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El viaje de Haidi
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Libro electrónico451 páginas6 horas

El viaje de Haidi

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Afectada por un trastorno pulmonar degenerativo, Haidi Grams carga con el lastre de la negligencia y el desamor de su padre, quien marcó su alma con huella indeleble, convirtiéndola en una muchacha derrotista y retraída. Tras pasar la adolescencia en un centro de menores, se ve obligada a buscar el único remedio para su enfermedad en Inglaterra, país caracterizado en esa época por tajantes medidas contra inmigración. Allí se embarca en una tórrida aventura con el irresistible Lord Ashley, a quien cautiva por completo con su cabello bermejo, su escasa talla y su candor pero éste, escarmentado de sus anteriores relaciones, se muestra receloso y mezquino con sus privilegios y su poder. Ignora que a Haidi apenas le queda tiempo.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento8 jul 2021
ISBN9788418337833
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    El viaje de Haidi - Lovelace

    EL VIAJE DE HAIDI

    LOVELACE

    ISBN: 978-84-18766-91-6

    2ª edición, noviembre de 2022.

    Conversão para formato e-Book: Lucia Quaresma

    Editorial Autografía

    Carrer d’Aragó, 472, 5º – 08013 Barcelona

    www.autografia.es

    Reservados todos los derechos.

    Está prohibida la reproducción de este libro con fines comerciales sin el permiso de los autores y de la Editorial Autografía.

    UNA NOVELA EN CUATRO PARTES

    Prólogo

    PRIMERA PARTE

    -Una cruda introducción-

    1962, Barcelona

    SEGUNDA PARTE

    -Rehén de sus sombras-

    1983, Newcastle upon Tyne

    TERCERA PARTE

    -La aceptación de bien poco-

    CUARTA PARTE

    -La luz de un futuro incierto-

    Epílogo

    Prólogo

    Esta es una historia de ficción en la cual se abarcan distintos géneros: el drama, por las primeras vivencias y la situación personal de la protagonista; el romance, por la intensa relación que vive; y, por último, la psicología, por el detallado análisis de la evolución de sus pensamientos.

    Quisiera declarar que el tercer punto es absolutamente autobiográfico. Por motivos diferentes a los de Haidi, he atravesado las diversas fases que habitualmente se suceden ante una adversidad inexorable e inesperada: negación, depresión, victimismo, aceptación y, finalmente, superación. A lo largo de la novela intento aleccionar a mi heroína, compartiendo con ella el aprendizaje por mí realizado; la llevo de la mano durante todo el camino, regañándola cuando retrocede o se estanca en su evolución, congratulándola cuando avanza. Tanto si me dirijo a ella como si me aparto por unos momentos de la narración, lo hago en letra cursiva para que el lector capte fácilmente dichos cambios en el discurso.

    En mi caso particular, tengo la convicción de que la aceptación y la superación han venido gracias a la práctica del chikung, una técnica ancestral china, una especie de meditación en movimiento que me ha enseñado a apreciar no solo las cosas pequeñas o los instantes de alegría, sino también las circunstancias trascendentales que erróneamente damos por supuesto, creando así una barrera —invisible pero difícil de saltar— entre tales atributos y nuestra percepción. Magníficos tesoros como la salud, el hogar, la familia o la amistad a menudo son subestimados simplemente porque ya los tenemos.

    Ahora bien, no es mi intención adoctrinar ni adoptar un papel de superioridad que en absoluto merezco; tan solo transmitir al máximo número de personas la premisa que yo he aprendido y es que, en la sempiterna búsqueda de la felicidad, no nos damos cuenta de que ya somos felices. Quizá, de no ser por el apasionado romance entre Haidi y Alistair, este podría ser catalogado como un práctico libro de autoayuda.

    Por otro lado, deseo puntualizar que los datos culturales aquí mencionados son verídicos. La obra está dividida en cuatro partes, sucediendo el grueso de la narración durante los últimos tres meses de 1983. De la segunda parte en adelante, el texto adquiere el formato de un diario que recoge las experiencias y el sentir de la protagonista; las fechas siguen el calendario de dicho año.

    Asimismo, como amante de la música pop de los ochenta, hago numerosas referencias a canciones de la época. Comprobé minuciosamente que todos los títulos incluidos hubieran sido lanzados en 1983 o antes; se citan, por ejemplo, el famoso videoclip de Thriller de Michael Jackson, el cual se estrenó el 2 de diciembre de 1983, o el tema Tainted Love de Soft Cell, que vio la luz en 1981.

    También se hace alusión a otros eventos como el Rally de Gran Bretaña que tuvo lugar en Bath poco antes de que los protagonistas se conozcan en la ficción o los dos desafortunados accidentes aéreos ocurridos en el aeropuerto de Barajas con tan solo diez días de diferencia (27 de noviembre y 7 de diciembre).

    Por último, quisiera expresar que no existe un motivo específico que me haya inducido a escoger la fibrosis quística por encima de otras enfermedades. Cayó en mis manos un artículo sobre esta alteración y, a partir de ahí, me documenté más a fondo. Confieso que resultó complejo recopilar información de cuatro décadas atrás, puesto que la gran avalancha de entradas en Internet es, en su mayoría, reciente; por esta razón me excuso por las posibles inexactitudes que puedan aparecer en el relato. En cualquier caso, no hay que olvidar que estamos ante una novela y algunos puntos han sido extremados para mayor efecto dramático.

    Huelga decir que, habiendo descubierto la realidad de esta afección, me satisface enormemente saber que en la actualidad los pacientes tienen a su alcance un sistema de detección precoz, así como un abanico más amplio de tratamientos y mayor accesibilidad a los mismos, proporcionando estabilidad y seguridad a su estado fisiológico.

    Únicamente me queda pedir al lector que se deje llevar por la ficción y desearle de todo corazón que disfrute de la historia y que, al finalizarla, quede con la agradable sensación de que la vida es el regalo más valioso que tenemos y de que está repleta de momentos maravillosos que —aun siendo subliminales— nos colman de felicidad.

    Ángela Landete Arnal

    Lovelace

    PRIMERA PARTE

    -Una cruda introducción-

    1962, Barcelona

    1

    Una imagen, un ambiente frío e inhóspito, ese desagradable hedor a humedad, el constante y rítmico plic, plic, plic de un grifo que gotea… y en un rincón sentadas dos personas, no… dos marginados de la sociedad pasando el rato, matando el rato, matándose; las malas elecciones y un tren llamado Mala Suerte les ha llevado hasta allí. Su historia no es grata, pero os la voy a contar de un plumazo, ya que es la base de lo que vendrá después.

    Tras inyectársela en el muslo, Anabel Marnet le pasó la jeringuilla medio cargada a Tomás. La demacrada pelirroja recostó la cabeza en la pared. Su pulso cardíaco y su respiración disminuyeron y el mundo parecía ir más lento. Toda sensación de dolor quedó bloqueada por un sueño de felicidad donde se sentía cobijada en un confortable lugar, sin un ápice de espacio para los problemas.

    Un paraíso irreal.

    Compartían las jeringas como compartían todo lo demás: la risa fácil, la felicidad aparente, la despreocupación, la preocupación por conseguir el siguiente chute, lo que ellos tomaban por comida, el espacio o más bien la falta de este…

    Ocupaban un minúsculo entresuelo decorado con polvo y telarañas, un habitáculo en una calle perdida del casco antiguo de Barcelona donde años atrás residió la portera del mismo bloque, unos escasos metros cuadrados donde fornicaban como locos, consumían sustancias y, después, dormían aturdidos. Subsistían con el mínimo alimento, dados a gastarse los cuatro cuartos que les entraban en droga, bebida y cigarrillos, ya que él —fumador empedernido— encendía un pitillo con otro.

    Era el principio de la década de los sesenta. En los rincones más rastreros de las calles de la ciudad encontraban sin dificultad la droga mágica que les hacía olvidar todas sus miserias: la heroína. Si no lograban acceder a ella, se conformaban con el alcohol, siempre abundante cuando las manos son largas y la vergüenza nula; asimismo, las colillas y los paquetes vacíos de tabaco se acumulaban al lado del colchón que les hacía de cama, hasta que uno de los dos —normalmente Anabel— los recogía y los echaba dentro de la bolsa que colgaba del tirador de un armario.

    Un oscuro rincón dentro de una bulliciosa capital.

    Las drogas. Eso era lo que a ellos les daba la vida o así estaban dispuestos a creerlo. ¿Cómo es posible que no se percataran del autoengaño que esa creencia suponía? Como decía mi madre, «me hago cruces…». Aunque, bien pensado, quizá sí se daban cuenta, pero, en una situación desventurada como la suya, para mirar con valentía a los ojos de la cruda realidad hay que estar dispuesto a buscar una salida factible, y ellos no estaban por la labor. En fin… Tomás y Anabel, engañándose a sí mismos, se daban por satisfechos obteniendo el polvo para su felicidad onírica, el cual les dotaba de la capacidad necesaria para ignorar la sordidez a su alrededor: las paredes agrietadas antaño blancas, ahora llenas de suciedad y de goterones de Dios sabe qué, los azulejos azul claro desconchados del rincón que hacía las veces de cocina, las manchas de humedad que daba frío verlas, el cristal roto de una única ventana por donde entraban todos los ruidos habidos y por haber que cualquier capital sufre día y noche, así como las corrientes de aire invernal del mes de febrero.

    En ese hostil y cochambroso sitio pasaban las horas.

    Ahora que ya os hacéis una idea del escenario, ¿queréis que os presente a la pareja que vive allí? Quizá no os resulten harto simpáticos pero, ya os lo he dicho, mala suerte y malas elecciones.

    Tomás Grams, quien pocos años atrás había sido un guapo y prometedor adolescente, se había convertido en un pelagatos enjuto y desaliñado que lucía barba y bigote por la pereza de asearse o afeitarse; un pobre desgraciado de veintitrés años huido del hotel paterno, convencido de que cualquier otro lugar sería mejor que la casa de sus padres, donde no le habían permitido actuar a su libre albedrío. Total, para meterse en trifulcas con el submundo de la droga. Curiosamente, y a pesar de las desavenencias entre ellos, era el padre quien pagaba el antro que habitaba el hijo con su amiga.

    Con la jeringuilla tirada en el suelo, viajando mentalmente a un falso paraíso de los sentidos, observaba a la yonqui inconsciente echada a su lado; le caía un hilillo de saliva por la comisura de los labios. El precio que había pagado por tal supuesta libertad era demasiado alto. Sin trabajo ni perspectivas de ello, había desembocado en este deprimente tugurio con una heroinómana, viviendo del hurto fácil y de los contenedores de basura para hacerse con lo poco que necesitaban: drogas, tabaco y algo que llevarse a la boca.

    La historia de Anabel no era más afortunada. Escapó con dieciséis años de un hogar que se cansó de compartir con su infeliz madre y el pordiosero que tenía por padrastro, asustada y marcada por las miradas y tocamientos a los que él la sometía en cuanto la madre se ausentaba. Ahora, a los dieciocho, lo único que conservaba de la adolescencia era su cabellera anaranjada, atrás habían quedado su tersura y frescor para dar paso a la extrema delgadez y a las incipientes arrugas causadas por la mala vida; había deambulado durante dos años como un barco a la deriva, siguiendo una trayectoria de empleos precarios y novios repulsivos, confluyendo en lo que tenía ahora, una vida que la gente decente jamás llamaría vida, sin medios, sin futuro… Eso sí, con Tomás, un borracho drogadicto por pareja, que andaba con trapicheos para adquirir las sustancias necesarias para ser felices.

    Se habían conocido hacía unos pocos meses, ¿cinco, seis…? Anabel había olvidado la fecha… La niebla mental que empañaba sus sentidos crecía en densidad, su cerebro estaba aletargado y no conseguía situar ningún hecho en la línea del tiempo; confundía la tarde con la mañana, la noche con el día… Cada vez eran más frecuentes los períodos de inconsciencia o semi coma durante los que no comía ni se aseaba.

    Ni tomaba los anticonceptivos que debía.

    Lo que sí recordaban tanto uno como otro era el porqué se conocieron, ¡ah! la irresistible atracción física que no podían combatir. Algo bueno tenían que tener, pobres gentes. Vivían poco más que para el sexo y las drogas; si aquellas churretosas paredes hablaran… Los momentos de efervescencia era lo único grato de lo que gozaban; les servían para alcanzar placer, descargar tensión, matar el rato y entrar en calor, pues el frío invernal que hacía en su mísera madriguera se palpaba con las manos. El resto del tiempo estaba teñido de inmundicia, gritos, peleas y embriaguez en diversos grados.

    Y pregunto yo, ¿creéis que en este sórdido contexto hay cabida para alguien más?

    Oh, sí lo hay, sí.

    Y ese alguien más, por insignificante que sea, ¿será bien recibido?

    ¡Ay, Dios mío!

    2

    Pues no.

    En este marco de lujuria y vicio la pequeña Haidi no fue bienvenida cuando vio la luz por vez primera el 15 de diciembre de 1962. Tomás, en particular, se quejaba malhumorado de que el constante llanto del bebé le provocaba una migraña y un malestar insoportables; no se le ocurría atribuirlo a la resaca del alcohol y a la heroína que se inyectaba a diario, aunque —¿qué queréis que os diga?— cuando le faltaba su material, su estado era todavía peor, como el de un perro rabioso a punto de atacar. Desde el primer instante de vida, la niña fue para él un parásito que les restaría la poca miseria que tenían y que les daría faena que hacer. Y la detestó por ello.

    En comparación, Anabel tenía un finísimo vestigio de maternidad. Si estaba consciente y más o menos lúcida, le ofrecía algún que otro mimo y le acercaba un biberón de leche. Contemplaba al bebé, lamentando en lo más hondo no haberle podido dar algo mejor, pero las circunstancias eran las que eran y nunca compartió tal incertidumbre con su compañero. Fue ella quien escogió el nombre de la niña en honor a la protagonista de su cuento preferido de la infancia: un nombre germánico con la hache aspirada como una jota suave, no muda.

    Ni uno ni otro contaba con las aptitudes necesarias para encargarse de una criatura, no habían tenido tiempo de aprenderlas ni la disposición para ello. No eran personas de mal corazón, en absoluto; eran drogadictos que vivían inmersos en su ambiente marginal, dos enfermos desgraciados que necesitaban que alguien cuidase de ellos y les arrancara de aquella miserable subsistencia. Pero esa alternativa no se iba a dar, ya os lo anticipo.

    La cría nació y creció envuelta en humo de tabaco, droga, malos modos y escasez, sin apenas alimento, sin cariño, sin nada. A los quince meses su estómago se había adaptado a lo poco, poquísimo que recibía de sus progenitores y, dócil por naturaleza, pronto dejó de llorar de hambre. Al cabo de un tiempo, también dejó de llorar para que la cogieran en brazos. O para que le cambiaran el pañal sucio. Perspicaz, había aprendido a pasos agigantados que las personas de quienes dependía poca atención iban a prestar a sus llantos, y se convirtió en una niña extrañamente silenciosa.

    Pero, ante una situación adversa, ¿cuántos mecanismos de defensa puede emplear nuestro cuerpo? ¿O nuestra mente? Una infinidad.

    Por ejemplo, el reemplazo de una cosa por otra. Haidi pasaba horas en el rincón donde se hallaba su colchón, chupándose el pulgar y con la orejita pegada a la pringada pared, pues el sonido que le llegaba a través de ella —la melodía armoniosa de un violín que alguien tañía— le aportaba paz y tranquilidad; sin ofrecer resistencia alguna, permitía que el sonido envolvente la poseyera y que las notas suplieran las palabras amorosas y los arrumacos que nadie le daba. Aquella música maravillosa nutría su corazón y su sensibilidad, compensando al menos una escueta porción de sus carencias.

    Por otro lado, la escasez y la desatención le estaban pasando factura, haciéndola flaca y enfermiza; nadie se preocupaba de llevarla al médico cuando se constipaba y se le cargaba el pecho de mucosidad. Se limitaban a comprar en la farmacia algún jarabe que a la criatura no le servía de nada, pues lo que padecía no era un simple catarro, como ya se descubriría más adelante. La madre, con la cabeza alelada de las drogas, solo estaba de cuerpo presente, mientras que el padre apenas estaba; ni uno ni otro se encontraba a la altura de la responsabilidad que conlleva tener una criatura en casa.

    Claro que… Dios aprieta pero no ahoga, o eso dicen. Graciosamente, una de las cualidades esenciales de Haidi, otro de sus mecanismos de defensa y el que más la protegería a lo largo de su vida, era la resiliencia. Sea como fuere, se fue adaptando en cuerpo y mente a su entorno, de modo que lo que para otros habría sido una vida de esperpento para ella fue su existencia, si bien descolorida e insípida en grado superlativo, pintada tan solo por el tinte de la desazón.

    Aquellos dos descuidaban hasta las subidas de fiebre que tenía, en principio, sin motivo aparente. La pareja seguía a lo suyo, su vida insalubre, sus vicios, su sexo desenfrenado, su semi inconsciencia permanente, en una especie de huida hacia delante, un torbellino que solamente podía concluir con un estrepitoso desastre.

    Una tarde, Anabel miraba a la pequeña y, colmada de la despreocupación efímera y la languidez que proporciona el alcohol, tocó con su esquelética mano los mofletes enrojecidos. Con cierto grado de alarma —el que el estupor le permitía— se dirigió a Tomás.

    —La niña está caliente otra vez…

    —¡Qué coño! Está de puta madre… —replicó sin siquiera mirar a la chiquilla.

    La madre estaba ebria y no se veía con fuerzas para salir de casa y llevarla a un médico; insistió aun a sabiendas de que esperar a que lo hiciera su compañero era, por descontado, ficticio.

    —Mírala… ¿No deberíamos llevarla al hospital?

    —No creo… Tú, ven aquí, nena, ven…

    La asió del brazo y tiró de ella hacia el colchón. Anabel obedeció y se estiró a su lado, notando en la pierna el abultado deseo de este y, cediendo a su propia pasión, se olvidó enteramente del calor en la piel de su hija. Se hallaba bajo los efectos del alcohol, era una heroinómana y, como tal, una enferma que precisaba ayuda urgente, pero no la recibió. La suerte llevaba años sin cruzarse por su camino.

    Sin embargo, sí que se cruzó por el de Haidi. Era una inusitada maravilla de la naturaleza que la cría despertara un día tras otro en aquellas circunstancias, carente de alimento, de higiene y de mimo, durmiendo largas horas para combatir el mal de estómago causado por el hambre y el mal de alma causado por el abandono. Dentro de su ser poseía una fuerza que la sostenía, una luz que le proporcionaba la energía suficiente, sino para prosperar, al menos para mantenerse. Una luz interior que, de haberse visto, habría resultado cegadora.

    ***

    Un día Tomás llegó a casa y encontró a Anabel tirada como un saco de patatas en la cama… ¿Dormida, inconsciente, borracha, drogada? Todo era posible… Había una jeringuilla utilizada en el suelo y una botella de ginebra vacía, pero no recordaba si eran de la noche anterior. O de dos noches atrás.

    —¡Tú, despierta, marmota! —rugió con desdén.

    Tenía ganas de sexo y le contrariaba que no estuviera dispuesta. Se acercó a ella y la sacudió del hombro, barajando la idea de hacérselo dormida.

    Haidi, que por aquel entonces contaba poco más de dos años, miraba desde su rincón del tugurio con ojos tristes. La estancia hedía a pañal sucio y el afán con el que la niña se chupaba el pulgar indicaba que estaba muerta de hambre. No entendía por qué su mamá llevaba horas y horas sin moverse. Tampoco entendió cómo pudo desdoblarse y rozarle la mejilla con los dedos a la vez que yacía en el colchón; ni cómo de repente se evaporó por completo de su lado. No lloró ni gimoteó o su papá se enfadaría mucho con ella. La mezcla de miedo, soledad y hambre plasmada en la cara de la pequeña era desgarradora.

    —¡Tú, venga ya, joder!

    La intentó incorporar en el catre pero se desplomó de nuevo; era un peso muerto, nunca mejor dicho. Al cogerla del jersey quedó gran parte de la piel al aire y pudo notar la ausencia de calor en su cuerpo. Estaba azulada.

    El terror empezó a dibujarse en su rostro al sospechar la realidad, al ver que su compañera no despertaría más. Haidi, de esa manera que los críos captan las emociones de los mayores, se percató de que algo no iba bien y no pudo refrenar unos incipientes sollozos, pero Tomás le berreó algo ininteligible y la niña se tragó los lamentos.

    Anabel había fallecido de una sobredosis a la joven edad de veintiún años. Tomás se vio perdido, aunque no por lealtad hacia la muerta sino por la soledad que se le venía encima, pues la desdichada había sido su amiga de juerga durante casi tres años y se había amoldado a ella.

    ¿Y la niña? ¿Qué iba a hacer él con una niña de dos años a cuestas?

    «Maldita sea, hay que joderse», pensó. Encendió un cigarro y miró asqueado a la cría, que seguía chupándose el dedito en el rincón. En sus cortas entendederas creyó que todo habría sido diferente si la criatura no hubiera venido al mundo e, ilusoriamente, se convenció de que su chica seguiría allí, disfrutando de la vida.

    Ay, el autoengaño…

    Démosle el beneplácito de ser un drogadicto, un enfermo desesperado sin autocontrol. Pero también era un hombre zafio y cobarde y, como tal, quiso buscar un chivo expiatorio de todas sus desgracias y, cómo no, lo halló en Haidi; aunque nunca tuvo el valor de abandonarla a su suerte, jamás sintió una pizca de afecto por ella ni le ofreció las atenciones que precisaba. La miraba a los ojos y veía a Anabel. El asombroso parecido entre madre e hija hacía que le invadiera la ira, puesto que él anhelaba la compañía de la madre, no la de aquella mocosa que no sabía hacer nada por sí sola.

    Sentía deseos de venganza pero… ¿hacia qué? ¿hacia quién? La insatisfacción y la rabia le devoraban por dentro. Lo que hacía unos años parecía la gran aventura de su vida al marcharse de casa se había convertido en una terrorífica pesadilla de la que no podía despertar.

    ¿Cómo podría un hombre de esta índole siquiera aproximarse a cumplir con la tarea de padre? La mera idea es quimérica. Pero, por indescifrable que sea, la niña sí logró avanzar en el tiempo.

    3

    A pesar del choque inicial, la vida de Tomás no se vio gravemente alterada. Seguía ocupando el mismo tugurio, delinquiendo sin escrúpulos, hurtando aquí y allí, fumando todo lo que le cabía en los pulmones, inyectándose cuando y cuanto podía y llevándose prostitutas a la cama para sustituir a Anabel. Entre sus cometidos diarios no se encontraba el encargarse de Haidi; por lo general, se la endosaba a las vecinas, aparcándola en casas ajenas durante horas; allí tomaba algo de comer, veía dibujos o inclusive le leían un cuento. Sin embargo, otras muchas ocasiones la dejaba completamente sola en el zulo.

    Gracias a otro mecanismo de defensa —el instinto de supervivencia—, con apenas cuatro años la chiquilla había aprendido donde se guardaban la talega del pan y la leche, a medio lavarse un poco cuando le picaban sus partes y, sobre todo, a quitarse del medio; el padre, si podía calificarse así, le gritaba por cualquier cosa que le recordase que seguía viva.

    Lo único que hizo por ella, aunque no por obligación sino para librarse de su carga, fue inscribirla en el colegio situado en la misma calle cuando contó la edad pertinente; por fortuna, allí la cría tenía el almuerzo asegurado. De ser un bebé silencioso, pasó a ser una niña introvertida que nunca hablaba del trato despectivo que recibía: los profesores solo veían una alumna tímida; los escolares, una compañera afable. Las horas que Haidi pasaba en la escuela eran, de hecho, las más placenteras y fructíferas de su vida cotidiana.

    En casa a Tomás le molestaba incluso su tos, una tos que se había instalado cómodamente en algún rincón de su pecho y que había decidido quedarse allí para los restos.

    —¡Joder, tú, deja de toser ya, niña! —chillaba una y otra vez sin tan siquiera quitarse el cigarrillo de la boca, acumulando humo y nicotina en la covacha sin ventilación que era su morada.

    Una de las mujerzuelas que entró en aquel agujero intentó alertarle, aunque fue en vano. Mientras se sacaba el abrigo y mirando a su alrededor con grima, le reprochó el estado de la niña.

    —No deberías fumar delante de esa cría. ¡Por Dios! Cómo tose…

    —Déjala, no le pasa nada.

    —¡Qué flacucha! Está enferma, se ve a la legua…

    —Solo son mocos, joder… —alegó el zopenco con brusquedad, desabrochándose los tejanos y quitándose los zapatos de un puntapié.

    —¿Tiene fiebre? Está como un tomate.

    —Oye, tú has venido a follar, ¿no? Olvídate de la cría.

    Poco antes de que se presentara la mujer, ya le había dado una aspirina, puesto que no quería arriesgarse a que se le muriera en casa igual que la madre.

    —Allá tú, es tu hija… —murmuró con una mueca de desagrado.

    Al final, ignoró a la niña, aunque no por desidia, sino porque ya tenía su propio lote aguardando en casa, pues era madre de tres churumbeles. Y necesitaba el dinero.

    —¡Hostias! ¡Qué frío hace aquí!

    —Pasa a la cama y te calentarás —gruñó Tomás.

    —Pero… ¿cómo? ¿delante de ella?

    Arqueó las cejas abrumada, pues, aun siendo una libertina, tenía un mínimo de decoro.

    —Tranquila, ella no mira; aquí no hay más que una habitación. La próxima vez te llevaré al Ritz —rió sarcástico y, girándose hacia la cría, gritó—: ¡Tú, cara a la pared!

    La mujer se relajó cuando vio que, efectivamente, Haidi se tumbaba en su colchón cara a la pared y les ignoraba. Sí… Estaba acostumbrada a las desvergonzadas escenas de su padre; mientras él se liaba con la furcia, ella apretaba los ojos y se tapaba los oídos vuelta de espaldas, intentando no escuchar los murmullos y gemidos de los dos adultos, que, en su egoísta fervor y olvidándose de la cría, eran cada vez más sonoros.

    Que no cunda el pánico. ¿Recordáis lo que mencioné antes? Mecanismos de defensa.

    Las ocasiones en que no se cubría los oídos era porque a través de la pared llegaba la mágica melodía del violín que el vecino desconocido y misterioso tañía al otro lado; entonces, con las manos libres la pequeña se abrazaba la barriga y, mientras escuchaba la música, sufría en silencio el dolor en el abdomen que la atacaba con asiduidad. Aun sin ser una niña feliz, era una luchadora nata.

    En defensa del padre habrá que decir que, a medida que Haidi se hacía mayor, dejó de llevar fulanas a casa por su propio sentido de la vergüenza y del pudor.

    ***

    El tiempo fue pasando en la vida de padre e hija. Quizá fue la educación recibida en la escuela, quizá su propia disposición, pero la niña se convirtió en una muchacha modosa y formal pese a la vulgaridad y ordinariez con que la criaba Tomás.

    A causa de la desnutrición y de una enfermedad aún no diagnosticada, con doce años Haidi era de constitución flaca y de corta estatura. Eso sí, con unas bellas facciones que no pasaban desapercibidas allá donde fuera; habían dejado de ser angulosas para redondearse con gracia. Presentaba una tez blanca y perfecta, un fino y largo cabello pelirrojo como el de su madre, poco común en un país mediterráneo. Y los grandes ojos negros que contrastaban intensamente con su pelo bermejo, unos ojos en cuyas pupilas se vislumbraba el hondo pozo de tristeza que guardaba dentro de sí.

    Se había adaptado a la vida dantesca, pero su alma sentía zozobra.

    La bestialidad del padre, aun no siendo física, fue desmembrando la vulnerable psicología de la hija hasta que esta perdió los últimos reductos de seguridad y autoestima; a base de gritos, negligencia y desdén, en su corazón quedó esculpido milímetro a milímetro que no merecía la vida que se le había dado ni el cariño que no se le daba. Creció despojada de amor y, por ende, de las herramientas necesarias para valorarse y estimarse a sí misma, con lo que se convirtió en una muchacha insegura y de una timidez extrema, rasgos que la caracterizarían hasta bien entrada la veintena.

    Pero volvamos a su infancia.

    Se mire como se mire, resulta inescrutable que en este ambiente inhumano Haidi no se convirtiera en un ser insensible como lo era Tomás; nada más lejos de la realidad. Otro mecanismo de defensa del que se sirvió fue su propia condición. La niña era de buena pasta, de naturaleza dulce y pacífica, y atesoraba en su interior una generosa dosis de afabilidad que la impulsaba a anhelar el contacto humano; aun siendo retraída como era, se ganaba con facilidad el favor de los demás, salvo el de su propio progenitor.

    Debido a su temperamento, por un lado, y a su inseguridad, por otro, ni se planteaba replicar a las voces de su padre. Aquello enervaba a Tomás en grado sumo ya que, si ella le hubiera contestado con exabruptos o hubiera actuado con rencor, tal vez un día quedase absuelto de todo el mal perpetrado. En el fondo bien sabía que llevaba años envuelto en una vorágine de destrucción, descontrol y odio hacia los demás, hacia su persona y hacia su propia vida.

    Pero los niños maltratados no levantan la voz ni se encaran con nadie. Se autoinculpan, se desquieren y se avergüenzan de sí mismos.

    En una ocasión, estaba él sentado en el camastro con la cabeza entre las manos y de un humor de perros por una de sus habituales jaquecas; debido al abuso de sustancias y la mezcla de las mismas con alcohol, estas eran cada vez más frecuentes, pese a que él en su irracionalidad las achacaba a cualquier otra cosa: las voces de los vecinos, el frío, el calor… e incluso la escandalosa tos de su hija.

    Aunque lo que más le repelía era cuando la tos se acompañaba de unas gotas de sangre. Como buen cobarde, le aterrorizaba lo desconocido y se inclinaba por la idea de que aquel síntoma no era preocupante, de que no era más que la consecuencia de la expectoración fuerte y productiva de la niña. Como enfermo drogadicto, no tenía capacidad para encargarse más que de sí mismo —de forma pésima, desde luego— y daba la espalda a todo lo que apestara a responsabilidad. Por unas cosas o por otras, la trataba a berrido limpio.

    —¡Joder! No puedo aguantar más este puto dolor de cabeza… —gimoteó encendiendo un cigarro.

    La niña no dejaba de sentir apego hacia su padre, pues ese ogro toxicómano era el ser humano más cercano que tenía.

    —¿Quieres un calmante, papá? —ofreció servicial.

    —¡¡Aléjate de mí!! ¡Eres tú y tus toses lo que me da este puto dolor! —bramó al mismo tiempo que cogía una botella de ginebra vacía del suelo y la estampaba contra la pared, haciéndola añicos.

    Ella dio un repullo por el escándalo causado por los cristales rotos, pero, en lugar de echarse atrás y con la intención de aplacar la ira del padre, acarició el brazo marcado por los pinchazos y los abscesos de pus. Él le dirigió una mirada de repulsión y, como toda respuesta, exhaló el humo hacia su cara, tal era la rabia que sentía por ella. Fue la única vez que hizo eso, pero lo hizo, el desgraciado. La pequeña se apartó rápidamente y empezó a toser y a ahogarse debido a la falta de aire y a la presión en los pulmones.

    Mas nunca se enfrentó a él. Al igual que ciertas personas crían a su perro a patadas y este, a cambio, les sigue mirando con adoración como solo una mascota mira a su amo, ella, por su templanza y su personalidad fracturada, le absolvía todo al drogodependiente que era a la vez su padre y su amo, guiada por la ingenua creencia de que así él algún día la querría.

    Dije antes que Dios aprieta pero no tanto y, venturosamente, la trayectoria de nuestra amiga pronto se alteraría de un modo favorable. Ya os adelanté que la suerte deseaba cruzarse por su camino.

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    Gracias a la alarma que dio algún vecino del bloque, a los catorce años Haidi Grams Marnet fue rescatada por

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