El fuego callado
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Cuando lo impredecible desvela las pasiones ocultas, las consecuencias acaban siendo insospechadas.
Un incendio desmedido ha arrasado el bosque en Aldeanueva del Mansillo y se ha cobrado la vida de Edelmiro Roldán. Allí, todo elmundo sabe que el fuego ha sido provocado por alguien conocido por todos, pero no parece tan sencillo saber por quién ni por qué, porque, en Aldeanueva, todo en torno a los fuegos y las pasiones estaba controlado y parecía oculto hasta entonces.
El fuego callado es ese que, aun dando señas, parece que no existe, pero que, en verdad, yace latente, acumulando fuerza sin que nos demos cuenta de su peligro, hasta que se desvela en el momento más inesperado y entonces inflama todo lo que nos rodea.
Una novela sobre los fuegos y las motivaciones impensables que subyacen en la condición humana y, también, sobre las consecuencias de desatender los detalles.
Félix Romero Cañizares
Félix Romero Cañizares nació en Barcelona en 1975, si bien sus orígenes son castellano-manchegos. Creció en Fuenlabrada (Madrid), ha vivido en Bruselas y actualmente vive en algún lugar de Toledo. Viajero, montañero y amante de la naturaleza, es ingeniero forestal, licenciado en Ciencias Ambientales y piloto privado, con una extensa trayectoria profesional en el ámbito del desarrollo sostenible. Por cuestiones profesionales y personales, ha recorrido un buen número de países en África, América y Asia. Su ópera prima fue El árbol de los pigmeos (Círculo Rojo, 2018). El fuego callado (Caligrama, 2019) es su segunda novela.
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El fuego callado - Félix Romero Cañizares
El fuego callado
El fuego callado
Primera edición: 2019
ISBN: 9788417915346
ISBN eBook: 9788417915735
© del texto:
Félix Romero Cañizares
© Imagen de cubierta:
Composición del autor sobre obra de Eva Grande «Luz de horizonte».
© de esta edición:
CALIGRAMA, 2019
www.caligramaeditorial.com
info@caligramaeditorial.com
Impreso en España – Printed in Spain
Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Este libro está impreso en papel procedente de bosques o plantaciones forestales certificadas bajo los estándares del FSC® (Forest Stewardship Council®)
«El amor es un fuego escondido».
Fernando de Rojas
1.
Alina
La mañana en la que comenzó el incendio, Edelmiro Roldán pasó por el bar. Era muy temprano, Alina aún estaba sola. Al verlo entrar, lo saludó con los buenos días, una pregunta general acerca de su estado de ánimo aquella mañana y una observación sobre lo calurosa que iba a ser la jornada, todo ello en un español perfecto: apenas un sutil seseo delataba su procedencia de algún país del este. Al tiempo, encendió la televisión, preparó la máquina del café y repartió sobres de azúcar blanquilla y cucharillas inoxidables por los platos de las gastadas tazas de porcelana que, con precisión, había alineado a la espera de los trabajadores del retén de incendios que tenían la costumbre de bajar al pueblo a media mañana para desayunar café con torreznos.
Rompiendo la calma, desde aquella pantalla pretérita de culo de botella y marca Ni-su, desde luego muy al margen de la llegada del apagón analógico, salió de repente una voz notoriamente alterada —uno de los contertulios del matinal informativo— que, en tono exaltado, criticaba a la iglesia católica porque, al parecer, en México algunos que se ubicaban muy a la derecha de Cristo habían puesto en marcha una campaña de ideas para recoger argumentos contra el matrimonio homosexual. Edelmiro, sin gesto alguno, escuchó atentamente aquella voz puntillosa mientras sacaba de su bolsillo un paquete de tabaco y la llave de su coche, un 4 latas añoso que traía con él. Luego tomó asiento en la barra, frente a Alina, y le respondió con unos buenos días plegados en un susurro para no perder el hilo de la conversación de aquellos periodistas casi del alba. Ella, aún adormilada, agarrada a la empuñadura del portafiltros de la cafetera retiró la mirada de la televisión para preguntarle con su sonrisa purpúrea y sus enormes ojos garzos qué iba a desayunar, asumiendo que el café venía de suyo. Edelmiro Roldán pidió, sin embargo, un aguardiente de hierbas tostadas haciendo a Alina pensar por un segundo si había entendido bien qué era eso de un aguardiente de hierbas, ¿de manzanilla? Y tostadas, ¿cómo?, ¿con mermelada?
—Un orujo de esos, mujer —aclaró él, señalando la botella con la mirada.
Alina le sirvió el orujo que le había señalado conteniendo su grima por aquel desayuno tan alcohólico a primera hora de la mañana. Edelmiro, en cambio, se lo bebió de un trago y de seguido le pidió una segunda dosis. Ella, esta vez sin gesto alguno, volvió con otra copa cargada del mismo licor, apurando lo último que quedaba en la botella. Él, con aire de experto, ritual y cierto temple, meneó la copa, olió el licor, tomó un pequeño sorbo con el que se enjuagó la lengua y buscó en el regusto del trago el tueste sutil de aquellas hierbas y, también, las palabras cabales que quería decir.
—En tu país hay muchas putas, ¿verdad? —preguntó.
Alina, que no esperaba ese tipo de pregunta, lo miró extrañada sin saber qué contestar.
—Eso no sé —respondió finalmente.
—¿No sabes? ¿No eres rumana?
—Soy rumana. ¿Y…? No sé esa pregunta.
—No vas a saber… Y homosexuales, ¿hay muchos?
—Hay de todo, supongo. Si son muchos o pocos, no sé decir —respondió ella.
Edelmiro apuntó con las cejas hacia la copa de orujo, otra vez vacía.
—Ponme un coñac —ordenó—, con un hielo.
Alina se limitó a obedecer con gesto neutro, él siguió preguntando.
—¿Tú qué crees que deben hacer los curas con eso del matrimonio entre personas del mismo sexo?
Alina pensó la respuesta mientras Edelmiro se bebía el coñac de dos sorbos.
—Si se quieren, que los casen. ¿No?
—No es tan sencillo —respondió pensativo, según apuraba el coñac—. Ponme otro, anda…
Ella le puso el segundo coñac sobre el mismo hielo que quedaba en la copa y él continuó con el interrogatorio.
—¿Y cuernos? ¿Hay mucho adulterio en Rumanía?
—¿Qué se yo? ¡Vaya preguntas!
—Seguro que sabes más de lo que dices —reflexionó Edelmiro en alto mientras apuraba aquel segundo coñac.
—¿Qué te preocupa a ti de los cuernos? En Aldeanueva decís que mejores venados son los que tienen cuernos más grandes. No será tan malo entonces.
Edelmiro se quedó planchado con la respuesta de Alina y ordenó uno más.
—Ponme otro, anda. Filósofa.
—¿No son muchos seguidos, Edelmiro? —preguntó según lo servía.
—Ah, ¿ya sabes mi nombre?
—Claro. Eres padre de Javi, se parece mucho a ti.
—¿De qué conoces a Javi?
—De pasar por bar con amigos. Es muy guapo hijo tuyo.
—Aún no ha cumplido los dieciocho —respondió advirtiendo.
—Pues parece mayor, se le ve responsable.
—Pues no lo es, ¿me comprendes? Está centrado en estudiar.
—Claro, es muy joven.
—Pues eso. Menor de edad.
Edelmiro se centró entonces en apurar el último tercio de su copa mientras Alina repasaba la barra con una bayeta revenida y la energía suficiente para que sus pechos bailaran como flanes a ritmo de twist ante los ojos miopes de Edelmiro. Él miró aquel vaivén de reojo, gesto neutro. Ella percibió su mirada desinteresada y, de seguido, se preparó un café. Edelmiro, pensativo, agotaba nuevamente su copa. Para entonces, Alina ya lo había ubicado en el grupo de hombres poco peligrosos. Sin decirse nada durante unos instantes, ambos aprovecharon para prestar atención a sus propios pensamientos hasta que Edelmiro se colocó un cigarro entre los labios y, sin éxito, se puso a buscar fuego por todos sus bolsillos.
—Dame un mechero de esos —concretó con un gesto displicente—, no sé qué es lo que he hecho con el mío. Y ponme la última.
Alina se volvió a por otra copa, le puso otro cubito de hielo y vertió una generosa dosis hasta agotar también lo que quedaba de la botella de coñac. Sin preguntarle qué color prefería para el mechero, escogió por él uno blanco de la bandeja de encendedores de toda la vida que tenía a la venta, se lo puso junto al tique de caja en una de esas bandejitas de metal en las que igual servían aceitunas que gominolas y cantó la cifra que rezaba en la cuenta: dieciséis con cincuenta.
Edelmiro pagó con un billete de veinte euros, dejó el cambio por propina y se marchó.
—Dale recuerdos a Javi —dijo Alina.
—¿A Javi? Mejor dáselos tú a él de mi parte, que seguro que lo ves antes que yo.
Edelmiro tenía razón. Apenas media hora después sonó una motocicleta en la puerta y, enseguida, Javier Roldán entró en el bar con un gesto parecido al de su padre —la magia de la genética—. El muchacho se sentó en la barra con la respiración agitada, escaneó a Alina en sus tres dimensiones, exhaló su exaltación con sus ojos fijos en sus ojos y, para disimular su nerviosismo, pidió un café doble cortado con leche fría y en vaso en lugar de en una de aquellas tazas de porcelana, porque ella ya le había dicho una vez que a esas horas las tenía reservadas para el retén y que estaban contadas hasta que a Manolo el Charro, el dueño del bar, le viniera en gana comprar otras nuevas. Javier sacó entonces de su bolsillo un paquete de tabaco de liar, unos papelillos de arroz y un encendedor plateado con una «E» de Edelmiro grabada