Otro Camino
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En Frampo, aldea del imaginario pueblo de Shtetl, las rigurosas condiciones ambientales han esculpido una sociedad solidaria y sensible; cada poblador tiene su rol, y todos deben trabajar por la armonía de la comunidad.
El equilibrio como modelo de existencia, buscado y sostenido por las criaturas protagonistas de esta novela, amenaza trizarse cuando uno de sus elementos entra en crisis y provoca una ruptura.
Ahora surge la posibilidad de transitar «otro camino»: germina la tentación de probar algo diferente, a pesar del miedo y la incertidumbre que sobrevienen cuando se elige en la encrucijada.
Para pergeñar su relato, Sergio Gaut vel Hartman creó una humanidad distinta, que habita en un mundo precario, donde la escasez es el factor determinante de las conductas y sistemas. Otro camino se transforma, así, en una forma de diseñar una propuesta provocativa, alcanzando el límite de lo real y conocido para internarse en un territorio misterioso, sombrío... aunque sospechosamente parecido al nuestro.
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Otro Camino - Sergio Gaut vel Hartman
UNO – Leike
Leike entró a la morada del zapatero y lo saludó con una reverencia burlona.
—Necesito calzado, Zeilek; estas sandalias están destrozadas.
Zeilek hizo un gesto displicente con la mano señalando una estantería en la que estaban apoyados zapatos, escarpines y sandalias. Había once pares, de diferente forma y utilidad. Leike los examinó con cuidado y señaló unas sandalias de zidal teñidas de rojo con adornos de piedra; no eran ninguna maravilla y seguramente eran demasiado grandes para ella, pero los otros diez pares lucían realmente feos.
—Podría hacerte el calzado que desees —dijo Zeilek cuando sorprendió el gesto desencantado de Leike—, pero no se me ocurre qué me darías a cambio.
—Un collar —se apresuró a decir Leike—, enhebrado con piedras brillantes de la cantera de Tzure, la que está al sur del camino viejo, detrás del campo de espinos. He creado joyas muy delicadas.
—¿Para qué las querría? No necesito tus adornos —dijo el zapatero, hosco—. ¿Te parece que podría ir tras las hembras jóvenes para conquistarlas obsequiándoles tus joyas? Mi tiempo ya pasó, Leike. Podría aceptarte una buena garrafa de linfa, pero las hembras no tienen linfa para concertar.
— Tengo hierbas, hierbas frescas —dijo Leike metiendo la mano en el morral—. Acabo de cosecharlas.
—¿De tu huerta? Si mal no recuerdo la última vez que concertamos me diste hierbas amargas. Las tuyas son las menos apetecibles de todo el valle de Frampo.
—Estas son hierbas dulces; no te estoy engañando. —Leike olió el puñado de hierbas y se las tendió a Zeilek para que hiciera lo mismo.
—Tal vez sean dulces, sí, aunque nunca se está seguro del sabor hasta que están cocidas. Preferiría algunas vainas.
—No tengo vainas, y no seas tan desconfiado, zapatero. Gracias a mis hierbas tus próximas comidas serán más apetitosas de lo que jamás hubieran sido.
Zeilek recordó los tiempos pasados, cuando Malke cocinaba para él; sintió la punzada del dolor y apartó las imágenes sombrías.
—De acuerdo. Te haré un par de sandalias. —dijo.
—Quiero que sean azules —se apresuró a indicar Leike—, con una hebilla plateada... como esa, así. —Señaló unos zapatos blancos con hebillas, cubiertos de polvo, tal vez una faena torpe del zapatero que nadie había tenido en cuenta. Zeilek, por pereza o picardía, interpretó que Leike elegía los zapatos y no la hebilla.
—Los teñiré de azul —dijo, atrapándolos como si fueran animales, tal vez satisfecho por deshacerse de esos zapatos, y feliz por haber resuelto el asunto casi sin trabajar; no veía el momento de que la hembra se fuera. Leike, en cambio, se reprochó la ligereza con que había manejado el tema. No le gustaban esos zapatos blancos y la tintura azul no lograría disimular su aspecto. Pero le daba vergüenza regatear, vulnerando el equilibrio con una conducta caprichosa. Equilibrio no es simetría, se dijo. Tendría que elegir entre las feas sandalias rojas o los zapatos blancos teñidos de azul, decididamente horribles. Había hecho un acuerdo desventajoso, como siempre. ¡Era un desastre! Se miró las viejas sandalias destrozadas y supo que no tendría más remedio que aceptar lo que Zeilek le quisiera dar: no resistirían otro viaje. Después de todo, se dijo, el calzado es sólo para caminar.
Se detuvo en la puerta de la morada de Zeilek con las sandalias viejas en la mano, vacilando entre arrojarlas a un costado del camino o cargarlas para intentar un acuerdo en otra parte. Era absurdo: nadie querría unas sandalias arruinadas por el uso. ¿Nadie? Nunca se sabe. Abrió el morral y las guardó; habría tiempo para deshacerse de ellas más adelante. Observó los densos nubarrones que presagiaban rasel, y por un momento temió que el viento, con sus ráfagas como latigazos, la sorprendiera a cielo abierto. Recordó que las lunas se alzaban muy de madrugada y tras el crepúsculo seguiría un largo lapso sin luz natural; debía apresurarse. Tenía hierbas y necesitaba algo de carne para guisar. Shmil, el trampero, era una buena posibilidad. Trepó la cuesta con dificultad, sujetándose con el último aliento de las ramas bajas de un broid que crecía en la cima; del árbol, como había imaginado, no colgaba un solo fruto. Ante ella se abría el camino al pozo de agua y un sendero apenas perceptible que conducía a la morada de Shmil. Le gustaba el trampero; era hábil, fuerte, áspero, aunque un tanto apático. Aún así, prefería su carácter al de otros, quizás más amables, pero falsos. Se internó por la senda evitando cuidadosamente el roce de las matas espinosas mientras canturreaba un son aprendido de Itzok, su hermano. Las matas amenazaban con borrar por completo el sendero, demostrando una capacidad de crecimiento poco acorde con el de otros vegetales. Se detuvo a observar los hongos que parecían estar tomando por asalto los matorrales, desde el suelo arenoso hasta las crestas rematadas por pinchos rojos. Debería componer una canción que hablara de ese asunto: el crecimiento. Todo crece, más o menos lentamente; todo cambia, todo el tiempo; lo perceptible y lo imperceptible. Las cosas pueden llegar a cambiar tanto que ya no se las logre reconocer. Tenía la idea; ahora la melodía. Probó dos o tres sonidos y los descartó; se parecían sospechosamente a los de la canción de Itzok. Produjo un sonido bajo, sordo, y le gustó. Se le ocurrió que si el tema de la canción era serio, grave, merecería un sonido acorde, aunque no supiera bien por qué. Hizo un gesto para expulsar cualquier idea derrotista y repitió el sonido dos o tres veces, para estar segura de no olvidarlo y apuró el paso con la intención de llegar a la morada de Shmil antes de que las sombras difuminaran por completo el contorno de la senda. En una noche sin lunas podría perderse entre los matorrales, viéndose obligada a permanecer muchas horas a la intemperie.
La morada de Shmil era tosca, como su ocupante. Había sido construida en la roca muchas estaciones atrás, horadándola con instrumentos de piedra, aunque nadie se había tomado el trabajo de ampliarla o reformarla en las últimas tres generaciones. Shmil respetaba la tradición, favorecido por su propio carácter abúlico. Leike entró a la morada y saludó a Shmil con una reverencia, sin burla esta vez.
—Necesito carne, Shmil —dijo sin preámbulos.
—No tengo —respondió Shmil, hostil. Estaba sentado junto al fuego, de espaldas a la entrada, removiendo las brasas con una vara. Ni siquiera giró la cabeza.
—Vamos. —Leike trató de parecer casual, pero se relamió ante la simple idea de un falen deshaciéndose en la cazuela entre hierbas, a fuego lento—. ¿Se rehúsa a concertar con una amiga de la infancia?
—No tengo carne —insistió Shmil—. Y no me interesa concertar; no necesito hierbas.
—Entonces te propongo que concertemos otro canje —insistió Leike—. Tengo hambre —susurró—. Te ofrezco una joya. Nunca me has aceptado una.
—¿Para qué querría una de tus joyas, a quién se la daría? No quiero tratos, Leike —dijo Shmil—. Podría cambiarte un falen por sal o por un corazón de bende, pero no tengo voluntad de concertar con hembras. Siempre salgo perdiendo.
—Tengo zapatos nuevos —dijo Leike, como si no hubiera reparado en el rechazo.
—Eso es bueno. —Shmil hizo una pausa y volvió a mover las brasas; su hostilidad era material, casi se la podía percibir flotando en el aire cargado del hogar.
—Hemos concertado otras veces —dijo Leike. Se sacó uno de los zapatos y jugueteó con la hebilla; la tintura no estaba del todo seca y descubrió que se había manchado los dedos; no le importó—. No es obligatorio concertar, pero no me obligues a repetir que tengo hambre. Sería desagradable sentir que estoy mendigando. Los de Frampo no mendigamos.
—Otras veces sí, hoy no —replicó Shmil, cortante—. Ya te dije que no quiero perder en el trueque una vez más. Entiendo que tengas hambre, pero también advierto que nadie desea concertar contigo. Por algo será. Esas cosas ocurren.
—Podríamos tener una hija —disparó Leike. La frase golpeó contra la hostilidad de Shmil; era demasiado brutal como para no tomarla en consideración. Compartir la prole no es la clase de propuesta que se hace a la ligera, por una pieza de carne.
—¿Una hija? ¿Nosotros? —La perplejidad de Shmil hizo que abandonara la vara en el fuego; el humo acre del bende quemado inundó la morada. El trampero retiró la vara y apagó la llama frotándola contra la rugosa piedra del hogar.
—¿Por qué no? —Leike se aproximó a Shmil y trató de ponerle una mano en el hombro, pero él la rechazó.
—No. Es demasiado obvio. Tu único interés es la carne. Te conozco, Leike. A veces tus modales me producen cierta repugnancia.
—Eso es injusto; estás interpretando mal mis palabras. —Leike giró bruscamente, dando la espalda al trampero.
—Eso es asunto tuyo. Yo interpreto lo que quiero —replicó Shmil, obstinado—. Si digo no, es no.
—Amo a Mendl, pero ya he tenido un hijo con él y ahora quiero tener la hija que me corresponde. Javel ya es mayor y yo me estoy poniendo vieja. Pronto dejaré de ser fértil. ¿Por qué no hacerlo? Yo te aprecio, Shmil.
—No me