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Los muros de Babylon
Los muros de Babylon
Los muros de Babylon
Libro electrónico546 páginas7 horas

Los muros de Babylon

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Los muros de Babylon, de ​Kathryn Le Veque

¿Podrá el amor sobreponerse a una lucha por el trono?

1471 D.C. - Diez años después de la batalla de Towton, sir Kenton le Bec (de EL LEÓN DEL NORTE) se encuentra al servicio de Warwick, "Hacedor de Reyes". Es su perro de ataque, pues no existe caballero más feroz en el arsenal de Warwick que Kenton le Bec, poderoso y astuto guerrero. A Kenton se le ha encomendado apoderarse de Babylon Castle, una fortaleza que controla el camino entre Lancashire y Yorkshire. Se trata de un castillo estratégico que, de momento, se encuentra en manos de las fuerzas de Eduardo, aspirante al trono. Cuando Kenton y su ejército conquistan esta fortaleza, todo eso cambia. Y, sin embargo, la situación es complicada...

Lady Nicola Aubrey-Thorne es la viuda de un importante partidario de Eduardo. Cuando Kenton invade su hogar, Babylon Castle, encuentra en Nicola sólo oposición y odio. Kenton cree encontrarse frente a una mujer que es tan malcriada como bella, alguien que lo antagoniza a diestra y siniestra sólo por despecho. Sin embargo, la chispa de la atracción pronto se hace presente casi desde el primer momento y, a medida que Kenton se entera de los secretos más oscuros de Babylon, va comprendiendo mejor a lady Thorne y sus cuitas. Sus sentimientos por ella comienzan a escapar a su control.

Únete a Kenton y Nicola en un mundo de lealtades encontradas y pasiones compartidas. Sé testigo de su amor y su pasión, de cómo sus vidas se entrelazan irrevocablemente a pesar de sus devociones opuestas a reyes enemigos. Se trata de una situación complicada y compleja en la que Kenton y Nicola deberán afrontar difíciles decisiones si desean seguir juntos.

Cuando Kenton es capturado por soldados enemigos, Nicola debe hacer lo imposible por salvar al hombre que alguna vez consideró su enemigo pero, ¿llegará a tiempo?

IdiomaEspañol
EditorialBadPress
Fecha de lanzamiento2 feb 2017
ISBN9781507172209
Los muros de Babylon

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    Los muros de Babylon - Kathryn Le Veque

    Contenidos

    PRÓLOGO

    ~ Año de Nuestro Señor de 1471 ~

    CAPÍTULO UNO

    CAPÍTULO DOS

    CAPÍTULO TRES

    CAPÍTULO CUATRO

    CAPÍTULO CINCO

    CAPÍTULO SEIS

    CAPÍTULO SIETE

    ~ Un nuevo amanecer ~

    CAPÍTULO OCHO

    CAPÍTULO NUEVE

    CAPÍTULO DIEZ

    CAPÍTULO ONCE

    ~ La traición ~

    CAPÍTULO DOCE

    CAPÍTULO TRECE

    CAPÍTULO CATORCE

    CAPÍTULO QUINCE

    CAPÍTULO DIECISÉIS

    CAPÍTULO DIECISIETE

    CAPÍTULO DIECIOCHO

    CAPÍTULO DIECINUEVE

    CAPÍTULO VEINTE

    ~ Tiempo de esperanza ~

    CAPÍTULO VEINTIUNO

    CAPÍTULO VEINTIDÓS

    CAPÍTULO VEINTITRÉS

    CAPÍTULO VEINTICUATRO

    CAPÍTULO VEINTICINCO

    CAPÍTULO VEINTISÉIS

    CAPÍTULO VEINTISIETE

    CAPÍTULO VEINTIOCHO

    ––––––––

    Nota de la autora:

    Bienvenidos a la historia de Kenton.

    Diez años después de EL LEÓN DEL NORTE, historia en la cual Kenton le Bec es un personaje secundario, Kenton ha jurado lealtad a Richard Neville, Conde de Warwick. Nos encontramos en los últimos días de La Guerra de las Dos Rosas y, como veréis en la narración, el rol de Kenton has sido importante en esos últimos tiempos. Se ha convertido en el perro de ataque de Warwick.

    En la historia de Kenton, Atticus de Wolfe es sólo una mención, porque tras diez años aún sigue en Wolfe’s Lair, a cargo de la defensa de la frontera. Kenton, mientras tanto, se ha marchado para jugar al soldadote feroz con Warwick. Es un hombre duro, inteligente y sensato, pero posee un tremendo talón de Aquiles en la forma de Lady Nicola Aubrey-Thorne.

    A diferencia de algunos, o la mayoría, de mis otros libros, no hay grandes conexiones intertextuales en esta novela. Conor de Birmingham, uno de los caballeros de Kenton, es un descendiente de Devlin de Birmingham (de Black Sword) y hay otros apellidos reconocibles, pero nadie relevante a la trama de relaciones. Kenton, sin embargo, es nieto de Richmond le Bec (de Great Protector), y su tío es un importante personaje secundario en BEAST. Su tía es también la heroína de esa novela.

    Al igual que en EL LEÓN DEL NORTE, la historia de Kenton también incluye una batalla importante. Su crónica sigue los eventos periféricos que llevaron a la que fue probablemente la batalla más definitoria de la Guerra de las Dos Rosas: la de Barnet, en la cual fue muerto Warwick. Fue después de esta batalla que Eduardo finalmente se hizo con el trono y gobernó, sin oposición, durante varios años. Pero en realidad esta historia no tiene que ver con Barnet en sí; es una novela donde la guerra, la política y la pasión, con sus respectivos altibajos, dirigen la acción.

    ¡Espero que la disfrutéis!

    Abrazos,

    Kathryn

    LA LEYENDA COMIENZA

    ––––––––

    Tiempo presente

    Yorkshire, Reino Unido, al este de Huddersfield

    Babylon Castle

    ––––––––

    —Otro viejo montón de rocas —dijo el hombre mientras entraba al aparcamiento cubierto de árboles, desde donde podían divisar las ruinas del castillo, al otro lado del camino—. ¿En serio? ¿Otro viejo montón de rocas?

    La mujer ignoró su comentario casi por completo.

    —Sí, otro viejo montón de rocas —dijo mientras abría la puerta y bajaba del coche—. Este es el último por hoy, así que no tendrás que seguir sufriendo.

    El marido suspiró pesadamente mientras detenía el motor y quitaba las llaves del contacto, saliendo del coche con mucho menos entusiasmo que su esposa. Ella ya estaba de pie al final del aparcamiento, observando las ruinas al otro lado de la calleja. El día había estado brumoso y nublado en su mayor parte pero, en ese momento de la tarde, la penumbra se había despejado ligeramente. Sin embargo, seguía haciendo frío y la atmósfera del lugar era misteriosa. Explorar viejos castillos abandonados en un día así resultaba particularmente inquietante. El hombre cerró la puerta del coche y le puso llave, echando a andar tras su esposa con una mueca de total y completo desagrado.

    —Y bien, ¿qué hay de especial en este montón de rocas que no hayamos visto en los otros cuatro que ya hemos visitado hoy? —preguntó mientras cruzaban el camino hacia las ruinas—. Para serte completamente honesto, a mí todos me parecen iguales.

    La esposa respondió sin volverse.

    —Y para serte completamente honesta te diré que si sigues con tanta honestidad voy a encontrar alguna mazmorra oscura y húmeda y allí te dejaré.

    El marido miró a la mujer. Era algo más alto que ella, y más fuerte, pero sabía que ella podía jugar sucio en ciertas situaciones. No dudó de su amenaza. Después de todo, se había estado quejando mucho de los antiguos castillos que ella había querido visitar. Como californiana y maestra de historia de séptimo grado, cosas tales como viejos castillos, edificios antiguos y museos le fascinaban. Quería poder transmitirles la experiencia a sus estudiantes.

    Mientras a ella le gustaba dedicarse a las visitas educativas, él quería visitar las ciudades y los pubs, y quizás sentarse a mirar algunos partidos de fútbol. Pero sabía que ella se rehusaría. Así que aquí estaba, siguiéndole el tren de mala gana, como un niño al que fuerzan a hacer algo que no quiere. Definitivamente no quería hacer esto, y se iba quejando a cada paso.

    —Bah —dijo, contrariado, alejándose un poco de ella para que no pudiese cogerlo, en caso de que de veras intentase lanzarlo a una mazmorra—. Pues nada, háblame de este viejo montón de rocas, entonces. ¿Por qué es tan importante?

    Tras abandonar la calle la esposa se detuvo, levantando la vista hacia la casa del guarda que se erguía sobre sus cabezas. Era una estructura enorme, de al menos cuatro pisos de altura. Las inmensas murallas cortina que en algunos sitios alcanzaban los seis metros también seguían en pie, en su mayor parte. La piedra, de un color beis claro, se había ido oscureciendo y manchando a lo largo de los siglos, pero la edad del lugar no aminoraba el impacto que se sentía al mirarlo.

    —Nadie lo sabe de seguro —dijo mientras pasaban bajo la casa del guarda. Alguna vez había sido una estructura inmensa, con enormes portones; ahora era sólo la carcasa de aquello—. Fue construido en el siglo catorce, así que no llegó a ser parte de la historia temprana de Inglaterra, pero sí ha quedado documentada su importancia estratégica durante la última parte de la Guerra de las Dos Rosas, cuando Eduardo y Enrique no se daban cuartel.

    El marido escuchaba pero ya no podía más de aburrimiento. Lo único que oía era bla, bla, bla. Tenía que hacer un esfuerzo consciente para no poner los ojos en blanco.

    —¿Hay algún caballero o rey famoso que haya vivido aquí? —preguntó.

    Emergieron de la puerta fortificada a un patio de armas bastante extenso, un terreno áspero y lodoso. Podían ver los restos de un conjunto interno de murallas. Su altura era la mitad de la que habían tenido originalmente, porque a lo largo de los siglos los aldeanos de las poblaciones cercanas se habían ido robando las piedras para construir sus hogares. La mujer parecía fascinada por las pesadas murallas exteriores y también por las internas, aparentemente derruidas.

    —Mira estos muros —dijo, señalándolos—. Los hay internos y externos. Se les llama murallas concéntricas, sabes. Lo que parece extraño es el hecho de que la parte interna esté en ruinas, mientras que la externa permanece intacta.

    El marido observaba lo que la mujer le señalaba.

    —¿Y por qué es eso extraño?

    La esposa se encogió de hombros.

    —Porque, normalmente, los muros externos son los primeros en caer —dijo—. Durante la Guerra Civil Inglesa, Cromwell cañoneó muchos de estos castillos, para que no pudiesen ser utilizados por el enemigo. Destruyó las murallas y derribó los torreones y tal. Pero, evidentemente, a estas murallas no les tocó ese destino.

    Ahora que la charla era de guerras y batallas, el marido se interesó un poco.

    —Tal vez Cromwell no llegara tan al norte.

    La mujer sacudió la cabeza.

    —Sí que llegó —dijo—. Pero no atacó Babylon.

    —¿Babylon?

    —Así se llama este castillo.

    La esposa dirigió su atención al inmenso torreón de cuatro plantas, a su izquierda. Se encontraba mayormente intacto, excepto por el techo y los pisos, que habían sido de madera. Era, básicamente, otra enorme carcasa. Subió por los escalones que llevaban a la entrada del torreón, la cual era un hermoso arco a espinapez. Podía mirar hacia dentro, pero una barandilla fija bloqueaba la entrada. El espacio interno era gigantesco.

    —Uau —dijo—. Mira lo grande que era. Podía albergar a cien personas en una sola planta.

    El marido llegó desde detrás y oteó la gran cavidad vacía del edificio.

    —Grande —coincidió. Luego se volvió y paseó la vista por el patio—. No parece que haya mucho más que ver por aquí.

    La esposa lo ignoró; seguía contemplando el interior del torreón, imaginándose a la gente que había vivido y amado allí. Era lo que siempre hacía cuando visitaba estas grandes ruinas. Su marido no comprendía que algo indefinible la atraía a estos sitios y que Babylon, en particular, la fascinaba. Había sido así desde la primera vez que leyera sobre este lugar y ahora que ella y su marido finalmente habían podido hacer este soñado viaje a Inglaterra, Babylon era uno de los destinos sobre los que ella no había estado dispuesta a negociar. Y aquí estaba ahora. En su opinión, la visita valía totalmente la pena. Se sentía rodeada por los espíritus de siglos pasados.

    —Babylon Castle fue construido por la familia Thorne —dijo—. Guardaba una de las rutas principales entre Yorkshire y Manchester. Se supone que hay una gran historia de amor conectada con este sitio.

    El marido se hallaba nuevamente de pie en el lodoso patio, escuchando a su esposa, que volvía del torreón. Se volvió a mirar la alta estructura a espaldas de ella.

    —¿Qué historia de amor? —preguntó. Luego, señalando hacia arriba—: ¿Sería Rapunzel quien vivía allí y lanzaba el cabello por la ventana, para que se trepara algún soldado?

    La esposa sacudió la cabeza de modo reprobatorio.

    —No, ninguna Rapunzel —dijo, disgustada—. Si no te lo vas a tomar en serio, entonces no te cuento nada.

    Se alejó de él, siguiendo el contorno del torreón, y él la siguió.

    —Vale, lo siento —dijo el hombre, aunque no sonaba sincero—. ¿Qué historia es esa?

    La esposa lo miró.

    —Es una historia local —dijo—. La encontré mientras investigaba en internet todos los castillos que quería ver. Dice la leyenda que una castellana defendió este enclave del asedio de un caballero, pero que cuando él finalmente lo conquistó, ella se enamoró de él. Se casaron y tuvieron muchos hijos, como diez. En fin, la leyenda también dice que sus fantasmas todavía rondan por aquí, que después de la muerte decidieron permanecer en la tierra para poder seguir siempre juntos, en vez de ir al cielo por separado. Hay quien dice que en los días de mucha niebla, se los puede oír llamándose uno a otro entre la bruma.

    El marido hizo una mueca, mirando alrededor porque había una nubosidad bastante espesa. Se iba haciendo más espesa a medida que el sol se acercaba al horizonte.

    —Qué hermoso —bufó—. Así que hay fantasmas por aquí. ¡Holaaaaaaa!

    Su grito reverberó en las antiguas paredes de piedra. La esposa lo hizo callar, exasperada.

    —¡Cállate! —siseó, dándole una palmada en el brazo. A él no le dolió porque sólo le pegó a la chaqueta, pero el mensaje era obvio—. ¿Por qué tienes que ser tan odioso?

    Él sonreía ufano ante su propio sentido del humor, pero recobró la sobriedad al darse cuenta de que a su mujer no le parecía nada divertido.

    —Lo siento —volvió a decir, otra vez insincero—. Pensé que tal vez responderían.

    Ella puso los ojos en blanco; su esposo estaba arruinándole la visita y comenzaba a sentirse frustrada.

    —¿Me esperas en el coche, por favor? —le dijo, desdichada—. Yo... sólo quiero pasar un rato aquí a solas. Vete unos minutos, ¿vale?

    Al ver que la había herido, el marido intentó mostrarse arrepentido.

    —De veras, lo siento —dijo—. Me portaré bien.

    La esposa sacudió la cabeza y señaló hacia el vehículo.

    —Ve y siéntate en el coche —dijo—. Regresaré en un minuto.

    Encogiéndose de hombros el marido se volvió, arrastrando los pies por el patio de armas. La esposa lo observó hasta que desapareció por la puerta fortificada, en dirección al aparcamiento del otro lado de la calle. Suspirando de alivio, comenzó a caminar por el patio, tocando las piedras que obviamente se habían desprendido de las murallas internas. Notó contra estos muros los contornos de antiguos cimientos que en otro tiempo habían pertenecido a las dependencias externas del torreón.

    Recorrió el patio y terminó detrás del torreón, donde había un pozo cubierto con una fuerte rejilla de alambre, sujeta con tornillos para prevenir su remoción. Los muros internos estaban en muy mal estado aquí detrás, derruidos casi hasta el suelo. Notó lo que parecía ser un pasadizo bloqueado con ladrillos en la muralla externa. Se dirigió hacia allí y pasó la mano por el arco cubierto de piedra, preguntándose por qué habría sido sellado. Evidentemente alguien lo había hecho, hacía mucho tiempo.

    Sentía una fascinación increíble por estas viejas ruinas, una fascinación difícil de describir. Al poseer una licenciatura en historia, las ruinas antiguas siempre la habían intrigado mucho, pero sentía más curiosidad por la gente que había vivido allí que por las pruebas de su vida diaria o por la estructura del castillo. Se preguntaba cuáles habrían sido las esperanzas, deseos y sueños de aquellos seres. Así, la leyenda de la castellana y su amante le eran de particular interés, aunque no habría sabido explicar exactamente por qué. Era sólo una leyenda, después de todo, pero se preguntaba si no estaría basada en hechos reales. Se preguntaba si de veras habrían existido la castellana y su amante enemigo, y si ahora vagarían para siempre en los terrenos de Babylon, para evitar tener que separarse. Parada allí, tocando esas viejas piedras, sólo atinaba a pensar una cosa:

    Si estos muros hablaran...

    Sonrió, diciéndose que tal vez debería preguntarles algo. Su marido no estaba, así que nadie pensaría que estaba loca. Poniendo ambas manos sobre la antigua roca, erguida allí desde hacía siglos, habló suavemente.

    —Si estas grandes murallas de Babylon pudieran hablar, ¿qué me dirían? —susurró.

    No esperaba una respuesta, obviamente.

    Pero la obtuvo.

    PRÓLOGO

    ~ Año de Nuestro Señor de 1471 ~

    La conquista de Babylon

    ––––––––

    Principios de febrero

    La frontera entre Lancashire y Yorkshire, cerca de la aldea de Moselden

    El humo de las fogatas llenaba el cielo nocturno con grises cintas de niebla. Su olor era fuerte en el aire húmedo, cubría el paisaje y se infiltraba en las narices de los vivos en forma penetrante y ofensiva. Se trataba de un campamento, asentado al borde de un pequeño bosque, con unas pocas tiendas cuidadosamente dispuestas hacia el centro mientras un perímetro de soldados se aseguraba de que nada entrara o saliera de ese sitio sin su conocimiento. Eran tiempos oscuros, tiempos de guerra y agitación; estos hombres luchaban de parte de una de dos poderosas facciones, en un conflicto en el que no podía haber un verdadero ganador. Sin embargo, ambos bandos estaban decididos a que lo hubiera.

    Una tienda más grande que las otras había sido erigida cerca del centro mismo del campamento y la luz de una inmensa hoguera bailaba con las sombras nocturnas sobre la lona de uno de sus costados. Dentro de esta tienda había una mesa y, sobre ella, varios pergaminos muy usados —algunos incluso hasta raídos— a cuyo alrededor se hacinaban varios hombres que los estudiaban. Eran mapas que todos allí conocían muy bien, trazados con líneas negras y rojas; pesadas rocas en las esquinas hacían de pisapapeles.

    Todos los ocupantes de la tienda llevaban cotas de malla y armas de algún tipo; algunos de ellos hasta vestían armadura completa. El olor del humo se mezclaba con los olores corporales de hombres que llevaban semanas luchando, con poca comida y aún menos sueño. Sólo su acérrima determinación les templaba el cansancio.

    —Ya deberíamos tener alguna noticia —dijo un hombre de cabellos grises y sucios, inclinado sobre los mapas y dándole secos golpecillos con un palo a un área en particular. No era demasiado mayor pero la guerra y el estrés lo hacían parecer mucho más viejo de lo que realmente era—. Este asedio se ha prolongado durante días, no puedo creer que le Bec aún no haya podido conquistarla. Lo envié a realizar una tarea y aún no veo ningún resultado positivo.

    —Con el debido respeto, mi lord —objetó otro hombre, más joven pero vestido más ricamente—, confío en que Kenton le Bec habrá conquistado la fortaleza de Babylon antes de finalizar la semana. Mi señor Warwick debe recordar que Babylon es una de las ciudadelas más fuertes de Yorkshire y que a cualquier ejército competente se le haría difícil conquistarla. Creo que la paciencia... 

    El hombre canoso golpeó fuertemente la mesa con el palo.

    —La paciencia es una virtud, sí, pero nunca he sido hombre de proclamar mis virtudes. Hacerlo sería seguramente una mentira. Y, en este caso en particular, el tiempo es un lujo que no poseemos. Si hemos de mantener segura esta zona, Enrique debe hacerse con el castillo de Gaylord Thorne.

    Volvió a golpear la mesa con su palo, de modo que algunas astillas quedaron clavadas en el pergamino. La zona en cuestión aparecía allí delimitada con finas líneas ocres, e incluía la mayor parte de la región occidental de Yorkshire.

    Todos los hombres en la tienda sabían que si querían avanzar en este dispersamente poblado distrito de Yorkshire y de veras dominar el territorio enemigo, debían conquistar Babylon Castle, la puerta de entrada a la provincia. Habían estado aquí antes, muchas veces, y siempre habían sido rechazados. Pero nunca se habían acercado tanto. El hombre canoso volvió a fijar la vista en el mapa. Su rostro se aflojó mientras los hechos horribles de la guerra le desfilaban por la exhausta mente.

    —Si tomamos Babylon sólo será cuestión de tiempo hasta que podamos hacernos con Leeds y Bradford. —Warwick repetía lo que cada uno de ellos ya sabía—. Desde Leeds nos dirigiremos hacia el norte, hasta llegar a la mismísima York. Si aseguramos toda esa región para Enrique, Yorkshire quedará partido en dos y definitivamente alcanzaremos la victoria. Pero primero, debemos tomar Babylon.

    Ahora volvía a golpear la mesa, como si fuese un tambor. Los hombres más jóvenes miraban a los otros, experimentados consejeros de guerra de Enrique, el legítimo rey del trono de Inglaterra, un derecho que también reclamaba el hijo del difunto Ricardo, duque de York. Este hombre, Eduardo, había recogido admirablemente la antorcha de su padre e incluso ahora, a años de la muerte de aquel, luchaba más brutalmente de lo que nunca lo hiciera su predecesor. Era precisamente por esta razón que asegurar una posición en Yorkshire era tan fundamental.

    —Debemos recordar que le Bec está al mando de más de mil hombres —los alentó Warwick—. Si alguien es capaz conquistar Babylon, será él.

    Los hombres en la tienda gruñeron su asenso.

    —Ni siquiera Eduardo posee un caballero tan poderoso como le Bec —sentenció solemne uno de ellos—. Somos de veras afortunados.

    Un sirviente les trajo más vino, combustible para la húmeda noche. Mientras bebían, los hombres continuaron discutiendo el mapa y se preguntaban qué les depararía la mañana. El hombre canoso finalmente se sentó a la mesa, observando pensativo su superficie. Su mente se hallaba a varios kilómetros de distancia, en la poderosa fortaleza conocida como Babylon.

    Podía verla, asentada en su mota sobre el río Black, erguida sobre la aldea de Moselden. Su construcción concéntrica hacía que fuera prácticamente inexpugnable. Doscientos años después de que Eduardo I construyese en todo Gales las obras maestras que fueron sus castillos, el abuelo de Gaylord Thorne había seguido la tradición de ese brillante legado al construir Babylon, bajo el permiso de Ricardo II. Estratégicamente hablando esta fortaleza era una fuerza considerable, porque controlaba unos de los caminos principales de Lancashire a Yorkshire.

    De algún modo, la noche cedió, dando lugar a la helada humedad del amanecer. La hoguera iba apagándose, lanzando al aire un humo que se amontonaba en estratos. El hombre canoso se había quedado dormido sobre sus mapas, mientras los consejeros continuaban arremolinados a su alrededor. A él le estaba permitido dormir; a ellos, no. La noche parecía arrastrarse sin fin, hasta que se oyó el grito de un centinela que despertó a medio campamento. Los consejeros, ahora más tensos aún, esperaron a recibir una explicación del alboroto. A alguien se le ocurrió despertar al hombre canoso, quien se desperezó, incoherente. Finalmente un soldado exhausto apareció ante él.

    El individuo realizó una venia, vacilante. Llegaba sucio y desharrapado, pero sus ojos evidenciaban un cierto brillo particular: este hombre estaba acostumbrado a las penurias. El canoso se lo quedó mirando, repentinamente mudo.

    —Mi señor Warwick —dijo el soldado—. Traigo nuevas de Babylon.

    El hombre canoso encontró su voz.

    —Que sean buenas, soldado.

    —Babylon es nuestra, mi lord —dijo el soldado, con tanta satisfacción como su cansancio le permitía—. Le Bec la capturó antes de caer la noche y quería que supierais que la victoria es completa.

    Los consejeros se regodearon en silencio. Todo era como habían esperado y predicho. El hombre canoso cerró los ojos, de repente muy callado y reverente. Al abrirlos, anunció roncamente a sus consejeros:

    —Parece que los santos y los dioses nos favorecen. Ahora terminaremos con esto... o esto terminará seguramente conmigo.

    Había un elemento profético en sus palabras, mucho más concreto de lo que cualquiera de ellos hubiese podido imaginar. Richard Neville, conde de Warwick, acababa de predecir su propio futuro.

    ––––––––

    CAPÍTULO UNO

    Inmensas murallas externas se elevaban hacia el cielo, con cuatro torres por esquinas, salpicadas de almenas y aspilleras desde las cuales asaetear a los soldados enemigos. Un estrecho corredor separaba las murallas externas de las internas, aún más altas. Había también una gran puerta fortificada y un torreón de cinco plantas en el centro. Construido con piedra arenisca que había sido excavada de la misma tierra que rodeaba el castillo —una cantera que había terminado convirtiéndose en el foso— Babylon Castle era un espectáculo memorable. Eso pensaba Kenton le Bec, de pie en el centro del patio de armas, mientras contemplaba su conquista con extrema satisfacción. Amanecía y el día llegaba despejado y sorprendentemente brillante para ser invierno. A pesar de su agotamiento, su estado de ánimo era excelente.

    Sin embargo, su expresión no revelaba el más mínimo de sus sentimientos. Este hombre podía sentirse feliz como un niño o enojado como un avispón, y nadie que lo mirase lo sabría. Lo único que sabían, tanto vasallos como soldados, era que le temían, y con razón. Y no es que lo considerasen malvado; se trataba más bien de su pericia en el arte de la intimidación, la cual era tal que la mera mención de su nombre en círculos militares producía escalofríos y murmullos asustados.

    Tanto campesinos como nobles se rehusaban a hablar de él, por miedo a que este caballero omnisciente les lanzara una maldición a distancia. Cualquier persona que hubiese servido con Kenton le Bec sabía que el hombre era impredecible, mortífero como una serpiente y que no le temía a nada. Incluso la gente cercana a él sabía que debía andarse con cuidado, en todas las situaciones.

    Un caballero emergió del enorme torreón, bajando por las escaleras que iban del segundo piso al lodoso patio. De los cadáveres de la batalla ya no quedaba casi ninguno, excepto unos pocos apilados cerca de la entrada, esperando a ser incinerados. Los pocos soldados restantes de la fuerza de combate de lord Thorne se encontraban ahora fuera del castillo, guardados en un corral como un rebaño de animales mientras los hombres de le Bec pululaban por Babylon como horda de langostas.

    En el aire flotaba el horrible hedor del fin de las batallas y de los cuerpos en descomposición. Pero los hombres de la tropa de le Bec estaban acostumbrados a ese olor; vivían con él a diario. Al pasar sobre la mano putrefacta de alguien, el caballero ni se inmutó. Se detuvo frente a su señor.

    —Los hemos encontrado, Ken.

    Este caballero, llamado Conor de Birmingham, sólo se dirigía con este apelativo a su superior en privado. Se conocían desde los primeros días de su investidura caballeril y por eso era el único hombre a quien se le permitía esta familiaridad. Kenton cesó su contemplación de las murallas de esta última adquisición y se concentró en el gran guerrero pelirrojo.

    —¿Dónde estaban?

    —Escondidos en el sótano debajo de la cocina.

    —¿Cuántos?

    —Lady Thorne, sus tres hijos y cuatro sirvientas.

    —¿Algún indicio de Gaylord?

    —Ninguno.

    —¿Se lo has preguntado a Lady Thorne?

    —No abre la boca.

    Los ojos de Kenton se posaron sobre el torreón; era imposible leer sus pensamientos, pero era fácil adivinar la naturaleza de estos. Conor siguió su mirada.

    —Gerik y Ack están con ella —dijo—. Creo que los modos de ellos dos son... más afables que los vuestros o los míos. Tal vez logren sacarle algo.

    Kenton evaluó el consejo e inmediatamente lo descartó. Comenzó a caminar hacia el torreón.

    —El paradero de Gaylord Thorne sigue siendo desconocido y mi objetivo es él, no sólo su castillo. Enrique los quiere a ambos.

    —¿O sea que vuestra intención es interrogar a la esposa en persona?

    —Mi intención es hacer lo que sea necesario.

    Conor pensó en recordarle que tratara a la mujer con gentileza, considerando que se trataba de una delicada dama y que, como caballeros del reino, habían jurado tratar con amabilidad a todo miembro del sexo femenino, incluso si enemigo. Pero se mordió la lengua; si esta zorra era lo suficientemente estúpida como para resistirse a Kenton, entonces se merecía lo que le tocara.

    Kenton entró en el fresco y húmedo torreón y descendió hasta la cocina. Situada en la planta inferior del edificio, se trataba de una habitación de techo bajo que olía a humo y estiércol. La atmósfera allí era moderadamente tibia. Hacia la derecha, casi completamente escondida tras una mesa, había una trampilla abierta; sentadas contra la pared, junto a la trampilla, varias mujeres y tres niños pequeños. Los soldados estaban colocándoles las últimas ataduras a las sirvientas. Kenton, que rondaba los dos metros de alto, se agachó para no golpearse con el bajo techo y anduvo hasta donde estaba el grupo.

    Dos de sus caballeros ya se encontraban de pie allí, con los hombros encogidos y rozando el techo con la cabeza. El primero era un hombre de solidez osuna y cabello castaño que ya comenzaba a ralear; el otro era alto, eficiente y de cabello rubio oscuro. Sir Gerik le Mon y Sir Ackerley Forbes, respectivamente, saludaron formalmente a Kenton. Siempre se dirigían a él de este modo, aunque desde hacía años se hallaban prácticamente en la cima de su jerarquía de comando. Este era el grado de respeto que le Bec exigía.

    —Mi lord —dijo Gerik, señalando al grupo de personas asustadas, apiñadas contra la pared—. La elusiva lady Thorne y su gente.

    Los penetrantes ojos de Kenton se clavaron un instante en Gerik; este no dijo nada más, pero a Kenton le pareció que le estaba sugiriendo, en silencio, que ahora era un buen momento de tomar cartas en el asunto, personalmente. La batalla lo había dejado agotado y no estaba de humor para juegos, así que Kenton dirigió su atención a los prisioneros. La fase diplomática del cautiverio de esta gente no sólo había sido breve, sino que estaba a punto de terminar.

    Lo primero que notó fueron los tres niños pequeños, que le devolvían la mirada; el mayor tendría cinco años, mientras que los otros dos eran gemelos de alrededor de tres o cuatro. Eran todos rubios, bien parecidos y lo fijaban con tal expresión de desafío que Kenton casi se echa a reír. Quizás lo habría hecho, si hubiese recordado cómo. A la izquierda de los niños había cuatro mujeres sentadas, encogidas de miedo; sus vestidos las delataban como sirvientas. Y a la izquierda de estas se hallaba, también sentada, la mujer más bella que hubiese visto jamás, pensó Kenton.

    La observó un momento, estudiando sus facciones de porcelana y los largos cabellos color miel que le abrazaban el cuello y se derramaban sobre sus pálidos hombros. No era particularmente joven, pero tampoco vieja, en absoluto: parecía detenida en un limbo atemporal, como una mujer sin edad. Si hubiese tenido que adivinar, Kenton habría dicho que debía rondar los veinticinco años.  Pero nunca había conocido una mujer que demostrase tal madurez y luciese, al mismo tiempo, tan totalmente perfecta.

    La mujer le devolvió la mirada con absolutal falta de emoción. Era obvio que había visto mucho en su vida. Le Bec sabía que debía estar aterrada y admiró el hecho de que no lo demostrase. Eso denotaba sabiduría. Sus magníficos ojos eran de un palidísimo verde y sus labios y mejillas poseían un brillo rosado. El caballero no tenía idea de cuánto tiempo se la había quedado mirando y, de repente, se sintió muy estúpido por haberlo hecho.

    —¿Sois le Bec?

    Kenton pestañeó al darse cuenta de que la mujer se había atrevido, descaradamente, a hablar primero. Pero su voz era suave, calmante, como el tamborileo de una lluvia ligera o una cálida noche de verano. Deliberadamente evitó responderle. Se quitó lentamente los guanteletes y se los colocó en la articulación del codo, bajo el brazo izquierdo de la armadura.

    —¿Vuestro nombre, señora?

    La respuesta fue intencionalmente lenta.

    —Lady Nicola Aubrey-Thorne.

    —¿Dónde se encuentra vuestro marido, Lady Thorne?

    La mirada de ella se detuvo un momento en la suya antes de caer al suelo. Kenton notó las largas pestañas desafiantes que le rozaban las mejillas al pestañear. No sabía qué más fuese esta mujer, pero era valiente. Estúpida, quizá, pero valiente. No desperdiciaría más tiempo con ella. Kenton miró a Conor y, con una inclinación imperceptible de la cabeza, hizo que este la obligase a ponerse de pie, de un tirón.

    Los niños se pusieron como locos. Tenían las manos atadas, pero no los pies. Los gemelos se pararon de un salto y comenzaron a patear al caballero más cercano que, para el caso, era Gerik. Las sirvientas los llamaban a gritos pero los hombrecillos no quisieron escuchar. Cuando Gerik apoyó una inmensa palma sobre la cabeza de cada gemelo y los empujó de vuelta al suelo, el mayor se puso de pie, preparado a defender a su madre hasta la muerte.

    —¡Soltadla! —ordenó— ¡Soltad a mi madre u os las veréis conmigo, ¿me oís? ¡Conmigo!

    Conor ignoró completamente a los niños. Podrían haber sido ratones: les prestó la misma atención. La dama se debatía, pero Conor la dejó fácilmente en manos Kenton, quien la cogió del brazo y se la llevó al otro lado de la cocina. Allí Nicola tuvo que decidir entre desafiar a este enorme caballero y no hacer nada mientras sus hijos pequeños buscaban pelea con soldados profesionales. Finalmente, la necesidad de proteger a sus hijos venció cualquier otro impulso.

    —¡Tab! —siseó—. Detente ya mismo. Teague, Tiernan, callaos. ¿Me óis? ¡Callaos!

    Su atención no estaba en Kenton cuando, de pronto se encontró de espaldas contra la pared, con un brazo de él a cada lado de la cabeza; así la obligaba a mirarlo, sin siquiera ponerle un dedo encima. Levantó la vista, con esos claros ojos verdes, y Kenton le devolvió la mirada. Quería asegurarse de que ella entendiese perfectamente lo que estaba a punto de decirle.

    —Lady Thorne —dijo con voz grave—, os diré esto una sola vez, así que escuchadme con atención. He venido desde muy lejos y he perdido muchos hombres para adquirir este castillo, que ahora es mío. Vos y vuestra familia sois mis prisioneros. Os preguntaré dónde está vuestro marido y vos me diréis la verdad, o me llevaré a esos tres niños de este sitio y jamás volveréis a verlos. ¿Hay algo de lo que he dicho que no os quede claro, mi lady?

    Nicola empalideció.

    —¿Desde cuándo asesinan niños los caballeros?

    —Mi paciencia se ha acabado, señora. Me daréis la respuesta que busco.

    De pronto, los ojos de Nicola se llenaron de lágrimas.

    —Yo... Por favor, es que no comprendéis.

    —Comprendo perfectamente bien que estáis protegiendo a un enemigo del legítimo rey de Inglaterra.

    —No lo estoy protegiendo en absoluto. Protejo a mis hijos.

    —Habláis en acertijos. Os he dicho que no volvería a preguntar.

    —Y estoy intentando responderos. Pero no me permitís hacerlo.

    Kenton no dijo nada. Simplemente la fijó con la mirada. Nicola sabía que no era un hombre blando, ni en modo alguno compasivo. Este era el gran Kenton le Bec, temido y odiado a lo largo y a lo ancho del reino. Que hubiera sido precisamente él quien atacase su castillo era un golpe de mala suerte. Los soldados de Babylon habían resistido todo lo posible, pero ahora comprendía que todo había terminado. Bajó los ojos y miró hacia otro lado.

    —Os lo... mostraré.

    —Me lo diréis.

    —Por favor —su tono era casi desesperado—. Debo mostrároslo.

    —Señora, estoy intentando ser tolerante. Vuestras tácticas dilatorias no os favorecen.

    —No es dilación, mi lord. Pero debo pediros... por favor, si tenéis que saberlo, debéis permitirme que os muestre.

    Kenton evaluó un momento la situación. No le gustaba comprometer sus exigencias. Eso demostraba debilidad. Pero bajó los brazos y dio un paso atrás indicando que, por el momento, confiaría en su palabra de dama y le permitiría mostrarle dónde estaba su esposo. Le hizo una seña a Conor.

    —Quédate aquí con los prisioneros —le dijo—. Gerik y Ack vendrán conmigo.

    —¿A dónde vais?

    —A buscar a lord Thorne.

    Conor enarcó una ceja, pero no dijo nada. Les hizo señas a Gerik y a Ackerley, quienes inmediatamente se acercaron a su señor. Los tres caballeros siguieron a Nicola fuera de la cocina. Oían los sollozos de los dos niños más pequeños, quienes sin duda pensaban que jamás volverían a ver a su madre. Desde el gran salón encima de la cocina la mujer los condujo al patio de armas sin que se le moviera una pestaña a la vista de la muerte y destrucción que allí veía. Al otro lado del lodazal se alzaba una estructura en forma de medialuna, bastante grande, construida contra la muralla interna. La curva pared de la estructura poseía largas y delgadas ventanas que admitían un poco de luz en la penumbra del interior que era, en efecto, un ambiente frío y oscuro. Kenton reconoció, de inmediato, una capilla. La mayor parte del recinto se hallaba dentro de la muralla interna. Había tres bancos situados en la parte delantera y eran visibles al menos cuatro sepulcros, dos de ellos decorados con grandes efigies de piedra.

    Kenton se detuvo en la puerta, considerando la listeza de Gaylord al buscar santuario dentro de su propia capilla. La Sagrada Madre Iglesia poseía jurisdicción sobre todos los lugares de culto, públicos o privados, por lo que sacar de allí a Thorne sería, como mínimo, controversial. Observó a Nicola dirigirse hacia una de las bajas criptas.

    —Estoy esperando, señora.

    Ella lo miró y él percibió una tremenda tristeza en sus pálidos ojos verdes. Entonces, con renuencia, Nicola palmeó la piedra.

    —Está aquí.

    Kenton la miró largamente.

    —¿Dónde?

    —Aquí dentro.

    —¿Está muerto?

    —Así es.

    —¿Desde hace?

    —Cuatro meses.

    Se acercó lentamente a ella, estudiando de cabo a rabo la sencilla tumba gris. No estaba decorada en lo más mínimo. Sin remordimientos ni emoción alguna, se volvió hacia sus caballeros.

    —Abridla.

    Nicola se horrorizó.

    —¡No! ¡No debéis hacerlo!

    —Debo confirmar vuestra historia, señora. Seguramente lo comprenderéis.

    —Pero... ¡no podéis violar su tumba!

    Kenton la observó arqueando una ceja.

    —Es una tumba anónima. Hasta donde yo sé podría estar vacía y vuestro marido a medio camino de Escocia. Si no está aquí dentro, vuestros hijos serán castigados por vuestras mentiras. Os dais cuenta de ello, ¿verdad?

    —Claro que sí, no soy estúpida —hizo un esfuerzo por no perder el control—. Insisto, está allí. Jamás arriesgaría la vida de mis hijos.

    Gerik volvió a entrar en la capilla, trayendo un pesado mazo. Fue directo hasta el sepulcro y lo alzó por encima de su cabeza.

    —¡Esperad! —gritó Nicola—. ¡Por favor, oídme antes de hacer saltar en pedazos esta tumba y liberar su horrible secreto!

    Gerik la ignoró. El mazo ya había comenzado su descenso cuando Kenton lo detuvo. Su increíble fuerza frenó lo que, de otro modo, habría sido un golpe aplastante. Fijó con sus duros ojos azules a la mujer.

    —Esta es la segunda mención de ese secreto. Me lo revelaréis ya mismo.

    —Lo haré. Pero, por favor... no abráis la tumba.

    Kenton ordenó a Gerik que se alejara un poco. Este se quedó esperando con el mazo entre manos. El mazo era una amenaza para Nicola, si no obedecía en lo que se le ordenaba. La dama se quedó un momento de pie, con la angustia grabada en sus bellas facciones.

    —Estoy esperando, señora.

    No necesitaba que se lo dijesen. Ella sabía bien que ya no había salida. ¡Por Dios, si lo sabía!

    —Los niños no saben que está muerto.

    —¿Por qué?

    La mujer suspiró pesadamente, sentándose en el banco más cercano, para descansar. Había un cierto letargo en sus modos, la resignación de alguien que ha sido testigo de demasiado dolor y sufrimiento.

    —Les he dicho que se ha marchado para luchar en la guerra de Eduardo.

    —¿Y por qué haríais algo así?

    Las lágrimas que habían estado a flor de piel desde el primer momento de su encuentro finalmente se le escaparon y rodaron por sus palidísimas mejillas. Kenton sintió un extraño tirón en el pecho, algo que no reconocería sino hasta más tarde en su vida, cuando volviera a sentirlo: era compasión. Observó cómo la mujer se enjugaba las mejillas con las manos y trataba de armarse de valentía.

    —Mi marido no era un hombre amable, mi lord —dijo quedamente—. Con... con frecuencia bebía y se deleitaba usándome, descargando en mí su furia. Mis hijos lo sabían, por supuesto. Una noche, hace alrededor de seis meses, me estaba golpeando... con los puños. Tab lo oyó y...

    —¿Tab?

    —Mi hijo mayor.

    —Continuad.

    Nicola deglutió con la boca seca de miedo y vergüenza.

    —Tab oyó lo que su padre me estaba haciendo. Entró corriendo en nuestros aposentos y le

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