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Más Allá De Un Destino
Más Allá De Un Destino
Más Allá De Un Destino
Libro electrónico804 páginas11 horas

Más Allá De Un Destino

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Más Allá de un Destino es una novela romántica contemporánea. Esta historia introduce al lector en las vidas de dos niñas, Alexis Pineda y Diana Lee Taylor, que viven en el Sur de la Florida. Ambas se conocen en circunstancias muy especiales a los diez años de edad. A partir de los trece surge una atracción que se convierte en algo más que una amistad y, al descubrirse su relación afectiva a los diecisiete años, sus vidas cambian por completo. En una lucha acérrima por romper el lazo que las une, el padre de Diana Lee, un poderoso senador del Congreso de los Estados Unidos, envía a su hija a Londres a continuar sus estudios lo que suscita la separación involuntaria de las amigas.
Siete años después, se produce un reencuentro entre las jóvenes, ya de veinticuatro años, hermosas, atractivas y profesionales las dos.
• ¿Qué les depara el destino a Alexis y a Diana Lee tras este inesperado reencuentro?
• ¿Volverá su amor adolescente a tocarlas con la magia de un sentimiento más hondo e inquebrantable?
• ¿Qué secreto descubre Alexis que la sumerge en un caos emocional y pone en peligro de muerte su vida?
Esta trama alcanza todas las facetas emocionales del ser humano: amor, odio, intriga, venganza, sacrificio y amistad de por vida, entre otras.
Conozca por usted mismo un amor que va...Más Allá de un Destino.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento19 dic 2014
ISBN9781463394851
Más Allá De Un Destino
Autor

Alice Delgado

Alice Delgado nació en Jagüey Grande, Matanzas, Cuba. Se graduó en la Academia de Arte Dramático de la Habana. Fue cancionera mexicana y compositora. En 1967 sus padres la envían a España. Años después viaja a Miami y pronto se traslada a Chicago donde vuelve a sus actividades teatrales. Su participación en diferentes obras de teatro, radio y televisión la dan a conocer bajo el nombre de Alicia Saura. Su última actuación como actriz fue en la obra Mundo de Cristal de Tennessee Williams, en Chicago. En esta trabajó junto a la inolvidable estrella del cine mexicano, Gloria Marín, bajo la dirección de Ramón Antonio Crusellas. Obtuvo un Bachelor of Science en Behavioral Science en el Mercy College, New York y se graduó de Doctor en Medicina en la Universidad Utesa, de Sto. Domingo, R.D.. Allí adquirió su licencia médica. Hoy retirada, se dedica a escribir. Alice ya publicó un libro de poemas y ahora presenta su primera novela Más Allá de un Destino.

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    Más Allá De Un Destino - Alice Delgado

    Más Allá de un Destino

    Copyright © 2014 por Alice Delgado.

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.

    Confección del libro, fotografía y diseño de portada: Deisy Riera

    Los eventos, personajes y entidades privadas que aparecen en esta novela, así como las situaciones que viven sus protagonistas, son un producto exclusivo de la imaginación del autor. Por lo tanto, cualquier semejanza con caracteres, firmas, empresas, nombres y apellidos, hechos pasados o actuales, será simple coincidencia.

    Fecha de revisión: 17/12/2014

    Palibrio

    1663 Liberty Drive

    Suite 200

    Bloomington, IN 47403

    Contents

    Agradecimientos

    Prólogo

    Primera Parte    1

    2

    3

    4

    5

    Segunda Parte    6

    7

    8

    9

    10

    11

    12

    13

    14

    15

    16

    17

    Tercera Parte    18

    19

    20

    21

    22

    23

    24

    25

    26

    27

    28

    29

    30

    31

    32

    33

    Cuarta Parte    34

    35

    36

    37

    38

    39

    40

    41

    42

    43

    44

    45

    46

    47

    48

    49

    50

    51

    53

    55

    56

    57

    58

    59

    60

    61

    62

    63

    64

    65

    66

    67

    Quinta Parte    68

    69

    70

    71

    72

    73

    74

    76

    77

    78

    79

    80

    81

    82

    83

    84

    85

    86

    87

    88

    89

    Sexta Parte    90

    91

    92

    93

    94

    95

    96

    97

    98

    99

    100

    101

    102

    Septima Parte    103

    104

    105

    106

    107

    108

    109

    110

    111

    112

    113

    114

    115

    116

    117

    118

    119

    120

    121

    122

    123

    124

    125

    126

    127

    128

    Epílogo    129

    A mis padres

    los seres más importantes

    en mi vida

    Gracias, mami

    Gracias, papi

    por haber hecho de mí

    el ser humano que soy

    Más Allá de un Destino es la historia de un gran amor. Un amor incomprendido por la dinámica familiar y rechazado por una sociedad que no vacila en emitir juicios difamatorios con rigor.

    Un sentimiento que apresó las voluntades infantiles de dos amigas enfrentándolas a un mundo de zozobra y tensión. Un lazo que surgió de la inocencia y se consolidó con el paso de los días aun cuando sus mayores intentaron en vano dirigir sus vidas por caminos diferentes.

    A pesar de exponer un tema todavía tabú para muchas personas, esta novela va a atraparlos aunque no quieran. Un relato que los conmoverá hasta lo indecible sumiéndolos en una reflexión que los hará formularse un sinfín de preguntas. Fuera de la trama central, esta obra los sumerge en una ola de subtramas y situaciones tan profundas como las que viven sus protagonistas.

    Los invitamos a leer Más Allá de un Destino con la mente abierta. Aseguramos que serán muchos los que se identifiquen con cada uno de sus personajes. Les concedemos, pues, la última palabra…

    Editores

    Riedel Books

    Agradecimientos

    No puedo cerrar las páginas de este libro sin antes plasmar unas líneas de reconocimiento a los que me incentivaron a seguir adelante con este proyecto. A los que, de una manera u otra, colaboraron conmigo para su realización. Mi eterna gratitud a Mario, Ana, Clara, Vivian y Edith.

    Una mención especial a Deisy Riera por la fotografía y el diseño de esta portada. Gracias, Deisy, por tu apoyo y confianza a través de los años.

    Mi más profundo cariño a mi amigo y maestro metafísico, Dr. Roberto V. Milián, quien hoy se encuentra junto a Dios. Gracias, Roberto, por compartir conmigo tus conocimientos, por enriquecer mi espíritu y revelarme que cada mañana debe ser acogida con optimismo. Gracias por enseñarme a forjar de cada experiencia un camino mejor.

    Quiero mencionar a dos amigas que fueron llamadas por Dios antes de la publicación de esta obra; Vilma Romero y Luisa Ventura. Elevo una oración por el descanso eterno de sus almas.

    A ti, lector, gracias por abrir tu mente a una historia que podría estar sucediendo, ahora mismo, en la intimidad de cualquier hogar.

    La Autora

    Prólogo

    West Palm Beach es la ciudad más antigua del condado de Palm Beach. Está ubicada en el sureste del estado de la Florida. Vive del turismo, sobre todo en los meses de invierno, y de sus industrias. Su modernización y lo benévolo del clima hizo que en ella se asentaran numerosas familias adineradas procedentes de toda la nación.

    Un edificio hospitalario de catorce pisos se hallaba enclavado en las inmediaciones de esta ciudad y junto al mismo levantábase una clínica moderna, edificaciones ambas que constituían un orgullo familiar. Estaban rodeadas por un césped copioso y uniforme. Sobre este, se alzaban dos monumentales fuentes que encarnaban deidades mitológicas. Una hilera de árboles producía una sombra placentera y el soplo del viento, cual suspiro de una noche voluptuosa, balanceaba sus hojas con suave y acompasado ritmo. Todo servía de marco a la flamante perspectiva natural que parecía vitorear el resplandor de su belleza. Y como si esto no fuera suficiente para rendir tributo a tanta magnificencia, un sinfín de palomas, revoloteando por doquier, se unía a una bandada de pájaros cardenales cuyos gorjeos, esparciéndose con la brisa, colmaban el espacio con trinos de libertad.

    El grandioso dispensario ostentaba el nombre de Simon Roy. Este le fue adjudicado por el accionista mayoritario, doctor Steven Roy Taylor, como un homenaje póstumo al que en vida fuera su padre, el prestigioso cirujano cardiovascular de la Fuerza Aérea norteamericana, Simon Roy Taylor.

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    Son muchas las contingencias que suelen presentarse y hacen que en el ambiente nosocomial se respire un oxígeno morboso y emocionante a la vez. Por eso en el centro Simon Roy se repetían las situaciones y circunstancias que en otros medios clínicos. Unas veces menores y otras mayores, pero a la larga, siempre las mismas.

    Vemos un deambular continuo de médicos por los corredores. Los técnicos y enfermeros, desplazándose deprisa, cumplían con sus quehaceres correspondientes. Asimismo, las secretarias transmitían sus mensajes y advertencias. Los empleados de mantenimiento y limpieza procuraban que todo funcionara bien y se viera limpio y pulcro. Los agentes de seguridad, en tanto, manteníanse vigilantes con el fin de proteger la institución y a los que en ella laboraban. Todo era un ir y venir constante y con ellos, por supuesto, se entremezclaban los pacientes.

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    El dilatado ámbito de la sala de emergencia se presentaba aquella mañana atiborrado de personas que buscaban ayuda para sus padecimientos e incertidumbres. Algunos yacían en camillas esperando ser atendidos por un personal médico que corría de un lugar a otro en su afán por satisfacer las necesidades más perentorias. Se podían escuchar quejidos lastimosos que, en los rincones de la sala, emitían las mujeres para expresar sus dolencias físicas. También se escuchaba la sirena de alguna ambulancia que anunciaba el arribo de enfermos y heridos de urgencia. Los asistentes de transporte no daban abasto conduciendo a los de nuevo ingreso a sus cuartos asignados. Algunos médicos y enfermeras acompañaban a los pacientes graves al quirófano y/o a la sala de cuidados intensivos.

    Las horas pasaban en medio de la misma rutina y alboroto que en otros centros hospitalarios. Un amplio espectro de problemas era atendido cotidianamente con esmero y dedicación. Eran tanto los contratiempos a resolver que la sala de emergencia se convertía en un campo de batalla donde el personal médico encarnaba la figura del soldado en su lucha contra la enfermedad y la muerte.

    El hospital contaba con un amplio y moderno estacionamiento de diez niveles. Sin embargo, la mayoría de los pacientes y visitantes preferían estacionarse en el parqueo exterior. De esa manera podían deleitarse de los fantásticos jardines conocidos como el retiro del hospital, en cuyos bancos se sentaban a meditar innumerables personas.

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    Pedro Pablo Pineda, médico de profesión, joven, alto, trigueño, de rostro viril y aspecto agradable, caminaba despacio a aquella hora de la mañana mientras hacía reír a sus dos pequeños hijos con sus simpáticas bromas. Los párvulos, Pedro Luis y Alexis, de nueve y diez años respectivamente, constituían, sin lugar a dudas, dos fieles representantes en cuanto a los cánones de belleza se refiere.

    Eran muchos los conductores que buscaban impacientes un espacio donde ubicar sus autos, en tanto que otros, alineaban los suyos en filas paralelas. De pronto la pelota que el niño llevaba se deslizó de sus manos yendo a parar a la calle. La niña fue la primera en reaccionar. Lanzándose a ciegas, cruzó una de las vías principales que atravesaba el aparcamiento en una veloz carrera que el padre, petrificado, no pudo evitar. Consciente del peligro que acechaba a su hija en aquel transitado lugar, el hombre echó a correr detrás de ella, llamándola a voces, no sin antes haberle ordenado al niño que lo esperara sin moverse de allí.

    Un repentino chirriar de frenos atrajo la atención de los transeúntes. Sylvie Taylor, la elegante dama que frenara con gran estruendo su lujoso automóvil del año, movió la cabeza e hizo un gesto de contrariedad. Visiblemente nerviosa, comenzó a lanzar insultos a través de la ventanilla en tanto que los testigos opinaban sobre el incidente y los presuntos culpables.

    Mientras esto sucedía, la chiquilla rubia de ojos azules que permanecía sentada junto a la mujer no dejaba de observar, a través del parabrisas, a la niña morena de pelo y piel que, sin percatarse aún de lo que había causado con su imprudencia, la miraba a su vez con la pelota en las manos.

    El doctor Pineda, asustado, llegó hasta la mayor de sus hijos y sin pensarlo dos veces comenzó a revisarla.

    —¿Estás bien, hija, te pasó algo?

    La criatura no le respondió. Se mantenía mirando a la muchachita que, desde el auto de su madre, le sonreía y la saludaba con una de sus manitas. El padre la tomó en sus brazos y sin hacer caso a las palabras ofensivas que le gritaba la airada conductora depositó a su hija en la acera inmediata y cruzó la calle para ir al encuentro de su hijo. Entretanto, la menor sonrió a la niña del vistoso automóvil y agitó su mano en señal de adiós.

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    Dos de los ascensores se abrieron al mismo tiempo en el tercer piso. De uno de ellos se apresuraron a salir varios ejecutivos conversando animadamente. Del otro salieron unos médicos precedidos por una mujer y su hija. Las mismas que minutos antes viéronse involucradas en el incidente del parqueo externo del hospital. Al ver a la pequeña y reconocerla como la sobrina y ahijada del director, los profesionales no vacilaron en saludarla con galanterías que la mayor agradeció con una sonrisa. Acto seguido, la niña intentó soltarse de las manos de su madre que lo impidió regañándola con severidad. Fue suficiente –se dijo esta– con lo que le había ocurrido afuera cuando estuvo a punto de atropellar a la chiquilla que corría en pos de su pelota.

    Se detuvieron ante una puerta tallada en madera en la que en una placa dorada podía leerse, Steven R. Taylor, M.D., Director.

    Antes de entrar, la madre acicaló a la niña y le pidió:

    —Te portas bien, Diana Lee. Recuerda que eres una Taylor Bobrowski. Así que tienes que dar un buen ejemplo.

    —¿Por qué siempre me dices lo mismo, mami?

    —Porque más vale precaver que lamentar.

    De poco valió la advertencia. Una elegante señora que salía de la oficina tuvo que hacerse a un lado para dejar pasar a la muchachita que, como una tromba, cruzó sin reparar en ella. Tras disculparse con la mujer, que dibujó una sonrisa por saber de quien se trataba, Sylvie Taylor, un tanto sonrojada por la vergüenza, se apresuró a seguir los pasos de su hija.

    Segundos después, se escuchó la voz infantil.

    —¡Tío Steve, tío Steve! —y sin esperar respuesta, la niña penetró en el despacho principal que ocupaba su tío y padrino de bautismo, Steven Taylor.

    Este, de cabellos rubios y ojos verdes, giró sobre su escritorio para recibir a la sobrina que con viveza corría hacia él alborozada.

    —¡Oh, mi bella princesita! —exclamó abrazándola con ternura.

    —Diana Lee quiso que viniéramos a buscarte para desayunar juntos, Steve —expuso Sylvie, cuñada del médico.

    —Pues me parece muy bien —sonrió Steve besando a su sobrina—. ¿Y tu hermanita? ¿No vino con ustedes Lori Ann?

    —No, se fue de picnic con los hermanos Williams —explicó la mujer.

    —Y tú, ¿por qué no fuiste con ellos?

    —Porque no los soporto, tío. Son unos antipáticos los dos.

    —¡Diana Lee! —la reconvino su madre.

    —Haces muy bien, princesa —rió divertido el hombre—. Cuando algo te disguste, rebélate. Si no te agradan los Williams no tienes por qué aguantarlos.

    —Ten cuidado, Steve —advirtió Sylvie—. Estás creando un monstruo y podrías arrepentirte.

    —Además, yo quería desayunar contigo —medió la niña sin prestar atención a las palabras de su madre.

    —Bien, no perdamos tiempo —dijo Steve, y poniéndose de pie—: Voy a llevarte a un sitio precioso. Apuesto que te va a encantar. ¿Vamos?

    De pronto, la puerta entornada se abrió y la figura de Pedro Pablo Pineda se perfiló en el umbral acompañado por sus hijos Alexis y Pedro Luis. Alexis y Diana Lee se sorprendieron al verse y ambas recordaron el episodio vivido en el exterior del hospital.

    —Hola, Steve —saludó Pineda algo cohibido ante la presencia de la mujer—. Alexis insistió tanto en pasar a saludarte que me fue imposible no complacerla. Pero si estás ocupado no te preocupes, volveremos más tarde.

    —De ninguna manera, Pedro —sonrió Steve, y dirigiéndose a Alexis—: ¿Cómo está mi futura colega?

    A partir de ese momento las niñas no dejaron de mirarse. Un intercambio de sonrisas puso de manifiesto la corriente afectuosa que sin querer había surgido entre ellas. El destino comenzaba a bordar un plan que habría de conjugar las vidas de estos pequeños seres.

    —Hola, Pedro Luis —saludó Steven al niño—. ¿Cómo va ese colegio?

    —Bien —contestó el chiquillo retrocediendo unos pasos.

    —Pedro, te presento a mi cuñada —y volviéndose a Sylvie—: Él es el doctor Pineda, mi gran amigo y compañero de estudios. Yo lo insté a que viniera de New York a trabajar conmigo. Después de mucho rogarles, pude convencerlos a él y a su esposa y, gracias a Dios, aquí los tenemos.

    —No hace falta, Steve —expresó Pineda—. Ya tuvimos el disgusto de conocernos.

    —¿Disgusto? —balbuceó el galeno.

    —Sí, Steven —dijo Sylvie muy seria—. Sucedió cuando su hija, esa pequeña mocosa, tuvo la insensatez de atravesar la calle sin mirar y casi la derribo con mi auto.

    —Fue un accidente, señora —intervino Pedro Pablo sin ocultar su desagrado.

    —Debido a una negligencia suya, doctor, que me hizo ver lo poco cuidadoso que es de sus hijos.

    —Y yo le sugiero que aprenda a manejar de nuevo ya que pude percatarme de lo pésima conductora que es.

    —Si no los conociera a ambos —comenzó a decir Steve un tanto socarrón—, diría que esto es amor a primera vista.

    —Déjate de estupideces —se enojó la mujer—. Te exijo respeto.

    —Creo que se está propasando, colega.

    Al advertir los ánimos caldeados, Steven decidió retractarse para zanjar el asunto de manera positiva.

    —Bueno, bueno, está bien. Admito que me sobrepasé, pero lo he hecho con mi mejor intención ya que me parece absurda esta sarta de acusaciones que a nada conducen. Lamento que hayan tenido que conocerse en estas circunstancias pero afortunadamente no pasó más allá de un susto. Así que por favor, si no tienen inconveniente, les sugiero hacer las paces y aquí no ha pasado nada.

    —Por mí no hay ninguno. Encantado, señora Taylor —se adelantó Pineda extendiéndole una mano que ella estrechó con indiferencia.

    De repente, cuando menos lo esperaban, Diana Lee se acercó a Alexis.

    —Yo me llamo Diana Lee y él es mi tío Steven —dijo señalando a Steve—. ¿Tú quién eres?

    —Yo me llamo Lexi y Steven es mi amigo.

    Los mayores no tuvieron a menos echarse a reír. Pedro Pineda se volvió luego hacia su hija y le aclaró con dulzura:

    —Bueno, mi vida, nosotros te apodamos Lexi de cariño. A ver, dile a esta preciosidad tu nombre completo.

    —Alexis Paola Pineda —respondió con suavidad la niña.

    —Así está mejor —repuso el padre.

    —¿Quieres que yo también te llame Lexi? —preguntó entusiasmada Diana Lee.

    La muchachita asintió con una sonrisa que dejó al descubierto dos deliciosos hoyuelos en sus sonrosadas mejillas.

    —Yo te llamaré Dilí —anunció.

    —¡Qué coincidencia! —exclamó Sylvie—. Así llamaba mi padre a Diana Lee mientras vivió. Nadie volvió a hacerlo hasta ahora.

    —Pues déjeme decirle que esto es sólo una mínima parte de lo que esta niña es capaz de hacer —apuntó Pedro con fingido dramatismo.

    —¿Qué quiere decir? —inquirió ella.

    —Ni más ni menos que mi hija posee facultades extrasensoriales por lo que suele ver más allá que todos nosotros —explicó en tono misterioso—. Por eso no necesita de cuidados excesivos como otros niños. Los grandes espíritus del espacio la protegen.

    —Por favor, Pedro, ¿quieres provocar otra situación? Si es así, dímelo, para acabar esto de una vez. No quiero ser testigo de otra polémica insulsa.

    —Necio, payaso de circo —profirió Sylvie, despectiva.

    —Un momento —protestó el psiquiatra—. Sin ofensas personales,

    por favor.

    —Bueno, basta ya… —dijo Steve, molesto—, se me callan los dos. Conste que comenzaste tú, Pedro Pablo.

    —Sí, hombre, lo sé y te pido perdón. Fue una broma de mal gusto.

    —Vaya bromitas que se gasta, doctor Pineda.

    —Le pido disculpas, señora. Le prometo que de ahora en adelante la voy a tratar como usted se merece y como lo que es, una dama.

    —Me parece que su tono suena a burla, doctor.

    —Por favor, no diga eso. Aunque no lo crea me precio de ser un caballero, se lo aseguro.

    —Quizás, pero no me convence.

    —Pues créame que lo siento, no queda por mí.

    De pronto Diana Lee se aproximó de nuevo a Alexis. Una sonrisa desplegaba sus labios.

    —Me gustan los hoyitos que se te forman, Lexi —exclamó tocándole suavemente las mejillas—. Una niña de mi escuela los tiene, ¿verdad, mami?

    Steve bendijo la oportuna intromisión de su sobrina. Al desviar la plática de los mayores suavizó la tirantez del ambiente.

    —A mi me gustan tus ojos azules —dijo Alexis.

    —Los tuyos son verdes.

    —Su mamá también los tiene verdes, ¿no es así mi amor? —intervino el padre.

    —Menos mal —sonrió Steve—. Por lo menos estas dos jovencitas no han tomado en cuenta lo sucedido para simpatizar mutuamente. ¿Se imaginan lo que habría ocurrido si también ellas se hubiesen declarado la guerra?

    Pedro Pablo y Sylvie, ahora sonrientes gracias a la ocurrencia de Steve, intercambiaron una mirada en tanto que las pequeñas, Alexis y Diana Lee, seguían contemplándose con marcada simpatía.

    Primera Parte

    1

    Palm Beach es otra ciudad moderna del sureste de la Florida que muchos conocen como el refugio de invierno de los millonarios. Algunos la consideran un sitio inigualable donde los opulentos disponen de la intimidad necesaria para disfrutar plenamente de una vida edénica. Palm Beach cuenta con magníficos centros comerciales. No podemos dejar de mencionar a Worth Avenue, una de sus más exclusivas calles de compras a nivel mundial. A esta suelen acudir a diario visitantes de todas partes dispuestos a recorrer las diferentes tiendas y establecimientos con el fin de satisfacer sus deseos más extravagantes.

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    Steven detuvo su flamante Mercedes Benz ante la caseta de entrada que daba acceso a una de las dos fincas de su propiedad en las afueras de Palm Beach. Ambas posesiones colindaban y fueron adquiridas por el galeno a raíz de su matrimonio con Mildred Steiner, única heredera de un magnate millonario de origen austriaco. La diferencia entre los dominios estribaba en el hecho de que, mientras la mansión de uno estaba compuesta por dos plantas, la otra la componían tres. Era precisamente esta última la que habitaba el senador Simon Karl Taylor con su esposa e hijas cuando decidían abandonar la ciudad por alguna temporada. Luego de la trágica muerte de su esposa, Steve accedió a vivir con la familia a instancias de su hermano y cuñada, quienes temían dejarlo solo en medio de tanta soledad. El hombre sentíase feliz de haber aceptado, ya que con ello podía cumplirles a sus sobrinas Lori Ann y Diana Lee la promesa de estar siempre cerca de ellas.

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    En el predio, de aproximadamente trescientas hectáreas, resaltaba un paisaje con parques y jardines que parecía ser obra de una mente fantasiosa. Uno de los guardias de seguridad pulsó un botón y abrió la enorme puerta de hierro. Luego salió al encuentro de los recién llegados con una agradable sonrisa:

    —Buenos días, doctor, es un placer verlo de nuevo por aquí.

    —Hola, Sidney —sonrió Steve—. Como puedes darte cuenta, vengo acompañado.

    El joven se inclinó para observar mejor a través de la ventanilla. Hizo una reverencia simpática a los dos pasajeros que no eran otros que los niños Pineda, y agregó:

    —Bienvenidos a la hacienda Taylor.

    —Gracias —respondieron los muchachos sonriendo.

    Poco después el coche avanzaba lentamente por el camino bordeado de frondosos árboles. La majestuosidad de la naturaleza parecía envolver a los viajeros que, a pesar de sus cortas edades, no cesaban de alabar tanta belleza. Las palmas y helechos, más una fila de pinos altos y rectos que erguíanse como rascacielos, ataviaban la escenografía maravillosa de aquel escenario natural.

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    Steve frenó ante la residencia estilo colonial y sin perder un minuto abrió una de las puertas del auto para que sus invitados bajaran. Los dos chiquillos respiraron hondo dejando escapar exclamaciones de admiración. El hombre rió con ganas al ver las caritas de asombro que presentaban los críos.

    —Bueno, niños, siéntanse como en su casa.

    La fabulosa vivienda de tres plantas constituía todo un espectáculo. La fachada principal adornábase con columnas acopladas y figuras de bronce que descansaban en amplios pedestales marmóreos. Una rosaleda con plantas de variados colores, jazmines y gardenias, servían de telón de fondo y saturaban el oxígeno con sus incitantes fragancias. La alberca olímpica, situada en uno de los laterales de la casa, invitaba a darse un chapuzón y gozar la frescura de su agua cristalina. A cierta distancia se divisaba un parque con lugares de recreo y asadores. Un campo hípico donde solían efectuarse competencias y dos canchas de tenis, en las que se podía jugar a cualquier hora, convertían la estancia en un auténtico paraíso.

    La morada disponía de vastos salones familiares con detalles arquitectónicos y de doce dormitorios que diseñadores famosos decoraron con insólita originalidad. Todos los aposentos estaban provistos de glamorosos cuartos de baños en los que se aunaban el modernismo y un diseño exquisito. En la tercera planta hallábanse las habitaciones donde se hospedaban los amigos e invitados de la familia cuando visitaban

    la finca.

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    Steven Taylor tomó a cada uno de los niños por una mano y juntos atravesaron el gran pórtico. Lo circundaba un follaje del que provenían diminutas fuentes y un pequeño estanque natural en el que nadaban peces tropicales. Con pasos lentos se dirigieron hacia uno de los salones donde se podía admirar un mobiliario compuesto por antigüedades muy valiosas.

    Los dos pequeños suspiraban enmudecidos ante tanta opulencia y guiados por el médico, que sonreía con dulzura, cruzaron una encristalada puerta que los condujo por fin a una habitación alfombrada que servía de sala de esparcimiento. Allí se encontraban, impacientes, Diana Lee y Lori Ann Taylor.

    —Bien, sobrina —comenzó a decir Steve—, tal como te lo prometí, aquí tienes a tu amiguita Alexis Pineda. ¿Satisfecha?

    Diana Lee avanzó hasta detenerse junto a la niña Pineda y tomando una de sus manitas entre las suyas esbozó una radiante sonrisa a la que Alexis correspondió con otra.

    —Esta es Lori Ann —prosiguió Steve—. Lori, esta es Alexis, y él es Pedro Luis. A ella le dicen Lexi.

    Lori Ann, de ocho años, estrechó las manos que le tendían los hermanitos Pineda y a partir de ese momento no se separó de Pedro Luis, quien también simpatizó con ella. Acto seguido se encaminaron todos hacia el comedor informal, donde María, la simpática y regordeta ama de llaves, de origen mexicano, los aguardaba con un abundante servicio de emparedados y leche.

    —Hola, Steve —saludó Sylvie—. Ya veo que no tardaste en complacer a Diana Lee y le trajiste a la niña Pineda.

    —Sí, parece que han simpatizado mucho las dos —dijo Steve—, así como Lori Ann lo ha hecho con Pedro Luis. Como puedes ver, ya lo acaparó.

    —Sí, me di cuenta. Mis hijas han sido siempre muy sencillas, tú

    lo sabes.

    —Claro que lo sé. A propósito, le pedí a María que después del desayuno los llevara donde Paul, para que los acompañe a recorrer la hacienda.

    —Me parece una magnífica idea. Así podrán montar a caballo y corretear un poco. A ti no tengo que decirte cuán saludable resulta el ejercicio a cualquier edad.

    —Completamente de acuerdo, cuñada. Por eso aproveché la invitación de tu hija a los niños Pineda y decidí pasar con ellos el fin de semana, lejos del bullicio y la aglomeración de la ciudad.

    —Sí, he notado que la mayor parte de tu tiempo lo pasas allá y

    no aquí.

    —El trabajo, Sylvie, el trabajo. No me gusta ausentarme mucho del hospital.

    —La verdad es que no los entiendo, Steve. Les sobran los millones y aun así se han convertido tú, en un esclavo del hospital y Simon, en un esclavo de la política.

    —Me gusta mi profesión y el trabajo ha sido un incentivo para mí no una esclavitud. Supongo que siendo abogado tu marido se sintió atraído por la política y lo disfrutará también.

    —Una opinión muy personal que yo respeto, por supuesto —sonrió la mujer, proponiéndole después—: ¿Qué te parece si bebemos algo antes de almorzar?

    —Por mí encantado. Soy de los que piensan que un trago en la mañana es saludable y tonifica el cuerpo.

    —Perfecto, no se diga más. Tengo un licorcito que te va a encantar.

    Ambos se encaminaron hacia el bar donde una estantería llena de bebidas alcohólicas de diferentes tipos y marcas estimulaba al más abstemio a beber.

    Sylvie se colocó tras la barra y preparó unos tragos. Luego salió y ocupó una de las banquetas junto a Steven. Sonriendo, chocaron los vasos y se dispusieron a sorber el contenido en la más completa camaradería.

    —Ahora dime, Steve, ¿tanta amistad tienes con los Pineda que te han confiado a sus hijos por varios días?

    —Pues fíjate que sí. Nuestra amistad data de muchos años. Pedro Pablo y yo nos graduamos en la Universidad de Harvard. Luego, él decidió irse a New York y terminar allá su especialidad. A pesar de la distancia siempre nos mantuvimos en contacto. Como te dije hace unos días en mi oficina, yo le pedí que viniera a trabajar conmigo y ya llevamos juntos unos cuantos meses. Justo el tiempo que ustedes permanecieron fuera del país.

    —¿De dónde son ellos?

    —Pedro nació en Cuba pero sus padres lo enviaron a estudiar aquí desde muy niño. Luego de una odisea para escapar del régimen comunista estos pudieron reunirse de nuevo. Ambos fueron médicos también.

    —¿Murieron?

    —El doctor Pineda, que además de médico había sido oficial del ejército de Batista, se enroló en las tropas norteamericanas y fue destinado a Carolina del Sur. Poco después lo enviaron a la guerra de Vietnam. Regresó envenenado por el agente naranja y más tarde murió en un hospital militar.

    —¡Qué derroche de vidas! Entre ellas la de tu padre.

    —Sí, sólo que mi padre murió cuando le fue derribada la avioneta que pilotaba. Cómo puedes ver, mi amigo Pineda y yo tenemos muchas cosas en común que han servido de puente a nuestra amistad.

    —¿Qué pasó con la madre de tu amigo, la doctora Pineda?

    —Ella, junto a otros médicos, fueron víctimas de una agresión en la cafetería donde se encontraban. Esto sucedió hace varios años.

    —¡Qué terrible!

    —Sobre todo para Pedro. Creo que nunca pudo resignarse a perderla de esa manera.

    —No es para menos. A nadie le gustaría perder un ser querido a manos de un vulgar delincuente.

    —Dice un proverbio que para que haya mundo tiene que haber de todo y el hecho de estar vivos ya nos hace vulnerables al peligro.

    —Caramba, cuñado, quise saber de los Pineda y nos hemos adentrado en toda una historia.

    —Es que aproveché este momento de paz en el que, para serte sincero, te he visto como antaño. Sensible, humana, capaz de conmoverte e interesarte por los demás. Créeme que resulta agradable conversar contigo cuando te muestras así.

    Sylvie lo miró de reojo e insinuó una sonrisa.

    —¿No exageras, Steve?

    —Bien sabes que no. Desde hace tiempo te he visto pensar y actuar a través de mi hermano Simon Karl y, aunque no lo creas, esa sumisión le resta mucho a tu personalidad tan… cómo diría yo…

    —Hasta ahora me has hablado del doctor Pineda y su familia —interrumpió Sylvie con la intención de detener las apreciaciones de su cuñado—, pero nada de la madre de los niños. ¿Es cubana?

    —No, Paola es italiana aunque al igual que Pedro también se educó aquí. Seguramente habrás oído hablar de ella. Se trata de la psicóloga y conferencista Paola Giordani. Es una mujer preciosa por la que cualquier hombre perdería su celibato con los ojos cerrados.

    —Hablas con mucho entusiasmo —y enarcando una ceja—. ¿Lo dices en serio?

    —Claro que lo digo en serio.

    —¿No será que te gusta?

    — No, cuñada —aclaró Steve—, digamos que hago justicia a la belleza de alguien que lo amerita pero nada más. No te niego que en nuestra época estudiantil vivimos un romance pero cometí un desliz. Un error de juventud que ella no quiso pasar por alto y rompió nuestro compromiso.

    —Nunca lo hubiera imaginado. Bueno, lo digo porque como el doctor Pineda es tu mejor amigo y…

    —Pedro Pablo siempre estuvo enamorado de Paola y la conquistó. El noviazgo como puedes ver culminó en boda. Desde entonces para mí es sagrada.

    —Orgullosa la italianita. ¿Nunca menguó la amistad entre tú y Pineda?

    —No, por el contrario. Cuando él le propuso matrimonio, vino a comunicármelo personalmente para evitar que personas mal intencionadas tergiversaran los hechos.

    —Qué gran muestra de lealtad por parte del doctor Pineda —se mofó ella—. Jamás lo hubiera creído.

    —Estás predispuesta contra él por lo que pasó entre ustedes. Eso es todo.

    —Sí, puede ser. Pero aquí entre tú y yo —insistió Sylvie—, sigo pensando que es un fatuo insoportable.

    —Sin embargo, Paola se casó muy enamorada. Me consta que ha sido y es muy feliz con él.

    —¿La quisiste mucho? —preguntó Sylvie con perceptible interés.

    —¿Qué sentido tiene hablar de un noviazgo que por mi culpa duró tan poco y pertenece al pasado? —y tras una pausa, expresó—: Por ganar una apuesta y satisfacer mi ego la traicioné con una de sus amigas. No hubo manera de hacerme perdonar.

    —Cualquiera en su lugar hubiera hecho lo mismo, ¿no crees?

    —Así lo entendí al final. Luego apareció Mildred en mi vida, me enamoré, nos casamos y todo cambió. Hasta que se produjo el fatal accidente que le costó la vida a ella y a mi hijo que no llegó a nacer.

    —Si, fue una desgracia —se lamentó Sylvie—. Mildred, tan joven, tan llena de vida, tan ilusionada con su primer embarazo…

    El hombre bajó la cabeza y cerró los párpados para impedir que las lágrimas afluyeran a sus ojos. En una fracción de segundos sus pensamientos emprendieron viaje hacia el pasado y allí se enfrentó de nuevo a una etapa donde el infortunio lo sumergió en las profundidades de su propia sombra. Toda su vida sufrió un vuelco –recordó Steve– cuando el pequeño avión bimotor de la familia en que volaba su esposa embarazada se incendió, después de estrellarse, y no hubo sobrevivientes. Jamás pudieron aclararse las circunstancias exactas que rodearon aquel accidente.

    —Steve, ¿te sientes bien? —inquirió Sylvie preocupada.

    —Hace años de aquella tragedia y todavía me sacude, me atormenta —murmuró—. No lo concibo.

    Se hizo un silencio y Steve exhaló un suspiro.

    —En fin, para qué martirizarme si ya nada tiene remedio.

    —Tienes razón, querido. Lo que no puedo entender es por qué te has negado a rehacer tu vida con otra mujer. Una mujer que incluso podría darte los hijos que siempre has anhelado.

    —Yo tampoco lo sé. Quizás porque en lo más hondo de mi alma me siento culpable de no haber acompañado a Mildred en aquel viaje cuando tanto me lo suplicó. Creo que de una manera indirecta los dejé partir solos hacia la muerte. A ella y al hijo que llevaba en sus entrañas.

    —Estás en un error, Steve. Deja de sentirte culpable y admite de una vez que fue la vida quien lo quiso así. Eres muy joven y todavía tienes tiempo para comenzar de nuevo si te lo propones.

    —Tal vez —respondió encogiendo los hombros—. Pero ahora me siento bien como estoy. Amo a tus hijas como si fueran mías y, aunque te parezca absurdo, quiero mucho a los niños Pineda. Por el momento creo que es suficiente. Ya veremos más adelante.

    —¿Cuándo? —se disgustó la mujer—. ¿Cuando seas un viejo decrépito y no tengas fuerzas ni para sentarte?

    —Hice un juramento el día que murió mi esposa y no pienso quebrantarlo, Sylvie. Por nada ni por nadie. Además, para serte honesto, no estoy tan solo como crees. Hago mis incursiones amorosas como cualquier hombre. Sólo que las llevo con discreción porque no quiero ataduras de ninguna clase y me cuido para no quedar atrapado por un hijo fuera del matrimonio. Me fastidian las mujeres que tratan de enredarnos con los hijos para su propio bien.

    —Tú sabrás lo que haces. Al fin y al cabo es tu vida. Y volviendo a los Pineda, ¿nacieron aquí los niños?

    —Ambos nacieron en New York —dijo Steve—. Pedro me pidió bautizar a Alexis, pero Paola ya se la había dado a un hermano.

    —Pues me alegro, ya que gracias a ello, ahora le perteneces a Diana Lee en cuerpo y alma.

    Steven se echó a reír ante la salida de su cuñada, y expresó:

    —Si tú supieras… que me hubiera encantado haberla bautizado.

    —¿Tanto la quieres?

    —Quiero a los dos. Son los hijos de la mujer que amé alguna vez y del amigo de casi toda una vida.

    —¿Te arrepientes de haberla perdido?

    —Me arrepiento de haberle fallado —repuso Steve—. Por eso cuando me casé con Mildred me cuidé de no cometer los mismos errores que cometí con Paola y tantas otras —y añadió—: Pedro fue menos calavera que yo. Tal vez por eso Dios lo premió con dos hermosas criaturas. En cambio, yo perdí a mi esposa y al hijo que tanto añoraba.

    —Se ve que los Pineda son niños bien educados y no puedo negarte que Alexis es una niña preciosa —apuntó Sylvie—. Además con mucho carisma.

    —Cuando crezca será más bonita que su mamá —presagió Steve—. Tus hijas, en cambio, guardan un gran parecido entre sí. Aunque Diana Lee, como Alexis, se aparta de lo común, de lo corriente.

    —A veces pasa eso —dijo Sylvie—. En el caso de ustedes, por ejemplo, ambos combinan rasgos de los Taylor y los Bobrowski. Sin embargo, tú sacaste más de los Taylor que Simon.

    —Siempre oí decir a mi madre que yo me parecía más a la familia de mi padre, de la que había adquirido su entereza y sencillez. Sin embargo, Simon sacó la arrogancia y el temperamento de los Bobrowski.

    —Hannah fue una mujer muy bella hasta que el cáncer la consumió —afirmó Sylvie—. Qué pena que haya muerto tan pronto.

    —¡Pobre mamá! —se condolió Steve—. Sufrió tanto con lo de su hermana que nunca pudo encontrar consuelo a su dolor. Creo que jamás perdonó a mi abuelo el haber sido tan inflexible con mi tía Vesna de la que apenas me acuerdo. Mi abuelo mandó a desaparecer todas sus fotografías y pertenencias cuando esta decidió irse con su novio griego. A pesar de la oposición de algunos de mis tíos y de las súplicas de mi abuela, no nos dejó nada. Absolutamente nada de ella. ¿Estará viva aún, Sylvie?

    —Quién sabe, Steve. Hannah siempre me habló de Vesna con mucho cariño y tristeza. Solía contarme de su belleza indescriptible y de su talento artístico. Se sentía muy orgullosa de ella. Creo que ninguna de mis hijas se parece a tu madre ni a tu tía. Tanto Diana Lee como Lori Ann, son una combinación de los Taylor con los Du Bellay. De Hannah Bobrowski y familia sólo llevan la sangre —expresó con una sonrisa.

    —Así es la genética, cuñada, qué le vamos a hacer.

    —¿Te sientes mejor? —le preguntó Sylvie.

    —Sí, por supuesto, qué remedio —dijo mientras se servía otro trago y levantando su vaso exclamó—: Por el ayer y por el hoy.

    —Por el mañana —brindó Sylvie y con su trago en alto, agregó—: Por tu mañana.

    —Por el de todos —concluyó Steve.

    2

    Ya fuera de las caballerizas, Alexis montó sobre el lomo del alazán árabe jineteado por Diana Lee, en tanto que Pedro Luis se disponía a subir al caballo cuyas riendas dominaba Lori Ann. Paul Winger, el fiel y querido capataz de la hacienda, espoleó su potro color azabache seguido por los niños. Aquellos sitios, con grandes plantaciones de árboles frutales, constituían un despliegue de belleza y quietud. Hasta el espíritu más reacio no hubiera vacilado en inclinarse reverente para dar gracias al infinito por tanta perfección. Los niños, con los rostros encendidos por los rayos solares, mostrábanse alegres y eufóricos mientras disfrutaban del paseo. El verde de la vegetación que deslumbraba el lugar lo convertía en un santuario de goce y paz.

    —Paul —voceó Diana Lee deteniendo su montura—, voy a servirle a Lexi de guía, tú sigue con los niños.

    —Caray, niña, ¿y qué son ustedes? —respondió bromeando Paul.

    —Ella es mi guía, Paul —gritó Alexis—, yo soy la turista.

    —Mmm, ¡guía y turista! ¡No faltaba más! —se mofó Paul, y advirtió—: Está bien, pero vayan despacio y cuida que tu amiguita no se caiga del caballo, niña.

    —No te preocupes, Paul, andaremos con cuidado y nos juntaremos de nuevo aquí. ¿Me copias?

    —Sí, señorita, la copio —repuso con cierto retintín.

    —Hasta luego, entonces. Diviértanse los tres —y volteándose de pronto—: y no vuelvas a llamarme señorita. Ya te dije que para ti y la nana María soy y seré siempre Diana Lee, a secas.

    —Y yo Alexis, a secas —aclaró la Pineda, imitando a su amiga.

    —Está bien, Alexis y Diana Lee, a secas —repitió Paul, divertido.

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    Minutos más tarde, las niñas se adentraban de lleno en la maleza. Luego de recorrer a caballo algunos de los contornos preferidos por Diana Lee, se encaminaron hacia el arroyuelo en el que como diosa mística se levantaba la cascada que servía de contento y lenitivo espiritual.

    Diana Lee desmontó primero con gran agilidad y ayudó después a Alexis, quien se dispuso a bajar con visible aprensión. Una vez en tierra, esta, mirándola impresionada, le preguntó:

    —¿Quién te enseñó a montar?

    —Paul me dio las primeras lecciones. Luego, el entrenador del campo hípico de la hacienda siguió enseñándome. Tenemos competencias con obstáculos de vez en cuando, ¿lo sabías?

    —No, no lo sabía.

    —Pues ya lo sabes. Siempre viene mucha gente. Incluso, amistades políticas de mi papá que traen a sus hijos para entrenar y competir. Por cierto, todos se hospedan en la casa. La pobre nana tiene que estar de un lado para otro complaciendo a todo el mundo.

    —¿Has competido alguna vez?

    —Claro que sí —afirmó Diana—. Y para tu información te diré que he ganado dos trofeos. Recuérdamelo cuando estemos de vuelta para enseñártelos.

    —Me gustaría llegar a montar como tú y participar un día en esas competencias.

    —Hablaré con Paul y entre los dos te enseñaremos. Siempre ha sido muy bueno y complaciente conmigo.

    —Para eso le pagan, ¿no?

    —No, no lo creas. Lo que pasa es que de los empleados la nana María y Paul son los únicos que nos consienten —aseguró Diana Lee—. Por eso los queremos mucho. Claro, no vayas a pensar que todo es color de rosa. A veces nos regañan y hasta se disgustan con nosotras.

    —Es natural, dicen que quien bien te quiere te hará llorar —y agregó—: A mi me caen muy bien porque desde que llegamos han sido muy amables con mi hermano y conmigo, aparte de que son muy simpáticos los dos.

    —Me alegro por ustedes. Sabes, casi siempre en las vacaciones nos venimos para acá y tanto mi hermana como yo nos dedicamos a galopar entre esta y la otra hacienda de mi tío que son colindantes.

    —¿Otra hacienda? —se extrañó Alexis—. ¿Es que Steve tiene dos haciendas?

    —Sí, ¿por qué?

    —No, por nada. Pero, ¿para qué quiere dos si vive con ustedes?

    —Es que él se vino a vivir aquí cuando mi tía Mildred murió. Estaba tan solo el pobrecito que mis padres lo convencieron para que se mudara con nosotros.

    —Creo que hicieron bien. No era justo dejarlo en una hacienda tan grande. Además, Steve es tan bueno.

    —Tú lo quieres mucho, ¿verdad?

    —Claro que lo quiero —se molestó Alexis—. ¿A qué viene esa pregunta?

    —Oye, oye, cálmate —pidió Diana con suavidad—. ¿Qué mosquito te picó?

    —A mi ninguno, ¿y a ti?

    —Entonces, ¿por qué te molestaste?

    —¿Yo me molesté? —pareció sorprenderse Alexis.

    —Olvídalo, no debí preguntarte eso. ¿Dónde vives, en Miami o en West Palm Beach?

    —En Key Biscayne —comenzó a decir Alexis—, aunque tenemos un apartamento en West Palm Beach debido al trabajo de mi papá en el hospital. A ti no te pregunto porque ya sé que vives aquí.

    —Lo que no sabes es que también vivo en una de las islas de Bay Harbor.

    —¿Bay Harbor?

    —Sí, en una residencia muy bonita que le regalaron a mi tío Steve y a mi tía Mildred cuando se casaron.

    —¿Como regalo de bodas? —preguntó Alexis con una sonrisa.

    —Creo que sí —sonrió a su vez Diana Lee—. Se las regaló el padre de ella pero al morir mi tía, tío Steve nos pidió que fuéramos a vivir allá. Ya te invitaré a pasar unos días conmigo. Estoy segura de que te va a gustar.

    —Si quieres puedo invitarte a la mía. Tenemos una casa muy grande de dos plantas. Tiene una enorme piscina y un gimnasio donde hacemos ejercicios todos los días. Steve nos visita de vez en cuando. Le voy a pedir que te lleve a pasar unos días con nosotros.

    —Me encanta la idea, así conoceré a tu mamá.

    —Y ella te conocerá a ti —y mientras contemplaba los alrededores, comentó—: Me gustaría tener una hacienda como esta. Me pregunto si algún día la tendré. Entonces, cierro los ojos y una voz muy dulce me dice: claro que sí, Alexita, tendrás una tan bonita como esta —y volviéndose con picardía—: ¿Qué me dices?

    —Que eres muy chistosa. ¿De verdad nunca has tenido una hacienda?

    La muchachita negó con la cabeza. Un pequeño silencio se produjo entonces. Era obvio que aquella preciosa vista embelesaba a las niñas. El arroyo creaba un oasis donde el menos romántico podía inspirarse y escribir sus mejores poemas. La sonoridad del agua de la cascada contribuía a forjar un ambiente de grandiosa placidez.

    —Lo que son las cosas —exclamó Diana perdiendo su mirada en la lejanía—. Unos con mucho, otros con poco y otros sin nada.

    —Esa es la vida, Dilí. Aunque yo en mi caso no puedo quejarme. Papi y mami son profesionales y vivimos muy bien. Lo único que no tenemos es una hacienda.

    —Mi familia, en cambio, tiene varias. Mi papá tiene una en Texas, a la que va muy seguido con mi mamá. Mi tío tiene estas dos y una en California. Aunque creo que la está vendiendo, o la vendió ya, no sé.

    —Bueno, dice un refrán que a quien Dios se lo dio, San Pedro se lo bendiga —rió Alexis.

    —Veo que te gustan los refranes —sonrió Diana Lee—. Mi tío los utiliza mucho. A veces hasta yo los uso, contagiada por él.

    —Mi papá y mi mamá los usan también.

    —Ya veo. Pero dime, ¿te gusta esta hacienda?

    —Muchísimo. Sobre todo este sitio que es precioso —expresó admirada—. Como esos que se ven en las películas de los grandes amores.

    —Por eso te traje —contestó Diana Lee, dejándose caer en la hierba—, porque estaba segura de que te iba a gustar. Quiero que sepas que este arroyo con su cascada representa mucho para mí.

    —¿Por qué? —preguntó Alexis tumbándose a su lado.

    —Porque si bien el arroyo es natural, aunque te parezca mentira la cascada no lo es. Es más, ni la cabaña que está al otro lado, ni la arboleda que rodea todo esto existían antes.

    Alexis la miró un tanto confusa y balbuceó:

    —N-n-no te entiendo. ¿Qué quieres decir?

    —Sucede que yo deseaba un sitio como este y mi tío que es tan bueno y me quiere tanto, hizo que construyeran la cascada y la cabaña para complacerme. Todo eso que ves a los alrededores, con árboles tan grandes y robustos, fue creado para mí.

    —¡Wao! Entonces, este sitio viene a ser así como tu refugio.

    —Poco más o menos. Cuando vengo a la hacienda paso muchas horas en la cabaña. Lo único que no hago es dormir en la noche porque mi madre no me deja. Pienso que algún día lo haré. Me gustaría, porque aquí me siento más libre para pensar, para vivir.

    —¿Necesitas esto para vivir? —quiso saber Alexis.

    —No, pero sí, como algo que me ayuda, que me hacer ver las cosas de una manera diferente.

    —Entiendo —y concentrando su mirada en los hermosos parajes que se levantaban ante su vista, preguntó—: ¿Por qué siendo un lugar tan hermoso nadie viene a visitarlo más que tú?

    —Ya te lo dije, fue creado solamente para mí —respondió Diana Lee—. Además, está muy adentrado en la espesura, escondido de la vista de todos. A decir verdad, no te sirve de camino para ir a ningún sitio. La cabaña ni siquiera puede verse de este lado porque la oculta la cascada y habría que atravesar esta o darle la vuelta a las rocas para llegar a ella.

    —¿No eres un poco egoísta al guardarte esto para ti sola?

    —Si fuera egoísta no te habría traído —se disgustó Diana Lee.

    Hubo un breve silencio en el que la niña Pineda esbozó una mueca. Luego, como quien no dijo nada, se volvió hacia la Taylor.

    —¿Es bonita por dentro?

    —¿La cabaña? Sí, lo es. Tiene una salita con muebles rústicos, un comedorcito y un cuarto con su baño. No te llevo a conocerla porque Paul nos está esperando. Pero te prometo llevarte otro día y así aprovecho para mostrarte la fuente de agua que queda más lejos.

    —Espero que me lleves pronto —exclamó Alexis entusiasmada—. Aunque me imagino que para atravesar la cascada hay que mojarse.

    —Depende. Si la atraviesas directamente seguro que te mojas. Pero si te vas a través de las rocas, el agua sólo te salpica —explicó Diana—. De cualquiera de las dos formas me gusta hacerlo. Además, como tú dijiste, es mi refugio. Ni siquiera mi hermana tiene llave para entrar y te puedo asegurar que no es egoísmo. Lo que pasa es que a Lori nunca le ha interesado. Ella prefiere los lugares donde haya gente no la naturaleza como a mí.

    Se hizo otro silencio y las niñas cruzaron una mirada.

    —Y si es tan privado para ti, ¿por qué me trajiste a mí?

    —No lo sé. Lo que sí puedo jurarte es que eres la primera persona que traigo y serás la última porque no pienso traer a nadie más.

    —Eso quiere decir que soy una privilegiada.

    —Más o menos. Tal vez te traje porque me caes bien y pensé que ibas a disfrutarlo tanto como yo —expresó Diana Lee sonriendo—. ¿Me equivoco?

    —Claro que no, tonta, ya te dije que es un sitio precioso.

    —¿Sabes lo que más me gusta?

    —¿Qué?

    —Contemplar la caída del agua y escuchar su canto. Eso me hace sentir como si estuviera en otro mundo.

    —Yo no sabía que el agua podía cantar —apuntó Alexis con una risita burlona—. Yo siempre he oído hablar de su rumor mas no de su canto.

    —¿Estás dudando de mí? —se fastidió Diana Lee—. ¡Mira, Alexis Paola! Yo no sé si el agua de otros sitios canta o no. Pero si de algo estoy segura es de que esta sí canta. Es más, me atrevería a jurártelo por mi vida.

    —Bu…bueno, dicho así —tartamudeó Alexis—, hasta yo juraría que la oigo cantar.

    —Además, su canto me transporta lejos —pronunció Diana, extasiada, y repitió—: muy lejos… y me hace sentir tan relajada que de buena gana me quedaría vagando y vagando sin parar.

    —Yo no sé si a mí me gustaría quedarme vagando sin parar —confesó Alexis, y entornando los ojos—: Veo que eres muy romántica.

    —¿Tú no?

    —S-s-sí, creo que sí. Sólo que yo no tengo un lugar como este adonde ir todos los días y sentirme como tú.

    —Si vivieras por aquí yo te daría permiso para que visitaras mi refugio cada vez que lo desearas. Sería también tu refugio, ¿te gustaría?

    —¡Claro! —admitió Alexis abriendo los ojos—. ¿A quién no? ¿En qué piensas cuando vienes?

    —En muchas cosas. Sueño, por ejemplo, que soy una gran pianista, que me presento en los grandes escenarios del mundo y me aplauden miles y miles de personas —y mientras lo decía, los ojos le brillaban a Diana Lee.

    —Mmm, casi nada.

    —Es un sueño que algún día puede hacerse realidad aunque hoy te parezca imposible.

    —Dicen que soñar no cuesta nada —comenzó a decir Alexis sin entusiasmo—, y si en verdad te gusta la música, pues…

    —Claro que me gusta, por algo la estoy estudiando. ¿A ti no te gusta?

    —Mira si no me gusta, que estoy estudiando danza y ballet desde que tengo uso de razón. Creo que mi mamá quiso ser bailarina clásica y como no pudo lograrlo me lo inculcó a mí. Comencé en New York y ahora sigo en Miami. Por cierto, la escuela suele presentar eventos en los que bailamos de vez en cuando. Si quieres, cuando me toque bailar de nuevo te invito para que vayas a verme. Sólo me lo dejas saber y te mandamos una invitación.

    —Me gustaría mucho verte —respondió Diana Lee, ilusionada—. ¿En qué escuela estás estudiando?

    —En la Academia Jussieu Le Blois que está en Miami Beach.

    —¿Son franceses?

    —Sí, pero llevan muchos años viviendo en los Estados Unidos.

    —Mi madre es francesa por parte de mi abuelo e inglesa por parte de mi abuela —dijo Diana Lee—. Su nombre completo es Sylvie Du Bellay Evans —y riendo con sorna—, de Taylor, por supuesto.

    —Mi papá es cubano y mi mamá italiana.

    —¿Cómo dijiste que se llama la Academia?

    —Jussieu Le Blois. Sus dueños son Jean Paul Jussieu y Chantal Le Blois. También lo son del teatro y la compañía de ballet Jussieu Le Blois. Tienen una hija que se llama Beverly que estudia ballet conmigo.

    Ella prefiere la coreografía pero Jean Paul dice que es muy joven todavía para eso.

    —¿Es menor que tú?

    —No, yo tengo diez, como tú, ella tiene doce. Somos grandes amigas y nos llevamos muy bien. Siempre nos contamos todo, no tenemos secretos entre nosotras.

    —Yo quiero ser tu mejor amiga, Lexi.

    —Ya lo somos, ¿no?

    —Sí, claro, es verdad —rió la jovencita, e inquirió—: ¿Bailas bien?

    —Madame Le Blois dice que sí pero que no debo dejar de practicar ni un solo día. Yo digo que depende de cómo me sienta. Y tú, ¿qué instrumento estás aprendiendo?

    —El piano —se apresuró a decir con orgullo—. Me gusta porque me hace sentir distinta, como si me trasladara a otro universo.

    —Por lo visto a ti todo te hace sentir distinta.

    —¿Qué quieres que haga si así me siento? —contestó Diana Lee.

    —¿Y en qué te hace sentir distinta el piano?

    —N-n-no sé, no te lo podría explicar. Es una sensación rara. Algo así como… si estuviera volando todo el tiempo, tan alto, tan alto, que casi llego al cielo. Y tú, ¿qué sueñas?, ¿qué te gustaría ser cuando seas grande?

    La niña Pineda no pareció escuchar la pregunta. Había quedado absorta en sus pensamientos y daba la impresión de que meditaba el sentido de cada una de las palabras que con tanta sutileza expresara Diana Lee. Esta, al percatarse del influjo producido en el ánimo de su amiga, insistió:

    —Lexi, te hice una pregunta. ¿Qué te gustaría ser en un futuro?

    —¿Quién te enseñó a decir esas cosas tan bonitas? —respondió Alexis con otra pregunta.

    —No sabía que yo dijera cosas tan bonitas pero si tú lo dices… —y sonriendo con picardía, inquirió—: ¿Acaso te impresioné?

    —Por favor, no es para tanto. Me parece que presumes demasiado, que te crees una mujer —le soltó Alexis sin pensarlo.

    —Soy una mujer —afirmó Diana Lee con altivez.

    —Soy una mujer —repitió Alexis imitando el tono de su voz—. Pues para que te enteres, yo también soy una mujer y sé hablar tan bonito como tú —y adoptando aires de suficiencia, se estiró—: Algún día te lo voy a demostrar.

    —Me parece muy bien pero no me has contestado aún. ¿Qué te gustaría ser cuando seas mayor? ¿Ballerina?

    —No sé, no lo he pensado. Quizás, médico. Sí, quiero ser médico como mi papá, como mis abuelos y como Steve —y con la expresión de una niña traviesa, vaticinó—: Algún día te curaré.

    —Algún día yo tocaré el piano para ti —predijo Diana con cierta complicidad.

    —¿Y me llevarás a volar contigo alto, muy alto, hasta llegar al cielo?

    —Si tú quieres —expresó sonriente Diana Lee.

    —Claro que quiero.

    —Pues no se hable más. Te llevaré a volar conmigo y juntas llegaremos al cielo —exclamó girando varias veces con los brazos en alto.

    —¿Prometido?

    —Prometido, Mademoiselle —se inclinó la Taylor con gracia.

    —¡Hecho! —dijo Alexis tendiendo su mano, la que Diana Lee no tardó en estrechar para dar por sellado el pacto que, de alguna manera, uniría sus vidas para siempre.

    3

    Bay Harbor se halla situada en el área metropolitana del sur de la Florida donde Miami constituye la urbe más grande y se le llama con orgullo La Capital del Sol. Las fabulosas playas, el clima subtropical y su proximidad al Océano Atlántico, han hecho de este importante puerto de mar uno de los centros turísticos más conocidos y visitados de Norteamérica. Más allá de las aguas de su bahía que despiden luces de múltiples colores, se yerguen los rascacielos que, junto a su vegetación, ambiente tropical y deslumbrante sol, han hecho de la ciudad miamense un paraíso terrenal.

    Tres años transcurrieron desde que Alexis Pineda y Diana Lee Taylor, por capricho del destino, entrecruzaran sus vidas.

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    Diana citó a su tío en el salón de música de la lujosa residencia que poseían en Bay Harbor. Un hermoso piano ocupaba el centro de la habitación cuyas paredes, construidas a prueba de ruidos, estaban decoradas con pentagramas y notas musicales. Allí se reunió con Steve a fin de plantearle un asunto, según ella, de suma importancia. Y allí, en la privacidad de sus cuatro paredes, la chiquilla de trece años se disponía a expresarle al tío, dispuesto siempre a complacerla, su más caro y codiciado anhelo.

    Steven la estuvo observando por unos segundos esperando el inicio de una plática que no acababa de producirse y cuyo móvil no conseguía adivinar. De pronto decidió romper el silencio:

    —Bien, princesa, ¿qué es eso tan importante que tienes que decirme?

    Diana Lee no respondió. En su lugar caminó por la estancia bajo la interrogante mirada que le dirigía Steve. El andar juvenil denotaba tal nerviosismo que el médico comenzó a preocuparse y trató de animarla a exteriorizar sus pensamientos:

    —¿Qué pasa, princesa? ¿No te decides, sientes miedo?

    —No es eso, tío —habló por fin—. Es que… bueno, a decir verdad, creo que sí. Ahora que te tengo delante siento un poco de miedo.

    —¿Y a qué se debe tu miedo si puede saberse?

    —A que me digas que no a lo que quiero pedirte.

    —¿No crees que estás adelantándote a los acontecimientos? Dices que quieres pedirme algo, okey, pídemelo y dame la opción de responderte sí o no.

    —Ese es el problema, tío, que yo no quiero darte opciones —apuntó la jovencita—. Quiero un sí rotundo sin preguntas ni respuestas.

    El hombre dudó, luego:

    —Está bien, Diana Lee, dime lo que sea. Ya buscaremos una solución que nos convenga y satisfaga a los dos. Nunca antes vacilaste tanto en pedirme algo, lo que me hace sospechar que esto de hoy es más serio.

    —Depende de cómo lo mires. Me parece que, por tratarse de ti, no es tan serio como supones. Tú eres millonario, tus negocios y propiedades te garantizan una gran entrada de dinero. Tienes lo que no vas a gastar en toda tu vida.

    —Que yo sepa tú también eres millonaria —le

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