salón y continuaba a la derecha hacia un despacho, el dormitorio y el cuarto de baño al final. Toda la casa estaba muy limpia y ordenada, decorada con buen gusto y con muebles de diseño. Después de una somera inspección general fuimos al salón que era el escenario de los hechos.

    El salón era bastante amplio —comparado con el mío—, de elevado techo abuhardillado, con vigas de madera vistas recién barnizadas y dos colosales tragaluces de vidrio esmerilado. La estancia estaba dividida en dos zonas por un imponente pilar de madera, en el centro de la estancia, sobre el que descansaba otra gran viga al aire de madera que cruzaba longitudinalmente la sala de pared a pared. En primer término estaba el comedor con una gran mesa de madera rodeada por ocho sillas, bajo una enorme lámpara colgando de la viga y dos aparadores en la pared flanqueándola. Más allá del pilar, la zona de estar con sofás de piel, una amplia mesa de centro de mármol cuadrada, una moderna televisión, la extraordinaria cadena de música, varias vitrinas, una amplia librería y cuadros modernos en la pared. A la izquierda tres grandes ventanas con balcón, cubiertas por bonitos visillos, que comunicaban con un amplio patio interior.

    Todos los rincones estaban repletos de objetos decorativos bastante interesantes, pero el elemento más llamativo era un señor que colgaba de la viga al otro lado del pilar. Era un sujeto de mediana edad, de estatura media, estilizado, con pantalón corto de tipo bermudas y polo de marca. Recuerdo que comenté con Ricardo que el sujeto estaba acorde con el decorado, más que romper la armonía de aquel ambiente, parecía formar parte de él como si de otro objeto decorativo se tratase, eso sí un adorno bastante macabro. Aunque la casa disponía de aire acondicionado, estaba apagado y hacía bastante calor, el cadáver comenzaba a oler o eso nos pareció. Tal vez ése fue el motivo por el que salimos rápidamente al pasillo y llamé al agente Rodríguez, acabábamos de cenar y aquella escena no resultaba agradable.

    — ¿De quién se trata, Rodríguez?

    — Su nombre es Lorenzo Sánchez Pedraza, tiene cuarenta y siete años y es el presidente y principal accionista de una empresa de importación y exportación, TRADESA — el agente continuaba—. Está divorciado y tiene dos hijos de quince y doce años que viven con su madre en Cartagena de donde es natural.

    —¿Cómo sabe todo eso?— Me sorprendió su eficacia.

    —Bueno, señor —sonriente y confiado—. Verá, cuando llegamos nos esperaba la mujer que lo descubrió, estaba totalmente histérica. Se llama Susana Martín Espinosa, de treinta y dos años, y es la secretaria del presidente de TRADESA, o sea de ese señor —girando la cabeza hacia el salón—. Nos ha dicho que le sorprendió que no apareciese por la oficina en toda la mañana e intentó localizarlo porque lo necesitaba. Lo buscó en todos los sitios donde podía encontrarlo pero no consiguió nada, por tanto, temiendo algo malo y armándose de valor, según la chica, cogió unas segundas llaves que tenía su jefe en el despacho y entró topándose con el pastel. Entonces nos llamó y después de contarnos esto, dijo que no podía más y se fue a casa.

    —¿Se habrán quedado con la dirección?— preguntó Ricardo.

    —Por supuesto, señor— con la mano sacó una nota del bolsillo de la camisa—. Aquí la tiene.

    Fue Ricardo quién la cogió, yo soy un desastre con los papeles en los bolsillos, suelo perderlos.

    —Muy bien Rodríguez, muchas gracias. ¿Algo más?— insistí.

    —No señor, sólo esperamos órdenes para llamar al juez y al forense.

    —¿Eh?, ¡Ah sí!, Llámenlos por favor— contesté un poco despistado porque comenzaba, sin poder evitarlo, a reflexionar. Estuve absorto un momento hasta que Ricardo decidió romper mi concentración.

    —Bueno, ¿qué te parece? ¿En qué piensas?

    —No, no, en nada. Realmente en nada. No sé, tengo la impresión de que algo no encaja sin ningún motivo especial, pero no me parece normal. ¡Vamos a ver! ¿Por qué se ha suicidado?

    —¡Ah!, ¿Pero tú crees que hace falta algún motivo para suicidarse? O mejor dicho, ¿cuál de los motivos que a ti te parecen lógicos para suicidarse ha elegido? Pues a lo mejor ninguno porque probablemente sus razones sean incomprensibles para nosotros. Pero él, algún motivo tendría sin duda. Las razones de cada uno son inescrutables —afirmó pedante Ricardo, probablemente era un tema sobre el que había reflexionado—. A lo mejor se trataba de un fumador empedernido que al fin sucumbió a la presión social y propagandística que sufrimos a diario, o harto ya de recibir multas de aparcamiento ha decidido no pagar, o bien tenía un problema de salud y cansado de recorrer clínicas decidió autorecetarse unos estiramientos. O por el colesterol, como dijiste, que a pesar de sufridas dietas, correcciones del comportamiento y de hacer ejercicio como un bobo, no fue capaz de controlarlo. Desesperado decidió acabar de una vez con todo. ¿Quién sabe?

    Después de ese discurso «nihilista» tuve que sonreír, pero evité seguir por ese camino.

    —No Ricardo, no quiero decir eso. Sólo quiero decir que hay algo que me extraña y no sé qué es. Tal vez no estoy acostumbrado a ver en estas situaciones a gente acomodada, es más lógico que esto le ocurra a gente de clase baja. Me atrevería a decir que los suicidios se producen en relación inversa a la cantidad de dinero que se posea.

    —Ya, te entiendo. Es lógico, cuantas más desgracias más razones hay para suicidarse.

    —Eso es. El riesgo de que un rico se suicide es muy bajo. Los ricos, salvo locura, sólo se suicidan si se hunden económicamente, prefieren morir a convertirse en parias. O bien por enfermedad grave e irreversible. Pero descartados esos motivos, es muy raro que un rico cuerdo se suicide. Porque por amor, a esa edad, es imposible, una ilusión. Por tanto, si el sujeto era cuerdo, sano y económicamente acomodado, no veo razones lógicas para el suicidio. ¿Por qué no echamos otro vistazo?

    Ricardo asintió y, antes de regresar al salón, revisamos el resto del piso sin tocar nada. Su despacho estaba muy ordenado, creo que nunca seré capaz de ordenar así el mío. No había papeles ni en la papelera. Sobre el bonito escritorio de madera, tenía un ordenador personal, un teléfono—contestador, con dos mensajes de su secretaria rogando que se pusiese en contacto con ella, y un fax sin mensaje. Los cajones del escritorio que pudimos abrir utilizando un bolígrafo, contenían material de papelería, agendas y dietarios que no nos atrevimos a coger. Además había dos cajones cerrados con llave que no tocamos. En el otro extremo del escritorio había dos tallas de figuras exóticas y un gran cenicero de vidrio absolutamente limpio. Las dos librerías de madera estaban llenas de numerosos libros técnicos sobre comercio, novelas, una enciclopedia y libros de viajes. Me sorprendió la cantidad de bibliografía que tenía sobre Cuba. El dormitorio también estaba ordenado, no había nada mal colocado, ni siquiera un calcetín en un rincón. La cama hecha, la cómoda y las mesillas en correcto estado sin nada extraño por encima, y el armario tenía abundante ropa de buena calidad y perfectamente ordenada. A la derecha de la cama estaba la ropa de calle del finado sobre una silla. El baño era amplio y limpio con sanitarios antiguos pero bien conservados. Era curiosa la cadena dorada de la cisterna que terminaba en un colgante de madera oscura con el rostro tallado de una gárgola.

    Pero no encontramos nada que reclamase nuestra atención, no había ni pelos en los cepillos. Desde el baño, retrocedimos por el pasillo y, sin entrar en el salón, fuimos a la habitación del recibidor y a la cocina donde encontramos una decoración que podía servir de modelo para cualquier revista de muebles. Todo estaba limpio, en la cocina no había platos, vasos o cubiertos sucios, no había ni basura. La casa estaba absolutamente ordenada, casi hasta el extremo de lo imposible. Desde luego yo soy incapaz de conseguirlo, pienso que el propio movimiento desordena las cosas, y las cosas están para utilizarlas. Creo que cierto desorden es inevitable por muy neurótico que se sea. Si uno vive, se mueve, y si se mueve produce desorden. Allí parecía que no vivía nadie y que además alguien limpiaba la casa a diario y a conciencia. Se me antojaba que quien vivía allí sería una persona, para mí, excesivamente neurótica. Empezaba a barruntar algún posible motivo para el suicidio, que no estuviese cuerdo.

    Volvimos al salón y miramos cada mueble, cada silla, cada mesa, detrás de las cortinas, en la estantería del equipo de música. No encontramos nada relevante, ni los abundantes ceniceros tenían ceniza. Nos entretuvimos admirando las exóticas estatuillas de madera tropical de ébano y caoba, probablemente africanas, que ni siquiera tenían polvo. Lo único desordenado eran las dos chanclas y el taburete caídos en el suelo bajo el cadáver que, como otro elemento ornamental, decoraban el salón.

    Nos armamos de valor para reexaminar detenidamente el cadáver, el mudo espectador que presenciaba nuestros movimientos y reclamaba nuestra atención hasta que fue imposible ignorarlo. Fuimos hacia él sintiendo que la temperatura misteriosamente aumentaba, casi hasta el sofoco. La cara era impresionante, aunque había visto otros ahorcados ésa me repugnaba. La enorme congestión del rostro hinchado y azulado, con la boca entreabierta y la lengua asomando, y los ojos saltones y estrábicos. El cuello alargado, en posición antinatural con el lazo de nilón hundido bajo la papada y el nudo asomando tras la oreja izquierda. Una gargantilla de oro rodeaba su cuello con una medalla que colgaba sobre el pecho y que se veía por el cuello abierto del polo blanco, que por debajo no le cubría el ombligo. El vestuario se completaba con bermudas de alegres colores y las chanclas del suelo. Los brazos caían en pronación con las manos en garra, del mismo modo las piernas estaban extendidas y rígidas. Esta posición exageraba su estatura real, contribuyendo a su aspecto inquietante. En la muñeca izquierda, brillando como un astro, un «Rolex» rompía el silencio con su potente tic—tac, estaba claro que el robo habitual no parecía el móvil de aquella muerte. Contemplamos el cadáver durante unos minutos sin poder eludir su horrorosa mirada, porque sus ojos apagados nos atraían. Cansado, giré y pregunté a Ricardo lo que pensaba.

    —Hombre, no sé qué decirte, parece obvio. Éste parece un suicidio modelo por su limpieza, todo correcto, todo en su sitio. Tal vez echo de menos una carta manuscrita todavía húmeda por las luctuosas lágrimas del autor.

    —Es cierto, sólo falta eso. Pero tal vez su carta la mandó por correo, o por fax, o bien la dejó grabada en el ordenador, o simplemente ya se había despedido. Lo que me parece extraordinario es el orden de toda la casa. ¡Pero si se ha ahorcado a la misma distancia de la columna que la lámpara que cuelga al otro lado consiguiendo una escena simétrica! Podía haberse colgado en el otro lado de la viga, cerca de la lámpara, pero claro eso quedaría antiestético. Parece un decorado teatral, todo está en un sitio determinado por algún motivo. Por eso —continuaba mientras me situaba bajo la viga, a la izquierda del cadáver y de espaldas al pilar central, escenificando los últimos movimientos del finado—, probablemente hasta midió la distancia apropiada con los pies y cuando llegó a este punto y sólo a éste, colocó la cuerda.

    Entonces seguí la cuerda con la mirada y observé, o creí observar, que en la viga, que estaba en penumbra por encima del nivel de iluminación de la sala, había una muesca en forma de surco en la arista superior que parecía originada por el roce de una cuerda, pero a tres o cuatro centímetros de la cuerda que sujetaba el cadáver y que lógicamente cubría otro surco. Me detuve sorprendido, reconozco que al principio no podía comprender su significado, ni siquiera sabía por qué me había fijado. Todo fue como una bombillita que de repente se enciende pero no sabía qué pretendía iluminar, ni siquiera si su objetivo era iluminar algo. Permanecí un instante ensimismado y de repente lo entendí. Noté una súbita emoción que no pude simular y Ricardo que lo percibió se interesó por mis ideas, pero sin atenderle fui al pasillo y llamé al agente Rodríguez para pedirle una linterna que me entregó en unos minutos después de cogerla del coche patrulla. Ricardo, más excitado, insistía en pedirme explicaciones.

    —Tranquilo Ricardo, sígueme —fuimos al lado del cadáver y mirando hacia arriba encendí la linterna—. Mira en la viga, en la parte de arriba, al lado de la cuerda, a la izquierda. ¿No te parece que hay un surco en la arista? ¡Fíjate bien!

    —Sí, tienes razón. ¿Y qué?

    —Y por este otro lado —pasamos por debajo para examinar el lado opuesto de la viga—. «Et voilà» otro surco frente al anterior, y en este caso, como verás, está a mayor distancia de la cuerda que el otro porque su trayectoria oblicua se dirige hacia el pilar donde está sujeta. ¿No te parece raro?

    —Bueno, ¿qué quieres decir? —Ricardo todavía no se enteraba, tal vez bloqueado por mi atropellada exposición—. Bien, hay dos surcos alineados en las dos aristas superiores que parecen producidas por el roce de una cuerda, tal vez ésta misma. Sin embargo, su trayectoria no se dirige hacia el pilar como la cuerda que sujeta el cadáver que sigue una trayectoria oblicua. Parece que la cuerda que produjo estas marcas no estuvo sujeta a la columna. ¿Me sigues?

    —No lo sé, pero lo que acabas de decir me parece razonable.

    —Además, si te fijas bien, estos surcos son más profundos que los que cubre la cuerda, que el de la cara posterior apenas se nota. Podemos deducir que la cuerda que produjo esas marcas sostuvo más peso que el del cadáver, salvo que se hayan producido por un roce reiterado o de vaivén. Pero no se me ocurre donde pudiera sujetarse el extremo de la cuerda, porque siguiendo su teórica trayectoria no existe ningún elemento capaz de sujetar tanto peso. Si tenemos en cuenta que el surco posterior es tan profundo como el anterior a diferencia de las muescas bajo la cuerda, creo que podría decirse que el punto de sujeción estaría en el suelo.

    —Me parece lógico, pero no entiendo a donde quieres llegar, sospecho que te diriges por rutas tortuosas, continúa.

    —Veo que ya me conoces. Como te decía, si eso es cierto quiere decir que ahí hubo colgado algún objeto bastante pesado con una cuerda similar a ésta, o bien alguien subió un objeto pesado utilizando la viga como polea, esto también explicaría la similitud de los surcos anterior y posterior porque el peso que soportaría cada arista sería el mismo.

    —Continúa, continúa— Ricardo ya suponía hacia donde me dirigía.

    —Si seguimos especulando es fácil imaginar que alguien ahorcó a este sujeto poniéndole el lazo por detrás, pasó la cuerda por encima de la viga y tirando con fuerza lo colgó. Cuando murió, ató el otro extremo en el pilar, pero al hacerlo cambió de posición al lugar que ahora ocupa, por eso reposa sobre muescas menos profundas ya que el sujeto no ofrecía resistencia. Claro, para realizar esto serían necesarias al menos dos personas, o tal vez tres, porque el sujeto se defendería y alguien tendría que inmovilizarlo. ¿Qué te parece?

    —Pues hombre, qué quieres que te diga —sonriendo—. Puede que tengas razón y así ocurrió, pero reconoces que esas muescas pueden producirse al colgar algún objeto pesado. Bien podría ser una lámpara u otro objeto decorativo que después se retiró. Se me ocurre que tal vez su secretaria podría decirnos si hubo aquí algún objeto, porque sospecho que conoce el piso bastante bien. También pudieron producirse en ensayos anteriores, aunque reconozco que no imagino la técnica empleada para producir dos surcos similares. Una sola persona tendría dificultad para producir esas marcas, pero tal vez se explique de alguna otra forma que ahora no se nos ocurre. No es que no crea en tu teoría que me parece lógica, pero no me parece redonda, tiene algunas lagunas. Por otra parte, si aquí hubo dos o tres personas más, es raro que no produjesen algún desorden por pequeño que fuese. No digo dejar pruebas o huellas francas, pero al menos algo de ceniza en un cenicero, papeles, desechos de comida en la basura, algún bote de cerveza vacío. Porque con este calor no se puede estar mucho rato sin beber. Aunque tal vez lo atacaron por sorpresa: entraron, lo ahorcaron y se fueron. Pero sería una casualidad que lo sorprendiesen con la casa de punta en blanco. Parece que este sujeto antes de ahorcarse limpió la casa, y ésta es una conducta neurótica que puede encajar en el esquema psicológico de un suicida. Para confirmar tu teoría habría que demostrar que aquí hubo al menos dos personas, si no existen huellas de su presencia tu teoría no cuaja.

    —Tienes razón, pero creo que pasas por alto que el piso puede haberse limpiado después del crimen. Esto explicaría ese detalle, sería un crimen realizado por profesionales— repliqué.

    —Pero reconocerás que sólo estás especulando.

    —Sí, sí, lo reconozco, faltan pruebas. Pero algo me dice que estoy bien encaminado.

    Necesitaba algo más, pero ¿qué podía ser? Sentí la emoción de la certeza. Volví al cadáver en un intento desesperado de encontrar alguna pista y me acerqué a él, levanté la cabeza y le miré la cara. De repente tuve la impresión de que el cadáver estaba muy alto, tanto que la extensión del cuello necesaria para mirarle me produjo un pequeño tirón muscular, residuo postrero de la tortícolis que sufría desde hacía unos días. Después comprobé que los dedos gordos de sus pies caían por encima de mis rodillas y me parecieron demasiado altos, como acto reflejo miré el taburete caído en el suelo y me pareció que puesto de pie no llegaría a la altura de mis rodillas. Giré como un resorte y llamé de nuevo al agente Rodríguez que en unos minutos me consiguió una cinta métrica. Me dirigí al cadáver y medí la distancia desde su dedo gordo al suelo: cincuenta y ocho centímetros. Después medí la altura del taburete: cuarenta y cinco centímetros exactos. La excitación alcanzó cimas pocas veces experimentadas. Reclamé la atención de Ricardo.

    —¡Ya está, Ricardo! ¡Esto es definitivo! Mira, la distancia del sujeto al suelo son cincuenta y ocho centímetros y la altura del taburete es de cuarenta y cinco. Este sujeto no pudo utilizar este taburete para ahorcarse porque tendría que haber saltado al menos quince centímetros para, de

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1