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El Arca de la Existencia: El nacimiento del Arcano
El Arca de la Existencia: El nacimiento del Arcano
El Arca de la Existencia: El nacimiento del Arcano
Libro electrónico547 páginas8 horas

El Arca de la Existencia: El nacimiento del Arcano

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Información de este libro electrónico

Abre tu mente a una nueva realidad más allá de las fronteras de lo conocido.

Héctor está atrapado en una vida estéril y sin futuro, pero la invitación a un viaje insospechado lo llevará a descubrir realidades sobrecogedoras ocultas en los paisajes del mundo conocido.

En esta aventura de descubrimiento y supervivencia se encontrará con dos extrañas chicas que tratan de escapar de una poderosa corporación y del oscuro secreto que yace bajo las aguas del océano. También conocerá a un anciano cartomante, quien se le aparece en unas macabras pesadillas que vaticinan el fin del planeta.

Héctor tendrá que superar sus temores y hacer frente a la decisión más difícil de su vida: rechazar esta nueva oportunidad de crecimiento o abandonar su hogar y dar el primer paso hacia la verdad.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento5 nov 2019
ISBN9788417947590
El Arca de la Existencia: El nacimiento del Arcano
Autor

José Luis Díaz Aráez

Jose Luis Díaz Aráez nació en Barcelona (España) en 1989. Estudió en la Facultad de Geología de la Universidad de Oviedo. Posteriormente, se especializó en Paleontología en la Universidad Autónoma de Barcelona y finalmente se formó como profesor de secundaria en la Universidad Antonio de Nebrija.

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    El Arca de la Existencia - José Luis Díaz Aráez

    El Arca de la Existencia

    El nacimiento del Arcano

    El Arca de la Existencia

    El nacimiento del Arcano

    Primera edición: 2019

    ISBN: 9788417947118

    ISBN eBook: 9788417947590

    © del texto:

    José Luis Díaz Aráez

    © imagen de cubierta:

    Breogán Álvarez Bermúdez.

    © de esta edición:

    CALIGRAMA, 2019

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    Prólogo

    Gris. El aire viciado por el humo oprimía sus pulmones, las ruinas que los rodeaban estaban cubiertas por un manto de ceniza y polvo. El cielo les había negado la luz que bañaba siempre aquella tierra, cubriéndolos con una bóveda tempestiva. Toda la ciudad de Alepo se había tornado gris, incluso la voluntad de sus habitantes, antaño desafiante y esperanzada, se había apagado por completo. Ya no quedaban muchos, tan solo unas pocas almas desgraciadas ocultas entre los restos de aquella ciudad muerta, aguardando un destino incierto y aterrador. Aquella atmósfera agobiante se veía magnificada por la quietud absoluta, pues ni siquiera el viento soplaba entre las ventanas rotas y los agujeros abiertos en los edificios. Las constantes explosiones y las ráfagas de metralla que la guerra había traído durante tantos años ya habían quedado olvidadas, reemplazadas por un nuevo terror que sofocaba a la ciudad en un silencio sepulcral.

    Súbitamente unos pasos apresurados cruzaron la calle rompiendo la calma que amordazaba aquellas ruinas. Dos personas corrían raudas entre los escombros. Delante avanzaba a grandes zancadas una mujer joven y atlética con la silueta de un antifaz formado por un pequeño firmamento pecoso en torno a sus ojos. Aquellos eran unos ojos de un color pardo intensamente rojizo, salvajes y vivaces. Su melena, también encarnada, recogida en una larguísima trenza parecía una ascua titilante en medio de aquel cadáver grisáceo de asfalto. Vestía varias prendas de muy diversos colores, ahora rasgadas y mugrientas. Tras ella corría un muchacho de tez bruna y ojos aguamarina que todavía no había dejado atrás la pubertad envuelto en una túnica andrajosa de un verde descolorido. Este le seguía el ritmo lo mejor que podía, aunque hacía ya un buen rato que no dejaba de resoplar. Su mirada brillaba empañada por las lágrimas, fruto del polvo que flotaba a su alrededor, pero no había el menor rastro de miedo en ella. Sabía desde lo más hondo de su ser que nada podría pasarle mientras ella permaneciese a su lado. Como impulsada por su pensamiento, la mujer lo tomó de la mano y lo ayudó a mantener el ritmo, dedicándole una sonrisa que ardía con fuerza en aquel panorama ceniciento. No muy lejos, la ciudad estaba siendo engullida por una sombra densa y rastrera, una negrura viva que los buscaba con ansia. Pronto no habría lugar donde esconderse. Unos pocos metros más allá, interrumpiendo su ruta de huida, una boca de riego había quedado destrozada y el agua había inundado un enorme socavón formando una pequeña laguna. A juzgar por el morro del coche que sobresalía tímidamente de su superficie debía de ser bastante profunda. La mujer se detuvo en la orilla hincando una rodilla en el suelo para dejar que el muchacho se encaramase a su espalda. Con movimientos ágiles sorteó la trampa de agua, saltando sobre el coche para impulsarse hasta la otra orilla, y prosiguió la huida sin aminorar la marcha. La calle desembocaba unos metros más allá en una gran plaza triangular en cuyo centro se erguía majestuosa la antigua torre del reloj de Bab al-Faraj, milagrosamente intacta pese a los estragos de la guerra. La mujer atravesó la plaza con los gráciles saltos de un cérvido y buscó refugio entre los restos de lo que antaño fuera el umbral de la biblioteca nacional de Alepo. Aquel antiguo templo del saber había quedado reducido a un montón de escombros, cubiertos por las cenizas de una infinidad de volúmenes milenarios. La mujer dejó de nuevo en el suelo al muchacho y escudriñó los edificios que los rodeaban. Sus ojos parecieron dilatarse y poco a poco sus pupilas crecieron hasta volverlos tan negros como la obsidiana.

    —¿Estás bien? —preguntó sin dejar de otear las inmediaciones.

    —Puedo seguir —resopló el chico, visiblemente agotado.

    —Se te nota. —Sonrió la mujer con un deje burlón, incomprensiblemente tranquila en una situación tan grave como aquella.

    —Puedo hacerlo —gruñó él molesto, haciendo un esfuerzo por relajar su respiración, pero el cansancio la hacía una tarea imposible.

    —Tranquilo, nene, puedo cargarte a la espalda todo el tiempo que…

    De repente algo llamó su atención cerca de un pequeño bloque de viviendas que había visto días mejores. Muchas de las ventanas estaban tapiadas con listones de madera y una buena parte del tejado se había hundido. Agarró con firmeza la mano de su protegido y cruzaron la calle a la carrera deteniéndose frente a un enorme bloque de hormigón caído de la fachada, oportunamente colocado junto a uno de los portales. Algo asomaba tímidamente debajo de aquel cascote. La mujer lo retiró con bastante facilidad pese a su tamaño, descubriendo una lámina de cartón arrugada. El chico se arrodilló para recogerla y se la mostró con una sonrisa triunfal. En ella aparecía el dibujo de un hombre encapuchado con un solo ojo acompañado de dos aves negras. Sobre la ilustración estaba escrito el número doce y debajo de esta unas grandes letras rezaban: «El Tuerto». Ella asintió, respondiendo a su optimismo con un guiño. Sus ojos habían recuperado su inusual color pardo rojizo. La tranquilidad no duró mucho. Al otro lado de la plaza las sombras parecían dilatarse rápidamente, como si la noche fuese a hacer su entrada por aquella misma calle.

    —¡Adentro! —urgió la mujer sin alzar demasiado la voz.

    Cogió la mano del muchacho con firmeza arrastrándolo hacia el portal y una vez a cubierto se apresuró a cerrar la maltrecha puerta tras de sí. Luego se volvió hacia él llevándose un dedo a los labios y lo instó a continuar escaleras arriba con un leve cabeceo.

    —Jane —susurró el chico mientras ascendían al primer piso—, quiero acabar con esto.

    —Pronto, peque. No te preocupes, Jeremiah sabrá cómo escapar —lo alentó la mujer con un murmullo tan suave como la brisa primaveral.

    —No me llames así, ya no tengo nueve años —masculló él incómodo—, y no me refiero a eso, ellos solo me buscan a mí, si los acompaño, os dejarán en paz.

    La mujer aferró repentinamente al chico por el hombro y lo obligó a girarse con brusquedad. Este ni siquiera gimió pese a la espantosa mirada de su protectora. Aquellos ojos resplandecían en la penumbra como los de un felino.

    —Ni se te ocurra volver a pensar nada parecido, ¿me oyes? —dijo la mujer en voz baja. Ahora su tono recordaba más bien al gruñido gutural de una criatura salvaje—. ¿Crees que serviría de algo? Esa gente, esas cosas, te utilizarían y después se desharían de ti. Todos perdemos.

    —¡Pero quiero protegeros! —replicó el chico en un estallido de impotencia. Casi al instante lamentó haber gritado temeroso de atraer atenciones indeseadas y apretó los labios con fuerza.

    Lentamente Jane relajó su expresión y sus ojos adoptaron un brillo más natural.

    —Subhi, ya tienes bastante por lo que preocuparte, ¿de acuerdo? —dijo ella con dulzura, limpiándole amorosamente una mancha polvorienta de la mejilla—, deja que nosotros nos ocupemos del resto.

    El muchacho asintió cabizbajo. Ella lo besó en la frente con ternura y entonces prosiguieron su ascenso por las escaleras. A su paso encontraron muchas de las puertas bloqueadas con barricadas, otras sepultadas bajo los escombros y solo un par de ellas totalmente destrozadas abiertas a un interior hueco y tan muerto como el resto de la ciudad. Mientras subían, un ruido irregular procedente del interior de una de aquellas viviendas los puso en alerta. Tirada en el suelo yacía una pequeña radio portátil, polvorienta y aparentemente rota. A pesar de ello comenzó a crepitar en cuanto llegaron al rellano, emitiendo un sonido áspero y distorsionado. A través de la estática una intermitente melodía les dio la bienvenida. Poco a poco, entre zumbidos y crujidos, la voz de Alice Cooper empezó a ganar fuerza. Con un eco gutural y escalofriante anunció el regreso del hombre tras la máscara, advirtiéndoles de que iba en busca de sus almas.

    —¡Corre! —apremió Jane sin mirar atrás.

    No tardaron en llegar al rellano del cuarto piso donde ambas puertas estaban también cerradas a cal y canto. Confusa, se asomó al hueco de la escalera y escudriñó el camino que les quedaba por recorrer. Solo había una planta más por encima de ellos, las demás habían desaparecido con el colapso del tejado. Antes de que continuasen subiendo la puerta que habían dejado a su espalda se entreabrió con un chasquido. Desde el interior una silueta gesticuló apremiante para que entrasen en el apartamento. Jane tomó a Subhi por el hombro y lo empujó hacia allí con suavidad, echando un último vistazo a los pisos inferiores. Ya no se escuchaba aquella tétrica música, pero su instinto la prevenía de aquel nuevo silencio. Lo peor estaba a punto de llegar. Rápidamente siguió al chico al interior de la vivienda y el hombre que guardaba la entrada cerró con suma delicadeza. Era un anciano de tez oscura cubierta de manchas. Su cabeza estaba coronada por una cabellera algodonosa y en sus oscuros ojos brillaba la sabiduría sobria y un tanto melancólica de quien ha padecido un largo deambular por el mundo.

    —Por un momento pensé que no lo conseguiríais. —Los recibió con profunda preocupación.

    —¿No habías previsto nuestra llegada? —inquirió ella con un pícaro desafío en su voz.

    El viejo sonrió con cansada admiración. Incluso allí, aislados en una tierra hostil, el espíritu de aquella mujer prevalecía ante el horror, sin duda alguna alentada por el muchacho. Sabía que ella haría cualquier cosa por el bienestar del chico, incluso engañarse a sí misma, si bien aquella actitud desenfadada no alcanzaba a enmascarar por completo la angustia que se retorcía en su interior.

    —¿Qué tal estás, Subhi? —inquirió el anciano con sentido afecto.

    El joven israelí se acercó a él y lo abrazó con fuerza.

    —Menos mal que estás bien —masculló contra su pecho.

    —Pues claro, muchacho —respondió el anciano dándole unas afectuosas palmaditas en la espalda.

    —¿Qué plan tenemos, Jeremiah? —inquirió la mujer con una confianza en la voz que lo hirió profundamente—. Ya habrás previsto el modo de sacarnos de esta, ¿no?

    —Últimamente no estoy en condiciones de prever absolutamente nada —respondió cauteloso Jeremiah.

    —¡Pues más vale que te pongas las pilas! —le reprochó ella, dejando entrever parte de aquella tensión reprimida—. Saca las cartas o estudia el futuro en las manchas de moho de la pared si te parece, pero encuentra el modo de salir de esta condenada ciudad. Nos estamos quedando sin tiempo.

    Al anciano no le pasó desapercibida la inquietud reflejada en su mirada.

    —Jane —repuso desalentado—, la premonición no sirve de nada en estas circunstancias. No tenemos muchas alternativas llegados a este punto.

    La mujer estaba a punto de replicarle algo cuando Subhi se interpuso entre ambos, tendiéndole la arrugada lámina de cartón a Jeremiah.

    —Te lo habías dejado fuera —murmuró nervioso.

    El anciano tomó el naipe y sonrió con una sombra de tristeza en la mirada. Aquel pequeño trozo de cartón era uno de los pocos recuerdos que quedaban de un tiempo no muy distante, cuando el futuro no parecía tan inevitable.

    —A decir verdad, sí que hay una salida —murmuró el anciano.

    —¿¡Y a qué viene tanto misterio!? ¡Deja de hacerte el interesante y suéltalo! —exclamó Jane impaciente.

    Jeremiah se giró hacia ella con semblante grave. Guardó la carta del tarot en uno de los bolsillos de su chaqueta de cuero y del interior sacó una pequeña figurilla tallada en un mineral negro, muy similar al azabache. Esta representaba una criatura cuya mitad anterior se parecía a un cisne con rostro de mujer y la mitad posterior a un gato sentado con la cola arqueada en forma de ese.

    —¡La esfinge! —masculló Jane sobrecogida—. ¡Les has robado la esfinge!

    —Era necesario, Jane. Temo que sea nuestra última oportunidad.

    —¿Cómo lo has conseguido?

    Jeremiah jugueteó distraídamente con la estatuilla sin decir nada.

    —¿Qué es eso, Jeremiah? —preguntó Subhi, ignorante del origen de semejante pánico.

    —Algo que nunca debería haber traído aquí —respondió Jane furibunda—, ¿qué pretendes hacer con eso, Jeremiah?

    El anciano alzó su mirada hacia ella y el temor que descubrió en aquellos ojos oscuros se abrió paso hasta su corazón y sembró su mente de dudas.

    —¿Jeremiah?

    —Ya no estamos seguros en este mundo, Jane —sentenció él, mirándola fijamente—, en ninguna parte. Pero podemos empezar de cero, cuando todavía había esperanza para Subhi, para todos nosotros.

    —¡Ni se te ocurra! —estalló ella, incapaz de dar crédito a aquellas palabras—. ¿¡Acaso has perdido el juicio!?

    —La esfinge puede hacerlo posible —insistió él, conservando la calma—. Es nuestra única oportunidad de sobrevivir a esta guerra y a la locura de los nueve custodios.

    —¿De qué estáis hablando? —preguntó el muchacho asustado—. Jane, ¿qué pasa?

    —¿Acaso sabes cómo hacerla funcionar? ¡Esa cosa es muy peligrosa! —exclamó la mujer sin prestar atención a Subhi—. Si algo saliera mal, los nueve serían el menor de nuestros problemas.

    —Tampoco tenemos nada que perder.

    De súbito el anciano se giró hacia la puerta con la mirada inquieta.

    —Ya están aquí —anunció Jane, torciendo el gesto en una mueca que mostraba sus dientes.

    —Hay una escalerilla de incendios junto a la ventana de la habitación que hay al final del pasillo. Marchaos, yo los distraeré —anunció el viejo cartomante.

    —De eso nada, Jeremiah.

    El anciano se giró hacia la mujer dispuesto a replicar, pero no llegó a abrir la boca. El rostro de Jane reflejaba ahora una furia salvaje, más allá de toda discusión lógica. Incluso sus rasgos parecían haber cambiado sutilmente confiriéndole una apariencia más primigenia, casi tan aterradora como la de sus perseguidores.

    —Yo me ocupo de ellos —sentenció con una voz que había perdido todo su candor.

    Por un instante Jeremiah le sostuvo la mirada, indeciso. Era consciente de que ya nadie podría hacerla entrar en razón, ni siquiera Subhi. En lo más profundo de su ser supo que aquel era el último adiós.

    —Vámonos, Subhi. No queda mucho tiempo —apremió el anciano.

    —¿Qué?, ¡no!, ¡Jane, debemos seguir todos juntos! —exclamó el chico.

    —Luego os alcanzaré, peque —dijo ella sin darse la vuelta.

    —Pero… —comenzó a protestar el muchacho.

    —¡Largaos!

    Subhi, con el rostro crispado por el pánico, se dejó arrastrar por el anciano sin rechistar. Jane se mantuvo firme en la sala de estar, mirando fijamente la puerta que se encontraba al otro lado del recibidor. Todo parecía adquirir un cariz más real a medida que sus sentidos se magnificaban. Las sombras se retiraban lentamente, confiriéndole una visión mucho más nítida de su entorno. Podía sentir la escasa humedad que aún quedaba en el ambiente, el hedor de la corrupción más allá de los destartalados muros del edificio. A su espalda podía escuchar los pasos precipitados de Jeremiah y de Subhi, el portazo al otro lado del pasillo. Incluso en el interior de la habitación percibía la respiración irregular del anciano, el miedo que vibraba bajo su apergaminada piel. De Subhi le llegaba el aroma de su juventud y su miedo, el pánico cerval unido a una tristeza sofocante fruto del temor a no verla nunca más. Amaba a aquel muchacho con locura, como su madre lo hubiera hecho de no haber perecido durante el alumbramiento. Estaba profundamente orgullosa de él y mataría a cualquiera que intentase hacerle daño. En ese instante un nuevo hedor eclipsó al de las maltrechas paredes y erizó la melena que había crecido hasta cubrirle la espalda. Era la esencia de la corrupción que había inundado toda Alepo y que ahora se manifestaba desde el otro lado de la entrada. Jane frunció el ceño mostrando unos enormes colmillos que habían reemplazado su hermosa dentadura, ahora esparcida por el suelo como pequeñas perlas. En sus ojos no había rastro de aquella vitalidad jovial que la caracterizaba, tan solo un instinto asesino de destello dorado que haría retroceder a cualquier bestia. La criatura se acuclilló encorvando su cuerpo que ahora rozaba el techo de aquella sala de estar, dispuesta a atacar en cuanto aquel despreciable ser cruzase el umbral. Y entonces la puerta estalló en pedazos. Un sonoro estampido hizo temblar toda la habitación mientras Subhi y Jeremiah se apresuraban a retirar los listones de madera que bloqueaban la ventana.

    —¡Aprisa, muchacho! —lo apremió el anciano mientras aquella cacofonía horripilante amenazaba con echar abajo la puerta del dormitorio.

    —¿Qué ha sido eso? —preguntó tembloroso el chico.

    —No…, no lo sé.

    Un rugido gutural heló la sangre en sus venas. Subhi no lo supo entonces, pero Jeremiah reconoció el clamor frenético de su vieja amiga. Súbitamente aquel eco primitivo se extinguió y el caos abandonó la casa con tal celeridad que uno hubiese creído que jamás había tenido lugar. El anciano volvió la mirada hacia la entrada, atento a cualquier sonido. En lo más profundo de su ser aún albergaba la esperanza de que Jane hubiese salido victoriosa. En ese momento pudieron escuchar el pausado sonido de unos pasos que se aproximaban por el pasillo. Subhi comenzó a avanzar hacia la puerta de la habitación, pero Jeremiah lo retuvo poniéndole la mano en el pecho. El eco que se aproximaba hacia ellos lo provocaba más de una persona.

    —¡Rápido! —masculló el anciano.

    Entre los dos lograron retirar el último tablón que bloqueaba la ventana y fue entonces cuando el terror los dejó completamente paralizados. Al otro lado encontraron lo que parecía el negativo de una fotografía de la ciudad, como si una lluvia de tinta se hubiera derramado sobre sus calles tiñéndola de un negro tan denso como la brea. La oscuridad había llegado hasta aquel mismo edificio, camuflándolo dentro de aquel paisaje umbrío.

    —¿Qué vamos a hacer? —masculló Subhi.

    Pero el anciano no podía escucharle. Miraba con ojos desorbitados la escalerilla de incendios que yacía varios metros más abajo, destrozada sobre la acera. No había escapatoria posible. Poco a poco un nuevo sonido desterró la llamada distante de Subhi a los confines de su mente, el eco de aquellos pasos deteniéndose al otro lado de la puerta martilleaba su mente con mucha más insistencia. Tras un tiempo que al anciano se le antojó eterno, el picaporte giró con suavidad y la puerta se abrió lentamente. Un hombre enmascarado entró en la habitación, seguido de otros dos más grandes cubiertos con pesadas armaduras de color verde oscuro. En sus manos portaban enormes rifles de fábrica altamente sofisticada. El que parecía su jefe iba pulcramente vestido con chaleco y corbata, pero su atuendo empresarial desentonaba con la inquietante máscara que cubría su rostro. Esta parecía estar tallada en roca de sal, ornamentada con un sinfín de intrincadas líneas negras que dibujaban símbolos de críptico significado. Los ojos que se asomaban a la ventana de aquel falso rostro brillaban con sardónico regocijo.

    —Por fin os encuentro. No me lo habéis puesto nada fácil —dijo una voz artificial bajo aquella máscara—. Me alegro de verte, Jeremiah.

    El anciano sostuvo la mirada de aquel individuo con expresión severa. El recién llegado se paseó por la habitación hacia un espejo ovalado que pendía sobre el descolorido y desgarrado papel que recubría las paredes. Los dos centinelas que lo escoltaban permanecieron frente a la puerta, asegurándose de que nadie salía de allí sin permiso.

    —Hace tiempo que no respondes a mis llamadas, cualquiera diría que estás intentando darme esquinazo —se burló el enmascarado mientras arreglaba el nudo estilo Eldredge de su corbata.

    —¡¿Qué has hecho con Jane?! —exclamó Subhi con voz temblorosa.

    —¿De verdad quieres saberlo? —inquirió el otro con un brillo malicioso en sus ojos, escudriñándolo a través de su reflejo en el espejo.

    Jeremiah dejó caer la mirada, abatido. El temor que anidaba en su pecho había quedado confirmado. A su lado Subhi trataba de reprimir sin éxito las lágrimas mordiéndose el labio con fuerza, tanto que lo hizo palidecer. El intruso avanzó hacia ellos haciendo que el chico retrocediese de inmediato, golpeándose la espalda contra la pared.

    —Así que tú eres Subhi, ¿eh? ¡Menuda sorpresa!, pensaba que serías un niño pequeño.

    El muchacho desvió la mirada empañada por el dolor y el miedo sin decir una palabra.

    —Tengo entendido que puedes ver la verdadera naturaleza de las cosas —comentó con siniestra satisfacción—. ¿Qué aspecto tengo?

    —Ya basta —interrumpió Jeremiah, interponiéndose entre ellos dos. Los centinelas, de apariencia mecánica, avanzaron un paso, encañonándolo con sus pesadas armas, pero a una señal de su jefe volvieron a colocarse en posición de guardia.

    —Tranquilízate, Jeremiah, solo estaba divirtiéndome un poco con el chaval.

    —No dejaré que te acerques a él.

    —Pero, bueno, mira que eres desagradable —le recriminó el otro, desconcertado—. ¿A qué viene este estallido de conciencia? Siempre he pensado que la única persona que te preocupaba la tenías guardada en el espejo.

    Aunque no dijo nada, una sombra de culpabilidad se cernió sobre la expresión del anciano. El individuo sin rostro se sentó al borde de la cama con ademán sosegado, con las piernas cruzadas y las manos tranquilamente entrelazadas sobre la rodilla. En el dorso de los guantes de piel negra que las cubrían destacaban sendos símbolos argénteos.

    —¿Has olvidado qué le ocurrió al alquimista?, ¿o a esa pobre francesita? Estoy seguro de que en este preciso instante está siendo torturada por el cuarto círculo.

    Jeremiah sacó discretamente la estatuilla negra de su chaqueta de cuero sin apartar la mirada del enmascarado.

    —… si has conseguido llegar vivo hasta aquí ha sido a costa de los infelices que confiaron en ti —prosiguió este, siguiendo el movimiento de sus manos con ojos codiciosos.

    —¡Mentira! —gritó Subhi furioso.

    —¡Para nada!, tu vieja niñera es bastante peor persona que yo, me atrevería a decir —repuso el enmascarado con una mirada sardónica. Jeremiah guardó silencio.

    —No es verdad, sé que no —masculló Subhi.

    —No te sientas mal, es lo que cualquier persona sensata haría —prosiguió el enmascarado—, el instinto de supervivencia es un rasgo admirable.

    —Eso no me sirve de consuelo —respondió taciturno el anciano.

    Su perseguidor se levantó de la cama y avanzó un paso hacia ellos, tendiendo una mano enguantada.

    —Mi oferta sigue en pie, Jeremiah. Estás a un paso de alcanzar la libertad, no lo estropees ahora. Únicamente tienes que entregarme esa estatuilla y al pequeño ermitaño y todo habrá acabado. Por fin podrás relajarte y tomarte unas merecidas vacaciones.

    El anciano miró con detenimiento la mano amistosa que le tendía el hombre sin rostro. El símbolo que ornamentaba su dorso tenía la apariencia de un anzuelo retorcido con la forma del número tres. En sus labios pardos afloró una sonrisa que hizo titubear aquella mano enguantada.

    —Yo mismo me ocuparé del chico —insistió el enmascarado—, puedo garantizarle la seguridad que vosotros habéis sido incapaces de proporcionarle durante todos estos años.

    —Es mentira —gruñó Subhi a su espalda—. ¡Jane dijo que erais unos mentirosos!

    —No te recomiendo que sigas su ejemplo, chaval —advirtió el hombre sin rostro—. ¿Jeremiah?

    —Eres muy amable, pero no será necesario.

    —Como quieras —siseó el enmascarado, haciéndose a un lado y dedicándoles un ademán a los centinelas.

    En el acto alzaron sus armas al unísono y abrieron fuego. Las armas gruñeron con un crujido eléctrico y el cuerpo de Jeremiah cayó pesadamente hacia delante, con una pierna y un brazo inservibles. Para su sorpresa no sintió ningún dolor ni vio manar sangre de sus ropas. En su otra mano aferraba todavía la estatuilla de ónice.

    —¡Jeremiah! —gritó Subhi.

    El muchacho se abalanzó con un grito de furia contra el individuo enmascarado quien se limitó a retirarse y zancadillearlo. Rápidamente uno de los centinelas avanzó hacia él y lo apresó con un poderoso brazo metalizado.

    —Creí que con la tonelada de años que llevas a cuestas ya habrías aprendido, Jeremiah —gruñó el hombre sin rostro con sincera decepción en su voz.

    Subhi trató de zafarse del fuerte agarre de su captor, pero no tenía nada que hacer contra él. Con gran dificultad el anciano logró ponerse de nuevo en pie valiéndose de la única pierna que le respondía, apoyando la espalda contra el marco de la ventana.

    —Tranquilo, Subhi, todo irá bien —masculló débilmente el anciano.

    —¿Te choteas de mí? —se burló el enmascarado—, no sé de dónde sacas tanto positivismo.

    —Solo…, un poco de ayuda —masculló Jeremiah, apretando la estatuilla contra su pecho.

    —Como si supieras hacerla funcionar —desdeñó el otro con un timbre nervioso en su voz.

    El centinela que guardaba la entrada alzó su arma, apuntando de nuevo al anciano. Esta vez a la cabeza.

    —No has hecho más que equivocarte durante toda tu miserable existencia, Jeremiah, ¡haz lo correcto por una vez en tu vida!

    —Eso intento.

    Jeremiah retrocedió un paso, inclinándose hacia atrás sobre el alféizar de la ventana. En ese momento el centinela abrió fuego, acertándole en el entrecejo.

    —¡No! —exclamó el enmascarado abalanzándose sobre él.

    En el centro de la habitación Subhi contemplaba desesperado la escena, con un ruego en sus ojos llorosos que el anciano no podía responder. Jeremiah quiso decirle que no llorase, que todo se solucionaría, pero ya no podía mover un solo músculo de la cara. Su cuerpo se curvó hacia atrás por la fuerza del impacto y la gravedad hizo el resto. Cayó. Sentía el aire silbar estridentemente en sus oídos, la inexorable fuerza que lo arrastraba hacia el frío pavimento. Pudo ver el falso rostro de su perseguidor asomado a la ventana. ¿Acaso había desesperación en aquellos ojos crueles? Ya poco importaba. Por fin podría enmendar todos los errores que los habían conducido a aquel callejón sin salida, cambiar el transcurso de los acontecimientos. Salvaría a todas aquellas personas, conseguiría un futuro para Subhi. Jeremiah cerró los ojos en paz.

    Capítulo 1

    Una violenta sensación de vértigo atenazó su cuerpo mientras horadaba la negrura absoluta. Sentía las sienes a punto de estallar y sus pulmones ardían privados de aire. En la distancia, un destello de un rojo intenso brilló en la penumbra y tan pronto como hubo aparecido comenzó a crecer. En un abrir y cerrar de ojos el rojo engulló al negro y la caída cesó tan repentinamente que creyó haberse descuartizado contra el suelo. Jeremiah se palpo el rostro con manos temblorosas. No sentía ningún dolor, ya ni siquiera estaba mareado. Lentamente se enderezó y miró a su alrededor. El hombre de tez oscura y cabello algodonoso se encontraba solo, de pie en medio de ninguna parte. Un vasto desierto de tierra escarlata se extendía hasta fundirse con un cielo atestado de nubes del color de la sangre. Algo había salido mal. Conforme los recuerdos regresaban a su mente, retorciéndose en una confusa maraña de desesperación, comenzó a temer que su plan hubiese fracasado. Rápidamente registró los bolsillos de su chaqueta de cuero, solo para constatar aquello que ya sabía. No había el menor rastro de la figurilla robada, la esfinge. Era incapaz de recordar cuántas veces había tratado de salvar a Subhi de la persecución incesante de la Luna azul y sus custodios, representantes de los nueve círculos infernales. Ellos sabían que el chico era la llave para encontrar el paradero de Babel, el artilugio que traería consigo el fin de todo un mundo, tal y como el propio Jeremiah había predicho. Una y otra vez había tratado de enmendar los errores del pasado y romper aquel ciclo interminable, pero siempre acababa regresando a aquel páramo rojo y abandonado, ajeno a cualquier otro rasgo de la existencia. El anciano golpeó el polvoriento suelo con un puño, abrumado por la frustración, y lanzó un grito lastimero al vacío. Una suave brisa arrastraba su desesperación y cubría su piel con una fina capa de polvo tan rojo como todo cuanto alcanzaba a ver. Una vez más, al igual que tantas otras veces antes, dio rienda suelta a su frustración hasta quedarse sin aliento. Después, aguardó durante un tiempo inmensurable con los ojos cerrados con la esperanza de abrirlos de nuevo en su mundo, sin éxito. Finalmente, se puso en pie, como recordaba haber hecho por lo menos en otras cuatro ocasiones, y comenzó a caminar en una dirección al azar por aquel paraje desolado. Resultaba imposible orientarse allí, pues el paisaje parecía cambiar de forma ilógica. El sol yacía oculto tras una densa bóveda carmesí impidiendo determinar la hora del día y las discretas alteraciones del relieve cambiaban de posición aleatoriamente, dando la sensación de que a veces caminaba hacia delante y, sin saber cómo, otras se descubría habiendo retrocedido o variado su rumbo. Al cabo de un buen rato sus labios estaban deshidratados y una fina película de polvo se había adherido a su sudorosa piel, dándole el aspecto de una maltrecha figura de arcilla. Sus piernas ya apenas sí lograban mantenerlo derecho, mucho menos avanzar, y su respiración se había vuelto áspera y pesada. No creía haber pasado allí más de unos minutos y, sin embargo, tenía la sensación de haber caminado durante horas, ¿o habían sido días? Con un último calambre, la rodilla izquierda cedió y el anciano se desplomó en el árido suelo. Estaba absolutamente desconcertado y desorientado. Por más que lo intentaba no podía recordar cómo había escapado de allí las otras veces, no sabía cómo podría hacerlo sin la estatuilla de ónice. Tal vez aquella había sido su última oportunidad, tal vez estaba atrapado para siempre, sabiendo que había fallado a Subhi y a todos aquellos que alguna vez le importaron. ¿Acaso merecía un final tan injusto? Lo cierto era que no estaba totalmente seguro de la respuesta.

    —Lo…, lo siento, Subhi —masculló con voz rota.

    Sumido en su propia melancolía, apenas sí se percató del inesperado sonido que sesgó el opresivo silencio del páramo: el desgarrador grito de una mujer apagado por una distancia que se le antojó inmensa. Sobresaltado, se giró hacia el origen de aquel llanto para descubrir una colina rocosa unos pocos metros a su espalda. Estaba casi convencido de que no se encontraba allí antes de caer víctima del cansancio. Sabía que ese lugar estaba jugando con su mente, ¿podía tratarse de un espejismo?, desde luego parecía bastante sólido. Una vez más el viento arrastró hasta sus oídos el grito lastimero de la mujer. Aquello sirvió para sacarlo de su ensimismamiento. Haciendo uso de todas las fuerzas que aún le quedaban en el cuerpo comenzó a arrastrarse hacia allí, arañando las mangas de su chaqueta de cuero y las perneras de sus vaqueros. Había reconocido desde el primer momento la voz de Jane en aquel alarido cuyo eco parecía provenir desde el otro lado del promontorio. Tenía que acudir en su ayuda, ¡debía apresurarse! Con fuerza de voluntad logró pasar al gateo y, lentamente, a un caminar renqueante e inestable, tropezando cada pocos pasos. En una de aquellas caídas sintió cómo crujía su tobillo derecho y acto seguido un latigazo lacerante ascendió por la pierna hasta su cadera. Jeremiah volvió a dejarse caer, apretándose la articulación con el rostro constreñido por el dolor. Inmerso en su sufrimiento, creyó comprender que todo aquello se trataba de una prueba a su alma, el castigo por toda una vida plagada de decisiones erróneas. Por tercera vez el alarido torturado de Jane lo arrancó de las garras de la autocompasión, alentándolo a proseguir con su ascenso. Valiéndose de las otras tres extremidades logró salvar la distancia que lo separaba de la cima, torpe pero inexorablemente. Ni las heridas abiertas en sus manos por las afiladas rocas ni el hostigador viento que parecía volverse más violento conforme se acercaba a las alturas mermaron su determinación. Esta vez la salvaría, ¡tenía que conseguirlo!

    No estaba preparado para lo que encontró más allá de la cima. Petrificado, contempló la desoladora escena que se extendía a sus pies. La decrépita figura de la ciudad de Alepo yacía semienterrada en la llanura infinita que partía de la falda de aquel cerro, como si del polvoriento esqueleto de una antiquísima criatura se tratase. Del interior de sus resecas entrañas surgía, una vez más, aquel lamento desconsolado. A este se sumó un segundo y luego un tercero, conformando un coro en el que los llantos melancólicos y los gritos de sufrimiento se entremezclaban. Y en todos ellos creía reconocer a la misma mujer, atrapada en el turbulento caos de su memoria.

    —¿Jane?

    Aquel desierto rojo enturbiaba su mente y lo confundía con sonidos e imágenes irreales, pero no podía arriesgarse. Si existía la más mínima posibilidad de que Jane hubiese terminado atrapada allí también, debía encontrarla. Tal vez encontrasen el modo de escapar y regresar con Subhi. Juntos podrían reescribir su historia. Descendió a toda prisa con el corazón oprimido en su pecho. En el cambio de rasante la tierra se deslizó bajo su pie, haciéndole perder el equilibrio. Su cuerpo rodó ladera abajo arrastrándose sobre los mantos de grava que se acumulaban en la falda de aquel cerro, arañándole la piel. Cuando llegó abajo tenía el cuerpo magullado y dolorido, no obstante, para su sorpresa, no sentía el menor rastro de la fatiga que lo atormentaba hacía unos momentos. Ni siquiera el tobillo parecía dolerle tanto como antes. Aquel lugar parecía alterar también sus sentidos, debía apresurarse mientras todavía estuviese en condiciones de moverse. No dejó de correr hasta llegar al mismo linde de la ciudad muerta. Con el corazón en un puño se mantuvo a la espera, tratando de distinguir la voz de la mujer por encima de su entrecortado resuello, pero todo permanecía en silencio ahora. Ante él se habría una angosta calle que se adentraba en el corazón de la ciudad. Intranquilo, avanzó por aquel camino ruinoso, invadido por una sensación opresiva y acuciante, como si alguien lo estuviera observando. Un lejano ruido atrajo su atención hacia la colina que acababa de dejar atrás. En lo alto de esta advirtió un destello en movimiento, como una silueta titilante que escudriñaba la planicie desde su ventajoso puesto. En ese instante notó un cosquilleo que ascendió por sus pies y le recorrió el espinazo. Luego, vino el temblor, más potente. El suelo comenzó a crujir y a moverse, algunas cristaleras y ventanales de los edificios más próximos estallaron y nuevos pedazos de fachada se sumaron a las montañas de escombros que poblaban las calles. Jeremiah se cubrió la cabeza con los brazos y retrocedió hacia la salida de la ciudad, temeroso de que una lluvia de vidrio y ladrillo lo sepultase. Entonces, un estruendo mayor que todos los demás azotó la tierra. Un trueno estalló bajo el suelo al otro lado de la ciudad y este se resquebrajó como si fuese de fino cristal. Múltiples grietas serpentearon bajo los edificios, engullendo algunos a su paso. En el apogeo de aquel seísmo una sombra descomunal emergió del seno de aquel desierto olvidado, creciendo por encima de la ciudad cual gigantesca montaña, perforando el cielo con su majestad. Cuando todo hubo terminado, Jeremiah contempló aquella titánica torre, perplejo. Era una estatua de roca oscura con aspecto humanoide, con su rostro vuelto hacia las nubes y sus brazos extendidos reclamando los cielos. La efigie perdía su forma por debajo de la cintura donde pasaba a transformarse en una columna irregular. Ahora el camino que se abría delante de él estaba sumido en la sombra que proyectaba el coloso de roca, mayor y más densa que todas las demás. Haciendo acopio de valor, Jeremiah se adentró de nuevo en la ciudad, dispuesto a encontrar a Jane. Las calles estaban desiertas, cubiertas completamente por la arena roja de aquel páramo árido. El anciano corrió sin rumbo fijo, desviándose por un nuevo callejón cada vez que encontraba el camino obstruido por los escombros, hasta que se detuvo frente al polvoriento escaparate de lo que en su día debió ser una licorería. Para su sorpresa, donde debería encontrarse su reflejo descubrió a un chico joven, alto y desgarbado, de piel clara y cabello castaño alborotado. Este movió los labios, tratando de decir algo, pero no produjo ningún sonido. El anciano dio un paso hacia el escaparate, sin saber muy bien qué significaba aquello. Miró a su alrededor, pero en la calle no había nadie más. Tampoco se encontraba en ninguna parte del reflejo, era como si aquel muchacho lo estuviese suplantando en el otro lado del cristal. De repente, aquel joven empezó a golpear con el puño sobre el escaparate, haciéndolo temblar. Por un instante Jeremiah pensó que el chico se encontraba en el interior de la tienda, y entonces el vidrio estalló en mil fragmentos, dejando tan solo la oscuridad que poblaba el interior del local abandonado. Antes siquiera de que pudiese preguntarse qué acababa de suceder, se percató de que los temblores de tierra habían comenzado de nuevo. Aquello explicaba por qué el escaparate se había roto, sin embargo, ¿por qué no estaba convencido? No podía entretenerse divagando, su tiempo se estaba agotando. Mientras corría hacia el interior de la urbe, un distante chasquido metálico llegó a sus oídos. Era un sonido regular, rítmico, similar a los pasos de unos pies enfundados en acero. Fuese lo que fuese, se aproximaba hacia allí. Jeremiah apretó el paso, pues no creía poder encontrar amigos entre aquellas ruinas. Apenas unos metros más allá llegó a una calle que se extendía hasta la derruida torre del reloj de Bab al-Faraj. A sus pies yacía acurrucada una pequeña figura envuelta en harapos.

    —¡Subhi!

    El anciano corrió hacia él desbocado. Con manos temblorosas y sanguinolentas retiró la tela que cubría el cuerpo del muchacho, revelando la inusual palidez de su piel, el amoratamiento de sus labios, la quietud de su pecho…

    —Por favor, no —masculló el anciano con voz reseca.

    Tomó su cuerpo y lo abrazó desconsolado. Cuando volvió a mirar su rostro vio que los párpados del chico estaban abiertos, mostrando unos ojos vidriosos, inánimes.

    —Nadie está a salvo —anunció el chico con voz cavernosa, la voz del propio Jeremiah.

    El hombre de tez oscura lo miró desconcertado.

    —La estrella de la mañana camina de nuevo entre los hombres. Desatará los nueve infiernos, quienes traerán consigo la ruina para nuestro mundo en su afán por encontrarnos.

    —Lo sé, hallaré el modo de solucionarlo —masculló Jeremiah—, conseguiré salvarnos a todos.

    Los ojos muertos de Subhi parecieron transgredir la superficie opaca del más allá para mirarlo directamente a él.

    —Todo se tambalea a nuestro alrededor. La estructura de la existencia se hace cada vez más débil. Debes romper el ciclo. Debes darte prisa.

    —Pero ¿cómo? ¿Cómo puedo detenerlo?

    —Ya le has visto —masculló Subhi con su áspera voz—. El nuevo… arcano.

    Con el último eco de su vieja voz surgida de labios del joven israelí, un poderoso estruendo asoló la ciudad muerta. La sombra que la había sepultado pareció cobrar vida propia y un trueno estalló sobre sus cabezas. Cuando Jeremiah alzó su mirada, pudo ver cómo el titán de roca se cernía sobre ellos. Sus brazos descendieron a los costados, resquebrajándose y desatando una lluvia de obsidiana sobre la ciudad. Al mismo tiempo la cabeza se había inclinado, abandonando su contemplación de la bóveda carmesí para centrar su atención en ellos dos. Allí donde debería estar cincelado su rostro no encontró facciones, tan solo una negrura insondable. Un poderoso vendaval recorrió las calles, obligando al anciano a cubrirse el rostro con el brazo. El titán pétreo retorció sus dedos, haciendo que las sombras que inundaban la ciudad danzasen. Con un nuevo estertor la tierra volvió a cubrirse de estigmas. Una de las fisuras de mayor tamaño se abrió bajo el cuerpo de Subhi, arrastrándolo hacia la oscuridad.

    —¡No! —El anciano estrechó más los brazos en torno a su cuerpo. No se permitiría perderlo otra vez.

    Unas manos cadavéricas, más negras que el petróleo, brotaron de cada una de las fisuras. Sus brazos largos y esqueléticos, semejantes a ramas muertas, se retorcían en ángulos imposibles y sus manos de afilados dedos palpaban el suelo, buscándolos. Una de ellas aferró la túnica raída del chico y tiró de él con avidez. Pese a su apariencia frágil poseía una fuerza monstruosa. De inmediato las demás siguieron a la primera, amenazando con llevárselos a ambos al interior de la sima. Jeremiah no pudo ofrecer resistencia. Varias de aquellas garras lo atraparon a él también, brotando de nuevas grietas a su alrededor. Lo sujetaron por los brazos, separándolo de Subhi, y tiraron de ambos hacia las profundidades.

    —¡No! ¡No!

    El tiempo pareció ralentizarse. Mientras caía pudo ver cómo alguien corría hacia allí desde el callejón por el que él mismo había llegado poco antes, una persona enfundada en una gran armadura plateada. Sus pies resonaban con un eco metálico a cada paso que daba. Corría hacia él con el brazo extendido, como si tratase de salvarlo de aquel fatídico destino, pero ya era en vano. El anciano cayó en la negrura sin tener oportunidad de conocer la identidad de aquel caballero, oculto su rostro tras un yelmo. Lo último que contemplaron sus

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