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Albert Speer, un día
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Libro electrónico231 páginas8 horas

Albert Speer, un día

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Prisión de Spandau, año 1954. Albert Speer, más conocido como el arquitecto de Hitler, decide, a mitad de su condena, caminar alrededor del mundo. El otrora ministro construye una pista en el patio de la prisión y comienza a caminar por ella con fervor. Gracias a un registro meticuloso de los kilómetros recorridos, puede marcar en mapas su avance.
El punto de partida es la ciudad de Berlín. El viaje imaginario, sin salir de su riguroso encarcelamiento, lo lleva por Europa del Este y Asia, a través del estrecho de Bering y a lo largo de la costa oeste de América del Norte. Esta fabulosa novela desarrolla la idea de "banalidad del mal", que aquejó a muchos intelectuales y profesionales adheridos a la causa nazi, en la figura histórica de Albert Speer, quien pasó a la historia como "el buen nazi".
Sin embargo, tras su liberación en 1966, se dieron a conocer una serie de documentos que demostraban su cercanía con los altos mandos y su colosal ambición y obra, revelando que su involucramiento en el Holocausto fue mayor de lo que él jamás admitió. «A cada paso desmoronaba su identidad y en el proceso hallaba un misterioso placer de decadencia y de ligereza.»
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 dic 2021
ISBN9788418657047
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    Albert Speer, un día - Juan Rivera Arroyo

    Europa

    (1954-1956)

    Albert Speer comenzó a caminar. Estaba por cumplir ocho años de encarcelamiento y aún restaban doce para su liberación. El dato resonaba demasiado fuerte en sus adentros, y temía que de tanto repetirlo una ansiedad funesta terminara de demolerle el alma. Prefería pensar en la condena como la medición de un día. Si su condena entera equivalía a veinticuatro horas, para Albert Speer eran entonces las 9:36 de la mañana. Cada dos horas y diez minutos reales pasaba un segundo del día figurado. El sistema del reloj volvía más ligera su percepción del paso del tiempo.

    Lo de caminar no había sido su primera idea para ocuparse. Había antes llenado con tierra un pozo de ciento cincuenta metros cúbicos. Aunque el esfuerzo con la pala le había traído el cansancio físico que buscaba, al final del ejercicio su mente no había realizado ningún trabajo. Algunas veces también había intentado con el teatro; imaginaba puestas en escena con tal minucia que, cuando caían las cortinas, sentía el impulso de aplaudir. Pero al cabo de la fantasía, Albert Speer no había fatigado los músculos del cuerpo. Descubrió que para poder conciliar el sueño necesitaba una empresa que lo agotara en ambos sentidos. Fue por eso que en su caminata los pasos eran sólo la mitad del asunto.

    La prisión era la de Spandau, en Berlín. La fachada lucía como la de un castillo. Era una construcción de ladrillo rojo, decolorada por la desgracia. Tenía un centenar de celdas y seis torres de vigilancia. La administración estaba a cargo de cuatro naciones. En todo momento había sesenta soldados en turno, y durante el día la operación precisaba de un director y un oficial médico por cada una de las naciones, y además había guardias, porteros, cocineros, electricistas, secretarias y traductores. El elemento central, sin embargo, no era del tamaño del aparato: en Spandau sólo había siete presos.

    El 18 de septiembre de 1954, en el interior de una prisión, Albert Speer comenzó una caminata alrededor del mundo.

    Amanecía.

    Se puede asumir que ese día Albert Speer caminó del jardín de la prisión hacia el edificio principal, cruzó el largo pasillo de celdas abandonadas, pasó los tres puntos de seguridad y las oficinas, salió por la enorme puerta de estilo medieval y dirigió su marcha hacia el sur de Berlín.

    Días antes había trazado en el patio una pista circular de doscientos setenta metros de largo. Pudo haberla prolongado unas decenas de metros más, pero la ruta que eligió contaba con las mejores vistas. En cierto punto del camino los árboles viejos de alrededor se alineaban para bloquear por completo el edificio principal; si mantenía la mirada lejos de las torres de vigilancia, Albert Speer podía olvidarse de que se hallaba en una cárcel. Antes de dar el primer paso, tomó la decisión de caminar siempre en el sentido de las agujas del reloj.

    A partir de entonces contó cada vuelta que caminó en la pista. Debido a que su mente estaba ocupada con el espejismo del viaje, recurría a un sistema de cómputo tan sencillo como eficaz. Se metía un puñado de frijoles en un bolsillo de los pantalones y a cada vuelta que completaba cogía uno y lo pasaba al otro bolsillo; con el tiempo se volvió una acción mecánica. El sistema se lo había recomendado otro preso luego de varios días de observación.

    Albert Speer era arquitecto. En parte estaba ahí encerrado por las ideas que había proyectado para el Tercer Reich. Su arquitectura había exhibido a plena vista una ideología que resultó equivocada, y era tan evidente como un rascacielos inclinado. Más que por sus proyectos, lo habían castigado por trasladar su impecable organización arquitectónica al ministerio de armamento, en 1942; la falta de Albert Speer fue la de haber ocupado su habilidad de edificación para derrumbar al enemigo.

    Al final de la guerra tenía cuarenta años; al inicio de la caminata, cuarenta y nueve.

    La prisión de Spandau era administrada por la Unión Soviética, Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña. Los cuatro poderes se turnaban mes con mes la guardia de la prisión, y eso les daba a los presos una mínima sensación de variedad. Las administraciones occidentales ofrecían cada cual una ventaja. Los franceses tenían buena cocina, los americanos permitían más tiempo al aire libre y los ingleses entregaban generosas raciones de tabaco. Los rusos, por su parte, se limitaban a despertar a todo el mundo más temprano.

    Los siete presos eran alemanes. Habían ocupado altos puestos en el régimen del Tercer Reich, y después de la guerra fueron enjuiciados en Núremberg. Tres de ellos estaban cumpliendo cadena perpetua.

    Las diferentes opiniones de los cuatro poderes habían terminado por crear una serie de regulaciones estrictas y caprichosas. En Spandau no había más lógica que la burocracia. El reglamento lo forjaron los cuatro poderes con los ojos sobre el papel. Quizá por eso, durante los primeros tres años de encarcelamiento, el uniforme de los presos fue el que se había utilizado en los campos de concentración alemanes. Mientras la fricción política creció, las discusiones sobre las más sutiles normas se volvieron cuestiones de honor. Pero a veces las medidas tenían un efecto artificial en la práctica. Por ejemplo, estaba permitido que el guardia y el preso estuvieran de pie juntos; tampoco había problema si el guardia se sentaba y el preso se mantenía de pie. Pero si el prisionero se sentaba mientras el guardia estaba parado frente a él, ello correspondía a una falta. Por supuesto, la situación en que el guardia y el preso se sentaran juntos era abominable.

    Desde el primer día, los siete presos recibieron un número y esa era la única manera correcta de referirse a ellos. Desde hacía ocho años, Albert Speer era el número cinco.

    Con una escuadra de madera midió la longitud de su calzado. Treinta y un centímetros. Luego le dio una vuelta a la pista colocando un pie frente a otro. Ochocientas setenta pisadas. Por eso sabía que la pista tenía doscientos setenta metros.

    Al terminar una jornada de caminata, volvía a su celda y calculaba los kilómetros. Después determinaba el avance que había tenido allá fuera, al otro lado de los muros. A veces tenía mapas. A veces tenía libros. A veces tenía cifras. Todo paso que daba en la pista lo daba a la vez en el exterior.

    Así, en su cumpleaños número cincuenta, llegó a la ciudad de Heidelberg, al sur de Frankfurt. Cuando tenía trece años, se había mudado con su familia a la casa de campo que tenían ahí.

    Albert Speer estaba acostado en el piso de la celda, pensando en circuitos. Era día de visita. Pensó en la deliciosa suerte de quienes nacen y mueren en la misma cama. No importa qué han hecho en la vida, qué tan turbulento ha sido el viaje, llegan a casa después de todo. Un círculo perfecto. El primer paso al salir de casa es también el primero del regreso.

    Más tarde vería a su esposa, Margarete. Quince minutos por bimestre. Aún no le había comentado nada acerca del proyecto de caminar, no por falta de medios sino de voluntad. Además de la correspondencia oficial, con términos estrictos de contenido, extensión y frecuencia, tenía un medio postal clandestino: un guardia que escabullía cuantas cartas el arquitecto escribiera. Si no le había dicho de la caminata a su esposa, era porque algo le incomodaba. No quería sonar absurdo. Sospechaba que el encierro había afectado su mente y que el proyecto no era más que un disparate. Decidió que, si se animaba a contárselo, lo haría frente a frente, para ver su reacción.

    Pensaba en circuitos a pesar de que la celda y la prisión eran rectangulares, y a pesar de que Berlín era una ciudad sin demasiadas glorietas. La convivencia de lo redondo y lo cuadrado le resultaba extraña. Creía que las ventanas redondas en edificios cuadrados eran casi siempre desatinadas, pero que eran bellas en los barcos. Visualizó un anillo guardado en una caja, un sol al centro de una bandera, una lupa sobre un libro. Quizá el encierro había hecho de su mente una mesa redonda con mantel rectangular. Se consoló con la idea de que los trazos rectos de la arquitectura los dibuja la punta redonda del lápiz.

    Según sus cálculos, la dimensión del patio comprendía entre cinco y seis mil metros cuadrados. En otros tiempos, Albert Speer solía añadir o descontar hectáreas a los proyectos arquitectónicos de la nación con la espontaneidad del escritor que con un adjetivo cambia la extensión de un reino. Ahora había entendido el potencial verdadero y vasto de media hectárea.

    A la llegada de los siete prisioneros, el patio era un parque descuidado. En vez de ensombrecer el lugar, el esplendor silvestre contrarrestaba el sonido de las puertas metálicas y el olor a quemado y el gris del cielo de Berlín, que sería gris hasta la eternidad. Los prisioneros podían pasar hasta seis horas a la intemperie. Plantaron algunos árboles y algunas flores, y consiguieron incluso cosechar vegetales, que se aprovechaban en la cocina. Las pupilas de los prisioneros se aclararon un poco el día que un arbusto que habían plantado juntos rebasó la altura del hombre más alto de los siete.

    Las formaciones de los compañeros de Albert Speer eran variadas. Había un diplomático, un economista, un escritor, un politólogo y dos almirantes. El arquitecto era el único que tenía cierto conocimiento en paisajismo. Cuando los años comenzaron a formar hermandades, él se mantuvo en soledad. Su temperamento lo aproximó por naturaleza a los libros y a los dibujos, y su conducta en el grupo fue la de un agente libre, que podía pasar algunos ratos con todos, pero que no creaba ataduras con nadie.

    La sede de sus esmeros fue un jardín que diseñó al centro de la pista. Hizo de ese bosque un edén inesperado. Mantenía equilibrados el sudor que derramaba en los arreglos y el ejercicio de la mente que empleaba en los diseños. El plan y la ejecución del jardín fueron un agasajo para su salud.

    Al octavo año de su condena, no había en Berlín un parque tan bello. Hasta los directores de los cuatro poderes se paseaban por ahí.

    En junio de 1955, desde un balcón del castillo de Hohensalzburg, miró el río Salzach, que se retorcía azul entre los edificios y los árboles de Salzburgo. El cielo estaba desierto, pero sobre el horizonte se insinuaba una leve línea blanca de frescor o de olvido.

    Los rastros de la guerra se podían confundir con ruinas de otras épocas. Casi la mitad de los edificios habían sido derrumbados durante los bombardeos. No quedaba claro si Salzburgo se estaba cayendo o levantando. Aun así había música. El viento llegaba al castillo con algunas notas en sus soplidos. Los techos del paisaje eran rojos porque estaban hechos con madera de violines estropeados.

    Desde la altura del castillo, Albert Speer concibió el diseño de un parque circular para una de las zonas devastadas. Un plato en medio de un plato roto. Luego se dispuso a caminar por el centro histórico. Ansiaba admirar la arquitectura barroca.

    Antes de partir de la ciudad, había que decidir hacia dónde continuar. Albert Speer tenía aún dudas acerca de la sensatez de la caminata. Consideró dar media vuelta en ese instante y desandar uno a uno los pasos que lo habían llevado hasta ahí, ingresar de nuevo por la puerta medieval de la prisión de Spandau, superar las oficinas y los tres puntos de seguridad, recorrer el pasillo de celdas abandonadas y tirarse de espaldas sobre la cama de margaritas del jardín. Pero no le atraía ningún viaje retrospectivo. También consideró remontar los Alpes, caminar la longitud de Italia hacia el sur y cruzar el estrecho de Mesina para terminar en Sicilia. La isla le ofrecía un límite geográfico para ponerle punto final a la marcha, pero la idea de hallarse en una suerte de segundo encierro le pareció intolerable.

    Albert Speer se encaminó hacia Viena.

    Un guardia ruso abrió la celda. El prisionero estaba acostado en el piso, con las manos en la nuca, pensando en circuitos. El guardia gruñó, pero no en expresión de molestia; era un gruñido más bien triste. El prisionero se puso de pie, y antes de salir de la celda se sacudió un polvo invisible del uniforme. Pensó que el primer paso que daba por el pasillo, hacia el cuarto de visitas, era también el primero de vuelta.

    En la mesa estaba sentada Margarete. Detrás de ella, de pie, tres oficiales se disponían a supervisar el encuentro. Si la conversación entraba en temas indebidos, como la situación política o las malas condiciones de la prisión, los oficiales suspendían la visita; también estaba prohibido cualquier contacto físico. A Albert Speer le bastó una rápida mirada para saber que su esposa recién había llorado.

    —Hola, querido —dijo ella, apenas él apareció en el cuarto.

    El guardia ruso pasó las manos por el cuerpo de Albert Speer con desgana; esas manos ya conocían ese cuerpo. Luego tomó la silla por el respaldo y la acercó a la mesa mientras el preso se sentó. Hasta entonces Albert Speer devolvió el saludo. En cuanto habló, los tres oficiales tomaron nota. El guardia se plantó en posición de firmes a unos pasos detrás del preso.

    Después del llanto, la boca de Margarete se volvía otra. Se hinchaba un poco y ganaba color. Albert Speer la besaba sin excepción, aunque ella siguiera enojada o triste. Al cerrar los ojos, sentía que besaba a una mujer desconocida. Los besos eran calientes y húmedos y lentos; los labios de ella se adormecían y su movimiento era más torpe que de costumbre, pero más enardecido. Si el llanto caía a las comisuras, Albert Speer no se resistía a soltar pequeñas mordidas y saborear el condimento frágil de los ojos.

    Hablaron de su hija Hilde, que recién regresaba de los Estados Unidos después de un año. Albert Speer recordó que no había podido redactar una carta de agradecimiento para la familia judía que había hospedado a su hija. Ni siquiera se había atrevido a escribir una palabra. Hablaron del resto de sus hijos. El mayor tenía veintiún años de edad y el menor trece. Margarete empezó a decir las alturas de los menores, pero la interrumpieron pronto. Los oficiales estimaron verosímil la posibilidad de que las cifras eran en realidad mensajes en código. Tomaban nota con desenvoltura; daba la impresión de que la crónica de la visita era mayor que la visita misma. El matrimonio guardó silencio unos instantes pero los oficiales siguieron escribiendo.

    —¿Recuerdas cuando remamos? Era nuestra luna de miel. Llovía —dijo él deprisa, porque sentía que los segundos se terminaban.

    —Llevábamos botes plegables. Éramos demasiado jóvenes —dijo ella, abriendo apenas la boca, caliente y húmeda.

    —La llovizna y tu risa. Sí, los botes plegables. ¿Sabías que ese pequeño muelle está a menos de un kilómetro de aquí? —dijo él. Tenía la boca seca.

    —El mío era rojo. Tu bote era negro —dijo ella con lentitud, porque sentía que los años se dilataban.

    Albert Speer escuchó un gruñido triste a sus espaldas. Al fin, buscó la mirada de su esposa y no parpadeó. Ella entendió que algo venía.

    —Margarete, desde hace unos meses tengo un nuevo proyecto. —Los oficiales se miraron—. Estoy caminando por Europa. —Albert Speer no parpadeó.

    El rostro de Margarete, vacío. Una nota de agradecimiento sin escribir.

    —Te tejeré unos calcetines, querido —dijo ella y enseguida sonrió con la mitad de la boca.

    Cuando volvió a la celda, Albert Speer marcó con lápiz en una pared las dos alturas de sus hijos que pudo escuchar. Tuvo el presentimiento de que Margarete iría al pequeño muelle a llorar.

    Tenía un hambre insaciable de lectura. Tan sólo en los tres primeros años de encarcelamiento devoró quinientos libros. Leía novelas, biografías y libros de arquitectura y pintura. Disponía casi de cualquier libro, pues tenía acceso a la biblioteca municipal de Spandau y más tarde a la central de Berlín. Después de unos años, comprendió que era necesario darle cierto orden a su lectura. La diferencia entre caminar y caminar alrededor del mundo era el simple orden metódico que implementaba. Con el hábito de la lectura no había diferencia. Si quería avanzar, requería un rumbo. Comenzó a leer por épocas.

    A pesar de que iba en contra de las reglas, Albert Speer quería escribir un libro de memorias. Su mente tenía los hechos por narrar más o menos acomodados en el tiempo, pero al momento de escribir pensaba en una multitud de ellos y la propia ambición de contarlos todos hacía que la crónica fuera inexacta y confusa. Nunca antes se había preocupado por desarrollar el músculo de la escritura. La incapacidad de expresar ideas diáfanas fue una de las muchas experiencias nuevas que le trajo el confinamiento. Se propuso entonces armar frases sencillas, igual que si dibujara líneas cortas y rectas. Comenzó a escribir por épocas.

    Las dificultades del reglamento se sumaban a las creativas. Incluso el abastecimiento de papel era un obstáculo. Cada tanto le daban cuadernos para sus dibujos, pero durante las constantes inspecciones los soldados los hojeaban con extrema solicitud. Albert Speer escribía en papel higiénico y de fumar y en el reverso de todo documento que llegaba a sus manos. Que alguna persona pudiera entrar en cualquier segundo a la celda reforzó la brevedad y contundencia de sus frases; sentía que atravesaba un océano a pequeñas bocanadas de aire. La mayoría del tiempo llevaba los escritos dentro de los pantalones para evitar que lo descubrieran. Luego, en la primera oportunidad, el guardia que lo ayudaba sacaba los papeles de la cárcel. El proceso terminaba con una secretaria que pasaba a máquina los recuerdos de la época del Tercer Reich. De este modo también se completó la redacción del diario que llevó Albert Speer durante los veinte años de su condena. Que las luces de la prisión fueran tenues y se apagaran temprano fueron peculiaridades intrínsecas de los sombríos textos del arquitecto.

    Había una sola pista. Durante las cuatro estaciones del año era la misma pista. Durante las diferentes administraciones, la misma pista. Durante el día y durante la noche. Durante una década y la siguiente y la anterior. Durante la paz y la guerra. Una sola pista.

    Pero había, en realidad, varias pistas.

    Una pista que rebotaba en zigzag entre los bordes del camino.

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