Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Última historia de Nuoje: Libro de la primera estación
Última historia de Nuoje: Libro de la primera estación
Última historia de Nuoje: Libro de la primera estación
Libro electrónico742 páginas11 horas

Última historia de Nuoje: Libro de la primera estación

Por Lin

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Comencemos por el final. También, pero, comencemos por el principio.

Y llegó el día en el que Nuoje los expulsó a todos. Antes, pero, mucho antes, se vieron obligados a escoger entre las nuevas leyes y las antiguas, entre las justas demandas de unos pocos y lo que es conveniente para la mayoría, entre las vidas y las muertes; Nuoje, Eciala. La valía real de cada cosa.

Y también hubo un viaje, el de Aia Qia, que atraviesa territorios de leyendas, criaturas fantásticas y pueblos tan desiguales como sus miserias. Un viaje de aventuras y de búsquedas que traspasa estaciones y fronteras. La verdad, las deslealtades, la opacidad de la injusticia, el vínculo con la tierra. Aia Qia examina su pasado y su presente sin reposo y su mirada es incrédula.

Esta es su historia.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento1 nov 2019
ISBN9788417947699
Última historia de Nuoje: Libro de la primera estación

Relacionado con Última historia de Nuoje

Libros electrónicos relacionados

Ficción general para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Última historia de Nuoje

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Última historia de Nuoje - Lin

    1

    Jjezé, ciclo 3023,

    jornada 10 de la primera estación

    Luna negra

    —«Háblame, Nuoje, de aquellos que, aventurándose a desafiarte, descubren que tu venganza es aún más terrible que tu belleza». —Ohtuek se estremece al oírla recitar el primer fragmento del Canto del mar Blanco, pero continúa caminando hasta detenerse a su lado. Ambos llevan las túnicas reglamentarias de las primeras estaciones y los pantalones anudados en los tobillos que otros ya han excluido de su atuendo. Las telas de ella, de un azulado negro intenso; las de él, de un suave gris plomizo.

    —¿Otra vez con esa mierda?

    —Los versos del gran Yoelmuik me han ayudado a sufrir la larguísima espera. Has tardado tres horas. ¡Tres horas! ¿Qué clase de ladrón eres? —protesta y comienza a registrarle la ropa—. Déjame verla.

    —Cuando el jefe Zuj me confió esta misión no se mencionó tu nombre. Ni una sola vez. ¿Qué haces aquí, Aia Qia?

    —No podía dormir. Dero ha venido tantas veces a buscarte que me he visto obligada a huir de él.

    —¿Qué haces aquí? —Atrapa las manos de la joven, que intentan registrarle los bolsillos de la capa, y las aguanta frente a su rostro—. Te hacía retozando en el lecho con Jjeób.

    —¡Estaba preocupada! Ya clarea y aún estás en la ciudad —lo observa de reojo y continúa—: Jjeób ha regresado a Eciala. Si hubieras venido a dormir lo sabrías.

    —No he podido robarla antes, habrían sospechado de nosotros. He tenido que comportarme como un vulgar aprendiz de ladronzuelo para que esos idiotas de los escoltas busquen al culpable en otro lado —los maldice soltando un escupitajo que intenta ocultar su satisfacción—. ¿Por qué se ha ido Jjeób? Acababa de regresar.

    —¡Por las tetas de Yilesia, deja de fingir! ¿Crees que no sé lo que planeabas para impedir que volviera a Nuoje? —su compañero sonríe y ella lo imita—. ¿Puedo verla?

    —No es asunto nuestro —responde Ohtuek ásperamente.

    —Dirás que no es asunto mío. ¡La has leído antes de esconderla en alguna parte!

    —¿Por qué se ha ido Jjeób? —insiste él. Necesita saberlo.

    —Se ha acabado. Yo… —A Ohtuek un temblor le recorre el cuerpo con la urgencia de un relámpago mientras espera—. ¿Recuerdas que la Asamblea de los Cien pidió voluntarios para recorrer las rutas de los Pueblos Antiguos?

    —No podemos ausentarnos de Jjezé tanto tiempo.

    —Sola.

    —¡Ah! —Le da la espalda y se adentra en el callejón para abandonar la ciudad—. Te interrogarán sobre los motivos por los que te presentas.

    —Serán tan falsos como los de cualquiera. ¡Quiero atravesar Ak, contemplar la antigua Enae, ver el mar Menor! Me…

    —Llegar a Zefed os podría llevar tres estaciones.

    —¡Nunca han sido demasiadas tratándose de ti! —Se acomoda el cinturón con gesto brusco—. Me aceptarán si no te opones.

    —¿Podemos pensarlo? No me mires así, no deseo que te vayas.

    Es la hora sexta después de medianoche. En la ciudad los escasos y primeros carros recorren estrepitosamente los callejones, pero lejos de los grandes edificios la mañana llega una vez más de forma apacible, sin malgastar fuerzas en ello. El hogar de los últimos nuojans se levanta sobre una meseta que consigue abrirse camino entre las colinas de levante para exponerse a los vientos del mar Blanco, hacia el que desciende en escalofriantes despeñaderos. En el centro de la meseta, Jjezé, la luminosa; a su alrededor, los llanos y las laderas de Lojjen repartidos por igual. La conocida como Primera Casa, territorio cedido a los discretos inventores de la sorprendente Zefed. Las Casas Segunda, Tercera, Séptima y Oncena, a descendientes casi todos de la ciudad de Ajjn, la más poblada en los tiempos de la guerra de las Cien Estaciones. De la misma forma, la Casa Cuarta fue desde entonces la morada de los descendientes de Jjez, de nuojans de Sebed y de muchos otros. Aquellos venidos del suroeste, de pueblos contiguos a las canteras de Fidk, en la sombra más meridional de los Biphates, recibieron la región que hoy es la Quinta Casa. El territorio de la Sexta se concedió a los malcarados nuojans del noroeste, de un lugar llamado Ledko, pero al que todos coincidían en llamar el pueblo de la Arboleda Negra. Los que llegaron desde Urlahn, cruzando el mar Blanco, recibieron la Octava. Las Casas Novena y Décima fueron para un grupo de Texè que había contribuido alimentando y protegiendo generosamente a los nuevos pobladores. Por último, la Doceava, que mira con nostalgia la silueta de los Biphates, fue para los favoritos de Nuoje —kuahes, en ajjnès antiguo— que abandonaron Enae. El territorio que hoy ocupan, entre el río Grande y las cimas de Lojjen, es conocido por sus habitantes como «Erbb Ebn», que en enaico significa ‘hogar del norte’.

    Cruzando el río Grande en dirección a Jjezé y deteniéndose antes de llegar a la Tercera avenida, en tierras de la Doceava, se halla la estrecha franja destinada a los iadus —Hijos de Nuoje, Protectores de Jjezé y Herederos de las puertas de Enae—. El refugio. Una zona accidentada sobre la que se erigen los edificios destinados a acoger a los nuojans que en la niñez son reclamados por Nuoje. Una franja en la que conviven en armonía iadus y kuahes, porque lo único que los diferencia es que los primeros han nacido por azar en otra casa, de modo que los demás nuojans se sienten incómodos en su presencia, pues les recuerdan la verdadera naturaleza de la tierra que habitan.

    —Tú te has ido en otras ocasiones, no podría ni contarlas con los dedos de los pies y de las manos —señala Qia después de un largo rato en el que han cruzado la ciudad en silencio. Acaban de adentrarse en el refugio.

    —No es lo mismo, Qia.

    —No veo la diferencia.

    —Vuelve a mirar.

    —Mientras viajo, tú y Dero podríais pensar en el futuro. Él…

    —Dero y mi futuro jamás van en la misma frase, no tenemos ese tipo de relación. Y tú deja de inmiscuirte en mi vida si no pretendes regresar a ella. Definitivamente.

    —¡Sabes que no es posible! Olvidemos este asunto, cuéntame qué has averiguado durante tu excursión nocturna. Los señores aún esperan ser informados sobre la petición del Consejo y esta es la última jornada que los consejeros tienen para hacerlo. ¿Acaso pueden eludir también ese deber? Tengo un mal presentimiento, Oht.

    —Nada sé sobre la petición y tú no crees en los presentimientos. —La contempla, siguiendo con la memoria el contorno de su cuello hasta el nacimiento del cortísimo cabello que, al igual que sus grandes ojos, son del color de la tierra húmeda de Nuoje; lo hace hasta que sus miradas se encuentran y él desvía la suya con rapidez.

    —Por eso me preocupo, porque no creo en ellos y, aun así… ¡Por Jjez, sueno tan ridícula como una predicción de los augures! —Lo agarra por la túnica—. ¿Dormirás hoy con aquel desvergonzado? Puedo quedarme contigo.

    —Hoy no.

    —¿Por qué? No quiero dormir sola.

    —Me cansa este juego, muchacha, ni creyendo saber cuánto te acercarías a una décima parte de lo que me cansa. Y un día me despertaré y habrás dejado un puñado de monedas junto a mi almohada.

    —Podría hacerlo esta noche, aún no me he gastado toda la paga.

    —Hoy no, Aia Qia.

    —La falta de sueño te convierte en un ser irritable.

    —Mañana veremos a los ancianos, habla con ellos y daré mi aprobación. Probablemente sea una excelente idea que hagas ese viaje. ¿Estás contenta?

    —No lo sé. ¡No! —Qia continúa hasta el río Grande y no se detiene hasta que la reflejan sus aguas—. Me apena que te parezca una «excelente idea» que me vaya.

    —Propio de ti, das vueltas alrededor de ti misma y acabas regresando al mismo sitio. No deseo tu partida, pero… Necesito hablar con Zuj y descansar unas horas.

    Qia contempla el otro margen del río y los densos bosques que descienden hasta su orilla desde la montaña, como si los tres fueran una única cosa inseparable. El hogar de la Doceava, tan cerca y tan lejos de todo, un sitio en el que solo los iadus son siempre bienvenidos. Pocos nuojans de Jjezé tienen la posibilidad de penetrar en el Erbb Ebn y visitar la nueva Enae, aunque lo cierto es que a muy pocos les interesa hacerlo. La joven sacude la cabeza, como quien decide que más vale dejar de pensar en cualquier cosa, e inicia el regreso al edificio de las viviendas al costado de Ohtuek. El refugio se divide en tres zonas totalmente diferenciadas separadas por espaciosos y frondosos patios. La primera a la derecha, si se mira desde la ciudad, es la escuela Hèddica, donde son acogidos los pequeños que han sido reclamados por Nuoje. En ella permanecen hasta que son considerados iadus de pleno derecho, momento en que alguien recoge sus pertenencias y las tira en la entrada del edificio de las viviendas, ubicado entre la escuela y el imponente recinto donde los iadus tienen su sede. Junto a él se separan y Qia continúa a través de los árboles hasta una construcción de piedra blanca y formas ondulantes que parece a punto de fundirse. En el vestíbulo trasero —copia fiel del principal—, la luz esquiva las maderas oscuras de los contornos y vaga de un sitio a otro, reflejándose en los cristales de colores que cubren las paredes. Le llegan voces desde alguna sala del primer piso, pero Qia continúa hasta los dormitorios del segundo y se deja caer en el lecho. Pasará la jornada con su compañero en la Novena, a la que no regresan desde la tercera estación. Ohtuek, que es lo que en Jjezé llaman un «desamparado», es recibido siempre con auténtico afecto por la familia de Qia. La suya murió hace más de veinte ciclos en las aguas del mar Blanco. Ohtuek había sido encontrado después de varias jornadas, solo y sediento, en la cubierta de una barca destrozada. Su Casa, la Primera de Jjezé, le ofreció entonces protección, pero el pequeño de ocho ciclos prefirió aceptar el ofrecimiento de los iadus, que también habían reclamado su custodia. Al fin y al cabo, llevaba en su brazo izquierdo desde hacía dos estaciones la marca que aparece en aquellos que Nuoje reclama. «Un Hijo de Nuoje no necesita padres nuevos», había dicho. Un desamparado en la escuela Hèddica. Ahora la familia de Qia es la suya y los padres de ella exigen su presencia en las raras ocasiones en que les está permitido reunirse. En ellas se deja agasajar, sonriente y cariñoso, mientras los llama padre Dalor y madre Juliam, para satisfacción de todos y diversión de Qia, que no deja de sorprenderse por su destreza para la falsedad. Y así será esta celebración del nuevo ciclo. Lejos del comedor de los iadus, de la inquietante proximidad de las criaturas y lejos del frío brutal de las largas noches en las cumbres de Lojjen. Una jornada para otra vida. Por ello, después de un corto descanso, recogen los regalos que es costumbre intercambiar, abandonan las estancias que comparten desde que fue decidido en la Roca de los Pares que no tenía sentido que fueran por el mundo el uno sin el otro y, visiblemente animados, se dirigen a las caballerizas. Para llegar a la Novena Casa hay que atravesar toda Jjezé; es aconsejable ir a caballo.

    —¿Tu padre y Aione ya se han entendido? —En ocasiones, Ohtuek se acerca a la Primera avenida, pero en el taller siempre hay trabajo que hacer—. La última vez que los vi se hablaban con monosílabos.

    —Dalor ahora le permite trabajar en un escudo que le ha pedido uno de los señores. Aione intenta no decepcionarlo.

    —También podrías hacerlo. —Avanzan a través de los campos, evitando la ciudad—. No era necesario el negro, la sanción ha acabado.

    —Las artesas últimamente siempre están ocupadas. Además, no me importa vestirme de negro.

    —Estoy al tanto.

    A cada iadus se le asigna un color que corresponde a su estatus: gris casi blanco para el jefe Zuj; suave gris plomizo para los más respetados, los que han sido puestos a prueba por Nuoje y han conseguido salir con vida de la desagradable experiencia llevando en su brazo las siete hojas —raramente ocho— de la Iadus Demèt; gris oscuro, como de tormenta, para los que no son favorecidos con igual perseverancia, sin saberse bien por qué, una mayoría que se complace en llamarse «varús», afortunada. El negro, en cambio, se reserva para aquellos que, sancionados por sus actos, son obligados a dejarse ver con él durante un tiempo. Ningún otro nuojan puede vestir los colores que identifican a los iadus entre la multitud, aunque los habitantes de Jjezé acostumbran a llevar vistosos ropajes y no es necesario que lo prohíban. Tampoco le está permitido a un iadus vestir colores de un rango superior, pues sus habilidades y obligaciones son diferentes. No obstante, no existe ley que impida vestirse de negro; nadie quiere hacerlo. Los más pesimistas sugieren que la vida de un Hijo de Nuoje es un corto período de esfuerzo y de renuncia que implica escasas recompensas como parte esencial de una estricta formación. Renunciar, no obstante, al anhelado gris plomizo es parte del carácter de Qia, que se ha hecho confeccionar ropas negras y las lleva cuando se le antoja: frente al jefe Zuj, que aprecia a los que respetan las reglas, siempre y por propia voluntad; ante los consejeros, que se sienten incómodos en presencia de los Hijos de Nuoje porque escapan a su discreto, pero férreo control; cuando visita a sus padres, que corrieron hacia el refugio cuando en su brazo apareció la marca de la Iadus Demèt. Qia, de hecho, se viste de negro en esta ocasión para mortificarlos a todos, y es por ello que se siente satisfecha cuando se detienen frente a la vieja morada familiar y sus dos hermanos se miran con malicia. Pronto las jubilosas exclamaciones de Juliam se convierten en gimoteos sofocados al contemplar la negra figura de la joven, que la abraza con una sonrisa, como si no reparara en la zozobra de su madre ni en el pálido semblante de Dalor, que aprieta los labios con tanta fuerza que parecen a punto de desaparecer. Los sobrinos, dos niños y una niña, dan vueltas a su alrededor, interrogándola sobre sus vestiduras, porque «si ha sido algo demasiado malo podrían lanzarla al exilio». Ella ríe y se adentra en el hogar sin responder, dejando a Ohtuek la responsabilidad de poner a salvo los regalos. En el salón principal, una pieza fresca y sin sorpresas en la que ni una mota de polvo sobreviviría al aburrimiento, las esposas de sus hermanos se alzan con mirada crítica de sendas sillas de respaldo cóncavo y la saludan formalmente mientras el resto de la familia se aproxima. No se agradan y los motivos son tan innumerables como insustanciales. Para hacerlas sentir incómodas, Qia las besa efusivamente. Después busca con la mirada su asiento preferido, un taburete plegable de aspecto enfermizo que el resto del tiempo agoniza en la parte más olvidada de la casa. Cuando se deja caer sobre él comienza a sentirse dichosa.

    —¿Por qué te presentas vestida de negro y sin tu honorable Jjeób? —Aione, el mayor, el favorito de Qia, se inclina sobre la mesita de tres patas que Juliam ha atiborrado de golosinas y la mira a los ojos con descaro. La iadus alarga la mano derecha, toma un puñado de frutos secos y se llena la boca con ellos.

    —He oído en mi taberna que Jjeób regresó a Eciala con el último grupo que atravesó las puertas durante la noche. —Ailon, menos fornido que Aione, pero con los mismos cabellos ensortijados heredados de su madre, sonríe satisfecho—. ¿Te ha dejado al fin? Es bien sabido que no le gustas a su madre la consejera.

    Qia mastica con fruición como respuesta. Ohtuek se aclara entonces la garganta y explica, recurriendo para ello al tono jovial y despreocupado que utiliza cuando los demás están a punto de estallar de cólera, que su compañera ha sido sancionada por no respetar los horarios, una sanción sin ninguna importancia habitual en el refugio. Dalor consigue abrir la boca para sermonearla:

    —Sé que llegará el día en que pensarás en nosotros. Cuando vienen a mi taller a explicarme que has sido vista de negro, yo callo, avergonzado. ¿Qué otra cosa puedo hacer si te comportas indignamente? ¡Olvidas lo que debes a tu Casa y a tu familia!

    —En mi taberna se comenta que Qia es la iadus con más sanciones de los últimos cincuenta ciclos. —A Ailon le agrada avivar el fuego—. Lo dicen en voz alta, para que yo lo oiga, pero hago como si no los escuchara. También dicen…

    —Lamento que por mi culpa la familia se sienta avergonzada. —Qia toca, casi descuidadamente, las piedras que cuelgan de su cuello y atestiguan su categoría como iadus, algo conseguido por pocos—. Es una pena que vuestro honor dependa de algo tan trivial como el color de mis vestiduras y no tengáis motivos propios de orgullo. ¡Ailon o Aione deberían ayudar con ello! En cuanto a Jjeób, no volváis a preguntar por él.

    —¿Qué opináis del encuentro que se celebrará mañana entre el Consejo y los del Erbb Ebn? —interviene con entusiasmo Aione, buscando aliviar la tirantez creada por su provocación. A Qia siempre le han exigido demasiado y jamás a nadie, ni siquiera a él, le ha preocupado cuánto. Busca el apoyo de su hermano y Ailon aprovecha la ocasión:

    —¡Por Jjez, la verdad es que yo aún no me lo creo! ¿Es cierto lo que dicen, Aia, de que el Erbb Ebn es un sitio espeluznante lleno de las criaturas más letales y que a quien intenta cruzar la barrera de las brumas lo ataca un dolor insoportable? Francamente, no creo que ninguno de los consejeros desee ser el primero en entrar. Yo, al menos, no lo haría. Si el Consejo muere allí, la ciudad será un caos.

    —Ailon, deberías dejar de recorrer las tabernas durante una temporada, incluyendo la tuya. Quizás así dejes de repetir las sandeces que se explican allí, cuando lo haces pareces más simple de lo que eres.

    —¡Lo dicen todos! Se dicen cosas peores.

    —¿De verdad te crees todas esas idioteces sobre el Erbb Ebn? Los merodeadores simplemente se pierden. Además, mañana todos serán bien recibidos. Es un lugar hermoso, aunque no se parezca en nada a Jjezé. Oh, madre, en la Décima comienzan a recoger esa flor amarilla del margen del río para las telas. ¡Tu color favorito!

    —¡Jamás compro telas a la Décima Casa, querida! Se consideran herederos absolutos del legado de Texè y menosprecian a la Novena. Y ahora tenéis a vuestro nuevo jefe, de una de sus familias más importantes. El anterior también era de la Décima, ¿es que acaso aquí no tenemos Hijos de Nuoje tan capaces como los suyos?

    —Madre Juliam, Zuj se merecía ese puesto. Y te aseguro que nadie olvida que la Novena Casa es tan heredera de Texè como la Décima. Cuando se fundó Jjezé Enae os instaló aquí porque necesitaba que fuerais sus ojos y sus oídos y mediarais entre Zefed y los yilesius. Teníais un importante papel y sigue siendo así.

    —Ya —murmura Juliam con desgano, aunque realmente satisfecha por las palabras de Ohtuek. Dalor se encoje de hombros. A él le da igual, es de la Tercera; en Nuoje acostumbran a ser los nuojans los que cambian de Casa si es necesario hacerlo. Se inclina hacia el iadus para cambiar de conversación:

    —Nuestra señora opina que el Consejo no consultará la petición con las Casas. Al menos ella no ha sido informada de lo contrario y cree que los consejeros piensan discutirlo mañana en la Doceava sin comentarlo con los señores. Jjezé no habla de otra cosa. Algunos creen que se trata del borrador de un edicto para obligar a los iadus a responder ante el Consejo, pero eso no tiene sentido. ¿Qué sabéis de eso en el refugio?

    —Sí, ¿qué sabéis de eso? —repite Ailon.

    —Padre Dalor, el jefe mantiene sobre ese asunto un absoluto control —afirma Ohtuek y Dalor desea creerle. El Consejo escupe a los señores al relegarlos y le preocupan las consecuencias de ese atrevimiento.

    —Las Casas están irritadas. Hasta nuestra señora, que es como un alga dejándose zarandear por la corriente, esta vez parece haberse petrificado. ¡No lo entiendo! El Consejo es ambicioso, pero no estúpido. Esperemos. ¡Qia, los regalos de los pequeños!

    Sus palabras, pronunciadas con una cálida sonrisa, son una petición de tregua y la joven se acerca al diván, decidida a darle a la jornada una nueva oportunidad. No será la mejor celebración familiar que habrán tenido, pero será recordada con nostalgia. No será la mejor, pero será la última y eso siempre significa algo.

    Se separan cerca de la medianoche. Llueve a ratos, aunque siempre con ganas, de modo que Qia y Ohtuek deciden tomar el camino de la ciudad para hacer el trayecto más cómodo a sus cabalgaduras. Los caballos, que se encontraban a gusto en el establo, demuestran su disgusto galopando enloquecidos por Jjezé. Por fortuna las calles están desiertas, aunque las luces de las tabernas sugieren que hay nuojans delante de enormes jarras de vino esperando que acabe la tormenta. Puestos a pedir, muy tarde. Cuando finalmente se adentran en las caballerizas están empapados y tienen frío. Como sus estancias miran al Erbb Ebn, Qia y Ohtuek ascienden por la escalera trasera y continúan hasta el extremo occidental del corredor. Más madera oscura, más cristales de colores. Hay un banco mullido entre dos ventanales y un fuego en el fondo de una especie de nuez con dos asientos que brota de la pared con tal naturalidad que pasaría desapercibida si no ocupara un tercio del espacio. A la derecha de la sala una puerta doble se abre a un pasillo que lleva a dos amplias habitaciones y continúa hasta acabar frente a la diminuta pieza en la que guardan sus pertenencias más peligrosas. Qia vacila un momento a la entrada de su propia habitación y sigue a Ohtuek hasta la suya, disimulando una sonrisa.

    —Sécate bien y métete temprano en la cama, mañana será una larga jornada —asegura él, cerrándole el paso.

    La joven presiente que no sirve insistir, de modo que regresa a su habitación con un mohín de disgusto, se desviste y coloca las ropas empapadas sobre una silla. Tras la ventana, en la tormenta, hasta las sombras de Nuoje se desvanecen. Intenta distinguir alguna a través de los cristales cuando su puerta se abre bruscamente y aparece Ohtuek. Se queda allí, junto a la entrada, mientras el agua de sus vestiduras gotea sobre el rojo suelo e imita rastros de sangre bajo sus pies. Qia se acerca y comienza a quitarle la ropa, pero él la abraza y sus besos le atraviesan la piel como mordiscos.

    2

    Jjezé, ciclo 3023,

    jornada 11 de la primera estación

    Luna negra

    Hora séptima después de medianoche. Las cálidas temperaturas han sido reemplazadas por una brisa húmeda que llega desde el mar Blanco. Dentro, en las viviendas, el soplador del cono inicia su trayecto diario por los pasillos del segundo piso arrastrando el impopular y chirriante tubo con su habitual parsimonia y los iadus se alzan de sus lechos maldiciendo a toda su Casa. Qia se levanta de un salto, se lava hasta que su piel protesta, se viste con la ambicionada túnica gris plomizo después de una larga mirada a las negras y se cuelga la espada al hombro, bajo la capa. Por último, se pone en el brazo derecho la pulsera que le hizo Ohtuek cuando celebró los quince ciclos y abandona la habitación. Él espera en la salita y la examina:

    —Zuj no ha ordenado llevar espadas, no las permitirá ni como ornamento.

    Ella se deshace de la hoja a regañadientes y la lanza sobre el banco. Se abrocha la capa y se encamina hacia la salida cuando Ohtuek la agarra por un brazo:

    —Si Dero sabe lo que ocurrió anoche tendré que escuchar sus palabrotas toda una luna. Y sé que ayer dije otra cosa, pero no te acerques a los ancianos. ¡Promételo!

    —¡Es el Erbb Ebn, los ancianos están por todas partes! En cuanto a Dero, él y sus dudas son asunto tuyo. —La joven ríe y Ohtuek la suelta con renovada inquietud.

    —Vamos, has tardado demasiado y no oigo ruidos fuera.

    Un sorprendido celador los observa y ellos se apresuran a cruzar el patio que conduce a la forma oscura y afilada de la sede. En la plaza trasera medio centenar de iadus intentan ocultar sus bostezos a los astutos ojos de Zuj, que vocifera sobre un muro.

    —… sabemos, también, que nuestra obligación es que el encuentro transcurra…

    —Por todos los dones, que calle ya. —La mirada de Qia se encuentra con la de Dero, dos filas a su derecha—. Lo sabe y desea matarme.

    —¿Dero? Su lengua es venenosa, pero él es sensato —asegura Ohtuek, cruzándose de brazos.

    La perorata acaba finalmente y todos, con torpes movimientos, se encaminan hacia las barcas del río Grande. Qia no puede reprimir una protesta:

    —¡Por las tetas de Yilesia! ¿Tan difícil era cruzar el puente de la Décima? ¡Por los peludos cojones de Jjez, sabes que no me gusta el agua!

    Sus quejas, que se habrían alargado hasta alcanzar el río, cesan porque Zuj se detiene frente a ellos y los señala:

    —La Asamblea de los Cien será responsabilidad vuestra.

    —Gracias, señor —responden al unísono, inclinándose con respeto.

    Cuando Zuj les da la espalda con expresión maliciosa, Qia aligera el paso para escapar de la cólera de Ohtuek. El aspecto de la mañana la serena. Desde cualquier punto del breve trayecto que los conduce al margen del río cada menudencia de vida tiene un aspecto incomparable y colorido. Lilas, verdes brillantes, amarillos, azules claros, verdes cetrinos, alegres rojos sangrientos y hasta un arcoíris de marrones. Todo florece, bulle y reconforta. Nuoje renace, espléndida, con el nuevo ciclo. Se acostumbra a decir que un peregrino aceptaría gozoso la fatiga del largo camino de subida a cambio de una mañana así en los campos de Lojjen, pero nunca ha habido peregrinos en Jjezé.

    —¡Un momento! —Se detienen frente a la docena de barcas que los transportarán al otro lado y Zuj se dirige a Ohtuek, capitán de los iadus munae—. ¿Listos?

    —Lo estamos. Todos sabemos cuál es nuestra tarea.

    —Es cierto, y yo casi olvido decir a tus iadus que tú y tu compañera tendréis la honrosa misión de proteger a la asamblea.

    Tanto Ohtuek como Qia soportan las risotadas con impecable frialdad. Ningún iadus olvida que, durante el ciclo que pasan entre los kuahes del Erbb Ebn para concluir su instrucción, los ancianos se aferran a los desventurados huéspedes con una tenacidad que no se debilita ni siquiera después de cuatro estaciones enteras. La Asamblea de los Cien es, no obstante, reverenciada y hasta el señor de la Doceava, Foné, evita tomar decisiones si no la ha consultado sobre ellas.

    —Reíos, pero Nuoje nos recompensará por esto.

    Los iadus reconocen entre más risas la irrespetuosa intención de Ohtuek de comparar ancianos con criaturas y Zuj cree conveniente detener las bromas:

    —¿Alguna pregunta antes de partir?

    —¿Alguna pregunta? —repite Ohtuek, mirando a los suyos con su dureza habitual. Nadie tiene preguntas; nadie, excepto Qia:

    —¿El Consejo se presentará con los escoltas?

    —Vendrá con ellos, sí, pero no entrarán al Erbb Ebn.

    Qia insiste:

    —Pero, si lo intentaran, ¿cómo debemos actuar? No nos entendemos con los escoltas, utilizan el cerebro para acaparar alcohol.

    —El Consejo sabe disciplinar a los suyos. —Zuj confía en que lo haga—. Sin embargo, si algún escolta incumple las normas, haced lo que creáis necesario.

    Sus palabras son recibidas con demasiada satisfacción y el jefe de los iadus se arrepiente de haberlas pronunciado.

    —Me ocuparé personalmente —afirma Ohtuek al advertir su malestar.

    —Lo sé. ¡A las barcas, nos esperan para desayunar!

    El río Grande y las brumas los acogen mansamente.

    Se detienen junto a un tronco rojizo. La Doceava, situada en la zona meridional de la meseta, entre las Casas Décima y Quinta exactamente, se concentra al pie de las laderas interiores de Lojjen. Los kuahes la llaman Erbb Ebn, pero los nuojans la conocen también como la Casa de Enae. La Doceava es un misterio para Jjezé y ningún habitante de la ciudad daría otro paso al advertir que a partir del tronco rojizo los árboles se agrupan dejando mínimos espacios entre las cortezas mientras sus ramas se deslizan hasta la tierra formando un tupido dosel que se aferra deliberadamente a las raíces que se ocultan bajo la piedra y las hojas secas de la estación anterior. Una entrada se abre como la boca más oscura cuatro pasos a su derecha y los iadus, ellos sí, se adentran en ella. Minutos después la risa grave de Foné los sobresalta antes de que puedan distinguir el verde pálido de sus vestiduras y, sobre aquellas telas, su formidable cabellera gris. Detrás del señor de la Doceava, la figura de un kuahe al que en cualquier taberna servirían entre risas una jarra de leche.

    —Zuj, que Nuoje os favorezca con los dones más preciados. Mi hijo, Belas, ha insistido en acompañarme. Fue nombrado oficialmente kuahe hace dos jornadas.

    —Que Nuoje te favorezca con los dones más preciados, Foné. Contigo, Belas, parece que ya lo ha hecho. —Mira alrededor—. ¡Foné, el camino ha cambiado!

    «Lo sé», responde el señor de la Doceava con otra sonrisa. Los guía hasta un viejo molino carcomido y con una sola aspa en el que una docena de kuahes espera. Los iadus se dejan atrapar por los abrazos y respiran aliviados al comprobar que ninguno ha olvidado ponerse la ropa.

    —Bien, basta ya de arrumacos o no tendremos tiempo de hablar antes de la llegada del Consejo —la irritación se cuela en la voz de Foné.

    —No será hasta la hora oncena, señor, aunque tenemos novedades. —Wathme, un joven de rostro inteligente y largo cabello rizado, le entrega el negro paño de forma alargada y tacto aterciopelado que acaba de recibir del jefe de los iadus.

    —Uno de los míos la ha conseguido —explica Zuj mirando a los ojos al señor de la Doceava—. Es una copia de la petición que se te formulará hoy.

    —¡Caramba! —Foné extrae un pliego de color ocre que mira sin abrir—. ¿Lo has leído?

    —Lo he hecho —afirma Zuj, pero sin revelar su contenido—. No lo hagas tú aún, espera a que estemos todos reunidos. —Foné devuelve la petición a Wathme y da un golpecito afectuoso en la espalda de Zuj, que señala entonces a Qia y Ohtuek—. Custodiarán a los ancianos mientras dure el encuentro —declara con tono alegre.

    —Una noble tarea —asegura Foné, golpeando ambos puños. Después se vuelve hacia ellos con ojos brillantes y Qia sospecha que el señor de la Doceava intenta no reír.

    Tal vez lo habría hecho, pero el sendero acaba bruscamente y se detienen donde dos colinas a punto de tropezarse trazan una estrecha galería que si no lleva a la zona este es porque una piedra verdosa de la que nace un hilo de agua les impide el paso. El centro del Erbb Ebn. La piedra de Enae. Junto a ella los ancianos esperan:

    —¡Vaya, ya habéis llegado! No hace falta que intentéis matarnos de hambre, en la Asamblea de los Cien estamos todos a un par de ciclos de la muerte.

    —Lo sentimos, Omteu, nos hemos dejado llevar por el júbilo del reencuentro. —Foné se acerca con una disculpa y algunos ancianos carraspean; tienen esa costumbre.

    —De acuerdo, ¡de acuerdo! Las tripas me gruñen y estoy a punto de perder el poco aliento que me queda. Acércate, Zuj, abrázame en nombre de todos.

    —Omteu, el sufrimiento de tus tripas es una desgracia —declara gravemente Zuj.

    —Llamarlo desgracia es quedarse corto, pero no hace falta que te burles de un anciano —gruñe con mal disimulada satisfacción—. Acompáñame a la mesa y siéntate a mi lado. Quiero explicarte por qué no me fio de ese nuojan que preside este ciclo el Consejo. He oído cosas. Yo estoy bien, mi salud es estupenda. Nouje me favorece.

    —Ella es sabia.

    Zuj avanza cabizbajo mientras escucha la charla del antiguo señor de la Doceava. Cuando llegan a la mesa se vuelve hacia él y levanta una ceja antes de hablar:

    —Dos iadus os custodiarán, es la tradición. —La áspera mirada del anciano se suaviza cuando Zuj nombra a Qia y Ohtuek. Aun así, intenta protestar, pero Foné se sienta entonces y alza su mano derecha a la altura de los ojos.

    —Debo informaros de algo —anuncia a los miembros de la asamblea y vuelve a levantarse. Wathme le entrega el pliego. Antes de leerlo a los demás, Foné lo hace para sí, lentamente, y lo que hay escrito en él provoca que la sangre de su rostro desaparezca.

    La Doceava no podrá, en modo alguno, escuchar la petición de los consejeros.

    —El Consejo —comienza Foné— espera que respondamos a sus preguntas sobre las fronteras interiores de Nuoje. —Las figuras encorvadas de los ancianos se alargan en los bancos de golpe—. Es un misterio para mí cómo han conocido que tales fronteras existen, pero supongo que nos lo dirán a su llegada. ¿Lo sabes tú, Zuj?

    El jefe de los iadus niega en silencio y durante los siguientes minutos, de absoluto estupor, los ancianos se olvidan de la muerte y del gruñido de sus tripas. Pronto comienzan a discutir sobre el modo en que el Consejo ha obtenido aquella información y Zuj se inquieta cuando algunas miradas se vuelven hacia él, pero Foné reclama silencio con su voz pausada y asegura que encontrar el modo en que ha sido revelado aquel secreto es lo menos importante. Lo que realmente importa, afirma, es dar una respuesta adecuada a la petición del Consejo de Jjezé. Es predecible que haya preguntas difíciles y es predecible, también, que pronto toda la ciudad lo sepa. El señor de la Doceava regresa a su asiento y sus ojos se encuentran con los de Zuj. A unos doscientos pasos de allí sus semblantes absortos no pasan desapercibidos y, cuando una decena de jóvenes son convocados por Foné y parten tras intercambiar con él unas pocas palabras, los iadus se alzan a la vez, inquietos, esperando las órdenes de su jefe. Qia se vuelve hacia su compañero, aguantándose las ganas de atizarle un puñetazo en las costillas.

    —No podía decírtelo —se justifica él, aunque sin apartar la vista de Zuj—. No habrías pensado en otra cosa y no habrías disfrutado de nuestra última jornada de permiso. No quería que la desaprovecharas. Intuyendo lo que se nos viene encima, me temo que no tendremos otra en mucho tiempo. Lo hice por ti, Aia.

    —Tengo siete hojas de la Iadus Demèt. ¡Nací con ella! Sé cuidar de mí misma.

    3

    Jjezé, ciclo 3023,

    jornada 11 de la primera estación

    Luna negra

    Xeode se detiene delante del portón de la residencia de Nune y se queda aferrado a las bridas de su caballo hasta que un impaciente mozo de cuadra lo obliga a continuar a pie hasta su destino. Consejero de la Quinta Casa, Xeode es el integrante más joven del Consejo de Jjezé, aunque la cincuentena ya lo ha dejado atrás y se aleja de él a toda prisa. Posee una figura corriente y ligeramente abultada entre las rodillas y la nariz y se desplaza por el mundo agitando ambas manos, con las palmas hacia fuera, como si el sendero de su vida estuviera plagado de insectos y arbustos espinosos. Nada que ver con Nune. El presidente del Consejo, a la sombra de un refinado pabellón, admira con su habitual solemnidad un retrato que de él ha pintado su hija Koset.

    —Favorecido seas, Nune, con una vida generosa —musita Xeode, deteniéndose a tres largos pasos de él.

    —¡Llegas tarde! —Nune señala con el bastón una silla a su derecha.

    —De eso nada, llego justo a tiempo. Es la hora octava después de medianoche y lo sé porque ser puntual es una de mis escasas cualidades. Si llamas a tu secretario verás que es exactamente como digo.

    —Deberías cambiar de caballo, si lo dejaras atado a un árbol, un hrunag lo confundiría con un cadáver. ¿Qué edad tiene esa bestia?

    —Es la hora octava, Nune. No culpes a mi caballo de tu impaciencia.

    —¡Bah! —rezonga, levantando una mano para señalar la pintura—. ¿Te gusta?

    —Me gusta.

    —Hay demasiado blanco, me resta dignidad.

    El silencio de su amigo lo lleva a apartar la vista de su imagen y advierte que Xeode transita del pálido al cenizo en el tiempo que tarda en levantar la mirada. No trae buenas noticias, los consejeros de la Primera, la Novena, la Décima y la Casa Octava se oponen a firmar la petición. La Cuarta y la Quinta no están seguras de desear hacerlo. Es entonces cuando la esposa de Nune, su hija mayor y el desayuno aparecen por el caminillo, evitándole así un desagradable berrinche que le habría parecido vergonzoso.

    —¿Por qué me haces esto, Xeode? —exige Nune con media sonrisa.

    —No olvido jamás cuánto te debo. ¡Jamás! Y he estado aquí y allá, sin hacer preguntas, siempre que me has necesitado. ¡Siempre! No me he negado ni cuando tus ambiciones han ido en contra de mi propia Casa. ¡Esta vez te equivocas!

    —Xeode, creí que este momento nunca llegaría. —Se detiene frente a su imagen y acaricia con un dedo la minúscula barba para que Koset la retoque—. ¡Veinte ciclos! Y lo único que necesito es otra firma. —Nune lo señala y Xeode aprieta los dientes:

    —Si yo firmo, el número de los que han firmado y el de los que no estará igualado y tu voto podrá deshacer ese equilibrio. Me siento a gusto siendo prescindible.

    —Querrás decir que te sientes a gusto siendo invisible, te cautiva el poder tanto como a mí. ¡No me insultes, que soy yo quien se enfrenta a Foné por el futuro de esta ciudad! Tú decides, Xeode, hoy eres el consejero más poderoso de toda

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1