El hijo de las estatuas
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El hijo de las estatuas - Ricardo Alcántara
El hijo de las estatuas
Copyright © 2005, 2021 Ricardo Alcántara and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726648263
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
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Uno
Nadie alcanzaba a comprender qué sucedía, pero hacía mucho tiempo que las aves no anidaban por allí.
Lo cierto es que el castillo de Tandil estaba envuelto en un sinfín de misterios que ni los más hábiles pensadores conseguían desvelar. Lo que más llamaba la atención y despertaba la curiosidad era su aspecto. Se trataba de una construcción sólida y resistente, pues sus muros eran de piedra, las rejas de sus ventanas de hierro y los portalones de gruesa madera; sin embargo, el castillo parecía una figura de cristal.
Llevaba siglos en pie y en incontables ocasiones había soportado con firmeza el asedio del invasor, el fiero ataque enemigo y el impacto del fuego y de las armas. Aun así, daba una impresión de fragilidad, como si un ligero golpe pudiese deshacerlo en pedazos.
—Es debido al color de las paredes, si fuesen más oscuras no pasaría eso —aventuraban algunos con voz firme.
—¡Qué va! El motivo es muy simple: el castillo está construido en lo alto de la montaña y se recorta en el cielo, de ahí su aspecto etéreo —aseguraban otros.
—Nada de eso. Lo que sucede es que sobre el castillo pesa una maldición —afirmaban los más supersticiosos.
Para los habitantes de los alrededores continuaba siendo un misterio que el castillo pareciera una débil figura de cristal. Tanto les inquietaba todo aquello, que en más de una ocasión recurrieron al mago Mercurión en busca de ayuda.
—Mercurión, podrías aclararnos estos misterios —le decían unos.
—Por favor, ayúdanos a acabar con la maldición que afecta al castillo —le pedían otros.
El mago les escuchaba, luego alzaba la mirada y permanecía atento. Poco después respondía con un leve movimiento de cabeza, indicando que no podía hacer nada.
—Pero ¿por qué? —insistían los visitantes, convencidos del poder y habilidad del prestigioso mago.
—Porque aún no es el momento —indicaba el mago, para desconcierto de los lugareños.
Y es que no solamente el castillo tenía ese aspecto de fragilidad, también sus moradores parecían criaturas de cristal: el rey Florencio, la reina Catalina, los guardias, la servidumbre... Todo aquel que permanecía un tiempo en el castillo acababa teniendo el mismo aspecto: su piel se volvía extremadamente blanca, los ojos perdían su brillo, el rostro quedaba sin expresividad..., se convertían en personas de aspecto frío y distante.
Ése era otro de los misterios que nadie conseguía explicar:
—Si al entrar en el castillo son personas como tú y como yo, ¿cómo es que luego cambian tanto? —se preguntaba con extrañeza la gente de los alrededores.
También a esta cuestión había quienes se atrevían a dar su respuesta:
—Lo que sucede es que toman poco el sol, por eso están tan pálidos —afirmaban algunos.
—¡Qué va! La causa es la vieja maldición que pesa sobre el castillo —comentaban otros.
Mientras tanto, la mayoría de los lugareños continuaba preguntándose:
—¿Qué demonios sucederá allí dentro?
Al decir de los ancianos, durante sus primeros años de vida el rey Florencio no tenía ese aspecto.
—Era un niño lleno de vida y energía, como los otros niños del pueblo, lo recuerdo muy bien —confirmaba uno de los más viejos del pueblo cada vez que se hablaba del tema.
—Entonces..., ¿cuándo cambió? —le increpaban los más curiosos.
El buen hombre se encogía de hombros y callaba. Eso él no lo sabía responder.
Quizá el príncipe Florencio cambió cuando lo nombraron rey, o cuando se casó con la joven Catalina, o cuando partió al mando de su ejército para librar su primera batalla, o tal vez antes... Quién sabe, seguramente ni siquiera el propio rey lo supiera.
—Con la reina sucedió otro tanto —recordaba el anciano con voz débil. Y no le faltaba memoria ni razón.
Cuando la reina llegó al castillo era una joven dulce y graciosa que acababa de cumplir diecisiete años.
—Se casaron tres semanas más tarde —recuerda, esbozando una sonrisa, el anciano.
A partir de ese momento, la joven comenzó a cambiar. Aunque su belleza continuó siendo la misma, acabó convirtiéndose en una figura de cristal, como todos los habitantes de aquel castillo que parecía embrujado.
Tras la boda, los problemas no tardaron en aparecer. Unos afirmaban que la causante era ella, otros le achacaban a él; lo cierto es que no tuvieron hijos y eso no hizo más que distanciar a la pareja.
Entre ellos no había discusiones, malas caras, ni ocultos resentimientos. Pero su trato era tan frío y distante que recordaba a las figuras de un museo.
La reina Catalina aprendió a ser lo que se esperaba de ella: una persona correcta y ordenada que hablaba sólo lo necesario. Se refugiaba en las salas del ala norte del castillo y se distraía con sus ropas,