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Cuentos
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"El artista es el creador de cosas bellas", dice Oscar Wilde, en aquella suerte de declaración de principios que acompaña las primeras páginas de su famosa novela El retrato de Dorian Gray. Quizás no hay mejor muestra de la belleza que él mismo pretendió a lo largo de su vida y obra, que en los cuentos seleccionados por Editorial Universitaria para esta edición. Magia, encanto, amor y dolor, gracia y vuelo poético, en fin, todos los elementos que constituyen el más alto concepto estético de armonía están aquí. El lector podrá sumergirse en su mundo maravilloso, y apreciar hasta qué grado una pluma es capaz de brillar. La presente edición contiene los siguientes cuentos: El Príncipe Feliz, El Ruiseñor y la Rosa, El Famoso Cohete, El Cumpleaños de la Infanta, El Gigante Egoísta, El Modelo Millonario, La Esfinge sin Secreto, Ego te Absolvo y El Fantasma de Canterville.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento22 jul 2022
ISBN9789561127388
Cuentos
Autor

Oscar Wilde

Oscar Wilde (1854–1900) was a Dublin-born poet and playwright who studied at the Portora Royal School, before attending Trinity College and Magdalen College, Oxford. The son of two writers, Wilde grew up in an intellectual environment. As a young man, his poetry appeared in various periodicals including Dublin University Magazine. In 1881, he published his first book Poems, an expansive collection of his earlier works. His only novel, The Picture of Dorian Gray, was released in 1890 followed by the acclaimed plays Lady Windermere’s Fan (1893) and The Importance of Being Earnest (1895).

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    Cuentos - Oscar Wilde

    EL PRÍNCIPE FELIZ

    A Carlos Blacker

    En lo más alto de la ciudad se alzaba sobre un pedestal la estatua del Príncipe Feliz.

    Estaba enteramente cubierta de madreselva de oro fino. En lugar de ojos tenía dos brillantes zafiros y un gran rubí escarlata resplandecía en el puño de su espada.

    Por eso era muy admirada.

    –Es tan bello como una veleta –observó uno de los concejales que deseaba granjearse fama de experto en arte–. Aunque no es tan útil –añadió, temiendo pasar por hombre poco práctico.

    Y, realmente, no lo era.

    –¿Por qué no eres como el Príncipe Feliz? –preguntaba una madre solícita a su hijito, que quería la luna–. El Príncipe Feliz no hubiera pedido nunca nada a gritos.

    –Me satisface saber que hay alguien en el mundo completamente feliz –murmuró un hombre desilusionado al contemplar la maravillosa estatua.

    –En verdad, parece un ángel –dijeron los pequeños del hospicio al salir de la catedral, vestidos con sus soberbias capas rojas y sus lindas chaquetas blancas.

    –¿En qué lo notas –replicó el profesor de matemática– si no has visto nunca a ninguno?

    –¡Oh! Los hemos visto en sueños –contestaron los niños.

    Y el profesor de matemática frunció el entrecejo, adoptando un aire de severidad porque no podía aceptar que unas criaturas se permitieran soñar.

    Una noche, una pequeña golondrina voló velozmente hacia la ciudad.

    Seis semanas antes sus compañeras se habían marchado a Egipto, pero ella se quedó rezagada. Estaba locamente enamorada del más hermoso de los juncos. Lo vio al iniciarse la primavera, mientras revoloteaba sobre el río persiguiendo a una gran mariposa amarilla oro, y su esbelto talle la sedujo de tal modo que se posó para hablarle.

    –Te amaré –decidió la golondrina, que no se andaba nunca con rodeos.

    El junco le hizo una profunda reverencia. Entonces la golondrina voló a su alrededor, rozando el agua con sus alas y dejando estelas plateadas. Era su manera de cortejar. Y así fue pasando el verano.

    –Es un absurdo enamoramiento –chirriaban las otras golondrinas–. Ese junco es un pobretón con demasiada familia.

    En efecto, el río estaba entero poblado de juncos. Al llegar el otoño todas las golondrinas alzaron el vuelo. Una vez que se fueron, su compañera se sintió muy sola y empezó a cansarse de su amante.

    –Ni siquiera sabe hablar –se decía ella–. Temo, además, que sea infiel, porque coquetea con la brisa sin cesar.

    Realmente, siempre que soplaba la brisa aquel junco multiplicaba sus más gentiles saludos.

    –Por lo que veo, es muy casero –murmuraba la golondrina–; a mí me encantan los viajes y, por tanto, al que me ame debe gustarle viajar.

    –¿Quieres venir conmigo? –le preguntó, finalmente, la golondrina al junco.

    Pero este se negó moviendo su cabeza; estaba demasiado arraigado a su hogar.

    –¡Te has estado burlando de mí! –le chilló la golondrina–. Así es que me voy a las Pirámides. ¡Adiós!

    Y la golondrina emprendió el vuelo. Voló durante todo el día y al anochecer llegó a la ciudad.

    –¿Dónde encontraré un lugar para cobijarme? –se preguntó–. Espero que la ciudad haya hecho preparativos para recibirme.

    Y entonces vio la estatua sobre su pedestal

    –Me refugiaré ahí –gritó–. Es un sitio bonito, muy ventilado.

    Y se posó justamente entre los pies del Príncipe

    Feliz.

    –Tengo un salón dorado –musitó, mirando a su alrededor. Y se dispuso a dormir. Pero al ir a meter su cabeza debajo del ala le cayó encima una gruesa gota de agua.

    –¡Es curioso! –exclamó–. El cielo está completamente despejado, y las estrellas brillan con toda claridad. ¡Y, sin embargo, está lloviendo! El clima del norte de Europa es realmente muy extraño. Recuerdo que al junco le encantaba la lluvia; pero en él era puro egoísmo.

    Y entonces le cayó una nueva gota.

    –¿Para qué sirve una estatua si no resguarda de la lluvia? –dijo la golondrina–. Buscaré una buena caperuza de chimenea.

    Y se disponía a volar más allá cuando, al abrir sus alas, le cayó una tercera gota. La golondrina miró entonces hacia arriba, y vio... ¡Ah, lo que vio!... Los

    ojos del Príncipe Feliz estaban anegados de lágrimas, que se deslizaban por sus mejillas de oro. Su rostro se veía tan bello bajo la luz de la luna, que la golondrina se sintió acongojada de piedad.

    –¿Quién sois? –le preguntó.

    –Soy el Príncipe Feliz.

    –¿Por qué lloráis, entonces? –volvió a preguntar la golondrina–. Casi me habéis empapado.

    –Cuando yo vivía y palpitaba en mi corazón de hombre –replicó la estatua– ignoraba lo que era el llanto, porque moraba en el Palacio de Sans-Souci¹ donde le está prohibida la entrada a la pena. De día yo jugaba con mis compañeros en el jardín, y de noche bailaba en el amplio vestíbulo. En torno a ese jardín se levantaba un muro altísimo, pero no me preocupó nunca lo que había detrás de él, porque todo cuanto me rodeaba era maravilloso. Mis súbditos me llamaban el Príncipe Feliz, y en verdad yo lo era, si el placer constituye la felicidad. Así viví y así morí, y ahora que estoy muerto me han elevado tanto que puedo contemplar todas las fealdades y todas las miserias de mi ciudad. Y aun siendo de plomo mi corazón, no me queda otro remedio que llorar.

    –¡Cómo! ¿No es de oro de buena ley? –se dijo la golondrina para sus adentros, pues estaba demasiado bien educada para hacer ninguna observación en voz alta sobre nadie.

    –Allí abajo –continuó la estatua con su voz baja y musical– en una calleja, hay una pobre vivienda. Está abierta una de sus ventanas, y por ella puedo ver a una mujer sentada ante una mesa. Su cara

    está enflaquecida y ajada y sus manos, hinchadas y rojas, llenas de pinchazos de aguja, porque es costurera. Borda pasionarias sobre un vestido de seda que lucirá en el próximo baile de corte la más bella de las camareras de la reina. Allí, en un rincón del cuarto, yace sobre un camastro su hijito enfermo. Está muy afiebrado y pide naranjas; su madre no tiene para darle más que agua del río. Por eso está llorando. Golondrina, golondrina, golondrinita, ¿no querrás llevarle el rubí de la empuñadura de mi espada? Mis pies están sujetos al pedestal, y no puedo moverme.

    –Me esperan ya en Egipto –respondió la golondrina–. Mis compañeras vuelan de un lado para otro sobre el Nilo y conversan con los esbeltos lotos. Pronto irán a dormir a la tumba del Gran Rey, que está allí en su féretro de madera, vendado con un lienzo amarillo y embalsamado con sustancias aromáticas. Lleva un collar de jade verde pálido en torno al cuello, y sus manos parecen hojas secas.

    –Golondrina, golondrina, golondrinita –repitió el Príncipe–. ¿No querrás quedarte conmigo una noche y ser mi mensajera? ¡Tiene tanta sed el niño y está tan triste la madre!

    –No me agradan mucho los niños –contestó la golondrina–. El pasado invierno, cuando yo vivía a la orilla del río, dos chicos mal educados, hijos del molinero, estaban siempre tirándome piedras. No me alcanzaban, porque nosotras las golondrinas volamos muy bien y, además, yo pertenezco a una familia famosa por su agilidad; pero, a pesar de todo, era una falta de consideración.

    Mas la mirada del Príncipe Feliz era tan triste, que la golondrinita se sintió conmovida.

    –Mucho frío hace aquí –le dijo–; pero me quedaré una noche acompañándoos y llevaré vuestro mensaje.

    –Gracias, golondrinita –respondió el Príncipe.

    Y entonces la golondrina arrancó el soberbio rubí de la espada del Príncipe y, sosteniéndolo en su pico, voló sobre los tejados. Pasó por encima de la torre de la catedral en la que había unos ángeles de mármol blanco. Cruzó sobre el Palacio Real y llegaron hasta ella las músicas del baile.

    Una linda muchacha se asomó a un balcón con su prometido.

    –¡Qué hermosas son las estrellas y qué maravillosa es la fuerza del amor! –le dijo él.

    –Quisiera tener mi vestido para el baile de la corte –replicó ella–. He mandado bordar en él unas pasionarias; pero ¡son tan perezosas las costureras!

    Voló sobre el río y vio los fanales colgados en las puntas de los mástiles de las embarcaciones. Pasó sobre el ghetto y vio allí a los viejos judíos, comerciando entre ellos y pesando monedas en balanzas de metal.

    Llegó, por último, a la pobre vivienda y miró hacia adentro: el niño se removía febrilmente en su camastro, y la madre se había quedado dormida de fatiga. La golondrina penetró en la habitación y dejó el gran rubí sobre la mesa, dentro del dedal de la costurera. Luego revoloteó sin armar ruido alrededor del lecho, abanicando con sus alas la carita del niño.

    –¡Qué fresco más dulce siento! –murmuró el niño–. Debo de estar mejor.

    Y se quedó dormido, deliciosamente tranquilo. Entonces la golondrina voló rápidamente hacia el Príncipe Feliz y le contó lo que había hecho.

    –¡Qué raro! –observó ella–. Ahora tengo casi calor, a pesar del frío que hace.

    –Eso es porque has hecho una buena acción –dijo el Príncipe.

    Y la golondrina se puso a meditar sobre aquello y se quedó dormida. Cuantas veces se ponía a meditar, se dormía. En cuanto amaneció emprendió el vuelo hacia el río y se dio un baño.

    –¡Notabilísimo fenómeno! –exclamó el profesor de ornitología, que cruzaba por el puente–. ¡Una golondrina en esta época!

    Y escribió sobre ello un extenso artículo destinado a un diario local. Todo el mundo lo citó, pues estaba lleno de palabras incomprensibles.

    –Esta noche partiré hacia Egipto –se decía la golondrina, y solo de pensarlo se ponía contentísima. Recorrió todos los monumentos públicos, y estuvo descansando un buen rato sobre la aguja del campanario de la catedral. Y por todos los lugares donde pasaba los gorriones piaban, diciéndose unos a otros:

    –¡Qué extranjera más distinguida!

    Esto la hinchaba de satisfacción. En cuanto salió la luna volvió a todo vuelo hacia el Príncipe Feliz.

    –¿Queréis algo para Egipto? –le chilló–. Hoy emprenderé la marcha.

    –Golondrina, golondrina, golondrinita –dijo el Príncipe–. ¿Quieres quedarte otra noche conmigo?

    –Me esperan en Egipto –contestó la golondrina–. Mañana mis hermanas y mis compañeras volarán ha

    cia la segunda catarata. Allí el hipopótamo reposa entre los cañaverales y el dios Memnón se alza sobre un enorme trono de granito. Vigila a las estrellas durante la noche, y en cuanto brilla Venus lanza un grito de alegría y vuelve a enmudecer. A la hora del mediodía los rojizos leones bajan

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